En estas últimas décadas, se ha instalado en varios países de Latinoamérica (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Perú y Uruguay) el cuestionamiento sobre quién debe dirigir, gestionar u orientar la institucionalidad vinculada con la memoria histórica sobre fenómenos de violencia política pasada, a través de archivos, museos, monumentos y centros de memoria. Especialmente, cuando las propias agencias estatales han jugado un rol importante (ya sea por acción u omisión) en la violación de los derechos humanos (DD. HH.) de sus ciudadanos. Esta polémica, en ocasiones, es presentada desde una perspectiva normativa que postula cómo deberían ser las cosas, lo que el antropólogo Alejandro Castillejo (2013) ha denominado el “evangelio global del perdón y la reconciliación”, haciendo referencia a la aplicación cada vez más extendida y normalizada de mecanismos estandarizados de Justicia Transicional1.
Estos mecanismos suelen comprender cuatro principios básicos: justicia, verdad, reparación a las víctimas y garantías de no repetición. La necesidad de hacer memoria pública (comúnmente llamada memoria histórica) sobre fenómenos de violencia masiva tiende a ser vinculada con la mayor parte de tales principios en contextos transicionales. En este sentido, afirmaremos que las políticas de memoria deben funcionar, por ejemplo, como una forma de “reparación simbólica hacia las víctimas” o, como una medida para “garantizar la no repetición de crímenes contra la humanidad”, cristalizada en la consigna “Nunca Más”. Sin embargo, muchas veces este tipo de afirmaciones no son sometidas a una reflexión crítica acerca de los objetivos ideales que se promueven desde estos mismos mandatos institucionalizados, ni toman en consideración la potencialidad política de las iniciativas particulares de memoria histórica que logran concretarse o no en cada contexto sociohistórico a través del agenciamiento de diversos sujetos.
En este trabajo, a diferencia de un enfoque de tipo normativo, no pretendemos cuestionar quién debería gestionar la memoria (agencias estatales, organismos no gubernamentales, universidades, entre otras organizaciones o entidades posibles) o cómo debería hacerlo. Más bien, lo que nos interesa analizar desde una perspectiva antropológica es: primero, de qué manera -en ciertas coyunturas políticas nacionales e internacionales- el recuerdo sobre determinados eventos pasados llega a recortarse y a convertirse en un importante tema de la agenda pública y , segundo, cuáles son algunos de los corolarios locales de estos procesos de inscripción institucional de la memoria sobre fenómenos de violencia masiva, a la luz de los mandatos globales de la Justicia Transicional.
A partir de estudios etnográficos previos (Guglielmucci 2013 y 2019), el foco estará puesto en analizar, por un lado, cómo “en ciertos momentos clave, el pasado (pero cuál pasado y qué parte del pasado) [es] retomado en el presente, con el fin de crear un pretérito significativo” (Hartog, 1995, p. 1231). Y, por otro lado, de qué manera este trabajo colectivo de hacer memoria es significado social y políticamente de maneras variables. Ya sea, por ejemplo, haciendo hincapié en: a) la capacidad de conservar, elaborar o denunciar un pasado que no pasa; b) evocar o conmemorar a ciertas figuras o hechos considerados memorables o; c) alumbrar utopías pasadas no realizadas y articular proyectos políticos en el presente que proyecten otros futuros posibles.
Me centraré en el caso de la Ciudad de Buenos Aires (Argentina) para dar cuenta de las maneras variables en que el trabajo colectivo de hacer memoria ha sido dotado de sentido. En la capital, y en muchas otras partes del país, el recuerdo público sobre el “terrorismo de Estado”2 se ha consolidado en las dos últimas décadas como objeto de innumerables políticas de promoción de la memoria a través de diversas agencias estatales y organizaciones no gubernamentales (ONG) de DD. HH.3. Y, a su vez, se ha convertido en un foco de profundas controversias sociales e institucionales sobre las funciones que idealmente les competen a cada uno de estos agentes4.
La capacidad de recordar es compartida por todos, pero algunas personas toman a la memoria como un objeto de activismo político5. Ellas se convierten en sus “guardianes” (Valensi y Cuesta, 1998), encargados de la conservación de ciertas narrativas sobre el pasado o, en sus “emprendedores” (Jelin, 2002), en tanto promotores de la búsqueda y la rememoración de cierto pasado. Este ha sido el caso de quienes han instalado la causa de la memoria sobre el terrorismo de Estado en la escena pública argentina, especialmente a partir de mediados de la década del 90.
La memoria, sin embargo, no fue configurada desde un inicio, tanto durante la última dictadura militar (1976-1983) como con posterioridad a ella, como una de las principales consignas del movimiento de DD. HH. con relación a los crímenes cometidos por agentes estatales. Durante el régimen militar, las consignas de estas organizaciones comenzaron más bien por la pregunta: “¿Dónde están los desaparecidos?”, seguida por la demanda de “Aparición con vida”. La consigna coagulada en el proceso de búsqueda de las personas detenidas-desaparecidas y de los niños nacidos durante el cautiverio de sus madres fue la de “verdad”; es decir, que el gobierno militar diera a conocer la localización de los secuestrados y revelara el destino final de las personas desaparecidas y de los niños apropiados. Con la llamada “transición democrática” y la instauración de un Estado de derecho, a esta demanda de “verdad” se añadió la demanda de “justicia” por los crímenes que se fueron conociendo y caratulando legalmente como detención ilegal, desaparición forzada, secuestro y sustracción de la identidad biológica de niños nacidos durante el cautiverio de sus madres, robo de propiedades mediante estrategias fraudulentas, entre otros.
Frente al ocultamiento de los crímenes cometidos a través de la instauración de cientos de centros clandestinos de detención, tortura y exterminio (CCDTyE) a lo largo del país, las ONG de DD. HH. demandaron públicamente a los representantes políticos que se investigara lo sucedido durante la dictadura y se lo reconociera públicamente como crímenes de Estado6. Algunas de estas demandas y consignas tuvieron eco en las políticas implementadas por el primer gobierno posdictadura. El presidente Raúl Alfonsín (1983-1989) creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP 1984), que redactó el Informe Nunca Más, e instauró el llamado “Juicio a las Juntas” (1985) realizado por la justicia civil y ordinaria, contrariando la voluntad de las Fuerzas Militares de ser juzgadas por sus propios Tribunales7.
En el juicio a los comandantes que integraron las sucesivas juntas militares, la estrategia de la Fiscalía fue la de demostrar su responsabilidad conjunta en la construcción de la ingeniería a partir de la cual se perpetraron numerosas violaciones a los DD. HH. A su vez, se buscó exponer que las juntas habían negado sistemáticamente estos hechos y que dicho dispositivo había excedido la represión a la guerrilla (Crenzel, 1998, p. 138). La sentencia, además de aplicar condenas diferenciales a los comandantes, habilitó la incriminación y juicio de los cuadros subordinados de las Fuerzas Armadas (FF. AA.). Estas políticas de gobierno encontraron fuerte resistencia en sectores acólitos al rol que jugaron las FF. AA. en la llamada “guerra contra la subversión” envalentonando levantamientos militares para poner un límite a las acciones punitivas. Un primer freno a la sentencia del juicio a las juntas fue la declaración de las es de “Punto Final” (23.492/1986) y “Obediencia Debida” (23.521/1987), caracterizadas por las organizaciones de DD. HH. como “Leyes de Impunidad”8. A su vez, entre 1987 y 1990 se realizaron cuatro levantamientos militares, lo que influenció en que el posterior presidente electo sellara la tendencia a una amnistía en pos de la unidad nacional.
Durante los dos gobiernos consecutivos de Carlos Saúl Menem (1989-1999) se implementaron una serie de políticas públicas bajo el argumento de que era necesario pasar la página respecto al pasado con el fin de pacificar y reconciliar a la sociedad argentina. Para ello, primero, decretó una serie de indultos a través de los cuales amnistió a los militares involucrados en las violaciones a los DD. HH. durante la dictadura, a los detenidos por su actuación durante la guerra de Malvinas y a los involucrados en los levantamientos militares del período previo. Y, luego extendió los indultos tanto a los excomandantes de las juntas como a los líderes de las organizaciones armadas presos o procesados. Solo dejó vigentes las penas destinadas a castigar a los militares que habían protagonizado el último levantamiento en 1990. Paralelamente, otorgó reparaciones económicas -vía administrativa- a las personas catalogadas como “Víctimas del terrorismo de Estado” lo cual generó una serie de tensiones ético-políticas al interior del movimiento de DD. HH. y entre quienes fueron indemnizados de manera individual y no colectiva (Guglielmucci, 2015). A su vez, en 1998, decretó la demolición de las instalaciones donde había funcionado el CCDTyE conocido como la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) con el fin de edificar allí un símbolo a la unidad nacional9. Esto no pudo ser ejecutado por un recurso de amparo interpuesto por Graciela Palacio de Lois y Laura Bonaparte de Bruschtein (ambas familiares de desaparecidos). En febrero del 2001, la Corte Suprema de Justicia argentina ratificó la inconstitucionalidad de este decreto. El fallo sostenía que la demolición les impediría “conocer el destino de sus familiares desaparecidos y, en caso de haber fallecido, las circunstancias que determinaron el hecho, así como el lugar donde se encuentran sus restos”10.
La casi total clausura de los canales jurídicos - por más de una década - para investigar graves violaciones de los DD. HH., así como el llamado a pasar la página respecto a las violencias políticas pasadas, condujo a que amplios sectores demandaran, mediante acciones memoriales, su revisión pública y la responsabilización social de los perpetradores de crímenes de Estado11. Fue en esta coyuntura política que la demanda de “Memoria”12 ingresó con fuerza entre las consignas del movimiento de DD. HH., como una forma de sostener las históricas demandas de “Verdad y Justicia” sobre los crímenes pasados y, a la vez, de actualizarlas con otras nuevas en un contexto donde ya se dejaban sentir las graves consecuencias de la implementación de políticas económicas neoliberales13.
Una expresión de esta actualización del campo de los DD. HH., a través de la incorporación no solo de nuevas consignas, sino también de novedosos actores, fue la fundación en 1996 del espacio “Encuentro Memoria, Verdad y Justicia” (EMVyJ). Este espacio funciona como una coordinadora de más de 300 organizaciones de DD. HH., estudiantiles, sociales, sindicales y políticas a cargo de la disposición de la movilización anual de repudio al golpe de Estado (realizada cada 24 de marzo) y del documento leído en la finalización del acto (realizado en la emblemática Plaza de Mayo, centro político del país)14. En Buenos Aires, esta movilización suele realizarse desde el Congreso hasta la Casa de Gobierno (conocida como Casa Rosada), sede institucional del Poder Ejecutivo nacional. En el documento se suele condenar al golpe de Estado de 1976, y también se celebra la resistencia popular a las políticas económicas y represivas implementadas desde el gobierno nacional. Por ejemplo, al cumplirse 25 años del golpe (en 2001), el documento conjunto expresaba lo siguiente: “30.000 detenidos-desaparecidos ¡Presentes! El poder económico y los gobiernos de turno garantizan que el genocidio impune de ayer continúe con el genocidio de hoy. Basta de hambre, entrega, desocupación y represión. Basta de impunidad. Hagamos del 24 de marzo un día de lucha”15.
El ingreso de la nueva consigna de “Memoria” estuvo signado también por la renovación generacional incluso al interior del movimiento de DD. HH., por ejemplo, con la aparición pública de Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (HIJOS), en la segunda mitad de la década del 90. Esta organización instaló el lema “Si no hay justicia hay escrache”, promoviendo acciones de señalamiento individual e impugnación moral de los “genocidas” y sus colaboradores, que consisten en actos performáticos de juicio y condena social realizados frente a las viviendas de los perpetradores con el acompañamiento de otros colectivos políticos o vecinales16. Con la ayuda del colectivo artístico Grupo de Arte Callejero (GAC), HIJOS colocó carteles en las paradas de buses, señales de tránsito, así como en las paredes de casas y edificios, en los que se localizaba el domicilio de “genocidas” en un mapa de la Ciudad de Buenos Aires al que todos los ciudadanos podían tener acceso (Imagen 1).
Fuente: Tomado de 1984 (Desasastre Inminente) (2013)
A esta articulación intergeneracional se sumó también la indignación pública causada entre amplios sectores sociales a raíz de las declaraciones que algunos perpetradores de crímenes de lesa humanidad que estaban libres dieron en ese entonces frente a los medios de comunicación17. En estas declaraciones, por ejemplo, ellos reconocían sin remordimientos que habían arrojado desde aviones militares a personas vivas (que se encontraban secuestradas) al Río de la Plata o al Mar argentino para desaparecer sus cuerpos.
Desde mediados de la década del noventa, en un contexto de impunidad por los crímenes estatales del pasado que se conjugó con los efectos negativos de la aplicación de políticas de desregularización de la economía y desmantelamiento del Estado de bienestar, las movilizaciones por los DD. HH. se multiplicaron y la “memoria de las víctimas” comenzó a ser pensada como un derecho por parte de la ciudadanía y como un deber por parte del Estado. Percibida de esta manera, comenzó a exigírsele al gobierno la implementación de proyectos para ejercerla no solo por medio de iniciativas no gubernamentales y autogestionadas, sino también a través de políticas públicas promovidas y financiadas por el propio Estado.
Un factor importante respecto a este punto fueron las transformaciones del derecho internacional de los DD. HH., algunas de cuyas líneas de acción constituyen lo que se denomina como Justicia Transicional. Por ejemplo, existen sentencias y resoluciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que establecen líneas de acción a los Estados parte (como los relacionados con el “derecho a la verdad”), además de la ratificación de convenciones internacionales (por ejemplo, la Convención Interamericana de Desaparición Forzada de Personas), herramientas que las organizaciones de DD. HH. han podido utilizar en procesos locales. Esto último se constata en las estrategias utilizadas por organizaciones de derechos humanos y familiares de víctimas de desaparición forzada para impulsar los llamados “juicios por la verdad” o las medidas cautelares para frenar la demolición de la ESMA hacia finales de la década del 90.
Desde 1996, en la recientemente declarada como Ciudad Autónoma de Buenos Aires, numerosas actividades conmemorativas y pedagógicas en torno a cómo recordar a los desaparecidos y abordar los efectos prolongados del terrorismo de Estado fueron ingresadas a la esfera pública a través de la alianza entre activistas de derechos humanos y algunos políticos o funcionarios públicos. Otras iniciativas memoriales también lograron inscribirse en jurisdicciones municipales o en ciertas gobernaciones provinciales. Para llevarlas adelante se crearon entidades especiales, tales como la Comisión Pro-Monumento a las víctimas del terrorismo de Estado en Buenos Aires (Ley 46/1998)18, la Comisión Provincial por la Memoria en La Plata (2117/1999)19, y el Archivo de la Comisión Provincial de la Memoria en Córdoba (CPM) (2006)20, entre otras.
Fuente: Ana Guglielmucci
Más adelante, con el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y los dos gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) este tipo de iniciativas memoriales municipales o provinciales alcanzarían un estatus de política pública a escala nacional, sobre todo con la consolidación de una política de espacios para la memoria sobre el terrorismo de Estado y la promoción de los valores democráticos y los DD. HH. Esta política fue consolidada a través de la Ley 26.691 de 2011 y el Decreto 1986 de 2014 que establecen la “Preservación, Señalización y Difusión de Sitios de Memoria del Terrorismo de Estado”, comprendiendo como “Sitios” a los “lugares que funcionaron como [CCDTyE[ o donde sucedieron hechos emblemáticos del accionar de la represión ilegal desarrollada durante el terrorismo de Estado ejercido en el país hasta el 10 de diciembre de 1983”21. Ambas normativas establecieron que el Poder Ejecutivo nacional debía garantizar la preservación de todos estos sitios con el fin de facilitar las investigaciones judiciales, como asimismo, para la preservación de la memoria de lo acontecido durante el terrorismo de Estado en Argentina.
En este devenir como consigna del movimiento de DD. HH. y, luego, como objeto de políticas públicas avaladas por leyes y decretos nacionales, hacer memoria pública sobre las violencias pasadas se cargó de algunos sentidos particulares. Para empezar, se instaló como un imperativo ético por parte de la ciudadanía y del Estado, lo cual supuso el deber de reconocer y socializar no solo los crímenes cometidos por agentes estatales y sus consecuencias, sino también de repudiar moralmente a los perpetradores en tanto “represores” o “genocidas”. Y, a su vez, de conmemorar colectivamente a sus víctimas, en especial a los detenidos-desaparecidos. Esta atribución de poder a la memoria en tanto fuerza de denuncia y de reparación histórica, como contracara, sobrecargó al olvido con un sentido negativo, como sinónimo de perdón y reconciliación impuestos, y garante de la impunidad.
Las movilizaciones callejeras por los DD. HH. realizadas todos los 24 de marzo de cada año (hasta la pandemia y la cuarentena obligatoria decretada en 2020), sean en la capital o en otras ciudades del país, han configurado espacios performativos a través de los cuales se actualizan y disputan social y políticamente las consignas de “Memoria, Verdad y Justicia”. Y, en los que se expone públicamente qué eventos del pasado se quiere traer al presente y de qué manera. Sobre todo, ha sido en estos espacios de articulación social y política donde se han desplegado acciones de diálogo y confrontación con cada gobierno y sus respectivas políticas respecto al pasado, al presente y al futuro22. Estas acciones, que pueden asumirse como modos de protesta (o formas de manifestación pública de la acción contenciosa), han variado históricamente, no solo por las relaciones establecidas por las diferentes organizaciones de DD. HH. con cada gobierno (nacional, provincial, municipal) sino también por la red de relaciones que ellas han tejido junto a otras organizaciones sociales y políticas, y por el campo ampliado de demandas que todas ellas han logrado modelar de cara al Estado.
Desde mediados de los ochenta la relación del movimiento de DD. HH. con las autoridades nacionales tendió a ser -en su mayor parte- antagónica, configurando una especie de espejo resquebrajado entre sus reivindicaciones y los respectivos gobernantes23. Para ese entonces, a su vez, las organizaciones que constituían a ese movimiento no eran una referencia política de la lucha social y económica como sí lo eran, en cambio, los sindicatos y los gremios. Fue hacia mediados de los noventa que, por una parte, surgieron en la escena nacional nuevos actores colectivos que desafiaron de modo creciente las políticas estatales, entre ellos, los movimientos de trabajadores desocupados o “piqueteros”, nombre que hace referencia a su forma de lucha caracterizada por los “piquetes” o cortes de rutas24. Y, por otra, cuando la fuerza simbólica de las organizaciones de DD. HH., sobre todo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, se instituyó como un importante eje de los movimientos de protesta en la Argentina al denunciar abiertamente la continuidad de la violencia estatal, la articulación entre la violencia política y la violencia estructural, y la impunidad en el presente.
Con la crisis político-económica de 2001 el antagonismo entre el gobierno y diversas organizaciones sociales y de DD. HH. se profundizó y se puso de manifiesto en las calles de las principales ciudades del país. Múltiples sectores sociales disconformes no solo con el gobierno nacional de ese entonces (Fernando De la Rúa, 1999-2001) sino con los representantes políticos en general, así como con las políticas económicas neoliberales (que se consideraban una continuidad con los objetivos reorganizadores de la sociedad implementados por la última dictadura militar), se articularon políticamente fortaleciendo un campo contra hegemónico25. “Que se vayan todos” fue una de las consignas sostenidas en los primeros años de la década del 2000 unificando las demandas de sectores sociales heterogéneos. La intensa movilización y la represión organizada desde el gobierno nacional, aplicada ya no por las fuerzas militares sino por la Policía o la Gendarmería Nacional, reforzaron la unión de partidos políticos de izquierda, sindicatos, gremios, centros de estudiantes, organizaciones de trabajadores desocupados o “piqueteros” junto con las organizaciones de DD. HH. Las consignas de “Memoria, Verdad y Justicia”, en este contexto, fueron reforzadas refiriéndose no solo a los crímenes del pasado y sus consecuencias presentes, sino a los problemas urgentes del presente y un futuro excluyente, como la violencia institucional ejercida contra los jóvenes y los sectores marginados del mercado laboral.
Esta articulación entre diversos grupos con fuerte presencia territorial impulsó numerosas intervenciones memoriales en el espacio público. Las calles y las plazas se llenaron de grafitis y murales que denunciaban la represión estatal y las políticas económicas neoliberales, y que reconsideraban los ideales políticos por los que afirmaron combatir los militantes sociales o revolucionarios décadas atrás (como justicia e integración social). Sin recuperar, no obstante, la lucha armada con medio para “tomar el poder” con el fin de encausar un cambio radical de la sociedad (socialista, leninista, maoísta, comunista, etc.). En varias ciudades se organizaron asambleas barriales en las que confluyeron personas con diferentes trayectorias y adscripciones políticas y que comenzaron a organizar actividades de economía solidaria (relación directa entre productores y consumidores, apoyo a fábricas recuperadas por sus trabajadores tras la declaración de quiebra por parte de los dueños, entre otras), a rescatar experiencias previas de articulación política y a conmemorar a los desaparecidos en los ámbitos de vida cotidiana (los barrios donde vivían, los lugares donde estudiaron o trabajaron, etc.)26.
A su vez, algunas de estas asambleas barriales integradas también por ex-presos políticos o sobrevivientes tomaron la consigna de “Memoria, Verdad y Justicia” como motor de sus actividades locales y organizaron múltiples iniciativas para denunciar la continuidad de las fuerzas militares y de seguridad en espacios donde funcionaron CCDTyE y demandar su desalojo y refuncionalización como espacios de memoria. En la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, las Asambleas de Vecinos de San Telmo y de San Cristóbal participaron en la marcación y memorialización27 pública de los ex CCDTyE “Club Atlético”28 y “Virrey Ceballos”29, y la Asamblea de Flores-Floresta de los ex CCDTyE “Olimpo”30 y “Automotores Orletti”31. En el lugar donde funcionara el “Club Atlético”, demolido a fines de los 70 para construir una autopista, los integrantes de la asamblea suelen colocar antorchas formando la silueta de una persona desaparecida. Mientras que, en el otro caso, han organizado movilizaciones vecinales que recorren a pie el trayecto entre ambos ex CCDTyE, “Olimpo” y “Orletti”. Ambas actividades se han reiterado todos los 24 de marzo, desde mediados de la década del 90, a excepción de estos dos últimos años debido a la pandemia.
Hacia el 2000, las movilizaciones por los DD. HH., económicos y sociales se multiplicaron y se diversificó la composición organizacional del campo de los DD. HH. Las demandas humanitarias se radicalizaron reclamando no solo juicio y castigo a los culpables de crímenes masivos pasados, sino también transformaciones estructurales en las políticas económicas que empobrecieron a millones de personas. En este contexto confrontacional, no solo con el gobierno sino con el propio sistema político representativo y la reorganización neoliberal de la economía global, se puso en discusión, por un lado, qué se entendía por “democracia” o, cuál era la práctica democrática más deseable y justa en un contexto de profundas desigualdades y exclusión económica. Y, por otro, cómo se podía contrarrestar el uso de la violencia represiva por parte del Estado. Esto último se puso en evidencia cuando, ante la crisis económica revelada en 2001, el presidente decretó “estado de sitio”. Esta decisión del Poder Ejecutivo fue desobedecida de manera masiva, a través de reiteradas manifestaciones en las calles de varias ciudades.
En 2003, en el marco de una grave crisis económica y de la inestabilidad del propio sistema de gobierno, asumió la presidencia Néstor Kirchner32. Durante su gestión, algunas de las primeras medidas fueron la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, el posicionamiento a favor de la reapertura de los procesos judiciales contra personas involucradas en la represión ilegal, la derogación del decreto de prohibición de extradición de militares argentinos y la ratificación del convenio internacional sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y lesa humanidad. Esto auspició un acercamiento entre varios organismos de DD. HH. y las nuevas autoridades nacionales. La inclusión de la problemática de “Memoria, Verdad y Justicia” entre los temas prioritarios de la agenda estatal interpeló a los grupos de DD. HH., y alentó procesos de fuerte identificación política con la figura presidencial, alterando la percepción de importantes organizaciones respecto a la actuación del Estado, como también sobre su propia misión (Barros y Morales, 2017; Guglielmucci, 2013).
La relación entre las protestas callejeras y el ámbito de la ley parecía recomponerse a través de una imagen que ahora reflejaba cierta concordancia entre las demandas de varias organizaciones sociales y de DD. HH. y el gobierno nacional33. Esta aproximación, sin embargo, fue duramente criticada por algunos sectores sociales aduciendo diversas razones. Lo que se advierte, no obstante, es que la mayoría de estas críticas se han derivado de la percepción construida históricamente sobre la relación entre el movimiento de DD. HH. y el Gobierno, usualmente concebida como contrapuesta o mutuamente excluyente. Es por ello que, en los casos en que dicha relación se ha articulado de otro modo se la ha solido calificar como su anverso, es decir, se la ha descrito en términos de corrupción o de “cooptación de los organismos por parte del Gobierno” o, se le ha imputado a este último la “delegación en las organizaciones de DD. HH. de la responsabilidad pública que les compete a las agencias del Estado”. Algunas de estas objeciones pueden rastrarse, por ejemplo, en los análisis de importantes académicos argentinos como el psicólogo (2009) o la ensayista Beatriz Sarlo (2010), quienes han manifestado públicamente que “quienes defienden los derechos humanos deben estar más allá de los gobiernos, porque estos son compromisos universales”34.
Estas críticas a la asociación entre el gobierno (especialmente a nivel nacional) y algunas organizaciones tradicionales de DD. HH. destinadas a institucionalizar políticas de memoria histórica fueron aprovechadas por defensores de los discursos pro-dictatoriales para desacreditar públicamente el trabajo de los organismos y promover la idea del robo o “curro de los derechos humanos”35, haciendo referencia con esto a la inclusión de activistas de DD. HH. en la estructura del Estado, o a la asignación de fondos públicos para iniciativas conmemorativas. A su vez, esta aproximación entre el gobierno y organizaciones de DD. HH. alentó a estos actores a exigir una “memoria completa” sobre la violencia política pasada que incluya la perspectiva de las víctimas de las organizaciones político-revolucionarias en las narrativas públicas legitimadas por agencias estatales. Así, desde mediados de la década del 2000, junto a la memorialización y recuperación oficial de las demandas de las víctimas de la represión estatal, se amplió y diversificó el conjunto de revisionistas de la violencia pasada que defendían la tesis de la “guerra justa contra la subversión” (Grinchpun, 2019). Estos actores, a través de diversas iniciativas y discursos, fomentaron la relativización de las cifras de desaparecidos y rechazaron la existencia de un plan sistemático de aniquilamiento en el país36.
En este contexto, el diseño e implementación de una política pública en torno a la memoria de violencias pasadas y la creación de espacios de memoria sobre el terrorismo de Estado, en los mismos sitios donde funcionaron CCDTyE, estuvo atravesada por los siguientes debates. Por una parte, acerca de lo que se recorta o no como memorable respecto a pasados de violencia. Por otra, sobre el rol del Estado y la relación entre gobierno y organizaciones de DD. HH. Esta polémica ha puesto en escena distintas concepciones sobre cómo debiera concretarse el ideal abstracto de sociedad y Estado en el trabajo por la inscripción de la memoria pública sobre violencias pasadas. Pero, sobre todo, ha expuesto cómo las prácticas políticas en torno a este trabajo han sido objeto de evaluaciones morales definidas situacionalmente, es decir, según quiénes sean los que ocupan determinadas posiciones en cada campo (entiéndase lo que se recorta como “sociedad civil” o como “Estado”).
A continuación, mostraremos cómo este ideal ha sido articulado, de manera práctica, a través del trabajo conjunto entre representantes del gobierno y de organizaciones sociales y de DD. HH. con el fin de institucionalizar una política pública de sitios para la memoria sobre el terrorismo de Estado en la Ciudad de Buenos Aires.
Entre finales de los 90 e inicios del 2000, numerosos sitios donde funcionaron CCDTyE fueron demarcados y señalizados públicamente como lugares desde los cuales promover una memoria denunciadora de la violencia estatal y de la impunidad, relacionada de manera estrecha con la voluntad de restablecimiento de la justicia retributiva. Una memoria que, en palabras de Allier Montaño (2008) “procede de una retórica que normalmente busca persuadir y movilizar a más personas, con la intención de que se unan a las protestas, de tal manera que la violencia posterior a la divulgación esté en escala con la injusticia revelada” (p. 98). Desde estos espacios, de tal manera, se conjugó un trabajo de memoria que excedió la esporádica actividad conmemorativa, comprometiéndolos como testimonio material de las violaciones a los DD. HH. y prueba material para la justicia. En las actividades en torno a tales sitios se hizo presente así, no solo la denuncia de un pasado que no ha terminado de pasar, sino la necesidad de crear una conciencia nacional sobre fenómenos de violencia pretérita que no tenían una expresión material. No porque ellos hubieran sido olvidados, sino porque eran ocultados, negados u obliterados por el propio Estado, que no los rememoraba ni reconocía en la escena pública.
Integrantes de asambleas barriales junto con sobrevivientes, miembros de algunas organizaciones de DD. HH. y de otros colectivos sociales, promovieron acciones de memorialización en torno a estos espacios a través de carteles, grafitis, murales, esculturas, actos públicos, entre otras acciones. A través de estas actividades se fue consolidando la valorización social y política de estos lugares como sitios a ser “recuperados” y “refuncionalizados”, con el sostén del Estado, pero gestionados desde las organizaciones sociales. Es decir, espacios cuyos ocupantes en ese momento (fuerzas militares, policiales, entre otros) debían ser desalojados para construir allí sitios de memoria pública sobre los crímenes que se cometieron durante el terrorismo de Estado.
Este proceso de espacialización de las demandas de memoria implicó la articulación con funcionarios públicos pues, muchos de estos edificios o predios pertenecían al Estado o eran de propiedad privada y se necesitaba que el gobierno gestionara su cambio de destino, compra o expropiación. Y, a su vez, que definiera parámetros para su nueva regulación y gestión institucional en tanto bien común o patrimonio público, destinado a actividades memoriales, pedagógicas, conmemorativas o, incluso, jurídicas (en tanto prueba material que pudiera acompañar el testimonio de los sobrevivientes de dichos CCDTyE en los juicios de lesa humanidad reabiertos en 2005).
El trabajo colectivo de memorialización de estos espacios fue tomando una nueva forma, al tiempo que los integrantes de asambleas barriales y otras organizaciones sociales y de DD. HH. se articularon con autoridades y empleados públicos para su desalojo y refuncionalización. Algunas cuestiones centrales a definir fue cómo diseñar e implementar su nueva misión en tanto espacios para la memoria pública y quiénes podrían participar de sus órganos de decisión para definir qué hacer en ellos, material y simbólicamente.
Con la finalidad de dar forma al novedoso destino de los predios o edificios (previamente desocupados) como espacios para la memoria, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires creó entonces programas transversales (que involucraron a diferentes áreas gubernamentales) y mesas o comisiones de trabajo. Estos órganos de gestión fueron integrados por empleados públicos, representantes de diversas organizaciones sociales y de DD. HH., sobrevivientes de los ex CCDTyE, familiares de detenidos-desaparecidos y vecinos organizados (como ocurrió con la refuncionalización del Club Atlético, Olimpo, Virrey Ceballos y Orletti). Su composición, de este modo, adquirió una forma de trabajo mixta, caracterizada por la participación de miembros de organizaciones no gubernamentales, vecinos organizados, personas auto-representadas y funcionarios. Las mesas debían decidir qué hacer y cómo hacerlo en cada sitio, y acordarlo con los representantes de diversas áreas de gobierno (coordinados por la Subsecretaría de Derechos Humanos) que tuvieran injerencia en las tareas asignadas para alcanzar los objetivos consensuados. Por supuesto, esta cogestión entre el gobierno y actores no gubernamentales estuvo signada por profundas controversias, en especial, acerca de la legitimidad de cada uno de los partícipes designados para tomar decisiones e intervenir material y simbólicamente estos lugares.
Respecto a la legitimidad diferenciada de los representantes sociales designados y registrados institucionalmente como miembros de las comisiones o mesas de trabajo, desde un inicio, los programas gubernamentales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires dieron un reconocimiento a priori a quienes son considerados como afectados directos, ya sea por ser familiares o sobrevivientes de los “dispositivos concentracionarios” (Calveiro, 1998). Los vecinos, en cambio, tuvieron que demostrar la legitimidad de su participación a través de la contribución activa y concreta en la memorialización de estos espacios. Esto sucedió, por ejemplo, en el caso de la Mesa de Trabajo del ex CCDTyE Olimpo.
En estas mesas de trabajo, por lo tanto, se puso en juego un reconocimiento institucional diferenciado respecto a la voluntad de sus integrantes. Mientras que los primeros ya estaban legitimados por el lazo de parentesco con las víctimas de desaparición forzada o por su experiencia de detención forzada, los segundos debían probar reiteradamente su legitimidad como actores políticos comprometidos con este espacio colectivo a través de su trabajo cotidiano y de su afinidad con la voluntad de las “víctimas”. En esta puesta en escena de diversos capitales de reconocimiento público y, consecuentemente, de capacidad decisoria, las demandas de diversas organizaciones sociales y vecinales, que no son consideradas como víctimas directas, tendieron a ser subsumidas en las necesidades de los primeros. En ocasiones, incluso, sus reclamos hacia el gobierno fueron desoídas y subestimadas, sobre todo si referían a cuestiones controversiales que exhiben las continuidades más que la ruptura con las violencias del pasado o, las necesidades sociales, económicas o políticas presentes de los vecinos de cada lugar (acceso a la vivienda digna y a la educación, desempleo, etc.).
Uno de los desafíos prácticos, por lo tanto, ha consistido en cómo articular las demandas políticas de actores con capitales decisorios diferenciales, más allá de que el reglamento de cada mesa o comisión afirme que las acciones en el sitio se deben tomar por consenso entre todos los representantes de la sociedad civil. En este sentido, si bien la creación de espacios de memoria pública en lugares donde funcionaron CCDTyE habilitaron lugares de encuentro y participación entre actores heterogéneos con el fin de definir colectivamente qué hacer en ellos, la legitimidad para tomar decisiones por consenso (y no por voto) ha estado condicionada en un principio por este reconocimiento institucional diferencial de sus integrantes. Aunque, en términos abstractos, se los considere a todos ellos de manera indiferenciada como miembros de la sociedad civil.
Respecto a este reconocimiento diferencial de los capitales decisorios, no obstante, en algunas de las mesas de trabajo, como las de los ex CCDTyE Club Atlético, Virrey Ceballos y Olimpo, se pudo observar un desplazamiento en este reconocimiento diferenciado entre las víctimas directas e indirectas del terrorismo de Estado. Sobre todo, a partir del rol que han jugado los sobrevivientes, quienes tendieron puentes de sentido entre sus acciones de militancia político-territorial pasada y las demandas sociales del presente. Esto ha permitido ampliar la reflexión sobre las continuidades no observadas o silenciadas respecto a los efectos estructurales del terrorismo de Estado o sobre ciertas prácticas y valores institucionales y culturales autoritarios que se exhiben en el presente. Es decir, ha puesto en evidencia la necesidad de
historizar los procesos y recuperar las memorias, comprenderlos en sus conexiones y sentidos más profundos a la luz de las urgencias del presente, para pasar, efectivamente, a otra cosa. Comprender pasado y presente desde su propio sentido y desde allí rastrear las mutaciones y las réplicas porque los antiguos peligros resuenan en los del presente como semejanza pero también como diferencia. (Calveiro, 2006, p. 381)
En este sentido, las garantías de no repetición difícilmente pueden ser comprendidas de una manera universal y abstracta, es decir, deben ser entendidas más bien como parte de un trabajo político, crítico y vigilante, siempre situado en un contexto dado.
Otro punto controversial respecto a la gestión de estos sitios ha sido la distinción entre el rol del gobierno y el de los actores no gubernamentales en el manejo de cada uno de ellos. decir otras palabras, el papel que debiera asumir el Estado en la implementación de estas políticas de memoria. Desde el punto de vista de los actores no gubernamentales que integran las mesas de trabajo, las agencias estatales debieran encargarse de proveer los recursos humanos y materiales para que sean viables las decisiones tomadas por los integrantes de cada mesa o comisión de trabajo. Esta postura la han mantenido hasta la actualidad. No obstante, existe el riesgo de que cada gobierno pueda promover distintas perspectivas respecto a cuál debiera ser el rol del Estado en el desarrollo de políticas públicas de memoria, buscando cambiar así no solo su orientación sino también la propia composición de los órganos de gestión37.
Estas cuestiones controversiales ponen en evidencia que estos sitios no solo deben ser comprendidos como lugares desde los cuales se revisan e instituyen narrativas memoriales sobre violencias pasadas, sino que ellos son - fundamentalmente - espacios políticos desde los cuales se instituyen y dotan de un sentido particular las relaciones entre lo que se entiende por “Sociedad” y por “Estado” y cómo se trazan y conciben moralmente sus respectivas fronteras.
Esta observación nos impulsa a reflexionar acerca de la relativa apertura del propio escenario de debate, no solo en torno a qué hacer en estos lugares sino también sobre quiénes pueden hacerlo. Mientras que en algunos de estos sitios y en determinadas coyunturas se ha favorecido la construcción de formas abiertas y participativas de gestionar el patrimonio para la renegociación de la memoria pública; en otros el debate se ha limitado a un círculo cerrado de actores sociales, excluyendo a quienes no se alinean con el discurso hegemónico de los DD. HH.38. En este tipo de espacios públicos, por lo tanto, no sólo se ejercen y plasman memorias sobre la violencia política pasada, sino también los conflictos políticos presentes asociados a ellas (Guglielmucci y López, 2019). La deliberación no se reduce a la construcción de narrativas sobre lo sucedido, permitiendo identificar condiciones y efectos así como responsabilidades sociales, sino que también puede contribuir a pensar sobre formas históricas de organización colectiva y de transformación social ampliando los sentidos, por ejemplo, de lo que se comprende por “democracia”, “libertad de expresión”, etc.
Como espacios públicos, estos sitios pueden revelar su potencialidad política. Sobre todo, cuando quienes los memorializan buscan producir desplazamientos en el statu quo. Esto es así cuando expresan la posibilidad de alterar las condiciones de los procesos históricos contemporáneos ligados a violencias, exclusiones o marginalizaciones sociales, no solo pretéritas sino presentes (como los feminicidios, la explotación laboral, la trata de personas, etc.). O, cuando intentan instalar una forma de “memoria incómoda”, que no se ajusta a los cánones sociales y políticos de lo decible o lo políticamente correcto. Es decir, cuando desde ellos se busca movilizar una memoria crítica, “que sea capaz de oponerse al desgaste, a la borradura del recuerdo que sumerge el pasado en la indiferencia o bien que neutraliza sus conflictos de voces tras el formalismo (y formulismo) político de una cita meramente institucional” (Richard, 2002, p. 188). A modo de ejemplo de estas resignificaciones críticas, se puede citar la intervención realizada en 2019 al guion permanente del sitio en la ex ESMA, en el que se señalaron las dificultades para reconocer las marcas del género de la represión en ese CCDTyE en particular. Esto se hizo a través de una muestra temporal titulada Ser Mujeres en la ESMA, testimonios para volver a mirar, basada en los testimonios judiciales de las sobrevivientes, sobre la violencia de género y diversos delitos sexuales cometidos por el Grupo de Tareas39.
En este sentido, resulta significativo advertir de qué manera se puede expandir la acción política a partir de estos espacios, más allá de sus límites físicos e históricos en tanto lugar en el que sucedieron ciertos acontecimientos. Y, cómo en estos escenarios de pluralidad (y no necesariamente de ecuanimidad) pueden encontrarse y debatirse distintas posiciones sobre el pasado desde demandas sociales actuales (Guglielmucci y López, 2019).
El desafío consiste en cómo generar espacios que no sean comprendidos solamente como artefactos para reparar a las víctimas, conservar ciertas narrativas sobre el pasado negado o educar en DD. HH., sino también de interpelación colectiva. Espacios de acción que convulsen el pasado y el presente. En otras palabras, que la construcción de memorias públicas, inscritas en lugares reconocidos y legitimados institucionalmente como sitios de remembranza colectiva no acabe plasmando memorias situadas (limitadas a interpretar su materialidad ligada a pasados de violencia), ni memorias sitiadas en términos políticos (limitadas a un puñado de actores alineados con relatos inmóviles de victimización). Es importante que estos espacios públicos promuevan memorias denunciantes o críticas que, a contrapelo, se dejan someter a una crítica de la memoria. Es decir, a un escrutinio vigilante que incluso “sospeche de la abusiva comercialización del drama a cargo de relatos sensacionalistas o, simplemente, negligentes” (Richard, 2002, p. 188).
Fuente: Ana Guglielmucci (2018)
Las políticas estatales de memoria y, sobre todo, los sitios que se han instituido desde hace dos décadas en Argentina para promover el recuerdo sobre violaciones masivas a los derechos humanos, pueden habilitar o no plataformas de acción política, contribuyendo a restituir el espacio público o de la política que los regímenes dictatoriales o democrático-autoritarios han procurado destruir. Estos lugares pueden actuar más allá de sus límites físicos y convocar el tratamiento de temáticas o dilemas del presente, constituyéndose en espacios públicos para expresar puntos de vista sobre ciertos hechos significativos, pasados y presentes. También, para generar procesos de influencia política en la comunidad y el gobierno, acudiendo a prácticas que pueden ser más o menos inclusivas, participativas y deliberativas. O, asimismo, pueden constituirse en espacios de reproducción de ciertas narrativas sobre el pasado que los conviertan en un inofensivo souvenir.
Lo que se observa en el caso analizado es que, cuando el gobierno ha sido adverso a la implementación de políticas públicas de memoria en las que participan organizaciones sociales y de DD. HH., una de las herramientas utilizadas para limitarlas ha sido la desfinanciación (el ahogo presupuestario) o la desacreditación de los actores que las impulsan, caracterizándolas como parciales o sesgadas. Es en estos contextos donde la protesta social vuelve a jugar un rol central en la continuidad de dichas políticas que no parecen estar aseguradas solo por la existencia de comisiones u otro tipo de órganos públicos de administración conjunta. Además de la protesta en las calles, en estos casos, los trabajadores agremiados y los activistas de DD. HH. se convierten en importantes sostenes materiales de dichas políticas públicas. Es por ello que la participación social ampliada en los órganos de gestión y las actividades abiertas destinadas no solo a las víctimas sino a múltiples actores sociales que no necesariamente son acordes con las narrativas memoriales que son impulsadas desde estos espacios, es una de las maneras en que estas políticas logran ser sostenibles, ampliando justamente el espacio de lo político (el ágora) y la discusión sobre qué estatalidad y qué estados de memoria son más justos o deseables.
Ante la incertidumbre global a las que nos somete el capitalismo neoliberal, y el retroceso de los derechos garantizados por parte del Estado, pueden afianzarse las aristas más conservadoras de la memoria histórica. Aquellas que buscan regir, administrar, conservar, explicar, narrar y conmemorar el pasado como algo clausurado. En esta hegemonía memorial tal vez la forma de generar grietas dependa de nuestra capacidad de seleccionar y priorizar, de tender puentes entre hechos actuales y las resonancias de otros pasados inexplorados, y generar ligazones entre “memorias heridas” (Ricoeur, 1999) de hechos desatendidos o precarizados y memorias irreverentes. Pues, en definitiva, las luchas por el pasado nunca dejan de ser disputas por el sentido del presente y la proyección de futuros posibles.
La memoria siempre ha sido un problema de las sociedades y los Estados. El asunto es, en tal caso, qué clase de relación se establece entre lo que se deslinda como responsabilidad social o estatal; y, cuáles son los contenidos y formas de gestión memoriales que logran articularse e institucionalizarse públicamente. Pues, los sentidos que se le asignan al trabajo de anamnesis pueden reforzar o, en cambio, cuestionar el statu quo y la propia relación o frontera trazada entre sociedad y Estado, y lo que se considera sus respectivos derechos y deberes.
Todos los Estados latinoamericanos, desde su formación moderna, han promovido ciertos marcos institucionalizados para plasmar memorias comunes ponderadas en términos nacionales. La escuela, el museo y los monumentos construidos entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX han sido los mecanismos privilegiados para encuadrar relatos e imágenes oficiales sobre lo que merece ser recordado públicamente y lo que no, o para trazar pretéritos compartidos de manera imaginaria con el sello de memoria o historia nacional (Anderson, 1993).
Estos mecanismos o artefactos culturales y las narrativas transmitidas a través de ellos, han sido disputados de forma creciente y visible con la democratización política y la masificación de los medios culturales y de comunicación (Huyssen, 2000). Hacia finales del siglo XX, luego de décadas de conflictos sociales, guerras, revoluciones y acciones terroristas por parte del Estado, el imaginario de comunidad nacional, construido a través de estos artefactos culturales hegemónicos, se ha visto colapsado. Los relatos históricos nacionales, como bien señalaba Nora (1998 y 2008) para el caso de Francia, se vieron fragmentados y perdieron su supuesto encanto. En cambio, la memoria sectorizada pareció abrirse paso en este escenario, al que algunos catalogaron como el fin de la “historia totémica” (Nora, 1998)40.
El boom de la memoria (Huyssen, 2000), relacionado con la crisis de las identidades colectivas tradicionales y con las profundadas transformaciones tecnológicas y subjetivas, colaboró con que el trabajo de reconstrucción del pasado desde el presente se convirtiera en un campo de disputa. Por una parte, por el contenido de las narrativas de identidad y pertenencia colectiva. Y, por otro, por el poder de creación y control de artefactos culturales destinados a instalar un relato hegemónico sobre ciertos hechos considerados constitutivos para nuestras adscripciones identitarias y nuestro reconocimiento público como sujetos de derecho.
Una de las cuestiones instaladas con fuerza a partir de esta crisis histórica ha sido cómo traer al presente ciertos hechos pasados violentos y vergonzantes, sobre todo cuando el propio Estado ha ocupado un rol clave en la vulneración de los derechos considerados fundamentales para los ciudadanos. Esta revisión histórica ha impulsado un giro conmemorativo, en el que ya no son los objetos o figuras de las grandes “gestas de liberación nacional” o “los mitos fundacionales del Estado” los que se exhiben en estos lugares, sino fragmentos y objetos a veces cotidianos, residuales, que se muestran como evidencias del terror de Estado. En este sentido, en varios países de Latinoamérica, la institucionalización de políticas públicas de memoria histórica ha privilegiado la construcción de sitios de recuerdo y su musealización con el fin de homenajear, recordar y reparar a las víctimas que muchas veces fueron vulneradas por las propias agencias estatales. Un giro que ciertamente, forma parte de la emergencia de narrativas contrahegemónicas sobre la construcción de los Estado nación (Nora, 2008) pero que, a su vez, también ha ayudado a su relegitimación social e histórica a través de la introducción del discurso de los DD. HH.
Los mecanismos de Justicia Transicional han sido promovidos en esta coyuntura mundial como la forma estandarizada para resolver estos cuestionamientos. No obstante, ellos no han resuelto problemas ético-políticos de fondo: ¿Cómo cederle nuevamente al Estado el poder de representarnos luego del asesinato de sus propios ciudadanos? ¿De qué manera concederle legitimidad social a mecanismos institucionales que procuran consagrar nuevamente narrativas memoriales e identitarias en términos nacionales? Es en este punto crítico donde las ideas abstractas sobre la relación entre “Estado” y “sociedad” -plasmadas, por ejemplo, en la doctrina liberal de los DD. HH.- suelen ser disputadas y modeladas a través de formas políticas de articulación social y de gestión institucional con características diferenciales de país en país.
La incorporación de memorias públicas sobre hechos degradantes o deshonrosos para el propio Estado nación no ha sido una tarea simple ni carente de controversias, sobre todo si se supone que estas narrativas y los artefactos culturales asociados a ellas debieran fungir como patrimonio común de todos los ciudadanos. Este trabajo de memoria contiene un poder desestabilizante y que, al mismo tiempo, puede ser reconstituyente de lo político. Desde los sitos de memoria, por ejemplo, se negocian narrativas explícitas e implícitas con agencias estatales y con los visitantes, que incluyen la delimitación de responsabilidades sociales amplias, no solo jurídicas (Guglielmucci y López 2019). A su vez, a partir de las narrativas allí construidas se puede relegitimar al Estado como institución política o, en cambio, reflexionar sobre sus profundas limitaciones y exclusiones.
Todos estos procesos de memorialización sobre fenómenos de violencia masiva implican controversias sobre qué se puede narrar y quién tiene la legitimidad para hacerlo, o cuál es el rol que se les asigna al Estado y a los ciudadanos. No obstante, lo que muchas veces queda fuera del debate es justamente la reflexión sobre los efectos y potencialidades políticas de las doctrinas humanitarias y transicionales como gran metarrelato interpretativo de estos procesos memoriales. En este sentido, además de la revisión crítica de cómo se inscriben políticas públicas de memoria, es importante continuar pensando y actuando sobre los usos de la memoria y sobre los sentidos que se les atribuyen en la vida social y política presente. Es decir, sobre la potencia de hacer memoria más allá de los objetivos ideales estipulados e internalizados a través del discurso y los mecanismos de la justicia transicional humanitaria.
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Valensi, L. y Cuesta, J. (1998). Autores de la memoria, guardianes del recuerdo, medios nemotécnicos. Como perdura el recuerdo de los grandes acontecimientos. Ayer, (32), 57-68. http://www.jstor.org/stable/41324815
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[1]La Justicia Transicional propone mecanismos judiciales, administrativos y políticos para abordar los procesos de pasaje desde un orden dado (ya sea un régimen dictatorial, un conflicto armado interno o una guerra internacional) hasta un orden deseado (ya sea un régimen democrático, la paz, entre otros posibles), en los que es necesario calibrar las exigencias jurídicas (garantía de los derechos de las víctimas a la verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición) y las exigencias políticas para garantizar el orden deseado.
[2]A partir del golpe de Estado de 1976, el sistema de desaparición de personas adquirió una escala nacional y una gran sofisticación burocrática, haciendo uso de los recursos e instalaciones estatales y convirtiéndose en la modalidad represiva por excelencia. Esta estrategia fue conceptualizada más tarde como “terrorismo de Estado”. Existen numerosos debates en torno a cómo denominar las formas de violencia dominantes en dicho período de la historia argentina, entre ellos: “guerra anti-subversiva”, “guerra sucia”, “Estado terrorista”, “genocidio político”. Respecto a algunos de estos debates se puede consultar la obra de D'Antonio (2019) y Feierstein (2011).
[3]En Argentina, lo que comúnmente se reconoce como movimiento de DD. HH. está integrado por numerosas ONG a las que se nuclea bajo esta denominación subsumiendo la heterogeneidad política-histórica que lo ha caracterizado. Algunas de estas organizaciones se caracterizan por estar integradas por familiares de detenidos-desaparecidos (Madres, Abuelas, HIJOS, Familiares, Herman@s) o afectados directos (Asociación de ex Detenidos-Desaparecidos) mientras que otras, más allá de que puedan estar integradas por afectados directos o no, se caracterizan por su asociación cuasi partidaria (LADH o APDH) o religiosa (MEDH), o, por su experticia técnica en el campo de la defensa de los derechos humanos (como el CELS). Para una revisión crítica e histórica sobre su configuración véase Alonso (2008).
[4]En este trabajo, retomamos una perspectiva antropológica (Balbi y Boivin, 2008, p. 10) que considera que el contenido de conceptos abstractos como “política”, “Estado”, “Gobierno” o “sociedad” es polisémico y ambiguo, aunque en la vida cotidiana o en las propias investigaciones académicas se los estabilice “transmutando procesos sociales complejos en (supuestas) entidades reificadas”. Un análisis de tipo etnográfico permitiría describir cómo estos términos poseen sentidos múltiples (no precisos, unívocos e inequívocos), ligados al lugar que les cabe a ellos en el curso mismo de la vida social, así como a las instituciones, las formas de acción social y los tipos de relaciones sociales a los que hacen referencia.
[5]Ricoeur (2000) distingue a la capacidad de recordar del trabajo de memoria, al que se refiere como anamnesis. Este último puede asociarse a la reconstrucción activa del pasado que se realiza desde el presente (Halbwachs, 2004).
[6]Tras el golpe de Estado, las desapariciones se volvieron sistemáticas. De acuerdo a la información sistematizada por diversos órganos de investigación: “El 80% de las desapariciones sucedieron en las principales ciudades del país (El Área Metropolitana de Buenos Aires, Córdoba, La Plata, Rosario y Tucumán); el 81% de los desaparecidos tenía, al ser secuestrado, entre 16 y 35 años y 70% eran hombres. El 30% de los desaparecidos fueron obreros, 21% estudiantes, 18% empleados y 11% profesionales. Muchos de ellos integraban organizaciones peronistas y marxistas, guerrilleras o clasistas. Además, durante la dictadura 12 mil personas revistieron como presos políticos, 2.286 fueron asesinadas y se estima que 250 mil, sobre una población de 25 millones de habitantes para mediados de los años setenta, debieron exiliarse. Toda la población fue privada de derechos civiles y políticos y el terror atravesó el espacio público y privado” (Crenzel, 2015, p. 52).
[7]Alfonsín dispuso enjuiciar a las tres juntas militares que dirigieron al país desde el golpe de Estado de 1976, mediante los decretos 157 y 158 de diciembre de 1983. Para ello declaró nula la Ley de autoamnistía promulgada por la última junta militar. También ordenó procesar a los dirigentes de las organizaciones guerrilleras Montoneros y el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP).
[8]La ley de Punto Final estableció la caducidad de la acción penal para aquellos imputados como responsables de crímenes de desaparición forzada de personas que no hubieran sido llamados a declarar antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de dicha ley. La ley de Obediencia Debida determinó que los oficiales inferiores - jefes, subalternos, suboficiales y personal de tropa de las FF.AA., de seguridad, policial y penitenciaria - acusados de violaciones a los DD. HH. no podían ser condenados penalmente, por haber actuado en obediencia a órdenes dadas por sus superiores.
[9]El predio de la ex ESMA ocupa 17 hectáreas en la zona norte de la Ciudad de Buenos Aires, barrio de Núñez. Fue cedido por la Municipalidad a la Armada en 1924 para formar un centro de instrucción técnica y militar. Entre 1976 y 1983 funcionó allí un CCDTyE por el cual se calcula que han pasado más de 5000 detenidos-desaparecidos. Desde 2004 se han dictado numerosas leyes para su refuncionalización como sitio de memoria sobre el terrorismo de Estado. Luego del desalojo de todas las escuelas navales en 2007, allí fueron instalados el Archivo Nacional de la Memoria y los Museos de la Memoria y de la Guerra de Malvinas, entre otras iniciativas de memoria pública y DD. HH.
[10]Dictamen de la Procuración General de la Nación en Palacio de Lois, Graciela -Ex. Feria N° 10/98-y otro c/ PEN s/ amparo ley 16.986.
[11]Es importante especificar que el delito de apropiación de bebés y niños no fue alcanzado por la sanción de las leyes conocidas como “Punto Final” y “Obediencia debida”, por lo que se siguió juzgando a apropiadores y represores a partir de este resquicio legal. Esto permitió que en 1996 se presentara la denuncia que dio inicio a la causa por el “Plan Sistemático de Apropiación de Niños”.
[12]Para que esta afirmación no sea malinterpretada, es importante señalar que no es que las organizaciones de DD. HH. no hayan promovido de manera previa, incluso durante la Dictadura, narrativas memoriales contrarias o alternativas al discurso militar. Asimismo, reconocemos que el movimiento argentino de DD. HH. es muy heterogéneo, con ritmos y demandas diversas de acuerdo a la organización y la región geográfica donde ellas actúan. Lo que aquí destacamos es cómo la Memoria se sumó como una nueva consigna unificadora de este movimiento.
[13]La aplicación de una estrategia neoliberal en la Argentina, que data de 1976, supuso el abandono de un modelo de acumulación centrado en la sustitución de importaciones, fundado en el desarrollo industrial y cuyo destino principal era el abastecimiento del mercado interno y la adopción de un nuevo régimen, cuya característica principal es la valorización financiera y la transferencia de recursos al exterior (Lozano, 2001).
[14]Cabe destacar que el EMVyJ organiza una de las movilizaciones anuales en Buenos Aires, coincidente con la que organizan otras organizaciones tradicionales de DD. HH. (Madres-Línea Fundadora, entre otras). En la actualidad, las dos movilizaciones coinciden en la fecha (24 de marzo), pero no siempre en el recorrido (que en ocasiones es inverso), ni en las consignas o incluso en los horarios (que suelen ser en diferentes momentos del día). Estas grandes movilizaciones dejan ver las relaciones cambiantes entre organizaciones de DDHH, partidos políticos y otras organizaciones de la sociedad civil.
[15]Confróntese con Ginzberg, V. (15 de febrero de 2001). Los actos a los 25 años del último golpe militar. Grito contra la impunidad. Página 12. https://bit.ly/3E2Ouf3
[16]Para mayor información sobre esta organización y las transformaciones que supuso en la composición, demandas y formas de manifestación por parte del movimiento de DD. HH. en Argentina, se pueden consultar los trabajos de Santiago Cueto Rúa (2016 y 2008) y Pablo Bonaldi (2006).
[17]Para un análisis del impacto de este tipo de declaraciones en los medios de comunicación, véase Feld (2009).
[18]La Comisión pro Monumento, en un inicio, estaba integrada por representantes de diez organismos de DD. HH., once legisladores, cuatro funcionarios de las áreas del Gobierno de la Ciudad involucradas en el proyecto (Derechos Humanos, Cultura, Educación, Espacio Público y Medio Ambiente) y un representante de la Universidad de Buenos Aires. Esta última cedió parte de las tierras donde se construyó el Parque de la Memoria, ubicado en la Costanera norte del Río de la Plata, e inaugurado en 2007. En 2009 una nueva ley le otorgó un marco jurídico y administrativo permanente; la Comisión fue reemplazada por el Consejo de Gestión, integrado por organismos de DD. HH., la Universidad y el Gobierno de la Ciudad.
[19]La Comisión por la Memoria es un organismo público autónomo y autárquico que promueve e implementa políticas públicas de memoria y derechos humanos en la Provincia de Buenos Aires. Está integrada por referentes de organismos de DD. HH., intelectuales, funcionarios universitarios y judiciales, artistas, religiosos de distintos credos, legisladores y sindicalistas. Desde 2001 tiene como sede el edificio donde funcionó la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA) y gestiona el archivo que registra el espionaje realizado por esta dependencia durante más de 50 años. A su vez, ha creado el programa Jóvenes y Memoria (como modo de construcción plural para la formación de una ética política de las nuevas generaciones), el Comité contra la Tortura (como mecanismo de monitoreo de los lugares de encierro de la Provincia) y un Museo de Arte y Memoria.
[20]La CPM está integrada por organismos de DD. HH., junto a la Universidad Nacional de Córdoba, el Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial de dicha Provincia. Se reúne semanalmente a fin de decidir y garantizar todas las actividades tendientes a ejecutar, asesorar y velar por el cumplimiento de la Ley de la Memoria (Ley 9286/2006).
[21]Entre estos sitios fueron contabilizados todos aquellos lugares sobre los cuales existen pruebas suficientes sobre su funcionamiento, considerando como fuentes fidedignas el informe de la CONADEP, los testimonios brindados en procesos judiciales y los registros existentes en el Archivo Nacional de la Memoria (ANM) dependiente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación (SDHN). Actualmente, de los 762 lugares identificados por la SDHN, se encuentran señalizados más de 120, de los cuales por lo menos 40 han sido ya refuncionalizados y otros están en proceso de recuperación como espacios para la memoria.
[22]Las movilizaciones callejeras, en especial en las grandes ciudades del país, han constituido un rol clave en la cultura política argentina para demandar a los gobernantes cambios de curso en las políticas públicas en temas clave como salud, educación, economía, seguridad y derechos humanos.
[23]Esta generalización no desconoce que el movimiento de DD. HH. está integrado por diversas organizaciones, la cuales han sostenido relaciones disímiles con los gobiernos nacionales, provinciales y locales en distintas etapas.
[24]Hacia los 90, y en la actualidad nuevamente, millones de argentinos sufrieron la precarización laboral y el empobrecimiento sistemático, y la pérdida de la contención sindical que la situación laboral regular supone. Desafiliados de las redes sociales y políticas sistemáticas, de a poco fueron emergiendo como un actor de potencialidad política evidenciando un “crecimiento de la protesta de matriz cívica, con un carácter marcadamente diversificado y con rasgos claros de localización y singularidad” (Scribano y Schuster, 2001, p. 5).
[25]Durante la década del 90 pueden observarse importantes transformaciones en la protesta social en Argentina. Especialmente en lo que se refiere a la mutación de identidades clásicas asociadas a la movilización social como el sindicalismo y también la aparición de nuevas formas de lucha, nuevos actores y temas involucrados en esta forma particular de acción política.
[26]Algunas de estas iniciativas han consistido en la colocación de banderas con las fotografías de los estudiantes detenidos-desaparecidos en varias facultades públicas o con la instalación de “baldosas por la memoria” en las veredas de la ciudad, en las que se escribe quiénes vieron, estudiaron o trabajaron allí hasta que fueron desaparecidos.
[27]Los procesos de memorialización pueden entenderse como los modos sociales de recordar y elaborar el pasado, combinando la necesidad personal de conmemorar a algo o a alguien con el anhelo colectivo de narrar ciertos hechos y plasmarlos en la esfera pública. Según Schindel (2009), estos esfuerzos deben distinguirse de la facultad psíquica de recordar, pues ellos suponen “un impulso activo y una voluntad de incidencia política” (p. 67).
[28]Funcionó durante el año 1977 en el sótano del edificio del Servicio de Aprovisionamiento y Talleres de la División Administrativa de la Policía Federal. Fue demolido en 1978 para la construcción de la Autopista 25 de Mayo. El 28 de diciembre de 1977 los secuestrados que aún permanecían con vida fueron trasladados a otros CCDTyE, primero a “El Banco” en la provincia de Buenos Aires y luego al “Olimpo”. Hacia el 2000, sobrevivientes de este centro, junto a familiares de los detenidos desaparecidos, organismos de DD. HH. y organizaciones barriales, reclamaron la excavación del mismo y conformaron una comisión de trabajo.
[29]La casa donde funcionó, ubicada en pleno centro de la Ciudad de Buenos Aires, fue donada en 1960 al Estado para la creación de un Instituto de Salud. En 1971 pasó de manera irregular a ser propiedad privada. La fuga de un detenido-desaparecido permitió su posterior identificación como CCDTyE. A partir de diversas acciones de vecinos, de algunos organismos de DD. HH. y sobrevivientes, pudo impedirse que fuera revendido a otro particular, y que en 2004 la Legislatura de la Ciudad votara la expropiación del inmueble, luego de ser declarado Área de Protección Histórica.
[30]Funcionó entre agosto de 1978 y enero de 1979 en el predio de una vieja estación de tranvías, luego usada de terminal de buses, ubicado en el barrio de Flores. En los 70 la Policía Federal comenzó a utilizarlo como depósito de automotores y luego como planta verificadora de automóviles hasta que fue desalojado en 2005 y refuncionalizado como sitio de memoria.
[31]Funcionó entre mayo y noviembre de 1976, en un predio donde había un taller mecánico, ubicado en el barrio de Floresta. Era una base operativa de los grupos de tareas de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y de la Superintendencia de Policía Federal. Allí también se coordinaba la represión ilegal de militantes revolucionarios del Cono Sur con los servicios de inteligencia de los países integrantes de la Operación Cóndor (Chile, Paraguay, Brasil, Bolivia y Uruguay).
[32]El 20 de diciembre de 2001, renunció el presidente Fernando de la Rúa y asumió el gobierno el presidente de la Cámara de Senadores Ramón Puerta, quién convocó a la Asamblea Legislativa para elegir un nuevo presidente. El 23 asumió la presidencia Adolfo Rodríguez Saá quien renuncia el día 30 alegando falta de apoyo político. Se hace cargo del Poder Ejecutivo el presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Camaño, quien procedió a convocar otra vez a la Asamblea Legislativa para elegir un nuevo presidente. El 1 de enero de 2002 asumió la presidencia interina el exgobernador y senador bonaerense Eduardo Duhalde del partido Justicialista, quien permanece hasta 2003 cuando se elige nuevamente presidente vía elecciones democráticas.
[33]En 2006, la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, suspendió la histórica Marcha de la Resistencia anunciando que “ya no había un enemigo en la casa de gobierno”. Ella fue suspendida por propia decisión de la Asociación, y retomada en el año 2015, durante el gobierno de la Alianza Cambiemos. Fueron 25 marchas ininterrumpidas, siendo la de los días 25 y 26 de enero de 2006 la última de esa serie. Véase https://bit.ly/3E1AIJI
[34]Sarlo (2010) sostiene que “las organizaciones de derechos humanos no deben ser un contingente más en los enfrentamientos cotidianos de la política
[35]El expresidente Mauricio Macri pronunció esta frase durante su campaña electoral en diciembre de 2014. Véase: Rosenberg, J. (8 de diciembre de 2014). Mauricio Macri: “Conmigo se acaban los curros en derechos humanos”. La Nación. https://bit.ly/3nYXAUz
[36]Por ejemplo, se crearon nuevas revistas como B1 (Vitamina para la memoria de la guerra en los 70), dirigida por Cecilia Pando y su marido Rafael Mercado y se fundaron nuevas organizaciones como Memoria Completa y el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV).
[37]Un punto crítico lo constituyó, por ejemplo, la disolución del Instituto Espacio para la Memoria en 2014. Un ente autárquico y autónomo, creado en 2002 en el ámbito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por el impulso de organizaciones de DD. HH., representantes políticos y funcionarios del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Este ente estaba encargado de gestionar las políticas de memoria a nivel local, pero debido a disputas entre representantes políticos, organizaciones de derechos humanos y cambios de gobierno, fue derogado por ley y sus programas y personal fueron traslados al ámbito nacional.
[38]Por ejemplo, cuando algunos de estos sitios de memoria fueron creados, varios vecinos de estos lugares presentaron propuestas (como la creación de un museo del tranvía o un taller de artes y oficios) que fueron rechazadas, alegando que no se condecían con la misión o visión de la ley tendiente a su refuncionalización. Esto supuso también que no fueran aceptados en las mesas de trabajo y consenso instituidas para definir qué hacer en cada sitio. Al contrario, hijos u otros familiares de personas detenidas-desaparecidas o sobrevivientes de estos ex CCDTyE fueron convocados e integrados de manera automática como representantes naturales, aunque no tuvieran la intención de participar en estos órganos de gestión. Lo aquí relatado se registró en el proceso de conformación de la Mesa de trabajo del ex CCDTyE Olimpo entre 2006 y 2008.
[39]Una descripción de esta muestra realizada del 14 de marzo al 14 de junio de 2019 se puede consultar en http://www.museositioesma.gob.ar/item/ser-mujeres-en-la-esma/
[40]En determinados contextos las sociedades se han esforzado por salvaguardar su patrimonio material o inmaterial. Nora (1998) indica que este anhelo conmemorativo tuvo su mayor expansión en Europa del Este entre las décadas del 70 y 80 y, posteriormente, en países latinoamericanos que han sufrido experiencias históricas traumáticas. No obstante, su empresa historiográfica sobre la historia de la memoria en Francia se aproxima más bien de manera nostálgica a este boom de la memoria y lo relaciona con su real ocaso (ligado a la disolución de las asociaciones tradicionales, la creciente urbanización, el fin de las ideas revolucionarias y la crisis del Estado de bienestar), más que registrar el potencial político que ello ha tenido en países como los del Cono Sur desde los 90.