Cambia lo superficial Cambia lo profundo Cambia el modo de pensar Cambia todo en este mundo (Mercedes Sosa)
Una de las tantas canciones que recuerdo de la niñez y que, en la coyuntura actual, vuelve recurrentemente a mi memoria se llama “Todo cambia” de Mercedes Sosa1. Vivimos momentos de transición, un cambio de época, como sostiene Subirats (2021), donde los avances tecnológicos, que atraviesan todos los aspectos de nuestras vidas, están propiciando nuevas formas de organización social y, en consecuencia, repensar las “estatidades”2 (Oszlak, 1982).
Esto ocurre en un momento de incertidumbre donde, por un lado, se evidencian altísimos niveles de desigualdad en el acceso a derechos y recursos entre quienes habitan el planeta, junto al agotamiento de un modelo de desarrollo y crecimiento económico intensivo y globalizado, que está mostrando gravísimas consecuencias ambientales. En América Latina específicamente, la pandemia ha exacerbado las grandes brechas estructurales de la región, que continúa siendo la más desigual del mundo (NU CEPAL, 2021). y, por el otro, la eclosión de la diversidad y la heterogeneidad en nuestras sociedades.
Escenario en el cual, la vigencia de canales clásicos de toma de decisiones da muestras de agotamiento y rigidez. Las características de nuestros entramados institucionales, aún responden a las lógicas del modelo weberiano, propias del siglo pasado, donde la igualdad se confunde con homogeneidad. Mientras la ciudadanía reclama equidad pero con reconocimiento de la diversidad (Subirats, 2021).
En este contexto, de complejización y territorialización de los problemas públicos, la participación ciudadana aparece como uno de los componentes de las innovaciones institucionales de las gestiones gubernamentales, siendo uno de los pilares del Gobierno Abierto (GA)3. La incorporación de instancias participativas es cada vez más frecuente en diversas políticas, planes, programas y proyectos. El continente americano es un claro ejemplo de ello, donde cada país evidencia distintos niveles de avances en la institucionalización de la participación, que van desde meras instancias informativas y consultivas hacia formatos de coproducción y cogestión.
Poniendo el acento en estas cuestiones, desde el Centro de Estudios de Innovación Institucional (CEII) de la Universidad Nacional de Cuyo (Argentina) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), desde el 2013, venimos analizando, a partir de una mirada multidisciplinaria, la implementación de políticas participativas vinculadas al desarrollo territorial y cómo estos procesos se incorporan a las gestiones gubernamentales en las diferentes escalas. Tanto en la provincia de Mendoza, Argentina, como, de forma comparada, en otros territorios subnacionales y locales de la región.
A partir de dicha experiencia, el objetivo de este trabajo, es aportar a la reflexión teórica y metodológica para pensar cómo la implementación de procesos de participación ciudadana en las políticas públicas, principalmente aquellas orientadas al logro del desarrollo, puede contribuir a la innovación de las gestiones gubernamentales actuales. Para ello, comenzamos delimitando nuestro posicionamiento teórico respecto al Estado y las políticas públicas; la participación ciudadana y la innovación, desde una perspectiva que prioriza las especificidades territoriales. Posteriormente, analizaremos algunas de las principales oportunidades y limitaciones en la gestión de políticas públicas participativas. Mientras, en el apartado de las conclusiones nos interesa retomar la discusión en torno a los desafíos que supone pensar la innovación democrática desde el involucramiento ciudadano.
Para entender la manera en la que se plantean y gestionan las políticas desde el Estado y en particular las que incorporan la participación ciudadana, en alguna o en todas las etapas de su ciclo, es necesario retomar ciertas discusiones en torno a sus significados.
De acuerdo a la conceptualización propuesta por Oszlak y O’Donnell (1976), retomada luego por Thwaites Rey (2005), entendemos al Estado como manifestación de una relación social, como un conjunto de instituciones a través de las cuales se materializa y como la expresión dinámica de dicha materialidad, es decir, las políticas que formula e implementa. En este trabajo, pondremos especial atención a esta última perspectiva, que analiza la relación Estado sociedad a través de las acciones de política pública.
El enfoque seleccionado permite una visión del Estado “en acción”, “en movimiento”, desagregado y descongelado como estructura global y “puesto” en un proceso social en el que se entrecruza complejamente con otras fuerzas sociales (Oszlak y O’Donnell, 2008, p. 563). Constituye, además, una valiosa herramienta para ahondar en el conocimiento de la estructura administrativa del Estado y entender el entramado de instituciones oficiales.
El objetivo de los autores es transitar, a través del estudio de las políticas, hacia una teoría del Estado latinoamericano, partiendo desde una perspectiva no institucionalista pero sí estatista en la que, aunque se sostiene la centralidad del Estado, se lo hace explícitamente en el contexto de la relación Estado/sociedad. En consecuencia, se trata de una perspectiva histórica o dinámica que implica interacciones a lo largo del tiempo por parte de un variable conjunto de actores (Guardamagna, 2015).
Sin embargo, en la coyuntura actual, nos permitimos poner en duda la centralidad del Estado en el vínculo con la sociedad. En las democracias y gestiones gubernamentales presentes, el rol de la participación ciudadana parece circunscribiste más a un formato próximo a una organización socio-céntrica de la sociedad, que a una matriz “Estado-céntrica” (Oszlak, 1982). Esto sucede en el marco de reformas del Estado que incorporan nuevos modos de gestionar lo público, relacionados con la incorporación de tecnologías de la información, que hacen posible la comunicación en un sentido bidireccional entre el gobierno y la ciudadanía. Esquema en el cual, de acuerdo a Oszlak (2000), el ciudadano cumple un triple rol: en el diseño de políticas públicas; en la coproducción de bienes y servicios con el Estado; y en el seguimiento, control y evaluación de las políticas públicas.
Al concebir a las políticas públicas como construcciones sociales que surgen, se piensan y desarrollan desde la intervención de múltiples actores, la participación aparece como una dimensión central. “Una actividad dirigida a influir directa o indirectamente en las políticas” (Font, Blanco, Gomà y Jarque, 2000, p. 123). Desde este posicionamiento, adherimos a dos definiciones de políticas estatales o públicas. Por un lado, la propuesta por Oszlak y O’Donnell, para quienes las políticas estatales constituyen un:
Conjunto de acciones y omisiones que manifiestan una determinada modalidad de intervención del Estado en relación con una, cuestión que concita la atención, interés o movilización de otros actores en la sociedad civil. De dicha intervención puede inferirse una cierta direccionalidad, una determinada orientación normativa, que previsiblemente afectará el futuro curso del proceso social hasta entonces desarrollado en torno a la cuestión. (Oszlak y O’Donnell, 2008, p. 569)
Por otro lado, la definición de políticas públicas que aporta Aguilar Villanueva (2009):
Un conjunto de acciones (secuencia, sistema, ciclo) estructuradas de modo intencional y causal, que se orientan a realizar objetivos considerados de valor para la sociedad o a resolver problemas cuya solución es considerada de interés o beneficio público; acciones cuya intencionalidad y causalidad han sido definidas por la interlocución que ha tenido lugar entre el gobierno y los sectores de la ciudadanía; acciones que han sido decididas por autoridades públicas legítimas; acciones que son ejecutadas por actores gubernamentales o por éstos en asociación con actores sociales; que dan origen o forman un patrón de comportamiento del gobierno y la sociedad. (p. 14)
Ambas conceptualizaciones se enmarcan en el enfoque procesual clásico o heurístico por etapas, desarrollado por Lasswell (1953); Jones 1970; Anderson (1975) y retomado en América Latina y el Caribe por Aguilar Villanueva (1993 y 2009) y en Argentina por Oszlak y O´Donnell (1976); Oszlak 1981, por mencionar a los principales autores. El mismo divide el proceso de políticas en una serie de fases o etapas que generalmente se componen de la definición de la agenda; la formulación o legitimación de políticas; la implementación y la evaluación. En cada una de ellas se analizan los factores, actores, recursos y normas que afectan el proceso dentro de cada etapa.
En dicho sentido, con sus variaciones, los autores desarrollan conceptos de políticas estatales y públicas que ponen el acento en el vínculo Estado-sociedad, posicionándose desde una visión participativa de las mismas al incluir y priorizar la articulación entre diversos actores para la resolución de problemas públicos.
El papel del Estado aparece como el de un “actor más en el proceso social desarrollado en torno a una cuestión, ya que su intervención supone tomar partido respecto de esta última, sea por acción u omisión” (Oszlak y O’Donnell, 2008, p. 570). De esta forma, frente a una “cuestión socialmente problematizada” (Oszlak y O’Donnell, 1976) o un problema público (Aguilar Villanueva, 2009), diversos actores -el Estado y otros públicos no estatales y privados- toman posición y adoptan políticas en función de los recursos y apoyos con los que cada uno cuenta, lo cual va dando forma a la siempre dinámica y conflictiva relación entre el Estado y la sociedad (Guardamagna, 2015).
Desde esta perspectiva del Estado, podemos afirmar que la forma en la que se desarrollan los procesos de participación ciudadana, está directamente relacionada con las características de la política pública en el marco de la cual estos se piensan; el nivel de gobierno en el que se van a implementar; los actores, sus capacidades y recursos intervinientes y las características de la institucionalidad dentro de la cual se insertan -dominio temático y nivel de la estructura institucional- (Guardamagna y Reyes, 2021).
En este sentido, la participación de la ciudadanía, componente ineludible de la relación Estado-sociedad, es entendida como una acción o un conjunto de acciones dirigidas a influir en los procesos políticos y en sus resultados, en la elaboración o aplicación de políticas públicas (Ford, 2019). Esto, como sostiene Beierle (1998)es posible a través de diversos mecanismos instituidos intencionalmente por el gobierno. Aspecto central en la delimitación del término de participación sobre el que vamos a reflexionar, ya que nos interesa problematizar en torno a los canales institucionalizados de participación promovidos desde el Estado. Esto, sin desconocer la existencia de otras instancias participativas no institucionalizadas, como las que se impulsan, desde abajo hacia arriba, a través de movimientos sociales, pero que no son objeto de estudio del presente trabajo.
En definitiva, la participación ciudadana en las políticas públicas implica que los decisores tomen en cuenta, a través de diversos mecanismos e instrumentos, las preferencias y las opiniones de los ciudadanos, convirtiéndolos en actores de los procesos de formulación e implementación de las mismas. Esto supone, generar e institucionalizar mecanismos e instancias para que la sociedad pueda, en principio, incidir en las estructuras estatales y en las políticas públicas. Avanzando luego hacia esquemas de coproducción y cogestión de políticas.
En esta línea, la participación conlleva un involucramiento por parte de los ciudadanos, empresas, organizaciones no gubernamentales y otros sectores sociales que se encuentran fuera de la esfera del poder político-institucional. Se trata de “una actividad social de connotación política que implica organización” (Rubacalva Gómez, 2019, p. 66). De allí, que la participación, tal como decíamos al principio, se defina como un componente del GA, orientada a propiciar nuevas formas de gestión pública y mejorar la legitimidad y calidad de las políticas públicas.
Desde esta perspectiva, retomando a Di Virgilio 2021 la participación es un medio y también un fin en sí mismo. Un medio porque facilita la obtención de determinados objetivos. Aparece aquí una perspectiva utilitaria de la participación, que podríamos asimilar a la definición consecuencialista retomada por Allegretti 2017 de Archon Fung 2004. Para este autor:
Las innovaciones democráticas han de considerarse como más o menos valiosas en función de su capacidad para obtener un valor añadido destinado a crear políticas que puedan promocionar más la justicia social, la inclusión de los más débiles, la responsabilidad del Estado, la lucha contra la corrupción, etc. (Allegretti, 2017, p. 73)
Sentido en el cual, el desarrollo de procesos participativos y sus resultados se miden en la capacidad que estos tienen para colaborar en el logro de los objetivos previamente establecidos y la coherencia con los instrumentos que se seleccionan para lograrlo.
Mientras que, como un fin en sí mismo, la participación se asocia a la idea de profundización de la democracia. En tanto, “amplía el espacio de toma de decisiones en las instituciones e incluso mejora las relaciones de convivencia entre los habitantes de una comunidad” (Di Virgilio, 2021, p. 16). En palabras de Allegretti (2017), se trata de innovaciones deontológicas que contribuyen a establecer relaciones correctas entre los ciudadanos y entre estos y el Estado y en las que la democracia que merece la pena tan solo necesita una mayor participación por parte de los ciudadanos (innovaciones participativas), más deliberación (experimentos deliberativos) y derechos de información y conocimiento (transparencia), dejando de lado cualquier otro efecto que estas innovaciones pudieran surtir” (Allegretti, 2017, p. 73).
En síntesis, entendemos la participación ciudadana como un componente central en la relación Estado-sociedad. Así, forma parte de los procesos de desarrollo de las políticas públicas, en alguna o en todas las etapas de su ciclo. Además, constituye un instrumento de las nuevas formas de gestión pública asociadas a la incorporación de tecnologías de la información y la comunicación, a partir de las cuales, la ciudadanía adquiere nuevos roles y espacios de acción pública. Es, en dicho sentido, un medio para la consecución de objetivos específicos definidos en el marco de una política. Mientras, en términos generales, es un fin en sí misma, ya que se trata de una actividad que propicia la ampliación y profundización de la democracia. Sentido en el cual, es también, un elemento ineludible para el logro del desarrollo en cada territorio.
Tal como mencionamos, las sociedades actuales priorizan valores como el logro de la equidad y el reconocimiento de la diversidad (Subirats, 2021) en la búsqueda de mayores niveles de bienestar y justicia social. Esto requiere pensar el desarrollo desde paradigmas donde se reconozcan las particularidades territoriales y a sus actores, con el fin de que las políticas públicas los incorporen. Para ello, es necesario un modelo de gestión pública innovador capaz de responder a las problemáticas y necesidades actuales de cada sociedad y su multiplicidad.
Partimos de una noción de innovación pública y democrática que pone el acento en el territorio como resultado de una construcción política, social, económica y cultural (Guardamagna, 2020). Donde, la práctica social de los actores es la que va aportando el diferencial en su proceso constitutivo.
El desarrollo de los territorios constituye, por lo tanto, un proceso de transformación colectivo que, a través de la organización y dinamización del mismo y de la puesta en marcha de metodologías dinámicas y flexibles de organización social, busca alcanzar un alto grado de innovación y crecimiento económico sustentable; y lograr altos niveles de capital social y cultural, reduciendo los niveles de pobreza y fomentando la inclusión y el mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes (Alburquerque, 2004; Escobar, 2014; Schejtman y Berdegué, 2004; Sili, 2005).
En consecuencia, las nuevas formas de gestionar lo público tendrán que orientarse a propiciar políticas tendientes a garantizar la producción de bienes esenciales; promocionar la justicia social; la inclusión de las y los más débiles, incorporando la perspectiva de género como un componente esencial de las mismas; la responsabilidad del Estado y la lucha contra la corrupción, principalmente. Para ello, y más aún en el escenario actual, es prioritario asegurar el acceso a los servicios básicos fundamentales para las personas -agua, luz, gas, salud, educación, etc. - y el medio ambiente en cada territorio.
Se trata de un proceso en el que es necesario involucrar a todos los actores, a lo que Albuquerque (2020) se refiere como la construcción de una gobernanza territorial. Donde, tal como sostienen Hickey & Mohan (2004), la participación tiene que ser ideológicamente explicitada y estar ligada a una teoría coherente del desarrollo.
Los mecanismos de participación tienen el desafío de reconocer y dar voz a la pluralidad de actores, sin anular las disidencias que son las que permiten una construcción colectiva del territorio. Constituyen procesos que para que sean efectivos deben perseguir objetivos claros y estar atravesados de información y valores, como la confianza, la transparencia, el respeto, la inclusión y la voluntad. Permitiendo y facilitando tomas de decisiones próximas y con la ciudadanía, lo que resalta la importancia del rol que asumen los gobiernos locales.
Aparece aquí otro elemento central en esta mirada de la innovación en la gestión de políticas orientadas al desarrollo: la discusión entre centralización/descentralización y el fortalecimiento de las instancias locales de gobierno. Las políticas públicas participativas para el logro del desarrollo necesitan incorporar los valores identitarios de cada territorio, sus particularidades y fortalezas. La noción de coproducción (Subirats, 2021), también reconocida como una de las dimensiones del GA (Rubacalva Gómez, 2019), se refiere, precisamente, a la incorporación de actores territoriales y saberes en el proceso de las políticas públicas.
Autores como Avritzer y Ramos (2016), Font (2001), Guillen, Sáenz, Badii y Castillo (2009), entre otros, analizan la escala de lo local por su tamaño territorial y poblacional como el espacio propicio para la participación. Mirada que venimos reconociendo en estudios previos (Guardamagna y Hernández Bonivento, 2020; Guardamagna, Reyes y Vogel, 2019), al analizar que, por lo general, la escala local de gobierno es la que presenta mayores facilidades para generar un vínculo más próximo entre Estado y ciudadanía, aunque también es donde encontramos mayores debilidades en cuanto a las capacidades y recursos para desarrollarlo.
En definitiva, vivimos un momento donde es necesario impulsar otras formas de desarrollo, siendo la justicia social, el bienestar, la equidad y la sustentabilidad ambiental los principales objetivos a alcanzar en pos de la cohesión y el equilibrio en los territorios. Se trata de un contexto en el cual la innovación en la gestión de las políticas públicas, que facilitan las nuevas tecnologías de la comunicación, es pensada, fundamentalmente, desde la apertura hacia la incorporación de nuevos actores. Donde la escala local se resignifica como un espacio de convergencia y coproducción en busca de esta mirada del desarrollo.
En este apartado pondremos de relieve algunas de las tensiones que surgen en torno al diseño e implementación de estos mecanismos. Las mismas, son producto de una extensa revisión bibliográfica y de un constante intercambio con colegas y equipos de investigación de otros países de la región4 que nos ha permitido avanzar en el análisis comparado de casos locales de la provincia de Mendoza, Argentina y otros de América Latina y el Caribe (Guardamagna y Hernández Bonivento, 2020; Guardamagna y Gómez Carmona, 2021).
Para su selección tuvimos en cuenta los siguientes criterios: 1) las instancias participativas a analizar se circunscriben a políticas públicas orientadas al desarrollo territorial; 2) algunas pertenecen al nivel subnacional y otras al local de gobierno; y 3) los casos se dividen entre aquellos que se desarrollan en sistemas políticos centralizados y los que forman parte de diseños institucionales descentralizados. Siguiendo los mismos, mencionaremos de forma muy breve, ya que no es el objeto de este trabajo, los casos que han sido objeto de nuestro análisis y de los cuales surgen las siguientes reflexiones:
En el caso de Argentina, estudiamos las dinámicas participativas que forman parte de la política de ordenamiento territorial, tanto en el ámbito subnacional como en el local de la provincia de Mendoza. En el primero, se analizan las instancias participativas que forman parte del Plan Provincial de Ordenamiento Territorial, en el período que va desde la sanción de la Ley de Ordenamiento Territorial y Usos del Suelo n.° 8051 en el año 2009 a la actualidad. En el segundo, se aborda el proceso de elaboración del Plan Municipal de Ordenamiento Territorial (PMOT) del municipio de Maipú, perteneciente al área metropolitana de dicha provincia.
Para el caso de Colombia, en la escala subnacional se analiza la participación ciudadana en el Plan de Desarrollo Territorial del departamento de Córdoba que tiene vigencia para el período 2020-2023.
En el caso mexicano, en el nivel subnacional, estudiamos el proceso de participación ciudadana del Estado de México, inmerso en el Sistema Nacional de Planeación Democrática a través de la Ley de Planeación del Estado de México y Municipios aprobada en 2001, así como su reglamento, implementados en el Plan Estatal de Desarrollo 2017-2023.
Para el caso de Chile, la política analizada se enmarca en la Ley General de Urbanismo y Construcción (aprobada por decreto 459/76). En materia de ordenamiento territorial, esta ley, junto con su ordenanza de aplicación nacional, establecen el proceso de elaboración de los planes reguladores comunales, así como también los mecanismos participativos que deberán adoptarse.
En Ecuador seleccionamos, a nivel local, el caso del cantón Cuenca. Allí estudiamos las instancias participativas definidas por el Sistema Nacional Descentralizado de Planificación Participativa en el proceso de elaboración del Plan de Desarrollo y Ordenamiento Territorial (PDOT) para el período 2015-2019, que, por la pandemia, continúa aún vigente.
Mientras, en el caso de Brasil, se trabaja con el municipio de Porto Alegre, en el estado de Río Grande do Sul. La política participativa analizada es la creación de un Plan Director, cuya obligatoriedad está fijada por el Estatuto de la Ciudad, este es el que establece las directrices generales de la política urbana, entre las que se encuentra la gestión democrática a través de la participación de la población y de asociaciones representativas de los diferentes sectores de la comunidad en la formulación, ejecución y seguimiento de planes, programas y proyectos de desarrollo urbano.
Al reflexionar sobre los aspectos teóricos y, fundamentalmente, metodológicos y prácticos relacionados con la materialización de los diseños participativos a partir del análisis de estos casos, junto a una exhaustiva indagación bibliográfica aparecen cuestiones sobre las que creemos es necesario problematizar.
En torno a la instrumentación de la participación distinguimos dos escalas de problemas/dificultades. Una más general o macro, vinculada a los niveles de institucionalización y gestión de la participación y de la cultura democrática presente en cada sociedad, y otra, a un nivel más micro, vinculada a cuestiones más instrumentales y metodológicas relacionadas con el diseño, implementación y evaluación de los mecanismos participativos.
Respecto a la dimensión institucional de la participación, son varios los posicionamientos y diseños adoptados. Algunos sostienen que es suficiente que el andamiaje normativo de cada política reglamente, de forma puntual, las instancias de participación, tal como sucede con el Ordenamiento Territorial en Mendoza5 y, en general, con todas las políticas que prevén instancias de este tipo en Argentina. Mientras, otros países como Ecuador, Honduras, México, Colombia, Chile y algunas comunidades autónomas de España, cuentan con legislación específica que reglamenta la instrumentación de la participación ciudadana para todas las acciones públicas.
La discusión no está saldada. Lo que queda claro es que, más allá del cumplimiento formal de las instancias participativas, una débil institucionalización, en un contexto de desigualdad social y asimetrías, como es el latinoamericano, podría ser la puerta de entrada a la proliferación de relaciones clientelistas que desvirtúan el proceso en su conjunto (Welp y Serdult, 2009). Los nuevos modelos de gestión no están exentos de terminar institucionalizando la desigualdad social y económica entre los actores (Davies, 2007; Swyingedouw, 2005). Es por ello que avanzar hacia mayores niveles de institucionalización de diseños participativos con capacidad democratizante, requiere, como sostiene Manero (2010) “la búsqueda de opciones basadas en la voluntad de acuerdo, en el riesgo compartido y en la aparición de posturas favorables a la transparencia de las decisiones” (p. 49). Para lo cual, es necesaria, la apertura, sin sesgos, hacia todos los actores de la sociedad.
Relacionado con esto, se encuentra la dimensión de la temporalidad de la participación. Autores como Edgerton et al. (2005) sostienen que la participación constituye un proceso en el cual los interesados influencian y comparten el control de las iniciativas, de las decisiones y de los recursos que los afectan. Sin embargo, en la mayor parte de las experiencias analizadas, existe la propensión a implementar metodologías de “síntesis” (Blanco Fillola, 2002), circunscriptas a un período acotado de tiempo. Se trata de instancias aisladas que “no promueven una institucionalización de los espacios de participación que posibilite la continuidad de la influencia real de la población en la formulación de políticas” (Pagani, 2017, p. 119). Mientras, es más difícil encontrar, por lo que decíamos anteriormente, procesos participativos. Donde la continuidad y regularidad del involucramiento ciudadano se manifiesta a través de ciertos niveles de institucionalización de los instrumentos y mecanismos de participación. Son este tipo de esquemas los que posibilitan el surgimiento de espacios de coproducción de políticas públicas.
Surgen aquí otras dos cuestiones, por un lado, la centralidad de la voluntad política en el impulso de estos procesos. Sin la cual corremos el riesgo de que los factores institucionales queden a expensas de las relaciones de poder y de los intereses económicos que interfieren en el accionar estatal tratando de minimizar la intervención social (Martínez Flores, Romo Aguilar y Córdoba Bojorquez, 2015).
Por el otro, los modelos de gestión en el marco de los cuales se piensan los diseños participativos. El análisis de la evidencia recabada en el marco de nuestra línea de investigación da cuenta que, en la experiencia de las políticas de desarrollo territorial, se manifiesta, sobre todo en el ámbito local, una continuidad de métodos y prácticas de la planificación tradicional y tecnocrática, donde la participación queda en segundo plano (Guardamagna y Reyes, 2019). Se produce de esta forma, un solapamiento de nuevos y antiguos formatos de gestión en modelos donde todavía prima una lógica verticalista, que no es capaz de dar respuesta a la complejidad de los problemas sociales actuales.
Formatos más horizontales, participativos y transparentes, como el de GA, al que la mayoría de los gobiernos adhieren en la actualidad, requieren que las agencias estatales cuenten y/o tengan la posibilidad de desarrollar capacidades6 que permitan una institucionalidad y una estatidad potente y cualificada. Nos referimos a las capacidades internas e infraestructurales de las oficinas estatales que posibilitan o dificultan las materializaciones del Estado en cada momento7.
Otra de las tensiones que subyace es la referida a la necesidad de equilibrar la exclusiva mirada tecnocrática con la que se han tomado muchas medidas de planificación territorial que dejan de lado las necesidades, deseos, visiones, aportes, saberes y demandas de las poblaciones objeto de la planificación (Guardamagna, 2016). Como sostienen, Ballabio y Reyes 2016, la implementación de una política interinstitucional, intersectorial y participativa, como implica el desarrollo territorial, supone un cambio cultural dentro de la organización del Estado. Y agregamos, siguiendo a Zoido 2007, el fortalecimiento de una nueva cultura política con ciudadanos más activos, organizados y conscientes de los problemas que afectan su entorno de vida. En otras palabras, los procesos participativos, conducidos desde el Estado, tienen el desafío de incorporar las diversas dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales que conforman el territorio y constituyen la identidad de quienes lo habitan.
En este sentido, y más todavía en el contexto actual, el rol de la tecnología, que no reemplaza las instancias presenciales de deliberación, sino que las complementa, puede ser de gran utilidad. Entendiéndola como un instrumento, un conjunto de herramientas pensadas y orientadas a la inclusión y a facilitar y hacer más accesible la participación.
A un nivel más micro de análisis, encontramos otras tensiones vinculadas a los aspectos más instrumentales y metodológicos referidos a la forma en la que se diseñan, implementan y evalúan los mecanismos participativos.
En la fase del diseño aparecen como centrales los mecanismos de convocatoria y las técnicas seleccionadas para la instrumentación de estos procesos. Convocatorias sesgadas, direccionalizadas y deficientes (Guardamagna y Reyes, 2019) pueden repeler en lugar de atraer, quemar en lugar de alentar la iniciativa de la sociedad (Coraggio, 2003). En dicho sentido, numerosos estudios de caso, evidencian el rol que juega la confianza como recurso en las sociedades locales. Desarrollarla entre los promotores de las instancias de participación y la comunidad involucrada es fundamental en la búsqueda de desarrollos más integrales.
La metodología es un aspecto central a trabajar, muchas veces subestimada. Cuestiones como la elección de las herramientas e instrumentos, su reglamentación, la rigurosa y sistemática implementación de los mismos, así como también la forma en la que se procesan y dan a conocer los resultados, puede llegar a determinar si se establece un círculo virtuoso o no en el proceso participativo. Por este motivo, desde el ámbito científico muchos investigadores venimos trabajando en la construcción de instrumentos; definiendo dimensiones y criterios para la evaluación de dinámicas participativas, ya sea que se priorice la legitimidad de este tipo de prácticas y/o la calidad en el desarrollo de las mismas (Agger & Löfgren, 2008; Galais, Navarro y Fontcuberta, 2013; Guardamagna, Reyes y Vogel, 2020; Laurien & Shaw, 2008; OIDP, 2006)
Sumado a este conjunto de dimensiones y criterios, el diseño de las técnicas a las que se acudirá en cada caso debe incorporar las particularidades del territorio donde se desarrollarán, dependiendo de distintos factores. Uno de ellos es la escala del problema (nacional, subnacional, local, distrital, barrial, etc.) en torno al cual se implementa la participación. A su vez, es necesario evaluar la correspondencia lógica entre esta y el grado de involucramiento que se busca. Dentro de los mecanismos participativos existe una gradación que va desde aquellos a través de los cuales solo se busca informar a la ciudadanía, otros dirigidos a influir en quienes tomarán las decisiones y, finalmente, los que tienen como objetivo involucrar a la diversidad de actores en un proceso tendiente a la coproducción de las políticas8. Y, en tercer lugar, es necesario revisar las decisiones metodológicas a la luz de mecanismos de tipo presencial, digital o mixto.
La etapa de implementación colectiva de políticas públicas es un proceso complejo, cuyos actores e instituciones cuentan con recursos asimétricos para hacer prevalecer sus intereses. Esto se evidencia en el desigual acceso a la información versus la creciente demanda de mayores niveles de transparencia en la gestión gubernamental y el grado real de apertura de las instancias participativas.
Asimetrías que repercuten además en la mayor o menor capacidad de influencia de ciertos actores, sus demandas e intereses y la posibilidad de proponer e imponer sus visiones de los problemas a resolver. Lo que termina facilitando el surgimiento de lo que Canto Chac (2008) denomina élites participativas:
La formación de élites participativas que sesgan la participación; genera persistencia en la exclusión de los menos organizados para gestionar sus demandas; se vuelve ocasión de captura de recursos e instituciones redistributivas por parte de élites locales; sesga las preferencias del universo de usuarios hacia la de los participantes; propicia la informalización de la política al abrir canales alternos a los de la representación institucionalizada; limita la racionalización de las acciones gubernamentales dada la dispersión de las demandas; disminuye la confianza hacia las instituciones representativas. (p. 19)
En el escenario actual que plantea el COVID-19 y en el futuro cercano, esta situación podría verse agravada debido a las desigualdades en el acceso a Internet9. Brechas digitales que se acrecientan aún más en territorios urbano marginales, de interfaz urbano-rural y rurales. Como otros recursos simbólicos o culturales presentes en la sociedad, el acceso a las nuevas tecnologías está desigualmente repartido entre zonas geográficas (rurales y urbanas), y grupos sociales y económicos (Galperín, 2004).
Coincidimos con Ford (2019) en que “la conectividad es la clave para el desarrollo de los Estados. Si no hay conectividad no se puede hablar de transformación digital, ni de los procesos de cambio que se dan en el ámbito democrático, mediante la e-participación” (p. 45). Es por ello que tanto organismos internacionales con poder global, como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), junto a muchos Estados nacionales reconocen al Internet como un derecho humano básico y advierten su importancia como una herramienta para el desarrollo económico y social y el pleno ejercicio de los derechos humanos10.
En consecuencia, es imprescindible que los ciudadanos, que por lo general cuentan con limitados recursos para dedicar a la vida pública, puedan acceder a la información en forma rápida, completa y sencilla. Ese es el primer requisito para avanzar en esquemas participativos que realmente se orienten al logro de la equidad social, la cohesión y equilibrio territorial. Para ello, seguramente, será necesario diseñar e implementar esquemas mixtos, con instancias presenciales y virtuales que se complementen en el marco de los procesos de políticas. No basta con abrir un solo canal. Suponer que solo un mecanismo es suficiente genera una ilusión de deber cumplido, pero no implica un verdadero involucramiento ni representación de la diversidad presente en los territorios.
Finalmente, en torno a las cuestiones relacionadas con la evaluación de las instancias participativas, la que mayores controversias genera es la forma, cuando se hace, en la que se sistematizan e incorporan los aportes de la ciudadanía a las políticas públicas (Guardamagna, 2016). La comunidad ansía, espera y participa de las instancias ofrecidas, pero es posible que se vea frustrada cuando no considera que sus aportes se tengan en cuenta. Lo mismo sucede ante la falta o el escaso nivel de devolución que reciben en el corto, mediano y largo plazo.
El desafío de generar y gestionar formatos participativos genuinos supone la resolución de estas tensiones que hemos explicitado: institucionalización versus captación y elitización de la participación; inclusión versus costos de la participación; decisión política versus modelos de gestión y cultura organizacional vigentes; acceso a la información versus niveles de trasparencia en la gestión y capacidad de influencia de los actores; apertura de canales para la participación versus niveles de conectividad; conocimientos técnicos versus saberes de la comunidad; métodos y técnicas que se seleccionan, rigurosidad y sistematicidad con la que se trabajan los momentos de deliberación colectiva y se incorporan los aportes ciudadanos a la políticas versus capacidades institucionales presentes en los diversos niveles de gobierno.
Al principio de este trabajo nos preguntamos cómo la implementación de procesos de participación ciudadana en las políticas públicas, principalmente aquellas orientadas al logro del desarrollo territorial, puede contribuir a la innovación de las gestiones gubernamentales actuales. Investigaciones previas, un exhaustivo relevamiento bibliográfico junto al estudio de casos comparados de la región nos han permitido reflexionar en torno al mismo. Desde allí, podemos concluir con algunas cuestiones que nos parecen claves para continuar pensando y problematizando en torno al involucramiento ciudadano y las innovaciones institucionales en pos de un desarrollo territorial con inclusión social, equidad socioambiental y reconocimiento de la diversidad.
La resolución de las tensiones planteadas, o al menos el camino para transitarlas, requerirá adecuaciones de los marcos jurídico-normativos y de los aparatos gubernamentales, donde las innovaciones tecnológicas sean pensadas como instrumentos para el empoderamiento y el involucramiento ciudadano. Es decir, hacer un uso coherente de las tecnologías, recurriendo a ellas no como un fin en sí mismo, sin propósitos claros ni valores, sino como instrumentos que nos permitan un involucramiento efectivo de los actores territoriales para pensar otro modelo de desarrollo.
La responsabilidad del Estado pasa entonces por territorializar la gestión, abriendo espacios genuinos para el involucramiento de diversos sectores en la resolución de los cada vez más complejos e impredecibles problemas públicos. Se requiere liderazgo y voluntad política para construir un nuevo proyecto democrático basado en principios de extensión y generalización del ejercicio de los derechos, apertura de espacios públicos con capacidades decisorias, participación política de los ciudadanos y reconocimiento e inclusión de las diferencias.
El Estado tiene un rol fundamental en esta tarea, desarrollando capacidades que le permitan estar presente en la periferia, en las zonas rurales, en las zonas marginales, garantizando derechos a los nuevos emergentes, e incorporando las dinámicas propias de cada territorio, de cada población, propiciando esquemas de coproducción de políticas con la sociedad civil, el sector privado y el sector científico.
Los cientistas sociales, por otra parte, nos debemos la tarea de seguir generando miradas críticas sobre los modelos de gestión y las políticas públicas participativas, produciendo diagnósticos y posibles soluciones. Este, intenta ser el aporte de este trabajo. Se trata de un ejercicio de reflexión, donde el gran desafío de las democracias contemporáneas es generar formatos innovadores y creativos a través de los cuales la sociedad civil, el sector privado y el sector científico se involucren, junto al Estado, en la resolución de los asuntos públicos en una época donde cambia todo cambia…
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[1]Haydée Mercedes Sosa (1935-2009) es considerada la mayor exponente del folklore argentino, así como también la voz de América Latina. Exponente de la Nueva Canción Latinoamericana. La canción “Todo cambia” es parte del álbum ¿Será posible el sur? Lanzado en 1984.
[2]La formación del Estado es un aspecto constitutivo del proceso de construcción social. De un proceso en el cual se van definiendo los diferentes planos y componentes que estructuran la vida social organizada. “Analíticamente, la estatidad supone la adquisición por parte de esta entidad en formación, de una serie de propiedades: (1) capacidad de externalizar su poder, obteniendo reconocimiento como unidad soberana dentro de un sistema de relaciones interestatales; (2) capacidad de institucionalizar su autoridad, imponiendo una estructura de relaciones de poder que garantice su monopolio sobre los medios organizados de coerción; (3) capacidad de diferenciar su control, a través de la creación de un conjunto funcionalmente diferenciado de instituciones públicas con reconocida legitimidad para extraer establemente recursos de la sociedad civil, con cierto grado de profesionalización de sus funcionarios y cierta medida de control centralizado sobre sus variadas actividades; y (4) capacidad de internalizar una identidad colectiva, mediante la emisión de símbolos que refuerzan sentimientos de pertenencia y solidaridad social y permiten, en consecuencia, el control ideológico como mecanismo de dominación” (Oszlak, 1982, pp. 1-2).
[3]Entendemos al Gobierno Abierto (GA) como “un nuevo modelo de interacción sociopolítica que articula los valores y principios de transparencia, participación ciudadana, democracia, datos abiertos, rendición de cuentas y colaboración, basados en el uso potencial de las nuevas tecnologías, generando empoderamiento ciudadano e innovación pública dentro de la acción político-administrativa” (Rubacalva Gómez, 2019, p. 67).
[4]Varios de estos intercambios se han dado en el marco de la Red Interamericana de Educación en Administración Pública (INPAE), de la que el CEII forma parte en representación de la Universidad Nacional de Cuyo. Y más específicamente, a partir de la creación como grupo de trabajo de la Red del Laboratorio para el seguimiento y la evaluación de la participación ciudadana, en el mes de mayo de 2020. Además, muchos aportes a la discusión han surgido del Seminario organizado por el CEII: Mecanismos de participación ciudadana en clave comparada 2020-2021, en el que se abordaron algunos de los casos de estudio que forman parte del presente trabajo: MÉXICO a cargo del Centro de Estudios e Investigación en Desarrollo Sustentable de la Universidad Autónoma del Estado de México; CHILE a cargo del Centro de Estudios Regionales (CER) de la Universidad Austral de Chile y BRASIL a cargo del grupo de investigación “Processos Participativos na gestão publica” de a Universidade Federal do Rio Grande do Sul.
[5]Mendoza fue la primera provincia argentina en sancionar una Ley de Ordenamiento Territorial y Usos del Suelo, la número 8051 del año 2009. La misma contempla tres instancias participativas instrumentadas en el marco del Plan Provincial y los planes municipales. Estas son: talleres participativos para la validación del diagnóstico, consulta pública y audiencia pública.
[6]Entendemos a la capacidad estatal como “la aptitud de los entes estatales para alcanzar los fines que le han sido asignados interna o externamente. Aptitud que se desprende y se explica a partir de la existencia o accionar de un conjunto de factores denominados componentes de capacidad estatal, entre los que se encuentran sus dotaciones humanas, sus competencias legales y su legitimidad y sus recursos organizacionales y de acción interorganizacional, entre otros” (Bertranou, 2015, p. 39).
[7]A fin de comprender el alcance de la noción de capacidades internas e infraestructurales del Estado, en este trabajo nos guiaremos por la caracterización aportada por Fernández y Vigil (2012), quienes identifican las siguientes dimensiones del concepto: 1. Recursos financieros: cantidad holística, comparada y diacrónica; diferenciación por origen (endógeno, exógeno), determinación del destino; 2. Recursos humanos: reclutamiento meritocrático, calidad del personal, vinculación con los objetivos de la oficina, capacitaciones; 3. Recursos organizacionales: capacidad de organización del personal, vinculación personal político y burocrático (pp. 56-59).
[8]Otras propuestas de gradación de la participación es la elaborada por la Asociación Internacional de Participación Pública (AIPP) (2010) que distingue entre informar, consultar, involucrar, colaborar y empoderar. Por su parte, Sandoval, Sanhueza y Wiliner (2015) diferencian entre mecanismos informativos, consultivos, decisorios, o de cogestión.
[9]El porcentaje promedio de acceso a Internet en los territorios de los diversos países de América Latina y el Caribe a enero 2021 es del 64,13 %. Para mayor información véase: https://bit.ly/3GcmKVV
[10]La ONU a través de la Resolución 16/4 del Consejo de Derechos Humanos en 2011, reconoce el acceso a Internet como un derecho humano básico. En Argentina, el Decreto 690/2020 declara como servicio público y esencial a las tecnologías de la información y las telecomunicaciones (Decreto 690/2020).
[11]Artículo de reflexión derivado de investigación. El presente artículo de reflexión se enmarca en los siguientes proyectos de investigación: Políticas públicas y desarrollo territorial: aportes teórico-metodológicos para la construcción de instrumentos de evaluación de procesos participativos en el nivel local de gobierno en América Latina”. Financiado por la Secretaría de Investigación, Internacionales y Posgrado. UNCuyo. Resolución n.º 2170/19. En ejecución (2019-2022) / PICTO 2016-0051. ¿Hacia un (des)ordenamiento territorial? La Implementación de las políticas vinculadas al desarrollo territorial en Mendoza. Financiado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT) y UNCuyo. Disposición n.º DI-2016-11-E-APN-FONCYT#MCT. En ejecución (2019-2022). Directora: Dra. María Melina Guardamagna. Codirectora: Dra. Andrea Benedetto.