Didiher Mauricio Rojas Usma2
Resumen
¿Bajo qué circunstancias el contrato social podría ser el resultado del desafío político? ¿Es el contractualismo agonal una alternativa para las sociedades que transitan del desafío armado al Estado a la sociedad posconflictiva? En contraste con algunas tesis centrales del contractualismo clásico, lo nombrado en el presente trabajo como contractualismo agonal plantea que el reconocimiento de la contienda y el desafío político constituyen una vía alternativa para la creación de nuevas formas del contrato social.
Para ello se analizan, en primer lugar, los factores comprometidos en el desafío al Estado y sus potenciales impactos en el contrato de acuerdo con los clásicos de la teoría contractualista: Hobbes, Locke y Rousseau; segundo, se identifican las limitaciones de la teoría contractual respecto del rol de los desafiantes del Estado. Finalmente, se argumenta porqué en las sociedades contemporáneas dicho desafío podría constituirse en una alternativa para transitar de la “eliminación” de los insumisos —los desafiantes del Estado — a un nuevo tipo de contractualismo agonal. A su vez, se responde a alternativas actuales sobre el contrato como el llamado solidarismo contractual.
Palabras Clave: contrato social, desafío al Estado, pacto social, contractualismo agonal, posconflicto armado, nuevos órdenes sociales.
Abstract
Under what circumstances could the social contract be the result of the political challenge? Is the agonal contractualism an alternative for societies transitioning from the armed state challenge to the post-conflict? In contrast to critical statements of classical contractualism, what it is called in this work as agonal contractualism suggests the recognition of the political challenge as a path for achieving alternative ways to the social contract.
For this, the article analyzes, first, the factors involved in the political challenge and its potential impacts on the social contract following the classics of contractual theory: Hobbes, Locke, and Rousseau; second, it identifies the limitations of contractual approach regarding the role of the State challengers. Finally, it argues why in contemporary societies the political contest could represent an alternative way to moving from the “elimination” of the unsubmissive to a new type of agonal contractualism. At the same time, the article responds to current alternatives such as contractual solidarism.
Keywords: Social contract, State challenge, social pact, Agonal contractualism, armed post-conflict, new social orders.
En el amplio conjunto de estudios sobre el contrato (Falaky, 2014; Kary, 2000; Pettit, 1997; Skinner, 1978) es común el debate sobre cómo entender el pacto social mencionado en las obras de Hobbes (2013), Locke (1990) y Rousseau (2017). En el caso del primero, el pacto permitiría la resolución de una condición natural conflictiva (Hobbes, 2013); en el segundo, el pacto es la expresión de una condición natural armoniosa en la propiedad (Locke,1990); mientras que en el último, es la expresión de una armonía natural a través del consenso (Rousseau, 2017).
No obstante, en el campo de las diferencias sustantivas que se plantean entre los autores existe una menos tratada y que, a nuestro criterio, conviene interrogar; esto es, la pregunta por el significado de la “subordinación” política, que se deriva del establecimiento del contrato. Dicho de manera precisa, la pregunta sobre ¿Entre quién o respecto de quién se establece el pacto social? Lo anterior, descartando de entrada, el argumento ya convencional sobre la existencia una supuesta verticalidad u horizontalidad de la obligación política que diferenciaría los puntos de vista presentados por los autores en mención.
Formular este asunto es relevante por varias razones. Desde una perspectiva teórica es interesante preguntarse por la existencia de elementos agonistas o contenciosos en la teoría contractual clásica —o de al menos una parte de ella— que cuestionen su reducción a principios antagónicos premodernos como los del Estado preadánico y posadánico, o la sociabilidad e insociabilidad (Agustín, 2007). Desde el punto de vista contemporáneo las preguntas apuntan al rol del desafío y la contienda política en las visiones no contractualistas sobre la formación del Estado de autores como Elias (2016) o Tilly (1985), por citar un par de casos, y al campo general de la política y la acción colectiva contenciosa.
En ese sentido, el objetivo es indagar por aquello que se nombra más adelante como una posible interpretación agonal del contrato social en órdenes sociales complejos y con experiencias de violencia armada prolongada. En estos, con base en nuestro argumento, el contrato se vislumbra ya no solo en términos de la dominación o el consenso, sino en razón de múltiples luchas políticas emprendidas por desafiantes políticos del Estado (Eaton, 2012).
El argumento central del trabajo es que el desafío al Estado (Centeno, 2003; Davis, 2009; Eaton, 2012) en contextos de lucha social y política, podría ser entendido como un camino alternativo para la instauración de un nuevo contrato social. De ahí que nos interese una lectura sobre el contrato social, pero desde una lógica agonal que tiene en cuenta las condiciones de posibilidad del contrato, pero sin excluir el desafío al Estado como un tipo de contienda política (Mouffe, 2007; Tilly, 1985) emprendida por grupos sociales o actores no estatales con diferentes tipos de estrategias y objetivos políticos (Eaton, 2012; Mann, 1998, 2008; Soifer & Vom Hau, 2008).
Para ello se analizan, en primer lugar, los supuestos fundamentales de la teoría contractual clásica, particularmente allí donde los autores se refieren a las prerrogativas del soberano y al lugar de los sujetos que no se adhieren al contrato social. Lo anterior con el fin de acercarnos a los fundamentos de la teoría contractualista respecto de la pregunta sobre los factores comprometidos en la ruptura del contrato social.
En segundo lugar, se analizan tres supuestos básicos que permiten identificar las limitaciones de la teoría contractual clásica al momento de dar cuenta de la contienda política que surge del desafío al Estado; en su orden: a) el contrato social desconoce el conflicto como vía de construcción del orden social; b) el contractualismo clásico no reconoce al desafiante del Estado como adversario político, ni al derecho de resistencia como vía para la construcción de un nuevo orden; y c) el contractualismo clásico impide concebir formas alternativas del contrato social que pueden crear legitimidad y orden social.
Tercero, se introduce la perspectiva contractualista agonal partiendo, igualmente, de tres problemas relacionados con el caso empírico del conflicto armado colombiano y su proceso de institución de un nuevo contrato social después de la guerra, que compromete: a) la coexistencia del conflicto político y el pacto social; b) la búsqueda de caminos alternativos para la institución de un nuevo contrato; c) la creación de un escenario político agonal.
Con base en lo anterior, la perspectiva contractualista agonal se problematiza desde un punto de vista normativo que en buena medida caracteriza la reflexión de los clásicos sobre el contrato social. A su vez, desde un ámbito empírico o inductivo que resulta pertinente en contextos de violencia prolongada donde se cohabitan instituciones políticas y actores que luchan por el establecimiento de nuevos órdenes sociales.
Finalmente, se establece un diálogo crítico con otras lecturas a propósito del contrato social, sus limitaciones y potencialidades, como aquella propuesta por la corriente francesa del solidarismo contractual (Bourgeois, 1998, Bernal-Fandiño, 2007). Para esta el principio de solidaridad es la alternativa respecto del riesgo autoritario, ya del “hombre artificial”, ya de la regla mayoritaria en el caso del contrato clásico. Asimismo, ante la hegemonía del principio de libertad individual llevado al individualismo como riesgo de profundización de la distancia entre los ciudadanos (Tocqueville, 1996).
A pesar de sus notables diferencias Hobbes (2013), Locke (1990) y Rousseau (2017) encuentran en la idea del contrato el objetivo político común de las asociaciones humanas en su proceso de configuración como sociedades civiles o políticas. No obstante, sus ideas sobre asuntos como las prerrogativas del soberano, la sumisión o subordinación consentida de los miembros de la comunidad política, poseen diferencias notables que conviene identificar, no solo para entender sus visiones del contrato, sino sus aproximaciones a la idea del desafío al Estado. Dicho lo anterior, nos ocupamos específicamente de tres principios concretos: enajenación (Hobbes, 2013), apelación (Locke, 1990) y retiro consciente (Rousseau, 2017); que de manera diferencial se acercan a la pregunta sobre el desafío al Estado y sus efectos sobre el contrato social.
En la obra de Hobbes, el contrato social se entiende antes que nada como un tipo de acuerdo entre los ciudadanos, quienes reunidos, acuerdan ceder su soberanía a un individuo externo a ellos en razón de su defensa:
Una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y la defensa común. (Hobbes, 2013, p. 141)
En consecuencia, nos preguntamos ¿Qué podría entenderse por una falla del Estado y en qué casos podría dar pie al desafío al Estado? ¿Podría ser este desafío un tipo de pacto mutuo entre los firmantes del contrato? Una respuesta podría encontrarse en la distinción esencial establecida por Hobbes entre el Estado por adquisición, esto es, el tipo de Estado construido a través de la guerra o el poder de la herencia; y aquel que nombra como Estado por institución en donde, a diferencia del primero, existe un procedimiento que conduce al acuerdo entre los hombres.
En esta medida, aunque Hobbes no plantee la distinción de manera explícita, la existencia de este acuerdo previo podría justificar a la vez la diferencia entre un tipo de Estado por adquisición y un Estado por institución donde el desafío político podría jugar un rol diferente:
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición. (Hobbes, 2013, p. 141)
Esta interpretación permite no solo la revisión de la tesis sobre la protección estatal como condición suficiente para la obediencia política —si tenemos en cuenta, además, las referencias de Hobbes sobre la enajenación y el poder de la espada—, sino que permite interpretar la defensa de los “desobedientes” o “desafiantes del Estado” ante el poder de la espada, como una acción en el marco de su obediencia política, ya no frente a figuras como la del Estado por adquisición, sino respecto de la comunidad soberana.
Desde esa perspectiva conviene reinterpretar las palabras de Hobbes cuando advierte sobre la posibilidad del desafío al Estado como derecho de protección frente al poder de la espada:
Si uno o varios de ellos [del conjunto como parte del pacto] pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo semejante quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres recobran el derecho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza. (Hobbes, 2013, p. 143)
Este pasaje, si bien deja claro que la espada está en todo su derecho de obrar en razón de su poder de institución, podría sugerir la existencia de un posible rasgo agonal en el caso de aquellos que responden o resisten al poder de la espada, a pesar de la obligatoriedad de la obediencia cedida por vía de la institución del contrato. Asimismo, en su reflexión sobre la tercera prerrogativa o derecho del soberano, Hobbes menciona que:
Entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean perturbación y guerra civil. (Hobbes, 2013, p. 143)
Con base en lo anterior ¿Serían los reformadores, innovadores y súbditos más poderosos que el Estado, aquellos que, teniendo la capacidad de generar perturbación y guerra, adoptan para Hobbes el rol de “desafiantes del Estado”? ¿Si es así, porqué la única consecuencia contemplada por Hobbes es la perturbación y la guerra civil? ¿Acaso no es la existencia de este elemento innovador un rasgo agonal de los firmantes del pacto que pervive a pesar de la coincidencia de la sociedad política sobre la necesidad de la protección y el bienestar?
La respuesta de Hobbes (2013) frente a estos interrogantes difícilmente podría ser distinta a la de un NO rotundo. De un lado, sus argumentos sobre la emergencia simultánea del Estado y la sociedad civil limitan la formación de cualquier tipo de agrupación humana o cuerpo intermedio con capacidad para desafiar al Estado (Ramírez, 2010); del otro, la convivencia no admite otro tipo de alternativa que la existencia de un poder exógeno y artificial a la comunidad de firmantes que garantice el beneficio: “No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo” (Hobbes, 2013, p. 144).
En ese orden de ideas, Hobbes insistiría en que cualquier forma de riesgo o daño potencial para el Estado instituido sería catalogada como un tipo de enajenación de la soberanía, como aquella que contempla en el Estado por adquisición: “Cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás” (Hobbes, 2013, p. 144).
Para decirlo de otra manera, aunque en buena medida el análisis de las condiciones del contrato social contempla la posibilidad del desafío al Estado por parte de reformadores o innovadores, el modelo político hobbesiano no admite la posibilidad de que se instalen contratos sociales alternativos o distintos a aquel detentado por un poder individual o asambleario de carácter unidimensional. Dos ejemplos tomados de su apartado sobre las prerrogativas del soberano permiten dar cuenta de ello. El primero, la actitud sugerida a los firmantes para tratar a los insumisos:
Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte, si quien trata de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón. (Hobbes, 2013, p. 141)
Segundo, la extinción del derecho a la protesta respecto de las decisiones declaradas por la mayoría dado el ingreso voluntario a la asamblea y la cesión de la voluntad individual a una de tipo mayoritaria. En consecuencia, cualquier tipo de protesta no solo sería considerada una injusticia, sino una declaración de guerra y eliminación justa del desafiante del pacto:
Por esta razón, si rehúsa mantenerse en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado, procede de modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en la condición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia. (Hobbes, 2013, p. 141)
Las anteriores razones conducen entonces a que el destino de los insumisos, entendidos en este caso como un tipo de “desafiante del Estado” siguiendo las claves del Leviatán, no sea otro que el de la eliminación justa. De ahí que, el contrato social pueda fracturarse en circunstancias como la expresión de algún tipo de “innovación” reformadora o por las dificultades en la configuración de las acciones hacia el beneficio colectivo; pero no propiamente cuando una comunidad política entera pudiera contemplar la posibilidad de distanciarse del principio de sumisión voluntaria.
Asimismo, podríamos plantear que Hobbes no cree propiamente en las posibilidades de fractura del contrato social en sí, en tanto considera de entrada que el desafío o insumisión frente al Estado no es un riesgo potencial de la mayoría temerosa. De lo que sí advierte es de la necesidad de excluir del pacto al enemigo o al desafiante del Estado.
Por ello, más que contemplar algún tipo de alternativa o innovación que permita crear un nuevo pacto colectivo, lo que considera es la necesidad de que no solo el Estado, sino la comunidad firmante del pacto declare la guerra a quien se atreva al desafío. Lo anterior, sin lugar a dudas, limita cualquier posibilidad de entender al desafiante como un tipo de adversario o contrincante político en tanto suponemos que su poder de innovación ha sido también cedido al soberano unipersonal.
En síntesis, aunque el contrato hobbesiano pueda contemplar algunos visos agonistas entre la comunidad de firmantes del pacto y el poder de la espada aún en casos del Estado por institución, resulta bastante complejo suponer cualquier tipo de coexistencia entre el poder estatal y el desafío de este. Ya como derecho de protección, ya como innovación de quienes buscan mostrarse mucho más poderosos que este, el desafío al Estado está categóricamente excluido.
Locke (1990), nos conduce a un apartado específico de su Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil, donde se plantea una distinción sustantiva entre el estado de guerra y el estado de naturaleza, bastante útil para aproximarse a las preguntas formuladas en el presente escrito. A propósito del estado de guerra afirma Locke:
El estado de guerra es un estado de enemistad y destrucción; y, por lo tanto, cuando se declara mediante palabras o acciones, no como un resultado de un impulso apasionado y momentáneo, sino con una premeditada y establecida intención contra la vida de otro hombre, pone a éste en un estado de guerra contra quien ha declarado dicha intención […] Porque los hombres así no se guían por las normas de la ley común de la razón, y no tienen más regla que la de la fuerza y la violencia. Y, por consiguiente, pueden ser tratados como si fuesen bestias de presa: esas criaturas peligrosas y dañinas que destruyen a todo aquel que cae en su poder. (Locke, 1990, p. 55)
Si en el caso de Hobbes, un punto de análisis clave es la distinción entre el Estado por adquisición y el Estado por institución, con Locke sucede algo similar si se analiza en detalle su distinción entre el estado de guerra y el estado de naturaleza. Al respecto, advierte Locke (1990), el estado de guerra carece del derecho de apelación, en tanto:
Es legal que yo lo trate [al hombre que hace uso de la fuerza] como a persona que ha declarado hallarse en un estado de guerra contra mí; es decir, que me está permitido matarlo si puedo, pues ése es el riesgo al que se expone con justicia quien introduce un estado de guerra y es en ella el agresor. (Locke, 1990, p. 56)
De esta manera, Locke sugiere una primera manera de entender la enemistad o el desafío entre los individuos, aludiendo al agresor como un tipo individuo, incluso un ciudadano, a quien puede declarársele el estado de guerra en razón del daño potencial que puede ejercer sobre los otros. Asimismo, Locke (1990), vincula la idea del contrato no solo con una concepción totalmente diferente a la de Hobbes sobre el estado de naturaleza, sino de las prerrogativas de los individuos firmantes del pacto frente a la mayoría como portadora de la soberanía popular. Esto, en tanto considera válida la libertad de apelación o de resistencia a pesar de la cesión de su soberanía:
En una sociedad civil, ningún hombre puede estar exento de las leyes que le rigen; pues si a algún hombre se le permitiera hacer o que se le diese la gana, y no hubiera en este mundo recurso de apelación para protegerse frente a los daños que ese hombre cometiera, me pregunto si dicho hombre no seguiría estando en un completo estado de naturaleza y al margen de la sociedad civil. (Locke, 1990, p. 130)
De aceptarse este argumento ¿Es esta libertad de apelación y de resistencia un tipo de componente agonal del contrato concebido por Locke? Si es así ¿Cuáles son los límites y a la vez el posible destino de este derecho frente al desafío al Estado? Si bien, al hablar de derecho de resistencia o libertad de apelación, Locke se está refiriendo específicamente al absolutismo, y en concreto, al derecho del pueblo inglés a resistir el poder de la Corona, sus referencias a este recurso de apelación como aquel: “que deben tener todos los que viven en sociedad” (Locke, 1990, p. 126), podrían extenderse a otros tipos de comunidades políticas que aboguen por la creación de un nuevo contrato social como resultado de experiencias de desafío al Estado. Entre ellas, la resistencia al tirano, la exigencia de protección ante la conquista violenta y las invasiones (Locke, 1990, p. 212) o las acciones para acabar con el despotismo que amenaza la seguridad y el bien del pueblo (Pereyra, 2018).
Siguiendo con el argumento, la relación entre apelación y la defensa de la ley natural podría representar otro de los puntos a tener en cuenta al momento de pensar al desafiante del Estado no como un tipo de transgresor, exclusivamente, sino como un defensor de la ley natural en aquellos casos donde la propiedad, la soberanía o la libertad estarían comprometidas. Al respecto afirma Locke:
Y para que los hombres se repriman a la hora de invadir los derechos de los demás, eviten los daños mutuos y se observe la ley natural, cuyo deseo es la paz y la preservación de la humanidad, en este estado ha sido puesta a disposición de todos los hombres la ejecución de la ley de la naturaleza, por la cual, cualquiera tiene el derecho a castigar a los transgresores en un grado tal que impida su violación. (Locke, 1990, p. 45)
Si bien la interpretación de este pasaje no sugiere propiamente la nivelación del desafiante del Estado con el del defensor legítimo de la ley natural, cabría preguntarse si los desafiantes del Estado podrían erigirse como defensores, ya de la ley natural, ya del contrato social, en contextos donde el poder de la mayoría se torna tiránico (Locke, 1990). A su vez, allí donde el contrato social se reduce a pactos de élite que desconocen el principio de libertad y propiedad de todos los miembros de la comunidad política.
Lo anterior teniendo en cuenta que, en el caso de Locke (1990), la defensa de la ley natural, así como la libertad de apelación, no desconocen la existencia del castigo. Como en Hobbes, el castigo se justifica en el caso de aquellos que, siendo conscientes de su apartamiento respecto de la comunidad, asumieron la responsabilidad de ser castigados por sus actos. Otra posibilidad que surge de esta lectura de Locke (1990) estaría en el análisis de las condiciones que determinarían la legitimidad de un régimen político si atendemos a su propuesta de que en la sociedad civil las prerrogativas de los hombres en su estado natural se instituyen, por vía del contrato, en los poderes, legislativo y ejecutivo.
Rawls (2009), en su lectura sobre las condiciones de legitimidad del régimen político, afirma que Locke contempla un criterio fundamental de legitimidad justo en el nivel de consentimiento de las personas sujetas al gobierno (Rawls, 2009, p. 172). En ese sentido, Locke es consciente de la importancia del régimen político como garante del contrato; sin embargo, es justamente la legitimidad de dicho régimen, así como la libertad de apelación, la que justificaría, de un lado, que los hombres estén obligados a renunciar o negar del todo su libertad; y, del otro, que el poder político se comporte de manera tiránica o despótica.
Así, la legitimidad del régimen político en Locke no solo podría contemplar la posibilidad de la apelación o resistencia, sino del desafío político cuando, por poner uno de sus ejemplos, el garante del contrato se torna contrario a los intereses de la comunidad política:
El poder absoluto arbitrario, el gobierno sin leyes fijas vigentes, no puede ser consistente con los fines de la sociedad ni del gobierno, pues los hombres no renunciarían a la libertad del estado de naturaleza y se someterían a las leyes sino fuera para preservar sus vidas, libertad y fortunas, así como para asegurar su paz y tranquilidad por medio de reglas establecidas sobre el derecho y la propiedad. (Locke, 1990, p.171)
En este pasaje es claro que Locke (1990), como se advirtió previamente, se refiere al caso concreto del absolutismo monárquico de su época; empero, si vamos un poco más allá de las limitaciones impuestas por el contexto de la obra, podría pensarse que la pregunta por la legitimidad del régimen es a su vez una condición asociada al consenso o consentimiento de la comunidad firmante del contrato, y en esa medida, el desafío político podría surgir también del consentimiento.
Sin embargo, así como la legitimidad del régimen político o del Estado debería ser una condición fundamental para el ejercicio del gobierno, el mismo requiere de condiciones mínimas de legitimidad que, en el caso de Locke pasan por la exclusión de cualquier tipo de coerción o violencia. Lo anterior no excluye de su obra la existencia de componentes agonales en la institución del contrato, pero sí limita el uso de estos cuando pretenden ser reducidos a la violencia o la fuerza. Esto debido a la legitimidad que requiere todo acto político que emana del soberano.
De esta manera, Locke (1990) más que Hobbes (2013) contempla la posibilidad del derecho de resistencia al momento de pensar en la pregunta por el rol de los desafiantes del Estado frente al contrato; no obstante, en la misma vía de Hobbes, el filósofo inglés termina cerrando dicha posibilidad bajo condiciones específicas, una de ellas, cuando aparece el uso de la fuerza o la violencia en dicho proceso.
Adicionalmente, el problema de plantearle esta pregunta a Locke (1990) se expresa también en que, de acuerdo con autores como Cavarero (1998), el derecho de resistencia en Locke sería legítimo antes que nada respecto del control ejercido por el pueblo hacia sus representantes cuando estos se apartan del deber encomendado; esto es, cuando por alguna razón, la voluntad general, para decirlo con Rousseau (2017), se sustituye por la voluntad particular de los representantes.
En síntesis, el derecho de resistencia o de apelación en Locke (1990) sería un mecanismo de liberación domesticado por las instituciones representativas. En menor proporción, un derecho que asiste a los desafiantes del Estado de cara a la institución de un nuevo contrato social.
En el caso de Rousseau (2017) y su obra sobre el contrato social, las consideraciones sobre el desafío al Estado no son menos contundentes que las de Hobbes (2013) o Locke (1990). Lo anterior, a pesar de las fuertes críticas que realiza tanto a la dominación unipersonal del primero como a la idea de representación mayoritaria del segundo.
En uno de sus pasajes sobre el derecho de vida y muerte, luego de afirmar que la soberanía que proviene de la voluntad general es indivisible, inalienable e irrepresentable, afirma a propósito de quienes llama malhechores y enemigos públicos:
Todo malhechor que ataca el derecho social se convierte por sus fechorías en rebelde y traidor a la patria; deja de pertenecer a ella al violar sus leyes, y hasta le declara la guerra. Entonces la supervivencia del Estado se vuelve incompatible con la suya, es preciso que uno de los dos perezca y cuando se da muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. (Rousseau, 2017, p. 88)
Para Rousseau, varios asuntos normativos están en juego al momento de plantear la relación entre la conservación de la vida y el deber de proteger del contrato: primero, Rousseau (2017) considera que la vida de los ciudadanos no es solo un don de la naturaleza, sino un “don condicional del Estado” (Rousseau, 2017, p. 86); de ahí que este último pueda disponer de su vida en situaciones como la guerra en tanto esta represente algún tipo de riesgo o daño para el bienestar de los contratantes.
Esta afirmación, resulta particular no solo en términos de las razones que explicarían el derecho de la vida del Estado sobre los ciudadanos cuando la defensa del Estado es inminente; sino en aquellos casos donde el único criterio de justicia y, a su vez del castigo, pertenece al Estado y, por tanto, el derecho de apelación o de resistencia quedarían “suspendidos".
Segundo, asume Rousseau (2017), que es el acto de rebeldía del malhechor o del enemigo político el que de entrada debe interpretarse como un tipo de “retiro” consciente y voluntario de ese ciudadano o grupo de ciudadanos respecto del pacto social. Lo que a la vez supone que no es el Estado, en su rol de encargado de la justicia y el castigo, el responsable de dicha actuación del rebelde.
De esta manera, de lo único que podría acusarse al Estado es de su incapacidad para ejercer el castigo si por alguna razón no obrara en consecuencia con lo pactado en nombre de la voluntad general. A propósito, afirma Rousseau (2017):
Las actuaciones y el juicio son las pruebas y la confesión de que ha roto el pacto social y, en consecuencia, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien, como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser excluido mediante el destierro como infractor del pacto o bien mediante la muerte como enemigo público. (p. 88)
Tercero, el acto fundacional del contrato a partir de la voluntad general excluye cualquier tipo de componente agonista o conflictivo que diste de la homogeneidad que Rousseau le confiere a la soberanía popular. De ahí sus referencias a las cláusulas esenciales del contrato, en términos de la supeditación de todos los derechos del ciudadano a la comunidad tras experimentar un estado de desigualdad y antagonismo anteriores al primero. De esta manera, toda posibilidad de desafío al Estado queda excluida como recurso para la creación del pacto social; y lo que acontece es un cierto retorno del ciudadano a una condición natural que, si bien conlleva a un tipo de libertad, no es para nada compatible con las cláusulas del contrato hobbesiano.
En breve, Rousseau encuentra no solo una manera de resolver el riesgo de la tiranía mayoritaria de Locke (1990) o de la tiranía unipersonal hobbesiana a través de la voluntad general y sus cualidades intransferibles: “Cada cual pone en común su persona y su poder bajo la dirección de la voluntad general, y cada miembro es considerado como parte indivisible del todo” (Rousseau, 2017, p. 92); sino un mecanismo de autoexclusión de los ciudadanos al momento de tomar consciencia de sus actuaciones en contra del pacto social: “si está fuera del Estado, una voluntad que le es extranjera no es general con respecto de él” (Rousseau, 2017, p. 92),
Adicionalmente, Rousseau (2017) no parece estar interesado en asuntos como la distinción entre malhechores —como el asesino de un hombre— y enemigos políticos —los rebeldes o revolucionarios, por ejemplo—. Esto, en tanto asume que, independiente del tipo de daño que cada uno representa para el Estado, el beneficio de la protección estatal y la unión social son en sí mismos argumentos que disuaden del desvío respecto del pacto:
Su situación gracias a dicho contrato es mil veces más preferible a la de antes, ya que, en vez de una alienación, han hecho un cambio ventajoso al sustituir una manera de vivir incierta y precaria por otra mejor y más segura. (Rousseau, 2017, p. 86)
De otro lado, Rousseau identifica en el principio de no-representación de la voluntad general, una condición que es de sobra conocida: limitar cualquier posibilidad de que la soberanía sea entendida a partir de reglas como la representación mayoritaria. No obstante, condiciona la posibilidad de acciones de desafío del contrato a la de unos cuantos malhechores, en cuanto acciones de este tipo resultan ajenas o extrañas a toda la comunidad que en su conjunto sería la única que podría expresar la voluntad general.
En ese orden de ideas, el pueblo soberano como en el caso de la revolución, estando bien gobernado: “Impone pocos castigos, no porque se concedan muchos indultos, sino porque hay pocos criminales” (Rousseau, 2017, p. 88). Por ello, siempre será mejor actuar de acuerdo con la cláusula de la alienación total, pues no solo impide el riesgo de la tiranía de los representantes, sino que reduce la posibilidad del desafío al contrato y, a su vez, el número de criminales del Estado.
En síntesis, la condición del desafiante del Estado, en contraste con la del legislador, no podría ser diferente a la que atribuye Rousseau (2017) a los hombres vulgares en el contrato social:
Cualquier hombre puede grabar tablas de piedra o comprar un oráculo o simular una relación secreta con alguna divinidad o amaestrar un pájaro para hablarle al oído o encontrar otros medios burdos para infundir respeto al pueblo. El que sólo tenga estos conocimientos podrá incluso reunir por azar un grupo de insensatos, pero nunca fundará un imperio y su extravagante obra perecerá pronto con él. (Rousseau, 2017, p. 98)
Como se evidencia, la teoría clásica del contrato social concibe el lugar de los desafiantes del Estado como un tipo de riesgo en el que agresores (Hobbes, 2013), Insumisos (Locke, 1990) o criminales (Rousseau, 2017) se apartan voluntariamente del pacto social declarándose libres, pero a la vez en guerra con la comunidad política.
De ahí que, a pesar de prerrogativas como el derecho a la defensa de la ley natural o el derecho de réplica —si atendemos a Locke—, el desafío político no se contemple, en ninguno de los casos, como un tipo de lucha por la institución de un nuevo contrato social. Como en el caso de Rousseau (2017), las cláusulas del contrato social sobre la alienación total de los ciudadanos priman sobre cualquier otro tipo de libertad no dada por el contrato.
En ese orden de ideas se identifican tres premisas o condiciones fundamentales que comparte la teoría contractual clásica respecto del desafío al Estado y la respuesta de la comunidad política al mismo:
a) El contrato social clásico excluye el conflicto como vía de construcción del orden social. Si bien la idea no es justificar los argumentos de los autores a partir de factores exógenos o extratextuales, sabemos el efecto que pudo haber tenido la guerra y el desafío al Estado en las ideas de los autores que justifican la institución del contrato. Es más, la crítica sobre la “imposibilidad” por defecto del desafío estatal en un conjunto de obras que formulan una alternativa estable para el mismo, podría dejar sin efecto la pregunta abordada en este artículo.
No obstante, el rol del desafío y los desafiantes del Estado frente al contrato social, no se reduce a los interrogantes sobre las causas o consecuencias del contrato sino, para decirlo con Tocqueville (1996), a las características agonales de la política que, si bien pueden ser “domesticadas” por la vía del pacto, no necesariamente desaparecen de lo social.
En ese sentido, son más que obvias las razones expuestas por los autores a propósito de la necesidad de un proyecto ilustrado, la contención de los procesos revolucionarios y la instauración de la república, como maneras de orientar el contrato social por vías diferentes a las del desafío al Estado. Esto último, tal como se identifica en contextos donde la violencia prolongada ha sido justificada como senda para la construcción de un nuevo contrato social.
b) El contractualismo clásico no reconoce al desafiante del Estado como enemigo o adversario político ni al derecho de rebelión como vía para la construcción de un nuevo orden. A pesar de las recurrentes comparaciones entre Hobbes (2013) y Locke (1990) a propósito de sus diferencias sobre el contrato, de la presente lectura se deriva que ninguno de los dos admite el derecho de rebelión o el derecho de réplica como prerrogativas que permitan el reconocimiento del desafiante del Estado como adversario político.
En el caso de Locke (1990), el derecho de defensa de la ley natural es un tipo de prerrogativa previa a la institución del contrato social y; por tanto, su derecho se limita a/o extingue bajo la protección ofrecida por el contrato. Del mismo modo —y como se ha advertido a lo largo de este escrito— el derecho de réplica no es sinónimo de reconocimiento de la acción política del desafiante, pues su ejercicio se restringe al actuar de la comunidad política en aquellos casos donde la propiedad —vida, libertad y bienes— resultan amenazados.
De paso, la posibilidad de que toda la comunidad se torne desafiante del Estado se hace casi imposible cuando la protección y libertad ofrecida por el contrato plantea como irracional y contraria al bienestar cualquier otra visión del orden social que esté por fuera de la regla mayoritaria. En pocas palabras, el derecho de resistencia, si es que de verdad existe en Locke, resulta bastante limitado.
c) El contractualismo clásico restringe formas alternativas del contrato social que podrían crear legitimidad y orden social. Finalmente, el contrato social clásico es uniforme; es decir, no admite de manera explícita la coexistencia de múltiples visiones del orden político que pudieran emerger en el proceso de instauración del contrato social. Dos ejemplos claros dan cuenta de esta resta de diversidad que le imprime el contractualismo clásico al pacto entre firmantes.
Primero, en el caso de Hobbes (2013), la proclamación del soberano como único juez de aquello que resulta necesario para la paz y la defensa. Lo que, a su vez, se convierte en un argumento bastante poderoso al momento de preguntarse por quién es el encargado de determinar las doctrinas que deberá seguir la comunidad política.
De este modo, la potestad del soberano como juez y censor le autoriza para aplicar el castigo a aquellos que por actos como la introducción de una doctrina distinta a la establecida por este “hombre artificial”, son considerados enemigos del orden y de la paz. En el acápite 6 de su apartado sobre los derechos del soberano por institución, Hobbes se refiere específicamente al caso de los alzados en armas, como muestra de un tipo de desafío al Estado que conviene eliminar en razón de las amenazas que representa su doctrina:
Ni la más repentina y brusca introducción de una nueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en ocasiones despertar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir una opinión, se hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios de la batalla. Corresponde, por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la guerra civil. (Hobbes, 2013, p. 142)
Segundo, en Rousseau, una consideración semejante aparece en el caso de las llamadas sociedades parciales (Rousseau, 2017, p. 81); esto es, sociedades que a su criterio están sometidas a la intriga de voluntades individuales que ponen en riesgo la estabilidad de la voluntad general:
Pero cuando se desarrollan intrigas y se constituyen asociaciones parciales a expensas de la asociación general, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general con respecto a sus miembros y en particular con relación al Estado […] entonces deja de haber voluntad general y la opinión que prevalece no es sino una opinión particular. (Rousseau, 2017, p. 82)
En conclusión, la imposibilidad de la protesta y la firma de nuevos pactos, así como la constitución de sociedades que pudieran apartarse de la voluntad general, remiten a casos donde la insumisión o la resistencia al Estado se asimilan al mismo tipo de riesgo de violación al orden establecido por el soberano: “no hay más que un contrato en el Estado, el de asociación, y este excluye cualquier otro. No es posible imaginar ningún contrato público que no fuese una violación del primero” (Rousseau, 2017, p. 172).
Conocidas algunas de las premisas que se derivan de la perspectiva clásica del contrato, la pregunta central sobre el desafío al Estado y las condiciones de posibilidad del contrato social en contextos de violencia prolongada (Tilly, 1985) nos lleva de nuevo a la pregunta original del presente trabajo ¿Podría ser el desafío al Estado, si se quiere el conflicto prolongado, un tipo de vía hacia el contrato social?
Algunas corrientes que parten del contractualismo clásico han advertido sobre las limitaciones de dicha perspectiva y han planteado principios que orientan la construcción de un tipo de contrato social que excluye también el conflicto. Una de ellas, el solidarismo contractual (Bourgeois, 1998) plantea por ejemplo que, la solidaridad sería un tipo de principio construido para librar de la pretendida homogeneidad o consenso mayoritario que se deriva del contrato clásico; y que por tanto, el eje central del pacto más que el consenso, el consentimiento o cualquier otro tipo de valor abstracto, debe ser reemplazado por el de las prácticas de solidaridad efectiva que integren las voluntades de los ciudadanos:
Para los solidaristas, en los contratos se debe descartar esa concepción antagonista según la cual los intereses de las partes se oponen. Por el contrario, se debe ver el contrato como una especie de microcosmos donde cada uno debe trabajar para un fin común, que es la suma de los fines individuales, como en una sociedad civil o comercial. (Bernal-Fandiño, 2007, p. 22)
Como advertimos al inicio, el solidarismo contractual es una corriente política y filosófica nacida en Francia a finales del siglo XIX para cuestionar las limitaciones del contrato social en términos de sus implicaciones sobre el individuo y su aislamiento respecto de la realidad social. Bourgeois (1998), en su obra homónima, entiende por este término la existencia de un principio de solidaridad entre los individuos, según el cual existe una interdependencia entre ellos de carácter natural y social.
No obstante, un problema central de esta perspectiva, entre otros, estriba en que no es clara la forma en que el principio de solidaridad evita convertirse en un tipo de interventor o limitante del principio de libertad e individualidad propio del contractualismo clásico. En ese sentido, la polarización entre libertad y solidarismo contractual más que acortar, podría aumentar las distancias entre uno y otro principio.
En ese orden de ideas, con el término contractualismo agonal, proponemos una nueva forma de entender los procesos de lucha por la creación del contrato social en el marco una teoría agonal de la política centrada en los retos, contestaciones y desafíos del pluralismo contemporáneo (Fossen, 2008; Kapoor, 2002; Mouffe, 2007). De esta manera, su implementación considera mecanismos y estrategias como:
Primero, la conversión del concepto de enemistad política en el de contienda política (si se quiere, a la manera de Mouffe, 2007); segundo, la incorporación de principios plurales y agonistas que sirvan de contención a riesgos del contrato social promovidos o combatidos en las obras de los clásicos: dominación (Hobbes, 2013), tiranía mayoritaria (Locke, 1990), agresión y barbarie (Rousseau, 2017). Finalmente, la formulación de múltiples versiones del contrato social, promotoras del orden y el bienestar, pero susceptibles a los cambios, condiciones y conflictos de las comunidades políticas fundadas sobre este principio.
En suma, por contractualismo agonal entendemos un principio de contienda política (Mouffe, 2007) que contempla y reconoce el rol del conflicto, el desafío político y la heterogeneidad de visiones sobre el pacto en el proceso de institución de la sociedad política. De este modo, el conflicto estaría orientado específicamente a aquellas luchas por la construcción de nuevas formas del contrato social en respuesta a las limitaciones impuestas por el contrato social clásico.
La aplicación del principio agonista al contrato traería como consecuencia la idea de que el contrato social es el resultado de luchas políticas diversas que no desconocen la contienda y que tienen en cuenta la tensión conflictiva que trae la diversidad. De esta manera, el contrato no desconoce su dimensión agonista y en ese sentido incorpora la diferencia y la pluralidad que en la visión de los clásicos representa una amenaza o desafío al Estado que conviene castigar.
Tabla 1. Síntesis de perspectivas contractuales mencionadas

Fuente: Elaboración propia.
Para ilustrar algunos elementos de esta perspectiva contractualista agonal en contextos de conflictividad prolongada, proponemos el análisis del posconflicto armado colombiano que se derivó de la negociación de la paz entre la guerrilla de las FARC-EP y el Gobierno de Juan Manuel Santos entre 2012 y 2016. Tres problemas clave se identifican en este escenario de negociación de la paz y la necesidad de instaurar un nuevo contrato social en el posconflicto:
1) La coexistencia del desafío político y el poder estatal en contextos de violencia política prolongada. En el caso colombiano es innegable que, aparte de la violencia, la victimización, la conculcación de derechos y la incalculable taza de delitos que dejan más de 60 años de confrontación armada, existen órdenes, territorios y ejercicios de poder construidos de facto que han afectado las prácticas y la cultura política de los ciudadanos.
En buena medida, las apreciaciones sobre la naturalización de la violencia o de la guerra misma en la sociedad colombiana desde la segunda mitad del siglo XX, son expresiones de la aceptación de ese orden constituido por la guerra. En ese sentido, los órdenes armados construidos por la guerra aparecen frente al contrato como un conjunto de asociaciones parciales que, si bien amenazan la estabilidad del Estado, dan cuenta de la heterogeneidad ideológica, social y política de la insurgencia armada respecto del proyecto de nación construido en Colombia.
De este modo, la pregunta por la negociación de la paz de cara a la institución de un nuevo contrato social es al tiempo la pregunta por los efectos de la deconstrucción o desestructuración de la guerra y sus instituciones (formales e informales). En el caso colombiano, Arjona (2016) profundiza en los procesos de creación de instituciones políticas en tiempos de la guerra en un ejercicio diferente al realizado por autores tradicionales que asumen el proceso de confrontación armada y desafío al Estado como anómico y destructivo.
De otro lado, Derrida (1998), nos ayuda a entender el problema de los efectos de la deconstrucción de la guerra justamente cuando se refiere a la cuestión de “perder el enemigo”, como una vía que puede conducir al establecimiento de “nuevas enemistades reconstituyentes” (Derrida, 1998, p. 95). A partir de estas, afirma, el sujeto se enfrenta al riesgo de multiplicar, lo que denomina las pequeñas guerras:
Sin enemigo y en consonancia sin amigos, sin poder contar ni a sus amigos ¿dónde encontrarse a sí mismos? ¿Con quién? ¿contemporáneo de quién? ¿quién es el contemporáneo? ¿cuándo y dónde estaríamos nosotros mismos, nosotros, para decir como en la increíble teleiopoesis de Nietzsche “nosotros” y “vosotros”. (Derrida, 1998, p. 95)
En consecuencia, hacerse cargo de la guerra implicaría, en casos como el colombiano, enfrentarse a la pregunta sobre ¿Qué hacer con lo inicialmente deconstruido? Esto es, de un lado, el orden institucional creado por la insurgencia armada en territorios y contextos subnacionales donde la soberanía estaba en vilo; y del otro, resignificar la figura misma del enemigo como desafiante del Estado.
En esa misma vía, nos preguntamos ¿Qué tipo de trato establecer ahora con los desafiantes del Estado si su objetivo es insertarse en el campo social y político desde sus antagonismos concretos ya no necesariamente a través del uso de las armas? Y, de paso ¿Cómo entender nuestro trato con lo político de tal modo que resignifiquemos el sentido de la enemistad y creemos “nuevas enemistades reconstituyentes”? Al respecto Derrida, como nosotros, acude a Schmitt para decir: “enemigos sin los que, hubiese dicho Schmitt, a quien ahora volvemos, [el sujeto] perdería su ser político, se despolitizaría pura y simplemente” (Derrida, 1998, p. 95).
2) Una vía para la institución de un nuevo contrato social. Una perspectiva contractualista agonal implicaría la reflexión sobre las condiciones necesarias para construir una actitud política —un ethos si se quiere— del pueblo colombiano, como comunidad política, hacia un nuevo contrato social.
Nos referimos, por tanto, al proceso de identificación colectiva de los ciudadanos y los actores políticos en contienda desde una perspectiva heterogénea y relacional de tipo agonista —de ahí que hablemos por ahora de una paz política—, semejante al que autores como Mouffe (1999) plantea al momento de referirse a una política en donde la oposición violenta entre amigos y enemigos se resignifica bajo la dinámica de una contienda entre adversarios o contrincantes que mantienen su estatus político.
De esta manera, la respuesta para el desafiante político del Estado no es obligatoriamente la del exterminio como enemigo:
Lo que se está planteando es cómo establecer esta distinción «nosotros/ellos» de modo que sea compatible con la democracia pluralista. En el ámbito de la política, esto presupone que el «otro» ya no es percibido como un enemigo a destruir, sino como un «adversario»; es decir, como alguien cuyas ideas vamos a combatir, pero cuyo derecho a defender dichas ideas no vamos a cuestionar. Podríamos afirmar que el objetivo de la política democrática es transformar el «antagonismo» en «agonismo». La principal tarea de la política democrática no es eliminar las pasiones ni relegarlas a la esfera privada para hacer posible el consenso racional, sino movilizar dichas pasiones de modo que promuevan formas democráticas. La confrontación agonística no pone en peligro la democracia, sino que en realidad es la condición previa de su existencia. (Mouffe, 1999, pp. 19-20)
En el caso colombiano dicho proceso de estructuración de una política agonista podría ilustrarse con el establecimiento de una mesa de negociación luego de fallidos intentos de derrota militar o toma del poder estatal por la vía de las armas. A su vez, luego de que la criminalización del enemigo político condujera a un escenario de recrudecimiento de la violencia, el miedo y el odio exacerbado entre los seguidores y opositores de una política de seguridad militarista que, paradójicamente, pretendía extinguir la guerra aumentándola.
Por ello, la idea de un nuevo ethos ciudadano y un nuevo contrato social en el contexto del posconflicto apelaría a una resignificación de la enemistad y del desafío político por vía de la violencia experimentado hasta ahora. De allí que el horizonte no sea la desaparición del conflicto y del agonismo político que lo define, sino de la violencia extrema que lo degrada y la despolitización que lo desustancializa.
Pereyra (2018), ilustra muy bien esta idea cuando al hablar de la guerra civil y los conflictos bélicos que surgen dentro de los pueblos, nos habla del “interior antagónico” de los Estados en términos de:
Lo propio vuelto ajeno, la fractura de lo más íntimo, la proximidad fuera de sí. El aislamiento que provoca la guerra civil [que] fisura gravemente la homogeneidad del pueblo. Esto explica por qué lo político debe expresar una hostilidad pública sin odio, sin justificaciones personales o psicológicas. (Pereyra, 2010, p. 112)
En síntesis, una nueva actitud política dirigida también a resignificar y transformar el “interior antagónico” de la sociedad colombiana.
3) La institución de un escenario político agonal. Siendo este un asunto bastante amplio, consideremos por ahora los riesgos de la despolitización que entraña la “desactivación” del desafío al Estado. El riesgo de despolitización, desde la perspectiva agonal, implicaría el riesgo de la pacificación o neutralidad que borraría la lógica adversarial del contrato social. Empero los riesgos de despolitización en el escenario de un nuevo contrato social podrían darse por otros caminos: primero, el de una nueva ola o periodo de criminalización y violencia contra los actores que buscan una inserción al sistema político por una vía diferente a la de las armas; y segundo, el retorno de un escenario de corte militarista como el experimentado recientemente en Colombia durante los dos periodos de gobierno de la seguridad democrática.
En este último caso, evocando a Schmitt (1963), el mayor riesgo es que la policía, y no la política, sea la que habite: “Es sabido que la fórmula ‘paz, seguridad y orden’ sirvió como definición de la policía. En el interior de un Estado así realmente ya sólo hubo policía y no política” (Schmitt, 1963, p. 3). En ese sentido, la despolitización no solo se torna posible con el desmantelamiento de los antagonismos, sino con la criminalización del enemigo político que orquesta su exterminio (vía que niega la posibilidad de agonismo). Igualmente, con la instalación de un régimen de policía que proscribe lo político bajo el argumento de la seguridad, el orden y la paz necesarios para el contrato.
Este trabajo exploró el rol del desafío político del Estado en tres autores de la teoría contractual clásica: Hobbes (2013), Locke (1990) y Rousseau (2017). Las razones por las cuales se seleccionaron estos tres autores pueden resumirse en la existencia de factores clave que en su obra remiten no solo a la idea del desafío al Estado, sino de las respuestas a quienes emprenden dicha acción.
De esta manera, agresores (Hobbes), insumisos (Locke) y sociedades parciales (Rousseau); aparecen como enemigos del contrato social a los que debe declarárseles la guerra en razón de su distanciamiento consciente del pacto. Dicha declaratoria de guerra y la eventual eliminación de los desafiantes, sería una acción totalmente justa en razón de dicha decisión voluntaria. Ni el Estado, ni el soberano serían responsables de ella.
Lo anterior, a pesar de su radicalidad, no borra la existencia de algunos componentes agonistas en el contrato social. No obstante, es claro que el objetivo de cada una de estas obras sobre la necesidad del pacto no es otro que contener el surgimiento de dichos componentes en casos como la creación de nuevos pactos (Hobbes, 2013) o el surgimiento de sociedades parciales (Rousseau, 2017) que de una u otra manera instituyan pactos diferentes a aquel consentido por la toda comunidad.
En ese sentido, si bien no podría declararse infructuosa la pregunta por el rol del desafío al Estado en las obras y autores sobre el contrato aquí contempladas, resulta obligatorio acudir a otras perspectivas sobre la construcción del contrato social. En contextos de conflictividad prolongada y desafío político al Estado emergen aquellas de autores como Mouffe (2013), Tilly (1985) o Sassen (2003), quienes en su reflexión sobre las características de las sociedades contemporáneas formulan la pregunta por las condiciones de posibilidad de un contrato social.
De allí entonces que la perspectiva contractualista agonal se proponga como una herramienta para explorar la coexistencia entre el desafío al Estado y el contrato social en sociedades posconflictivas. Desde esta perspectiva sería posible la opción del contrato incluyendo y reconociendo la diversidad de visiones sobre la comunidad política que conviven allí donde la violencia prolongada ha sido el mecanismo para soportar las luchas por la construcción del Estado (Eaton, 2012; Soifer & Von Hau, 2008).
Sin lugar a dudas, casos latinoamericanos como el de Colombia, han sido constante objeto de reflexión sobre los problemas asociados a la institución del contrato social; no obstante, su realidad política sigue dando cuenta de las dificultades que dicho objetivo encarna. De allí que, la reflexión aquí contemplada sobre nuevas perspectivas del contrato social, implique no solo retos normativos que ayuden a pensar las condiciones de posibilidad del contrato en la región latinoamericana, sino en múltiples comunidades políticas que en regiones como África, Europa del Este o el Oriente cercano experimentan en forma de conflictos violentos por la soberanía, la construcción del Estado y el sistema político.
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Notas al pie:
1Este artículo se deriva del proyecto de investigación doctoral: Enforcement, Empowerment and Entitlement: Subnational Determinants of Armed Post-conflict Stability, del doctorado en Ciencia Política del Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
2Doctor en Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Profesor Asociado de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. Universidad de Antioquia. Medellín, Colombia. Correo electrónico: didiher.rojas@udea.edu.co - Orcid: 0000-0002-8776-1149