Este artículo tiene como propósito identificar los aportes de la Teoría Crítica al análisis de políticas públicas. A los efectos de darle una mayor precisión a la explicación, se centrará en la versión de Jürgen Habermas de dicha corriente de pensamiento.
Existe un fenómeno conocido como el giro argumentativo de la década del 90 del siglo pasado, a partir del cual se observa un cambio en la forma de estudiar y explicar las políticas públicas. Si originalmente el centro de gravedad de la explicación estaba en determinar la objetividad de los intereses, recursos, racionalidad y preferencias de los actores, a partir de dicho cambio, comienzan a ser importantes las subjetividades de los valores, las palabras, los discursos, las narrativas, los significados, las culturas y los aprendizajes (Fischer, 1989, 2003, 2007; Fischer & Forester, 1993; Fischer & Gottweis, 2012; Forester, 1985, 1993; Gottweis, 2006; McBeth et al., 2014; McCool, 1995; Roth Deubel, 2007; Sabatier & Weible, 2014).
Habría por lo menos tres corrientes filosóficas que podrían explicar este cambio, por un lado la Teoría Crítica (con especial acento en los escritos de Jürgen Habermas), la teoría constructivista de las ciencias sociales y la educación; y el pensamiento de tipo posmoderno. Este artículo se centrará especialmente en el aporte de la segunda generación de la Teoría Crítica (Anderson, 1987; Burrell & Morgan, 1979; Cairney et al., 2018; Denhardt, 1990; Ellis & Thompson, 1997; Fischer & Forester, 1987; Fischer & Gottweis, 2012; Majone, 2005; McCool, 1995; Ordoñez-Matamoros, 2013; Roe, 1994; Roth Deubel, 2007, 2008; Rouleau, 2010; Vasilachis de Gialdino, 2007).
La Teoría Crítica en políticas públicas pone su acento en aspectos muy distintos al resto de los estudios. Cuestiona fuertemente al pensamiento dominante de tipo positivista y neopositivista, al sostener que el racionalismo moderno está extraviado o dominado por una racionalidad de tipo instrumental (que solo reflexiona en términos técnicos, de eficiencia, de calculabilidad o de medios) y que, por lo tanto, ha abandonado la racionalidad orientada a fines o normativas que se cuestionan respecto de los propósitos de las acciones humanas. Es a raíz de esta preeminencia o dominación de lo instrumental que las políticas públicas tienen un fuerte sesgo tecnocrático y que, por eso, producen un tipo de decisiones públicas que privilegian los intereses de ciertos grupos sociales (preferentemente élites dominantes y tecnocracias) en detrimento de una gran parte dominada. Si bien es una teoría que tiene originalmente ciertos componentes marxistas que luego se atenúan, se reconoce una influencia determinante del racionalismo kantiano y sus ideas emancipatorias fundadas en la razón como la herramienta humana fundamental para liberarse del dogmatismo. Así pues, diversos autores subrayan el afán emancipatorio de esta teoría (Anderson, 1987; Burrell & Morgan, 1979; Denhardt, 1990; Fischer & Forester, 1987; Fischer & Gottweis, 2012; Gottweis, 2006; Guerra Palmero, 2015; Habermas, 1962, 1971; Majone, 2005; Ordoñez-Matamoros, 2013; Roe, 1994; Roth Deubel, 2007, 2008; Rouleau, 2010).
Según Gottweis (2006), los principales aspectos del pensamiento crítico serían los siguientes:
No creen que el análisis de políticas públicas sea libre de valores.
Las políticas públicas incluyen necesariamente la argumentación.
La argumentación es lo contrario de la revelación, se llega al argumento por el razonamiento y el debate.
Los hechos no existen independientemente de la interpretación que le dan los observadores.
El lenguaje construye los hechos, los argumentos y la realidad. Por ello es fundamental estudiar la comunicación y el lenguaje de los actores.
Los discursos construyen identidades, significados y actores.
El discurso contextualiza -política, social, económica, filosóficamente, etc.- a la acción humana.
Si bien la Teoría Crítica comparte con los estudios posmodernos la relevancia de las narrativas, los discursos y los significados, la diferencia radicaría especialmente en la aceptación del relativismo. Ahora bien, no existe una verdad dogmática para el pensamiento crítico, mediante la comunicación deliberativa racional entre los actores participantes, se pueden establecer consensos intersubjetivos que establecen normas sociales compartidas; incluso se puede llegar por este procedimiento a una ética universal (Alvesson & Deetz, 2006; Duberley & Johnson, 2000; Rouleau, 2010).
El pensamiento tradicional de políticas públicas ha estado desde sus orígenes influenciado por la escuela de pensamiento positivista y pospositivista, y justamente ese sería el terreno que disputará el pensamiento crítico (Denhardt, 1990; Fischer, 1989, 2003, 2007; Fischer & Forester, 1993; Fischer & Gottweis, 2012; Forester, 1985, 1993; Gottweis, 2006; Majone, 1989; McCool, 1995; Roth Deubel, 2004, 2007, 2008; Peters & Pierre, 2006; Sabatier & Weible, 2014).
El recorrido que se plantea en este artículo comenzará por la racionalidad instrumental, y luego seguirá por la esfera pública, la comunicación y el lenguaje, la tecnocracia, la administración y el managerialismo, la democracia deliberativa y los intentos de operacionalización de la Teoría Crítica.
En relación con la metodología utilizada en este artículo, es posible circunscribirla en el estudio de caso de tipo cualitativo (Creswell & Creswell, 2018; Robson, 2002; Sandoval Casilimas, 1996; Stake, 1999; Vasilachis de Gialdino, 2007; Yin, 1994) en el que se buscó identificar los aportes de la Teoría Crítica en su versión habermasiana, al campo de estudio de las políticas públicas. Este artículo de reflexión intentó explorar, describir y explicar los principales aportes teóricos encontrados en la bibliografía disponible. Como todo estudio de caso, no pretende alcanzar con sus conclusiones una generalización de tipo estadística, sino analítica (Stake, 1999; Yin, 1994).
Los verdaderos individuos de nuestro tiempo son los mártires que han atravesado infiernos de sufrimiento y degradación por resistirse al sometimiento y a la opresión de la racionalidad instrumental. Max Horkheimer (1947)
Si bien es difícil reducir a un argumento central la Teoría Crítica, la conceptualización de la razón instrumental, nos acerca bastante a ello, pues a partir de allí se pueden derivar las nociones de cosificación, dominación, desvío, distorsión, manipulación, falsa conciencia, etc. En ese sentido, existe un elemento en común que podría ser un buen punto de partida y es justamente la idea de deshumanización del ser humano.
Una de las cuestiones a clarificar es cómo la humanidad, ya en la etapa de la ilustración, en la cual se supone que la racionalidad estaba en su máximo esplendor, terminó cayendo en el monopolio de la racionalidad instrumental por sobre la racionalidad orientada a fines. La Teoría Crítica explica desde diversas perspectivas este proceso, recurriendo a la noción de cosificación expresada por Georg Lukács (1923); el ser humano, al vender su fuerza en el mercado de trabajo como si fuera una mercancía se termina cosificando; a partir de allí se transforma en una mercancía más que puede ser comprada o vendida por un precio. Al haberse transformado en una cosa se ha instrumentalizado, y por lo tanto, cae bajo el dominio de la racionalidad instrumental que tiene objetivos concretos y prácticos (la eficiencia, la acumulación de capital, el mejoramiento de la explotación de los recursos, el mejoramiento de los procesos productivos, la eficacia, el costo-beneficio, etc.).
El mismo proceso de dominación de nuestra vida cotidiana por parte de la razón instrumental se observaría también en la burocratización, tanto de los países capitalistas como de los socialistas, que sería una demostración del predominio de esta racionalidad por sobre la de fines (Guerra Palmero, 2015). Pero en el pensamiento de Lukács (1923) todavía quedaba una esperanza, se había cosificado ese mundo externo y objetivo al ser humano, pero en su interior, en su subjetividad, quedaba un sueño de libertad, de no ser una mercancía, por consiguiente, las distintas enfermedades mentales como las neurosis, obsesiones, psicosis y negaciones tendrían que ver con esta rebeldía. Pero son Horkheimer y Adorno (1947) quienes finalmente afirman que también la subjetividad de ese hombre-mercancía ha sido cosificada. Ni siquiera le quedaba el refugio del mundo interior libre del flagelo de la racionalidad instrumental. El hombre cosificado vive como un instrumento y tiene en su mente los valores o creencias que lo han transformado en mercancía. Entonces, la dominación se expresa tanto en el plano material del ser humano como en el de las ideas. La forma de buscar la autodeterminación será, justamente, la emancipación de la racionalidad instrumental, tarea que se propuso realizar la Teoría Crítica en su primera generación de 1923-1973 (Horkheimer y Adorno) sin efectos concretos en la realidad y que caerían en un círculo vicioso de crítica y escepticismo. Es recién en la segunda generación de la Teoría (1973 a la actualidad), que Jürgen Habermas intentará recuperar el propósito emancipatorio de la mano de la teoría de la acción comunicativa y la opinión pública (Habermas, 1962, 1981).
Horkheimer (1947), señala que los avances técnicos del siglo XIX y XX, han acompañado un proceso de deshumanización. La idea de progreso amenaza destruir la autonomía del ciudadano. La aparición de la sociedad de masas y de las organizaciones necesarias para manejarlas terminan afectando la capacidad de autorreflexión de los individuos. Los grandes avances técnicos generaron una crisis cultural, por ello, se valoriza más a la razón que tiene que ver con la acción que con el pensamiento. Y por obra de la racionalidad instrumental se pone el acento en los medios más que en los fines. El interés egoísta se ha transformado en hegemónico y con el advenimiento de la sociedad industrial existe una tendencia cada vez mayor a la cosificación. Por lo tanto, se transforman todos los productos de la actividad humana en mercancías, se los cosifica. La sociedad organizada y el uso de herramientas son características de este proceso.
Para la racionalidad instrumental una teoría es simplemente un plan para la acción y, por lo tanto, una verdad es solamente el éxito de una idea. El conocimiento científico se transforma en un aparato que debe registrar hechos, pierde espontaneidad. Es decir, la razón instrumental adoptó la forma del pensamiento científico moderno. La filosofía positivista reduce a la ciencia a la función de motor del progreso y consecuentemente se aleja de la filosofía de la ciencia. Horkheimer (1947) crítica al positivismo porque toma el modelo científico de la física para el cual toda teoría se deriva de métodos empíricos y las palabras ya no tienen un sentido, tienen una función. A partir de aquí, el procedimiento de la ciencia moderna se refiere a hechos comprobados mediante métodos cuantitativos y considerados como verdaderos. Al solo poder reflexionar sobre los hechos, la ciencia moderna (y la racionalidad instrumental) pierde la capacidad de autorreflexión sobre el sentido de la acción humana y sobre sus implicancias filosóficas. En la cultura de masas la ciencia está reducida a ser un instrumento para controlar la naturaleza y cumplir los propósitos del individuo y reproducir al mundo tal cual está. El ser humano que era autónomo (se daba sus propias normas) pasa a ser heterónomo, al seguir las normas que otros le dictan.
Siguiendo la línea de Horkheimer y Adorno (1947), la gran explicación que la Teoría Crítica atribuye al desvío del proyecto de la modernidad o la Ilustración, puede encontrarse en la profunda transformación que experimentó la noción de racionalidad. La razón humana que se había transformado en el principio organizador de la modernidad, en algún momento se aleja de su potencial emancipador y toma el control del proceso de racionalización, la razón de tipo instrumental. Así como la religión fue el principio organizador del feudalismo, la razón había ocupado ese rol con la modernidad y este hecho es reconocido por la Teoría Crítica como inicialmente positivo al haber librado al ser humano del pensamiento dogmático, metafísico y religioso. El ser humano se emancipa del dogmatismo por el uso de su razón. La utilización de la noción de emancipación o autodeterminación del individuo es un aporte que nace en el racionalismo kantiano y luego continúa en el análisis marxista, que a su vez lo traspasa a la Teoría Crítica (Forester, 1985; Guerra Palmero, 2015; Held, 1980).
El ser racional implicaba aplicar nuestra razón como la idea rectora de nuestra vida cotidiana, de nuestro mundo contextual, de nuestra ciencia, de nuestra sociedad, etc. Ser racional demandaba construir día a día el proceso que se conoce como racionalización. Lo que en el feudalismo se explica haciendo referencia a Dios y al dogma, en la modernidad será suplantado por la razón y la experiencia concreta (Guerra Palmero, 2015).
En consecuencia, es necesario distinguir entre estos dos tipos de racionalidades, la instrumental (que toma el control) y la orientada a fines. La Teoría Crítica, especialmente en la actualización habermasiana, sigue las definiciones establecidas por Max Weber (1922) quien sostenía que existían dos tipos de racionalidades:
Una de tipo instrumental cuya orientación era básicamente de tipo técnica y buscaba la solución de problemas concretos mediante el uso de la razón aplicada, el cálculo, la observación, la práctica, la eficiencia, la eficacia, la estadística, etc. La noción de técnica y “calculabilidad” son centrales aquí, no se busca una reflexión sobre el fin sino sobre el cómo se deben realizar ciertas acciones para obtener un resultado esperado sobre un cierto fenómeno. Desde ya que la aplicación de la ley también tiene que ser incluida aquí y el mejor ejemplo son las burocracias que aplican, pero no diseñan las normas. Si tuviéramos que ejemplificar la pregunta que se hace permanentemente la racionalidad instrumental, diríamos, ¿cómo?
La racionalidad orientada hacia los fines, esta se interesa por el conocimiento científico-filosófico y la orientación general de la acción social; le interesan los universales (lo justo, lo correcto, lo bello). Esta racionalidad se pregunta: ¿Por qué? ¿Con qué finalidad?
Pero la dominación de la racionalidad instrumental no se da solamente en este aspecto material, sino también en nuestro lenguaje, en la comunicación, en el discurso, en los argumentos, en la cultura, en nuestra ciencia (Habermas, 1981). Por ello, cuando Habermas habla de sistema lo hace en referencia a un orden coherente (y dominante) que estableció la racionalidad de tipo instrumental. Y esta tendencia se veía tanto en el capitalismo tardío (1945-1974) como en los socialismos previos a la caída del Muro de Berlín en 1989.
Las críticas que la Teoría Crítica (primera y segunda generación) realizan a la razón instrumental, señalan que la búsqueda de la utilidad genera una pérdida del sentido de la acción humana que es aprovechada por liderazgos autoritarios para orientar el proceso político hacia esquemas de poder que les sean funcionales (nazismo, fascismo, autoritarismos, etc.). Por lo tanto, la racionalidad instrumental termina instalando el cientificismo, que es la aplicación reduccionista de la ciencia a los instrumentos, dejando de lado las grandes preguntas respecto de la dirección de la acción y la actividad humana. Dado que la moral y la ética no pueden ser pensadas científicamente por la distancia entre hechos y valores que trazó el racionalismo instrumental, solo se considerará como científicamente válido el conocimiento que se desprenda de los datos de la experiencia. Y de allí, el cientificismo se legitima como conocimiento verdadero y se aplica a cualquier ámbito de la vida humana, dejando de lado la racionalidad orientada a fines (Habermas, 1962, 1981; Held, 1980).
Por lo tanto, la racionalidad instrumental, se recluye en la técnica y serán los expertos en esas técnicas los que conseguirán una mayor cuota de poder social, pues encarnan la idea de conocimiento más avanzado que tendrá el derecho de ejercer la dominación social, sin denominarse de esa forma. Le terminan arrancando el poder a los grupos sociales que no tienen dominio de esa tecnología, por lo tanto, serán los expertos los que tendrán el derecho a gobernar (Habermas, 1962, 1971, 1981, 2013, 2016; Fischer, 1989).
La racionalidad instrumental tendrá su efecto sobre la democracia al desnaturalizarla; las ideas de libertad, igualdad y solidaridad se vacían de contenido o se las considera subjetivas y pierden esa mirada global que necesita la reflexión orientada a fines. El ser humano pierde el sentido de la acción y por lo tanto pierde libertad (Habermas, 1962, 1981).
La noción de esfera pública en el pensamiento de Habermas (1962), hace referencia al mundo de lo público, pero también puede entenderse como un sinónimo de opinión pública y es justamente esta idea, la que años más tarde terminará alcanzando su mayor expresión en la democracia deliberativa. El punto de partida histórico se ubica en la sociedad burguesa europea de los siglos XVIII y XIX en la cual existía un clima de debate y argumentación racional muy productivo y en paralelo, crecía la noción de autonomía personal para pensar los problemas públicos y privados. De alguna forma traza un recorrido histórico que luego de este momento de apertura y esplendor de la razón, se termina eclipsando en el siglo XX con la aparición de los partidos de masas, la propaganda, los medios de comunicación y la mercantilización electoralista de la política; fenómenos ligados al incremento de la racionalidad instrumental.
En esa esfera pública inicial la razón era el principio organizador, existían debates en los cuales, a través del discurso o la deliberación, se buscaba llegar por consenso al mejor argumento. Los ciudadanos que participaban de este proceso deliberativo, confiaban que su razón era la mejor herramienta para alcanzar su libertad. Este es el mejor ejemplo del ideal emancipatorio que se le asignaba a la razón respecto de los dogmatismos que estructuraban la vida pública en épocas pasadas. Los enemigos de la racionalidad serán el dogmatismo y el relativismo. El dogmatismo es un tipo de argumentación que señala que existe una revelación por parte de una entidad metafísica superior y que, en virtud de tal esclarecimiento, ese principio debe ser obedecido de forma precisa y no puede ser cuestionado. Por otro lado, por relativismo, se entenderá que no existe ninguna verdad absoluta, por lo tanto, toda certeza y todo conocimiento humano serán relativos (Habermas, 1962; Held, 1980; Guerra Palmero, 2015).
Entonces, esa esfera pública tendrá un valioso núcleo democrático constitutivo que lo integran la razón, la libertad, la deliberación, el libre discurso y el consenso; que serán opacados por los autoritarismos, la manipulación de grupos particularistas motivados por sus intereses sectoriales, la propaganda o el marketing político. Al irse perdiendo esa libertad deliberativa, se va eclipsando el debate público; el discurso ya no busca establecer por consenso entre los participantes el mejor argumento, sino que pretende imponer, manipular y dominar a otros ciudadanos para ejercer el poder. Este rol fundacional de la razón en la construcción del debate público es un claro exponente de la influencia kantiana; la razón nos permite conocer, deliberar y emanciparnos de todo dogmatismo, por ello, para Habermas (1962) la libre racionalidad y la deliberación discursiva son el eje central de su pensamiento político.
Cuando los representantes en las asambleas legislativas no gozan del grado de libertad deliberativa para elegir el mejor argumento, la esfera pública está perdiendo su razón de ser y cede su lugar a la manipulación o la dominación. También la esfera u opinión pública se opaca cuando se obstaculizan los diálogos y la comunicación entre esos ciudadanos deliberantes. Si la racionalidad es tan importante, la comunicación y el lenguaje por el cual se delibera, también los son. En consecuencia, Habermas (1962, 1985, 1989), le presta mucha atención a la acción comunicativa y a partir de allí estructura toda su teoría respecto de la acción social.
Cuando la opinión pública es dominada o manipulada pero también cuando se vuelve tirana, la esfera pública se ve eclipsada. El ideal habermasiano se refiere a que tiene que llegarse por deliberación entre iguales al mejor argumento o idea para tratar un problema o para fijar un objetivo. Por consiguiente, hay una fuerte relación entre la razón, la comunicación y la forma de establecer una ética o moralidad por consenso entre los ciudadanos. La razón conecta la ética, la política y el derecho o las normas por las cuales se organizará la sociedad (Habermas, 1962, 1985).
La decadencia de la esfera pública está ligada al privatismo (cuando el interés particular se superpone al interés general) o, en otras palabras, cuando lo privado sustituye a lo público y también cuando lo privado se transforma en íntimo y abandona la deliberación. También deteriora a la esfera pública la aparición de la gran organización anónima de Weber (1922), que va en paralelo con el proceso de burocratización. Y esto hace que el individuo quede instrumentalizado por las decisiones que tomen esas grandes organizaciones, que además se están burocratizando cada vez más, por lo tanto, pierde autonomía, capacidad de deliberación, el sentido de la acción y libertad (Habermas, 1962).
Esa personalidad firme y autónoma, que primaba en la esfera pública inicial, termina por reducirse a la obediencia y manipulación, es gobernada por la jerarquía y la dependencia. Ese individuo que participaba activamente en la generación de normas por deliberación y consenso, termina por obedecer normativas de las que no participó y le fueron impuestas compulsivamente. Los antiguos ideales de libertad e igualdad son sustituidos por los de jerarquía y dependencia. La libre información es sustituida por la propaganda. Así pues, el público que otrora era culto se transforma en un público consumidor o consumista en la sociedad de masas (Habermas, 1962).
Se produce también una refeudalización de esa esfera pública. Allí donde había ciudadanos libres e iguales, comienzan a aparecer grandes líderes que manipulan la comunicación, el discurso y el poder en la sociedad de masas. Lo privado se transforma en íntimo y lo público se transforma en social (Habermas, 1962). La esfera pública ya no funciona como el principio organizador del ordenamiento estatal, son los medios de comunicación masivos los que ocupan y dinamizan ese lugar. La participación política real queda deteriorada y el ciudadano pierde la capacidad de realizar una crítica racional. De modo que es evidente que la calidad inicial del proceso democrático que se desarrollaba en la esfera pública ha quedado deteriorada.
Para intentar retornar de esta degradación, Habermas (1962) señala las siguientes ideas:
Democratización interna de los partidos políticos y las asociaciones buscando la libre comunicación y la racionalidad pública y deliberativa.
Ampliación real del público e inclusión democrática con mayor participación.
Buscar la mayor transparencia informativa como forma de combatir la corrupción.
Este ciudadano empobrecido y desacostumbrado a informarse para debatir tiene que ser reanimado, por lo tanto, Habermas llama a este fenómeno la erosión de la individualidad. Habría que reconstruir a ese ciudadano y a esa democracia que la racionalidad instrumental habría dominado y desviado del proyecto emancipatorio original de la Ilustración. Y el camino que imaginaba para esa restitución era a través de la comunicación.
En su libro: Teoría de la acción comunicativa, Habermas (1981) reconoce el rol fundamental que el lenguaje y la comunicación juegan en el proceso de la racionalización humana. Una sociedad que se libera por la razón requiere también de un lenguaje y una comunicación acorde a dichos fines. Se puede suponer que, si el mundo moderno se racionaliza y complejiza, la comunicación y el lenguaje tendrían que comportarse de la misma forma.
La teoría de la acción comunicativa es la teoría de la sociedad de la segunda generación de la Teoría Crítica y es también, la vía de salida del encierro escéptico de la etapa de Horkheimer y Adorno (Guerra Palmero, 2015). La apuesta habermasiana por rescatar el proyecto desviado de la Ilustración y continuar profundizando la democracia, tendrá al lenguaje y la comunicación como un recurso central. Por supuesto, continuará con sus críticas al positivismo y la tecnocracia como distintas formas de la racionalidad instrumental y la manipulación o dominación que ellos implican (Habermas, 1989). Hay que buscar una salida a la jaula de hierro (idea originaria de Weber) que construyó la racionalidad instrumental (o el sistema), la economía y la burocracia. Max Weber (1922) interpreta que esta jaula era una construcción del proceso de burocratización y su dinámica de opresión del individuo con base en normas y cálculos estadísticos. Por ende, para recuperar la libertad de los individuos (emancipación) es necesario retomar la racionalidad práctico-moral con el fin conseguir el progreso moral y, precisamente, la comunicación es la herramienta, porque a través de ella se pueden buscar los diálogos intersubjetivos entre los individuos que alumbrarán consensos básicos. En su obra: Facticidad y validez,Habermas (1998)relaciona al diálogo intersubjetivo o deliberativo con la posibilidad de construir normas (Constituciones) en la comunidad política que busquen la emancipación y el autogobierno.
Porque a través de los usos del lenguaje se podrá comprender el funcionamiento de la racionalidad práctica-moral, la ética, la política y la juridicidad. La emancipación y la dominación serán pensadas en términos de la acción comunicativa (Habermas, 1981). El lenguaje construye los hechos sociales y también modela las instituciones. La moral está arraigada en el lenguaje y en la sociedad. El lenguaje tiene una capacidad simbólica muy grande y similar al de la religión. Los actos del habla sirven para sentar los fundamentos normativos de una teoría de la sociedad (Guerra Palmero, 2015; Muñoz, 2001, 2002).
La pragmática universal se encarga de identificar y reconstruir las condiciones universales del entendimiento, de la acción comunicativa. Habrá una racionalidad comunicativa. El problema, es que la racionalidad instrumental ha afectado también el uso de ese lenguaje y por lo tanto, se le transforma en un instrumento de manipulación en favor de un cierto tipo de racionalidad. Por ello, el lenguaje es fundamental para buscar los consensos que se asemejan a una cierta verdad y todos los individuos tienen una igualdad en cuanto tengan capacidad o competencia comunicativa (Habermas, 1981).
En el pensamiento de Habermas (1981), la razón, el lenguaje, la sociedad y la moral están interconectados, por consiguiente, busca explicar la racionalidad comunicativa. La socialización que los individuos sufren en la infancia tiene que ver fuertemente con el lenguaje que no es solamente un medio de coordinación entre personas, sino también una herramienta para el entendimiento mutuo. El lenguaje crea orientaciones subjetivas, roles, socializa individuos e introduce instituciones sociales. Y el lenguaje construye también el consenso normativo que busca llevar cierto orden a la vida de los individuos.
La acción comunicativa es la base para refundar la Teoría Crítica y desafiar a la racionalidad instrumental (el sistema). Para salir de la jaula de hierro (sistema coherente, que busca, eficiencia, control y cálculo racional) es necesario empoderar a la racionalidad práctica-moral u orientada a fines.
Al abordar la ética del discurso, Habermas (1981) señala que el lenguaje permite la racionalidad comunicativa. El discurso significa debate o controversia. Hay una comunidad universal de diálogo, que está integrada por todos aquellos seres capaces de lenguaje y de acción. Esta comunidad tiene que debatir en torno a las nociones de lo justo y lo correcto. El diálogo y la argumentación son los procedimientos para llegar a los consensos que fundamentan las normas morales1. Por lo tanto, la ética del discurso hace referencia al procedimentalismo habermasiano que busca mediante la deliberación llegar a consensos intersubjetivos que luego fundan las normas morales universalizables y que subsecuentemente, sientan las bases para el establecimiento de normas políticas.
El imperativo categórico kantiano que sostenía “obra de tal forma que la máxima de tu voluntad sea universalizable”, en Habermas se convierte en el procedimentalismo que será el mecanismo por el cual la razón construirá consensos universalizables (Guerra Palmero, 2015).
La fundamentación de las normas se consigue por medio de la participación de todos los afectados. Se deben buscar las mejores razones y los mejores argumentos para garantizar la validez moral, la corrección de las normas y los principios. Pero estos consensos no son eternos, reconoce que se los debe pensar con base en la falibilidad y que deben ser sometidos a deliberaciones cuando se constate su desadaptación. Otros principios clave en la ética del discurso son la universalización y la discursividad. La discusión entre todos los afectados sienta las bases de la opción correcta moralmente. Solo tendrán validez universal las normas debatidas y aceptadas por todos los afectados en un discurso práctico. La justicia y la corrección nos implican a todos, mientras que lo bello o la vida buena pertenecen a la subjetividad (Habermas, 1981).
De esta forma empiezan a aparecer los principios que permiten forjar la relación entre ética y democracia deliberativa. Hay procedimientos que permiten forjar una voluntad colectiva para desde allí construir las normas y la soberanía popular. El procedimentalismo busca que solo sean universalizables (y por lo tanto generalizables) los verdaderos intereses generales y de esta forma se evitan los particularismos.
La “situación ideal del habla'' es el requisito que permite la deliberación para llegar a estos consensos para avalar normas y principios. La situación ideal busca preservar el deber ser, dado que la conversación y el diálogo son el camino adecuado para determinar lo justo y lo correcto (Habermas, 1981).
En cuanto a los participantes del diálogo universal (Habermas, 1981), serán aquellos individuos que hayan accedido a una comprensión de tipo posconvencional, es decir, que sean capaces de pensar en forma concreta y abstracta, y también en términos universales para apartarse de las formas predominantes en sus comunidades de pertenencia o particularistas. Se muestra aquí la desconfianza hacia los nacionalismos e intereses particulares que dividen a la humanidad entre nosotros y ellos. En síntesis, la ética del discurso o del diálogo deliberativo entrelaza a la comunicación, la razón y lo moral. De esta forma la razón comunicativa nos muestra su vínculo con la moral y luego de allí se pasará a lo político, por ello este recorrido nos lleva a la democracia deliberativa, cuya teoría, Habermas trabaja en los años 90 y la imagina como el resultado de un proceso de deliberación que sigue el procedimentalismo que especificamos más arriba.
Por un lado, Habermas (1998, 1999) evidencia una gran preocupación por el constitucionalismo, ya que piensa que las normas expresan la encarnación de un deber ser y que dichas leyes, en su origen, presupusieron una cierta deliberación. Y, por otro, en el constitucionalismo, también encuentra excelentes resguardos contra los nacionalismos y particularismos que impiden el universalismo. Rescata también el cosmopolitismo (pone el ejemplo de Suiza y los EE. UU.) y el feminismo al que ve como hechos positivos en un debate deliberativo. Cree que el debate en torno a los derechos humanos tiene un profundo carácter deliberativo y, por lo tanto, debe ser fomentado, pues genera un piso de racionalidad que eleva el horizonte ético.
La ética, la política y el derecho, se articulan sobre una base normativa, por consiguiente, el derecho será una estructura reflexiva que se acercará al ideal de democracia deliberativa. Las constituciones serán una condensación de procesos deliberativos que pueden tener efectos positivos. Asocia la constitución a la construcción de democracias deliberativas que son escenarios de autodeterminación (Guerra Palmero, 2015).
La reflexión sobre la tecnocracia es característica en la Teoría Crítica. Son justamente los expertos quienes que ejercen la dominación social en virtud de la racionalidad instrumental. Se constituyen como una élite que ejerce el poder desde una lógica técnica. Por ello, se pone el acento en el manejo del poder que hacen distintas tecnocracias, predominantemente, las económicas, las administrativas y financieras (Fischer, 1989; Fischer & Forester, 1987; Forester, 1993, 1985; Habermas, 1989, 2001, 2016).
Frank Fischer define a la tecnocracia como un “sistema de gobierno en el cual los expertos entrenados técnicamente, gobiernan en virtud de sus conocimientos especializados y de su posición dominante en las instituciones políticas y económicas” (Fischer, 1989, p. 17).
Habermas (2001) considera que los fenómenos más relevantes del siglo XX son tres, a) el desarrollo demográfico, b) los cambios en el mundo del trabajo y su productividad, y c) el progreso científico y tecnológico. En relación con la ciencia y la técnica, nos dice que las grandes innovaciones en cuanto a comunicaciones, conocimientos, tecnologías industriales, militares y médicas no son propiedad exclusiva del siglo XX, según él, ya estaban presentes de una forma incipiente pero clara en el siglo XVII, en el cual se originó la actitud científica e industrial que observamos en la actualidad. Para este tipo de pensamiento moderno, la ciencia, debe decodificar el funcionamiento de la naturaleza, a la que percibe como instrumental para el desarrollo humano. La tecnología y la ciencia serán las bases del dominio del hombre sobre la naturaleza. Pero esta tendencia a transformar la ciencia y la tecnología en un fin, han hecho perder los objetivos de la acción humana. La ciencia y la tecnología, como instrumentos, se han transformado en un fin en sí mismo. Se transformaron en una ideología, que produjo que el hombre se entregue a la conciencia tecnocrática (racionalidad instrumental) y que no reflexione sobre los fines morales de las aplicaciones científicas. Subraya claramente que no se debe reducir la “teoría del conocimiento” a la “teoría de la ciencia” y que el conocimiento humano debe reflexionar más allá de los límites de la ciencia.
La palabra tecnocracia quedó relegada del uso académico hasta fines de los años 60 cuando retorna a la escena con la aparición del debate sobre la sociedad posindustrial. Según Giddens (1973):
La tecnocracia no es meramente una aplicación de métodos técnicos a la solución de problemas definidos, sino un ethos2 penetrante, una visión del mundo que subsume la estética, la religión y el pensamiento tradicional bajo el modo racionalista. (p. 305)
Siguiendo con Giddens (1973), los teóricos marxistas habían perdido la esperanza en que la clase obrera se transformara en un factor revolucionario, por lo tanto, intelectuales como Marcuse (1964), hablaban de una sociedad unidimensional, en la cual el Estado había anulado el conflicto que había entre las clases sociales y esta anulación se debía a la aparición de un nuevo grupo que era el de los tecnócratas.
En esta reflexión también se inscribe Daniel Bell (1973), quien pensaba que el mundo desarrollado estaba frente a una inminente transformación de su sociedad industrial en posindustrial. El sector servicios ha desplazado al de las manufacturas como principal actividad económica y, por lo tanto, los trabajadores están ligados al conocimiento experto.
La tecnocracia es definida como un sistema político en el cual la influencia determinante pertenece a los técnicos de la administración y la economía. Un tecnócrata es una persona que ejerce su autoridad en virtud de su competencia técnica. La mentalidad tecnocrática enfatiza en la solución práctica de problemas, en el cumplimiento disciplinado de objetivos, en el cálculo, en la precisión y en la medida, y en el concepto de sistema. (Bell, 1973, pp. 348-349)
Bell (1973) creía que si las figuras centrales del pasado habían sido los empresarios, los hombres de negocios y los ejecutivos industriales, los nuevos hombres serían los científicos, matemáticos, economistas, ingenieros, etc., por ello, si la sociedad industrial confiaba en la mano invisible del mercado, la sociedad posindustrial se centraría en la racionalidad de tipo instrumental aplicada a todos los actos de gobierno y económicos. El estatus social estará determinado por la pertenencia a distintas comunidades o grupos científicos. En la sociedad postindustrial los tecnócratas ejercerán su autoridad en virtud de su competencia técnica con base en criterios de racionalidad, eficiencia, instrumentalismo, pragmatismo y resolución de problemas. Meynaud (1969) también describe el proceso de incremento del poder de la tecnocracia, no piensa que los tecnócratas hayan conspirado para llegar al poder, reconoce que el conocimiento técnico ha aumentado su alcance o posición dominante en la sociedad contemporánea. También señala la tendencia de la tecnocracia hacia un autoritarismo de base tecnológica. Así pues, perciben al conflicto social como disfuncional al orden y, por lo tanto, tienden a evitarlo mediante métodos racionales y científicos. El imperativo categórico tecnocrático no es la equidad social, sino la eficiencia del sistema.
Robert Putnam (1977, pp. 385-386), en el contexto de la ciencia política de mediados de la década del 70, en la que las tecnocracias y los grupos de interés eran un tópico relevante, hace un valioso aporte cuando describe la mentalidad tecnocrática y la somete a prueba estudiando las administraciones públicas de tres países europeos: Gran Bretaña, Alemania e Italia:
La técnica debe reemplazar a la política y definir su propio rol en términos apolíticos. El interés público es mejor atendido si se utiliza un método racional y coherente para realizar políticas públicas.
El tecnócrata debe estar libre de compromisos políticos. Su único compromiso es con la racionalidad y por ello, es la persona mejor capacitada para tener una visión general y objetiva de los problemas sociales. Los grandes problemas sociales se solucionan recurriendo a la razón antes que a la política, por consiguiente, el progreso se consigue mediante la despolitización de los problemas.
Los tecnócratas son hostiles hacia la política y a las instituciones políticas. Los técnicos deben preservar su independencia de los políticos. Todo lo político debe ser reducido a un problema técnico.
Los tecnócratas ven a los políticos como pasionales, ideológicos o ligados a intereses sectoriales.
La tecnocracia desconfía de la apertura e igualdad política de la democracia. Piensan que no todos los ciudadanos están igualmente capacitados para adoptar decisiones racionales y científicas.
El conflicto social es algo artificial que debe ser desactivado. El método racional puede arribar finalmente a la unanimidad, por lo tanto, todo disenso es interpretado como “mala voluntad” del actor o error de comunicación.
La tecnocracia es inclusive hostil a ciertos criterios morales o políticos, dado que todo problema debe ser tratado de una forma científica, racional y objetiva. Para cada problema social existe una solución técnica y objetiva. Más que preguntarse si está bien o mal, se preguntan si una decisión funciona o no.
El tecnócrata está fuertemente comprometido con la idea de progreso tecnológico y la productividad material. No le preocupa tanto la cuestión distributiva o la justicia social. El fin es siempre la eficiencia y el producto, por lo tanto, hay que incrementar siempre la producción antes que mejorar su distribución.
El Estado es una excelente herramienta si está administrado de una forma técnica y eficiente.
Entonces, encontramos que la mentalidad tecnocrática es básicamente racionalista de tipo instrumental, cientificista, elitista, objetivista, orientada hacia el cálculo, hostil hacia la política, pero que valora el rol del Estado para implementar políticas públicas y con ciertas características antidemocráticas.
Fischer (1989), enfatiza luego en la tensión que existe entre la tecnocracia y la participación democrática, desde el punto de vista de los valores sociales. Coincide con la mayoría de los autores aquí utilizados en cuanto a que la tecnocracia creció con la modernidad, la industrialización, la ciencia, y la aplicación práctica de la tecnología buscando una idea de progreso. Piensa que hay dos disciplinas tecnocráticas por excelencia y ellas son, la policy science (La ciencia de las políticas públicas) y el management. La primera, es la creencia de que se puede hacer una política sin conflictos y de una forma científica aplicando las soluciones técnicas para los problemas sociales (Lerner & Lasswell, 1951). La segunda, es la creencia de que es posible solucionar los problemas sociales mediante el gerenciamiento o administración científica de los asuntos públicos (Saint-Martin, 2002). En síntesis, ciencia sobre la decisión y ciencia sobre la administración. Fischer (1989) al igual que Habermas (1998, 2001, 2016) creen que la tecnocracia ha transformado a los instrumentos en fines y que para combatirla hay que fomentar una mayor deliberación de los valores de las decisiones públicas y conformar un tipo de expertise participativa.
Pero Fischer (1989) también sostiene que la tecnocracia es algo más que un gobierno de expertos:
La dimensión oculta de las políticas tecnocráticas plantea espinosos problemas para la teoría política. Si bien la tecnocracia está claramente asociada con grupos sociales específicos, su énfasis en criterios técnicos antes que en una agenda compartida de políticas y programas, torna dificultoso identificarla como un movimiento político en el sentido ordinario del término. (...) La tecnocracia, es fundamentalmente un ethos intelectual y una visión del mundo. En términos políticos, es un meta-fenómeno movilizado más por una forma de gobernabilidad que por un contenido específico en sí mismo. (pp. 20-21)
De acuerdo con el mismo autor la ideología tecnocrática tendría las siguientes características:
La técnica ocupará el lugar de la política, que pasará a ser expresada en términos apolíticos; por lo tanto, los políticos serán desplazados por los tecnócratas.
Las instituciones políticas no son la mejor forma de buscar la solución a los problemas sociales; por lo tanto, la tecnocracia es hostil hacia las instituciones políticas democráticas, no así hacia el Estado.
Si todo problema tiene una resolución técnica, los mismos deben tratarse en los ámbitos administrativos antes que en los medios políticos.
La democracia política y su tendencia hacia la igualdad y la apertura no son consideradas valiosas. La tecnocracia rechaza la idea de igualdad, porque aquellos que posean el conocimiento científico son los que deben poseer un mayor poder y prestigio en la sociedad.
Todo conflicto político es solucionable mediante criterios técnicos. Por lo tanto, el conflicto desaparecerá si se aplican las técnicas apropiadas.
Los criterios morales no son tomados en cuenta para las decisiones públicas. La tecnocracia cree que todo problema social debe ser planteado de una forma pragmática, porque la realidad es fáctica y libre de valores.
Toda organización social debe buscar la eficiencia, la eficacia, la productividad material y el progreso.
La racionalidad técnica-instrumental es el valor social más grande, mientras que la racionalidad orientada hacia valores morales no es científica, y por lo tanto no juega un papel destacado.
La política es un problema y no una solución (Fischer, 1989, pp. 21-30).
Pero en esta representación de la ideología tecnocrática no se describe si existe alguna preferencia tecnocrática por alguna visión económica en particular. En los 80 se produce una asociación particular a las características de la tecnocracia, según Fischer (1989):
Mientras que la mayoría del pensamiento tecnocrático en los Estados Unidos ha sido formado por teóricos liberales y conservadores, la adopción de prácticas tecnocráticas ha sido particularmente fuerte en los años recientes. Verdaderamente, los conservadores han promovido la concepción tecnocrática del análisis de costo-beneficio como criterio primario para adoptar las decisiones gubernamentales. Anclados en el utilitarismo moderno y sus teorías de la elección racional (rational choice), los economistas y politólogos conservadores han establecido que el cálculo de costo-beneficio es la esencia de la racionalidad en el campo de la acción política, social y económica (...) la adaptación de las técnicas decisorias tecnocráticas para el logro de objetivos de la agenda conservadora, ha probado ser un elemento clave en la revolución de Ronald Reagan. (pp. 25-26)
A continuación, se analiza un esquema que intentará sintetizar el ethos tecnocrático, siguiendo el pensamiento de los distintos autores analizados. Por ethos se entenderá a la forma común de pensar y comportarse que adopta un grupo de individuos determinado, en este caso, la tecnocracia:
Es central al ethos tecnocrático una confianza en la ciencia y la técnica como los medios más idóneos para lograr el progreso de la humanidad. El instrumento humano más idóneo es la racionalidad.
Existiría un cierto pensamiento de tipo pragmático, es decir, hay una sensación de objetividad frente a los problemas, a los cuales la ciencia les debe buscar la solución técnica más apropiada.
Hay una cierta desvalorización de la política y la democracia. Porque ninguno de los dos son los mecanismos más idóneos para encontrar soluciones a los problemas sociales. La técnica y la ciencia pueden reemplazar a la política y a la democracia. La técnica y la ciencia están asociadas a la objetividad mientras que la política es percibida como cercana a la subjetividad o la falta de rigurosidad científica.
El tecnócrata no posee compromisos políticos, su compromiso es con la racionalidad instrumental y la objetividad.
No se cree en una cierta igualdad social, por lo tanto, se descree la justicia distributiva.
Los valores que debe buscar toda organización social son la eficacia, la eficiencia, la productividad y el progreso.
Existiría una adhesión a las formas del mercado, que es percibido como una de las instituciones más eficientes para distribuir los bienes y servicios en la sociedad.
No muestran una gran hostilidad hacia el Estado, que es visto como un instrumento para implementar políticas públicas de corte tecnocrático. Si el Estado es utilizado racionalmente, es un buen instrumento.
La idea de democracia participativa, en la cual se supone que los ciudadanos deliberan y deciden todos los aspectos posibles de la vida pública, parece estar en conflicto con la idea de gobierno de los técnicos. Un gobierno de corte tecnocrático preferirá el menor nivel de intervención de la ciudadanía posible, porque la política no es científica, ni objetiva y por lo tanto, convivirá mejor con una democracia restringida (Habermas, 2005, 2016; Fischer, 1989).
De lo expuesto, se puede decir que las formas que imaginan los distintos autores de la Teoría Crítica para contrarrestar los efectos de la tecnocracia en la política, serían los siguientes (Fischer, 1989, 2007; Fischer & Gottweis, 2012; Forester, 2007; Habermas, 2001, 2005, 2013, 2016):
Exponer los valores tecnocráticos que subyacen en las decisiones gubernamentales.
Discutir la definición de valores como “eficiencia, utilidad, beneficio” en políticas públicas.
Aumentar las instancias participativas y decisorias de la población en las decisiones públicas.
Exponer la comunicación distorsionada que se utiliza para argumentar en las decisiones públicas
Contextualizar la noción de “interés público”, según los proyectos que se trate. Los cambios en el contexto necesitan consensos públicos que se adapten.
Cuestionar el sentido práctico y ético de la “acción política” que proponen ciertos grupos.
Esclarecer respecto de las consecuencias previstas (políticas, sociales, económicas, ambientales, etc.) de las decisiones públicas.
Exponer todos los intereses y argumentos en juego en las decisiones públicas y buscar una solución por consensos que contemplen todas las voces que existen.
Enfatizar sobre la naturaleza política de las decisiones gubernamentales y la importancia del lenguaje y la comunicación en la correcta deliberación pública.
Otra de las disciplinas tecnocráticas para la Teoría Crítica es justamente la administración, a la que le imputan su clara inspiración en la “racionalidad instrumental”, porque básicamente busca gestionar basándose en la idea de un management científico que persigue la eficiencia al precio de la deshumanización de las organizaciones. La administración y el management no serían entonces disciplinas técnicas neutrales y libres de valores. La administración como ciencia tendió a ocultar las relaciones de poder, la política, la ideología, la comunicación distorsionada y la falsa conciencia en las organizaciones (Duberley & Johnson, 2000; Fischer, 1989; Rouleau, 2010; Alvesson & Willmott, 1992a y 1992b; Alvesson & Deetz, 1996a, 1996b).
Los grandes señalamientos de la Teoría Crítica a la administración o a la ideología administrativa podrían ejemplificarse en las siguientes ideas (Duberley & Johnson, 2000; Alvesson & Willmott, 1992a; Alvesson & Deetz, 1996a, 1996b; Schecter, 2010):
Naturalización: la administración “naturaliza” los arreglos institucionales o procesos de modo que sean vistos como la forma normal de resolver ciertos problemas de organización (por ejemplo, despidos periódicos de empleados; capacitación en valores de la organización, etc.).
Universalización de los intereses de la administración: se busca transformar las metas que fija la organización en los intereses de “todos” los miembros.
Primacía del razonamiento instrumental: la organización debe enfocarse en los medios más que en los fines. Debe elegir las mejores técnicas administrativas para alcanzar la mayor eficiencia posible.
Hegemonía: el grupo dominante genera consentimiento en el grupo dominado a través de una serie de acciones deliberadas en las prácticas cotidianas.
La acción emancipatoria de la Teoría Crítica en relación con el cientificismo de la administración, se centraría entonces en visibilizar los aspectos políticos, los valores encubiertos, las relaciones asimétricas de poder entre el manager y los administrados. Pero Alvesson & Deetz (1996a) y Rouleau (2010) también reconocen que los managers pueden ser objeto de un proyecto microemancipatorio, que consistiría en su concientización (mediante la razón) de los efectos de la racionalidad instrumental, la invisibilización de ciertos valores, la dominación, manipulación cultural y explotación a la que sometieron a sus subordinados en la organización.
La Administración y el management tendieron a ocultar el aspecto político de las organizaciones, al institucionalizar la creencia de que eran disciplinas libres de valores y neutrales, por ello, tendían a invisibilizar el contexto histórico y la naturaleza construida de los fenómenos organizacionales. Las necesidades de los empleados son reducidas a dinero, seguridad y autorrealización. El cientificismo en administración ha sido ciego a los conflictos intragrupales en las organizaciones, a la política, las narrativas, etc. (Alvesson & Willmott, 1992b).
La forma que imagina la Teoría Crítica para oponerse a los efectos de la “ideología de la Administración y el management”, se centraría en la exposición de sus valores subyacentes en los siguientes aspectos (Duberley & Johnson, 2000; Alvesson & Deetz, 1996a, 1996b, 2006; Alvesson & Willmott, 1992a, 1992b; Schecter, 2010):
En relación con la comunicación distorsionada: la administración, al privilegiar la racionalidad instrumental, focaliza todo el debate organizacional en los medios y las metas, por ello, la comunicación se concentra en los instrumentos y se evita un debate más abierto.
La “ciencia de la administración” como mistificación: los gerentes buscan moldear las formas como los empleados deben percibir el mundo y el sentido de las decisiones que se toman en su empresa. Por consiguiente, los managers tienen que manipular los símbolos y ceremonias organizacionales.
La “ciencia de la administración” como narcotización cultural: las organizaciones socializan a sus empleados de una forma manipulatoria. Influencian los valores, actitudes y creencias de sus empleados para orientarlos hacia los fines de la organización.
La “ciencia de la administración” como poder colonizador: aquí se refiere a las prácticas que producen control ideológico sobre los subordinados.
Siguiendo la lógica de lo expuesto, sería evidente entonces que habría que buscar una emancipación de los individuos afectados por este orden de cosas, por lo tanto, Alvesson & Willmott (1992a, 1992b) hablan de proyectos microemancipadores (tanto para los administradores como los administrados, que cobran conciencia de que son víctimas y victimarios de la racionalidad instrumental) y que deberán basarse en los siguientes aspectos:
Todo pensamiento está mediado por relaciones de poder que están social e históricamente constituidas.
Los hechos no pueden aislarse de los valores o de alguna forma ideológica.
Los objetos y sus significados nunca son estables ni están desligados de su contexto.
El lenguaje es central en la formación de la subjetividad.
La opresión de las organizaciones se refuerza cuando los subordinados aceptan esa condición como natural, necesaria o inevitable.
La opresión tiene muchas caras, y el focalizarse sobre una de ellas (raza, clase, género) es eludir la interconexión entre ellas
En síntesis, las ideas de la Teoría Crítica aplicadas a la ciencia o ideología administrativa, se basan en denunciar la desigualdad del poder, la manipulación del lenguaje, los significados, los valores, etc. Pero el mensaje central a retener es el reconocimiento de la naturaleza política de las organizaciones y la importancia que el lenguaje tiene en la construcción del contexto (Alvesson & Deetz, 1996a, 1996b; Alvesson & Willmott, 1992a, 1992b; Duberley & Johnson, 2000; Fischer, 1989; Fischer & Forester, 1987; Rouleau, 2010; Schecter, 2010).
En el pensamiento crítico habermasiano de los años 90 se observó una fuerte preocupación por la democracia deliberativa, mediante la cual se buscaba reencontrar el rumbo a la idea de democracia que habían construido tanto el pensamiento liberal tradicional (con acento en el individuo y la cuantificación del voto) como el republicanismo (con acento en la construcción de una voluntad y ética comunitaria). La democracia también se había extraviado a raíz del desvío de la racionalidad instrumental y por ello, se perdió de vista el interés general, en manos de élites y particularismos interesados.
En los estudios sobre democracia, en los últimos 50 años, se observaron dos grandes oleadas. En los años 70, la preocupación estuvo centrada en la democracia de tipo participativa, por la cual se buscaba ampliar la base de una democracia electoral que había quedado confinada a la representación electoral (Held, 1993; Pateman, 1970). Desde inicios de los años 90 se registró un crecimiento de los escritos sobre democracia deliberativa (Chandler, 2017; Dryzek, 2000; Habermas, 1998, 2005). Si bien estos textos cubrieron un amplio arco de temas, en general se concentró en la crítica a la democracia representativa o a la forma de hacer política que reproduce el orden establecido por la razón instrumental y el positivismo. Según la Teoría Crítica, la distinción entre valores y hechos, tan usual para el positivismo, terminó dejando de lado los valores y la cuestión ética que es fundamental en el momento en el que se deben discutir las grandes decisiones políticas. Todo argumento político implica una serie de valores que deben ser discutidos y visibilizados si se pretende buscar una decisión de tipo deliberativa que construya consensos estables (Chandler, 2017; Dryzek, 2000; Fischer, 1989; Habermas, 1998, 1999, 2005; Guerra Palmero, 2015).
Habermas (1998, 1999, 2005) empieza a tratar la democracia deliberativa en los años 90. Señala que este tipo de democracia supera a los particularismos y las manipulaciones de la racionalidad instrumental que se evidencian tanto en el modelo demoliberal como en el republicano. En la ética del discurso, que es una de las bases de la democracia deliberativa, se establecen los principios de reciprocidad igualitaria, autoadscripción voluntaria y libertad de asociación y desafiliación, además de la distribución equitativa en el uso de la palabra para argumentar en el debate.
En la democracia deliberativa: a) no habría distinción entre público-privado, porque todo puede ser objeto de deliberación si lo propone la ciudadanía; b) los temas de la agenda pública se definen y redefinen en la deliberación pública, y la delimitación de lo justo es producto de los debates; c) las libertades positivas y negativas son interdependientes; d) la identidad de la ciudadanía es flexible pero implica una actitud reflexiva y crítica de los individuos; e) hay una apuesta por la solidaridad como principio político, además de la libertad y una apuesta por la igualdad; f) son relevantes los derechos políticos de asociación y participación, pero también la libertad de opinión en las deliberaciones y en las instituciones democráticas; g) el dinamismo de la sociedad es fundamental para activar los potenciales democráticos del Estado; h) la política es un fin en sí mismo, es el lugar en el que se producen los procesos comunicativos entre distintos discursos, negociaciones y deliberaciones (Habermas, 1998, 1999, 2005; Guerra Palmero, 2015).
En relación con los derechos humanos, Habermas (1998) los percibe como una utopía realista que tendrían que ser universalmente respetados, como así también el imperio de la ley. Esta es la noción de patriotismo constitucional que implica una ciudadanía y democracia universal, pero no implica necesariamente la homogeneidad, pues cree que el cosmopolitismo es perfectamente compatible con esta generalización. Pone de ejemplo las culturas políticas de EE. UU. y Suiza, a las que identifica como cosmopolitas, pero que al mismo tiempo han logrado vivir bajo una constitución sin tener un origen étnico, cultural o lingüístico en común. Por ello cree que la Unión Europea es un excelente ejemplo para buscar esa constitución democrática y ciudadana universal.
A raíz de las críticas recibidas por parte del pensamiento feminista al carácter androcéntrico de la historia de la democracia4 (Guerra Palmero, 2015), Habermas (1998) subraya la igualdad de su ciudadanía universal para las mujeres y en sus últimos escritos quiere acercar a la ciudadanía religiosa al Estado de derecho, buscando una ciudadanía verdaderamente universal e inclusiva. En cuando a los religiosos, Habermas (2008) busca incorporarlos al defender la idea de una moral universal y cree que la razón comunicativa podrá amalgamar la cosmovisión cientificista y la religión en pos de una sociedad más justa y correcta.
En relación con las élites, Habermas (2013), imputa a las tecnocracias liberales el haberse entregado al poder financiero al tener solo una mirada financiera de los problemas, olvidando los fines políticos de Europa. Por consiguiente, cree que hay que relanzar el proyecto común europeo con criterios normativos, democráticos y de justicia y solidaridad. La búsqueda de una constitución europea (Habermas 2012) permitirá construir un orden que supere los particularismos nacionales y económicos. Continúa proponiendo una Europa constitucionalizada y deliberativa, y criticando a las élites particularistas y tecnocráticas que gobiernan en pos del interés financiero. Allí señala la necesidad de recuperar a la ONU como depositaria de un proyecto de juridización internacional que permita construir las nociones de una ciudadanía universal y deliberativa. Cree en la necesidad de un Parlamento Mundial para buscar una justicia global, para armonizar las condiciones de vida de los habitantes del planeta con el fin de garantizar su participación y deliberación en un contexto de democracia cosmopolita. Dice que aunque nuestro mundo actual tiene los medios para solucionar las injusticias, las élites optan por acrecentar las desigualdades.
Otros teóricos que profundizan la idea de la democracia deliberativa, como Dryzek & Niemeyer (2008), señalan que las democracias no solo deberían representar intereses, sino también discursos. Y son esos discursos los que tienen que discutirse en la democracia deliberativa. La deliberación pone en el centro a los diálogos de argumentos y la comunicación antes que los intereses. Y se preocupa centralmente porque no falte ninguno de los discursos que tienen que estar presentes en los debates para construir consensos. No es una cuestión de contar cuántos representantes tiene cada argumento, sino que no falte ninguno de los discursos posibles para considerar un determinado asunto público. Por ello, imaginan una cámara de los discursos donde se debate y los actores son “minipúblicos” que tienen a su cargo la representación de un determinado discurso. No piensan en términos de diputados o representantes, sino de argumentos encarnados en “minipúblicos”.
Fischer (2007) señala que, a partir de los años 90, a raíz del giro argumentativo en el análisis de políticas públicas, se puso en relevancia las críticas a las visiones tecnocráticas y al mismo tiempo, se visibilizó la idea de democracia deliberativa, dejando atrás al análisis de tipo unidimensional característico de la racionalidad instrumental para pasar a una reflexión más compleja, en la cual se puedan considerar los fines últimos de las acciones humanas. Por lo tanto, la democracia debe generar las condiciones de mayor participación posible al buscar que todos los discursos tengan cabida en las deliberaciones políticas. Reconoce que las prácticas argumentativas reflejan el ejercicio del poder.
Habermas (2005) habla de tres modelos de democracia (liberal, republicano y deliberativo), y utiliza la palabra “compresión” para calificar tanto a la democracia liberal como a la republicana a las que les señala su visión “parcial” de la acción política. Su intención es fusionar y superar las tradiciones liberales y republicanas en la democracia deliberativa. En relación con la tradición liberal, la identifica como un proceso democrático que busca programar al Estado en el interés de la sociedad, mediante el agrupamiento de intereses individuales en el juego político. Para la tradición republicana, la política no se agota en la mediación liberal, sino que es un elemento constitutivo del proceso social en su conjunto. Este comunitarismo republicano implica un nivel de entendimiento colectivo mayor al de la tradición liberal individualista. El espacio público político tiene que asegurar el entendimiento de los ciudadanos y su autonomía política.
Para la tradición liberal, el ciudadano es un individuo que detenta derechos subjetivos frente al Estado y a los otros sujetos. Mediante las elecciones se agrupan estos intereses privados hasta formar una voluntad política para influir sobre la administración. Para el republicanismo los derechos de participación de los ciudadanos los convierten en sujetos políticamente responsables de una comunidad de libres e iguales. Hay una toma de conciencia comunitaria que parece exigir algo más que el “agrupamiento de los intereses individuales”. La tradición liberal estaría orientada a la cuantificación de votos, mientras que la republicana buscaría la formación de una opinión y una voluntad común orientada al bienestar general en el espacio público (Habermas, 1998, 2005).
La democracia deliberativa habermasiana busca integrar la pluralidad de formas de comunicación para formar una voluntad común. La política dialógica y la instrumental pueden unirse en las deliberaciones institucionalizadas. En el procedimentalismo deliberativo hay tanto elecciones como acuerdos, debates y resoluciones parlamentarias. Si bien no hay una distinción entre lo público y lo privado, como en las otras tradiciones, la versión deliberativa implica una agenda pública que se define en la deliberación colectiva. El poder político es de tipo comunicativo y reside en la sociedad civil. La política es un fin en sí misma y se arraiga en la racionalidad comunicativa que necesita ciudadanos preparados en la deliberación y capaces de desentenderse de sus intereses privados (Habermas, 2005, 1998).
En su texto: Facticidad y Validez, Habermas (1998) evidencia una filosofía del Estado y del derecho de tipo sistemática. Allí se habla de la “comunidad de intérpretes constitucionales” que no deben apuntar al estrechamiento ético de los discursos, sino al fortalecimiento de las condiciones procedimentales y racionales de la democracia. Esta comunidad juega un rol relevante en la extensión de la democracia deliberativa. La política, en tanto que deliberativa, se apoya en una interacción entre un espacio público, basado en la sociedad civil, y la formación de la opinión y voluntad, sustentada en el complejo parlamentario institucionalizado en términos de un Estado de derecho.
Entre las diversas críticas que se le realizan a la Teoría Crítica, encontramos en primer lugar su “difícil operacionalización” si se piensa en términos del paradigma pospositivista cuantitativo. Es difícil medir el grado de influencia de la racionalidad instrumental en nuestra vida cotidiana, pero se debe reconocer que las precisas descripciones que realizan del fenómeno lo tornan claramente visible (Anderson, 1987; Duberley & Johnson, 2000; Flyvbjerg, 2006; Held, 1980; Rouleau, 2010; Sabatier, 1999; Van Den Berg, 1980).
No obstante, es a partir de los años 90 que se observa una mayor preocupación entre los distintos pensadores de la Teoría Crítica en buscarle una mayor aplicación a sus ideas. Y dirigen su atención sobre ciertas instituciones (parlamentos, referéndums, el derecho), roles o momentos discursivos (individuos u organizaciones que adoptan una representación discursiva), en los cuales se observan las condiciones que permiten ejercer la comunicación deliberativa para llegar a consensos sociales. En relación con las instituciones, la Teoría Crítica encuentra en las Asambleas Constituyentes y el derecho un escenario absolutamente favorable a la racionalidad deliberativa. Es allí donde se buscan discutir los grandes principios, valores y orientaciones que deben tener las normas para asegurar un cierto orden racional. También allí se genera un contexto en el cual se pueden discutir los grandes discursos o argumentos respecto de la institucionalidad de una sociedad. Habermas, en el escenario de la reunificación alemana de 1991, aboga continuamente por una nueva Constitución alemana en la cual se discutieran los valores y las normativas que tendría que tener esa nueva fusión que encaró Alemania. Su argumento era que cada Alemania representaba un argumento distinto y que, por lo tanto, para proceder a su reunificación, se debía discutir de una forma deliberativa una nueva Constitución que intentase el consenso entre los dos argumentos. Finalmente, la salida elegida por la República Federal de Alemania fue la reunificación bajo su propia Constitución. También señaló la posibilidad de generar una Constitución para la Unión Europea como una gran oportunidad para la racionalidad deliberativa, iniciativa que lamentablemente fue también desestimada en un referéndum que se realizó en Francia y en los Países Bajos en el año 2005 (Habermas, 2012, 2016; Guerra Palmero, 2015).
Los referéndums (Chandler, 2017; Dryzek, 2000) son justamente otra instancia posible de ejercer la democracia deliberativa al tener que exponer los argumentos o valores que sustentan una normativa que es sometida al voto ciudadano. Los debates públicos que generan los referéndums permiten la deliberación esclarecedora respecto de los fines de las decisiones políticas. Habría un efecto positivo respecto del aprendizaje que tuvo la opinión pública luego de los debates referendarios.
Otro de los roles en los que puede generarse un clima favorable a la racionalidad deliberativa es en el mediador (o negociador) de conflictos, sean estos internacionales, laborales, políticos, culturales, etc. Existen diversas mecánicas para buscar estos consensos, pero justamente, es el mediador el que toma a su cargo una disputa y busca llegar a acuerdos que impliquen un reconocimiento de ambas partes y del establecimiento de una nueva situación discursiva (o acuerdo) que los participantes deben adoptar para reencuadrar el tema.
El mediador representa un camino o una búsqueda de un consenso superador de una situación insatisfactoria, y al mismo tiempo, permite enseñar la dinámica deliberativa y consensual a las partes. La figura de los mediadores ha estado creciendo como innovación institucional en diversos ámbitos de nuestro mundo contemporáneo, se les puede encontrar en la política internacional, en políticas públicas con el modelo de las coaliciones defensoras de Sabatier (1999) y Sabatier & Jenkins-Smith (1993), en los corpus normativos de la legislación laboral, comercial y medioambiental, etc., y los organismos internacionales como la ONU, OEA, recurren frecuentemente a la negociación entre naciones o entre grupos en conflicto en una región determinada. No siempre las negociaciones llegan a un buen resultado, pero la existencia de la mediación como una posible salida a los conflictos humanos significa para la Teoría Crítica una puerta para buscar encauzar el dominio de la razón instrumental hacia una racionalidad deliberativa (Chandler, 2017; Forester, 2007; Habermas, 2013, 2016; Sabatier, 1999; Sabatier & Jenkins-Smith; 1993).
Por otro lado, Dryzek & Niemeyer (2008), analizan las representaciones discursivas que llevan adelante ciertos actores en la actualidad. Señalan el caso de ciertos músicos, actores, pensadores, ONG, etc., que adoptan la representación de una cierta causa o valor (por ejemplo, los que no tienen voz, los que tienen hambre, los que sufren la opresión política, la desigualdad de la mujer, los desplazados por guerras civiles y el narcotráfico, el calentamiento global, el maltrato animal, etc.), si bien a la mayor parte de estos representantes no se los eligió democráticamente y tal vez, nadie se los pidió, esta representación tiene un efecto significativo, al encarnar un argumento (según la visibilidad del actor) y promover su debate en una esfera deliberativa, que puede alcanzar niveles mundiales. Por ejemplo, el reconocido músico Paul David Hewson (Bono) de la banda de rock irlandesa U2, adoptó la representación de la causa los pobres del continente africano y de la cancelación de las deudas de los países del tercer mundo, sin que se lo haya pedido nadie ni se produjese algún proceso de legitimación democrática (voto, asamblea o similar), no obstante lo cual, estas representaciones logran un cierto debate público o deliberación. También se puede citar el caso de Greta Thunberg (2019), quien cobró relevancia mundial al defender en ámbitos internacionales la causa del medioambiente, interpelando a dirigentes mundiales por su inacción respecto del cambio climático que hipoteca el futuro de las nuevas generaciones. Todo discurso político, reconoce ciertos intereses como válidos y de alguna forma cuestiona a los intereses que provocan la situación insatisfactoria. Por ello, estos discursos de “representación deliberativa” construyen ciertas identidades de una forma más definida, que obtienen una visibilidad mayor a la que tenían y por lo tanto, se debe intentar hacer algo con ello, o por lo menos hablar del tema.
Para Dryzek & Niemeyer (2008) la representación discursiva tiene un efecto positivo cuando no existe un “demos” o un actor bien definido y ayuda justamente a una cierta visibilidad y reencuadramiento de la problemática. Para el ideal democrático liberal, los representados siempre son individuos o ciudadanos; para este tipo de representación, el discurso o argumento defendido adquiere una relevancia y coherencia mayor que la que tienen sus integrantes. Por ejemplo, el “discurso de izquierda” muchas veces tiene una coherencia e integridad argumental mayor que el comportamiento de los partidos de izquierda (o igual que el discurso medioambientalista y las ONG que se encargan de ello), por ende, la representación discursiva tiene una solidez considerable y sin duda tiene un papel relevante en una democracia deliberativa.
Desde el punto de vista de la ética, la representación discursiva, tiene una visión ética más integral que la de un representante en particular, e incluso, permite a los que apoyan esos discursos tener un nivel de coherencia menor a la que exige el discurso. La democracia deliberativa como idea, pone en el centro de la escena a los diálogos que establecen los representantes discursivos y por lo tanto, dejan en un segundo plano a los intereses (si bien no los niegan), se busca cierto debate entre argumentos y por lo tanto le da una mayor visibilidad a esta dinámica. En consecuencia, la Teoría Crítica estaría mejor dotada para tratar con cuestiones complejas porque siempre está pensando en visiones generales de los problemas e intereses para hacerlos deliberar y llegar a algún consenso intersubjetivo, mientras que el racionalismo crítico o positivismo siempre está buscando soluciones concretas a problemas concretos que representan intereses concretos (Dryzek, 1987).
El propósito de este artículo era identificar los aportes de la Teoría Crítica en la versión de Jürgen Habermas al análisis de políticas públicas. El proceso de discusión de estas ideas con la estructura dominante y vigente del pospositivismo está aún en pleno proceso de desarrollo. Pero ya no son invisibles. Muchas de las ideas que en los 70 y 80 aparecían como novedosas, tuvieron sus impactos en el giro argumentativo de los 90, por ello podría decirse que este proceso de diálogo entre paradigmas seguirá evolucionando. No se puede hablar de éxitos o fracasos comprobados aún. Tampoco se puede afirmar que hoy en día, solamente la explicación de tipo técnica y cuantitativa es la que domina de forma hegemónica el área de estudios.
La Teoría Crítica logró visibilizar múltiples aspectos que la corriente dominante del pospositivismo no consideraba. La atención respecto de los discursos, subjetividades, narrativas, palabras, significados, valores, culturas y aprendizajes es claramente un resultado del aporte de esta corriente. Pero hay que reconocer que la tarea que tenían por delante era y será ciclópea. El haber cuestionado al positivismo en aspectos centrales, como la distinción entre hechos y valores, demuestra lo ambicioso de la empresa, pero también la dificultad para ser asimilada como una teoría “central” en ese mundo científico. La misma Teoría Crítica ambicionaba no quedar encerrada dentro de los límites del cientificismo, sino buscar las fronteras del conocimiento filosófico humano. La insistencia habermasiana en señalar que el conocimiento humano no debe ser encerrado en el cientificismo es un buen ejemplo de ello.
En lo que respecta a la reflexión sobre la racionalidad instrumental, que inicia la primera generación de la Teoría Crítica y luego continúa J. Habermas y otros colaboradores, es una interesante reflexión sobre el alcance de nuestro mundo tecnológico, el cual ya ha trascendido la técnica misma y desde allí ha comenzado a condicionar la cultura. En un libro reciente de Oscar Oszlak (2020) se señala que la tendencia incremental imparable de la racionalidad instrumental no solamente ha crecido, sino que además se acelera cada vez más. Y de una forma contradictoria, los avances tecnológicos producto de esta racionalidad (por ejemplo, voto electrónico, referéndums virtuales y otros instrumentos de la democracia digital) permitirían la concreción de la democracia deliberativa de una forma muy cercana al ideal habermasiano. La posibilidad de consultar al mismo tiempo a grandes cantidades de ciudadanos para participar en las decisiones públicas, referéndums o debates, sería un horizonte completamente cercano.
La reflexión sobre los valores subyacentes en las decisiones públicas es sin duda un gran aporte al análisis de políticas públicas, que, bajo el modelo tradicional, había quedado invisibilizado. Los valores implican preferencias, ideales, narrativas, significados, aprendizajes, culturas y en consecuencia, es necesaria su explicitación y discusión. Esto es sumamente valioso y trascendental para transparentar los procesos de decisión.
La tecnocracia como élite que detenta un poder y la “administración científica” con su managerialismo implacable fueron crudamente analizados por la Teoría Crítica, y este es otro gran aporte, porque la tendencia a “descartar” la política y poner en su lugar a la técnica en las decisiones públicas que proponía el pospositivismo, tenía un efecto negativo respecto de la democracia y sus alcances. En lo que respecta a las políticas públicas, la identificación de las élites técnicas y sus técnicas decisorias sirven para transparentar y comprender de una manera más profunda y rica el proceso de decisión.
La noción de democracia deliberativa implica un desafío y un salto cualitativo para la democracia como idea, y si bien su aplicación concreta parecería relativamente lejana, la reflexión sobre las instituciones que pueden operacionalizarla como los referéndums, el constitucionalismo, los mediadores, la representación discursiva y los minipúblicos, no dejan de ser excelentes proyectos para mejorar la calidad de la gobernabilidad de los sistemas políticos y de las políticas públicas.
La búsqueda de establecer, mediante la deliberación discursiva, una noción universal de lo justo y lo correcto en Habermas, pareciera una búsqueda similar del lado de ciertos teóricos pospositivistas como Daniel McCool (1995) o Robert Denhardt (1990) quienes señalan la imperiosa necesidad, en los estudios de políticas públicas, de encontrar una “teoría general” que permita explicar cómo funcionan lo macro, lo meso y lo micro. Búsquedas que parecieran lejanas aún.
Si hay una búsqueda constante de la Teoría Crítica, ha sido justamente el ideal emancipatorio del ser humano. Querían librarlo de la manipulación, de la cosificación, de la explotación, de los dogmas, de la comunicación distorsionada y restablecer la capacidad al individuo de encontrar el sentido a la acción humana. Por ello, se plantea una pregunta final en este escrito: ¿Podrá ser reencauzada la racionalidad instrumental hacia el rumbo de la racionalidad práctica?
El nivel de complejidad y logros alcanzados por la “esfera tecnológica” parecería estar decretando el triunfo de la instrumentalidad.
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[1]Por moral, Habermas entiende a una construcción racional mediante el diálogo y discurso de los individuos, noción que no tiene que ver tanto con la moral entendida como “mores” o costumbres.
[2]Ethos es el código de ética o de comportamiento de un grupo social determinado. Es una palabra griega (en griego antiguo, ἦθος ễthos) que significa mi "costumbre y conducta" y, a partir de ahí, "conducta, carácter, personalidad". Es la raíz de términos como ética y etología. En las ciencias sociales los comportamientos de los distintos grupos se pueden explicar recurriendo a los valores, las reglas y los aprendizajes, y es allí en donde el ethos juega un rol preponderante, tanto en la dimensión valorativa como en la normativa (Scott, 1995).
[3]Si bien Saint-Martin (2002) no pertenece estrictamente a la corriente de pensamiento de la Teoría Crítica, es quien aporta una definición del “managerialismo”, como una creencia que implica que existe una única y correcta administración (la del sector privado) y que, por lo tanto, para mejorar el rendimiento del sector público, es necesario traer o imitar a esos “managers y sus técnicas”. El resultado de esta idea es que se desvaloriza la especificidad de la Administración Pública.