De la honra de las vírgenes al honor sexual de las demandantes: el tratamiento del estupro en la Nueva Granada y en la República de Colombia*

From the honor of virgins to the sexual honor of the plaintiffs: the treatment of statutory rape in New Granada and the Republic of Colombia.

Diana Isabel Molina Rodríguez**

Nathaly Rodríguez Sánchez***

* El presente artículo se adscribe al proyecto: La protección al honor sexual en el tratamiento del delito de estupro en la Nueva Granada y en la República de Colombia aprobado registrado en la Vicerrectoría de Investigaciones en Interacción Social. Universidad de Nariño.

** Investigadora, docente universitaria en pregrado y posgrado. Abogada, Magíster en Filosofía de la Universidad del Valle, becaria del doctorado en Derecho de la Universidad de Antioquia por el Programa Bicentenario Colciencias. Investigadora junior en Colciencias, miembro del grupo de Investigación CEJA de Clasificación B Colciencias. Docente de la Universidad de Nariño. Coordinadora del Grupo de Trabajo Clacso Crítica Jurídica y Conflictos Sociopolíticos, integrante de la Red de Mujeres Constitucionalistas de América Latina. Correo electrónico: molinita15@hotmail.com

*** Politóloga egresada de la Universidad Nacional de Colombia, maestra y doctora en Historia por El Colegio de México. Miembros del grupo de investigación en Teoría Política Contemporánea de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente, se desempeña como académica investigadora de la Universidad Iberoamericana Puebla (México) y es miembro Nivel I del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt. Correo electrónico: 711969@iberopuebla.mx


Resumen

El tratamiento de los delitos sexuales contiene una historia simbólica cargada de trayectorias importantes que develan la construcción del género en cierta colectividad, su relación con la criminalidad y, a su vez, las interrelaciones que desde ahí se tejieron con la formulación de las identidades bajo el paradigma de nación. Avanzando en esta senda entendemos mejor que varias de esas formas jurídicas, leídas con una óptica histórica, perpetúan un diseño social para mantener relaciones desiguales y jerarquizadas entre hombres y mujeres.
El presente trabajo, a través del estudio al delito de estupro, documenta la historia de la criminalidad a la seducción desde su uso en tiempos de la Monarquía Hispánica y hasta muy entrada la República en Colombia, pasando por el tratamiento que también se le dio durante la Nueva Granada. Nuestro acercamiento muestra las conveniencias políticas, sociales e ideológicas de los discursos que, basados en el catolicismo y un régimen colonial, justificaron este tipo de persecuciones penales y las mantuvieron vigentes pese a las necesarias transformaciones reivindicativas de derechos y transformadoras de estereotipos y roles para las mujeres en Colombia.

Palabras clave: honor sexual, honra, estupro, colonialismo, delitos sexuales.

Abstract

 The sexual crimes approach has a symbolic history marked by relevant milestones that allow an understanding of the gender construction of a certain kind of population, its relation with criminality, and the mix of relations created by the definition of identities, under the nation paradigm. As we move forward through this path, we understand better that several of these legal ways, under the historical view, perpetuate a specific social design to keep unfair and hierarchical relations between men and women.
Through the study of statutory rape, this work documents the history of criminality to seduction from its use in Hispanic Monarchy times until the beginning of the Republic of Colombia, going through the treatment that it also had during the Nueva Granada period. Our approach shows that the political, sociological, and ideological conveniences of the speeches based on Catholicism and the colonial regime, justified this kind of criminal persecution and kept them valid despite the need for claimed transformations of rights, stereotypes, and roles for women in Colombia.

Key Words: Sexual honor, honor, statutory rape, colonialism, sexual crimes.

Introducción

El honor es un concepto cargado de significaciones simbólicas llegadas a América Latina por la influencia hispánica, cuyo valor y guarda eran vitales para la identidad y el reconocimiento de cada individuo que lo portaba y que lo depositaba en su cónyuge e hijas. Su especial protección implicó prácticas judiciales presentes en las instituciones de Hispanoamérica hasta entrado el siglo XX, de acuerdo con concepciones culturales de posesión y poder sostenidas en el tiempo bajo la representación de familia con roles e imposiciones severos sobre la mujer, depositaria por excelencia del honor masculino. La custodia sobre los cuerpos femeninos y con ello, la conservación del honor familiar bajo este orden de significaciones, imprimieron en Colombia prácticas institucionales que luego lo constituyeron en sí mismo en un bien jurídico tutelado por el Estado.

En este contexto se legitiman los delitos contra el honor sexual del Sistema Penal Colombiano contenidos en códigos como el Penal de 1936 (capítulo XI, título XII) y el Penal de 1980 (artículos 301, 302) donde se castigaban las conductas tendientes a lesionar la libertad y el honor sexual, las cuales giraban en torno a la custodia sobre la virginidad femenina. Estas figuras jurídicas buscaron recuperar la honorabilidad perdida a través de herramientas como la suscripción de matrimonio legítimo cuando el delito consistía en estupro o violación. Así nos encontramos con que el matrimonio se presenta como una herramienta que resarcía los daños que hubieran podido causar las conductas abusivas sobre la corporalidad femenina y, a la lógica del derecho occidental, se le calificó como un eximente de responsabilidad penal. Esto en los casos en que la mujer víctima de la violación o el estupro, fuese no solamente virgen, sino que además cumpliera con los estándares de conducta impuestos por la sociedad.

Ante ello, es la figura del matrimonio la encargada de resarcir la grave afectación al honor que causaban las relaciones sexuales sin formalización de vínculo, no obstante, para que el derecho pudiera asumir la responsabilidad de resolver este tipo de encrucijadas sociales, debe existir un principio con un interés legítimo de protección, que, para el caso, se materializa en la figura del honor.

En ese contexto, el presente escrito tiene por objetivo resolver dos grandes interrogantes: en primer lugar, cómo llega a constituirse el honor en un bien jurídico tutelado y ejercitable ante instancias judiciales en Colombia aún en el siglo XX, y; en segundo lugar, por qué se mantuvo vivo entre instituciones republicanas considerando que se trataba de un artefacto claramente colonial y católico en Colombia, cuya producción jurídica alrededor de, estaba influenciada por antiguas y bien asentadas concepciones culturales sobre el valor de una mujer.

Para lograr responder a estas preguntas, desarrollamos una metodología enmarcada en un paradigma investigativo histórico hermenéutico, bajo el cual llevamos a cabo una exhaustiva revisión de documentación judicial, doctrinaria, literaria y periodística que diera cuenta de las prácticas discursivas y las historias de vida que giraron en torno a la restitución del honor familiar frente a delitos de agresión y violencia sexual en Colombia.

Abordamos el análisis mediante el desarrollo de cuatro acápites, siendo el primero un esbozo sobre la construcción simbólica del honor en el régimen hispano, pasando por la inmersión del concepto en el campo jurídico y su conservación en la época de la República, para finalmente plantear la coexistencia de instituciones colonialistas en los delitos sexuales del sistema penal moderno. Con este recorrido buscamos rescatar la relevancia de los estudios sobre la historia del derecho que rastreen figuras de la criminalidad sexual tras de las cuales puede revelarse un legado colonial que sigue influyendo en las mentalidades y representaciones culturales, las cuales complicitan y normalizan el control de la sexualidad y el deseo femeninos, así como la fuerte relación con sus subjetividades políticas y sexuales desde principios de siglo hasta nuestros días.

1.    Un asunto de caballeros: la construcción simbólica del honor y el régimen hispano

Todo un escándalo se había despertado en torno al comportamiento de Vicente Sandoval y sus tres primas hermanas. Para esos días de 1830 ya había fallecido Juana, poco tiempo después de un complicado trabajo de parto. Tan fatídico desenlace impidió que Vicente cumpliera con la promesa de casarse con ella. La familia se lo había exigido y, en cumplimiento de su palabra, Vicente se hizo amonestar en la Parroquia de Silos. Dijo que la muerte de Juana lo sorprendió cuando aún seguía reuniendo dinero para el matrimonio. Era cierto que se había tomado muchos días para tal efecto, pero, al fin y al cabo, la promesa estaba en pie. Sin embargo, según Vicente, los enredos con Sebastiana eran de otra naturaleza. Dijo al juez que varias veces fue provocado por ella y pronunció una sentencia social que seguramente pesó sobre Sebastiana, de quien dijo: “no le deb[ía] virginidad” (Archivo General, 1830, f.1007v). El caso realmente se complicó cuando el juez fue advertido de la relación consanguínea que guardaban los implicados y entonces determinó una sentencia de tres años de presidio para el primo incestuoso.


Pero en el caso de Oliverio Latorre no existió dicha complicación. Pese a las denuncias de la madre de Clementina, quien era una menor de catorce años, Oliverio advirtió en los tribunales el comportamiento de la jovencita. Sin muchos rodeos comentó: “Yo le dije que me ceda el cuerpo, que quería tener relaciones sexuales con ella, pero sin ningún compromiso” (Archivo Judicial, 1969, f.17v). Además, según dijo Oliverio, Clementina ya era mujer desflorada cuando él la conoció carnalmente. Al producirse el matrimonio entre los implicados a finales de 1969, y en consonancia con el Código Penal en vigencia, la causa penal se archivó. Pero ¿qué reclamaban Juana, Sebastiana, Clementina, la madre de esta última y los padres de las primeras? En principio, reclamaban la pérdida de la virginidad a causa de los engaños de Vicente y Oliverio respectivamente. Un daño que esperaban remediar ya fuera con el matrimonio o con el encarcelamiento de los seductores. Pero más allá de esta condición verificable, y distando una causa de la otra un siglo y medio en el tiempo, las dos reclamaban el cumplimiento de una tradición jurídica basada en la asignación cultural del valor de una mujer. Delimitando la construcción histórica de dicha tradición podremos comprender el sustento de estos reclamos, saber en qué consistía el daño y en por qué era defendido judicialmente. La acción jurídica prevaleciente en la segunda mitad del siglo XX reclama sus raíces allende el océano y atraviesa cinco siglos de construcción jurídica del género en la tradición hispánica.

Para empezar, es necesario que entendamos a la región como una heredera de la tradición hispánica de orden social y político. El poder real ejercido como imperium poseía un objetivo que lo unía de manera indisociable con el catolicismo. La función pública esperada del rey era la del rey-pastor. El rey hispánico era un príncipe cristiano, que tenía como misión la conducción de la sociedad hacia el bien común, entendiendo a este último en términos de salvación de las almas de los súbditos del imperio (Cardim, 2010, p. 115). Por lo tanto, tenemos como centro del orden social a un rey cristiano, que para impartir justicia y disciplina debía seguir las nociones del catolicismo, en tanto su legitimidad era indisociable del mantenimiento de la disciplina de su pueblo en la fe católica (Ortega, 1980).

Pero las labores del rey-pastor hispánico no se reducían a la exigencia de la disciplina de la fe. De hecho, esta era parte de una labor mayor: la conservación del orden que había sido creado por Dios. Como en ese orden se admitía una desigualdad natural, pues esta era fruto de la voluntad divina, era legítimo entregar diferentes tratamientos a los individuos según el lugar que ocupaban en dicho orden. La función del rey como justiciero implicaba que debía dar a cada uno lo que le correspondía por naturaleza, es decir por el designio divino. Esta forma de concebir el orden social daba lugar a una estructura estamental con múltiples jurisdicciones (Agüero, 2007).

En este contexto el honor tenía carácter decisivo. A cada estamento le correspondía jerárquicamente un grado de honor, mismo que servía como guía del tratamiento social que merecía el individuo. El honor afectaba desde el respeto cotidiano que recibía ese individuo en su comunidad, pasando por el acceso que podía tener o no a ciertos cargos y dádivas reales y hasta los tratamientos judiciales que podía o no recibir. Teniendo en cuenta estas consecuencias reales de una asignación simbólica, Pitt-Rivers (1968) advierte que el honor en las sociedades tradicionales “es el valor de una persona a sus propios ojos, pero también a ojos de su sociedad” (p. 22).

Ahora bien, así como a cada sujeto le correspondía un grado de honor de acuerdo con el estamento al cual pertenecía por naturaleza, también le correspondía cumplir con un tipo de comportamientos. Entre más alta la categoría del sujeto, mayores serían las exigencias en el buen comportamiento a satisfacer; en palabras de Maravall (1979): “honor es el premio de responder, puntualmente a lo que se está obligado por lo que socialmente se es, en la compleja ordenación estamental” (p. 33). Al ser la hispánica una sociedad estamental católica los individuos guiaban su comportamiento de acuerdo con las nociones del catolicismo. En este sentido, es clave resaltar que los sujetos intervenían activamente en ese estatus social, pues era algo que también podía perderse. Este interés fue conocido por la sociedad hispánica como virtud. Con ella se señalaba la voluntad de los individuos de comportarse acorde con sus rangos y las expectativas sociales que pesaban sobre ellos, abriendo o cerrando la posibilidad del ascenso social. Dada la importancia del honor en el destino de un individuo, si este era irrespetado por otro, el afectado podía acudir a la justicia para que esta restaurase el orden de cosas que había sido agraviado. Se activarían entonces las características de rey-justiciero, que debía tener en cuenta la tradición y las jurisdicciones, para dar a cada uno lo que le correspondía.

Cabe anotar que, debido a la omnipresencia del catolicismo en la organización social, no existiría una separación entre mundo público y mundo privado o mundo doméstico. Las manifestaciones de buen comportamiento debían constatarse también en lo que hoy denominamos como ámbito íntimo. Ante cualquier desarreglo, las autoridades estaban habilitadas para intervenir legítimamente. De ahí que sea común que encontremos en los cuerpos legales numerosas referencias a la moral individual, a la vida doméstica arreglada, a la moral pública y a la forma de escandalizarla, y que también encontremos en los tribunales una buena cantidad de procesos abiertos por delitos contra el matrimonio, la familia o los daños a la moral pública.

Entonces al honor como mecanismo de control social se suman otros conceptos como honra, vergüenza y fama. Siguiendo Las Siete Partidas, la honra “se funda en la bondad propia y se labra o construye mediante acciones de uno mismo o de quienes le engendraron” (Caro, 1968, p. 80), esto implica que es un comportamiento individual anterior al honor. Además, en el sistema católico la base para que los individuos vivan honradamente es la vergüenza. Ella quita el atrevimiento a los hombres y les hace obedientes a lo que deben, haciéndoles que se guarden del pecado (Caro, 1968, p. 83). Entonces, un comportamiento honroso es logrado gracias a que el individuo ha seguido los dictámenes de la vergüenza, ganando con ello el reconocimiento público o buena fama, lo que suscita la compensación pública del honor, en términos de valer más. Así como a la honra le sigue la buena fama, y con ella la compensación pública y la vida social, a la deshonra le seguirá la infamia, y con ella la muerte social. De ahí que Caro llegue a mencionar que, en este tipo de sociedades que guían sus conductas con arreglo a valores, quitar la honra es como quitar la vida.

Pero detengámonos un momento y exploremos qué justificaba dicho orden social de género que se retroalimentaba con la forma de funcionamiento del honor. El cristianismo había mantenido una lucha constante contra la concupiscencia. La batalla suponía que, en la búsqueda de la salvación del alma, que había sido corrupta por el pecado original, el cuerpo debía ser sometido y dominado. Pero en dicha batalla las mujeres parecían seres especialmente vulnerables. En el siglo IV San Juan Crisóstomo postuló: “cuando la primera mujer habló, provocó el pecado original” (Rodríguez, 2020, p. 98), claro ejemplo de cómo el cristianismo identificaba a la mujer con el pecado, con la carne y con el deseo. Una concepción que se mantuvo en el pensamiento teológico pasados los siglos. En la Baja Edad Media, santo Tomás clasificó a las mujeres como débiles de espíritu, razón por la cual las suponía más propensas a los pecados carnales dejándose tentar por los placeres del cuerpo. En palabras de Sarrión (1994, p. 40), esta visión del catolicismo sobre la mujer y su implicación con el pecado original confundía el objeto del deseo masculino, con el deseo en sí mismo. Cuerpo y mujer, tentación carnal y debilidad femenina aparecían entonces como equivalentes.

Ahora bien, en las sociedades católicas preocupadas por el destino ultraterrenal, la consecuencia de tal lectura de la mujer fue la conformación de un estricto orden de género. Así las cosas, era necesario mantener vigilados y controlados a esos cuerpos femeninos, para evitar que su debilidad tentara a los varones y desintegrara a la sociedad1. Por esta vía el comportamiento de las mujeres debía quedar determinado por los varones con quienes convivían y por sus guías espirituales —los confesores—, quienes se encargarían de recalcar las necesidades de la obediencia, el recato, la humildad y el encierro, como seguros para evitar que cualquier mal pensamiento o comportamiento fructificara en los resquicios del mundo íntimo femenino (Sánchez, 1989, p. 163). Se esperaba que el dominio masculino y los ejercicios cotidianos de expiación, pudieran contener la naturaleza pecaminosa de las mujeres. Los destinos permitidos para ellas parecían obvios, debían estar bajo murallas, estando así restringidas al hogar o al convento. Por supuesto, la selección del mejor espacio para una mujer también estaría a cargo de sus familiares varones (Gonzalbo, 2009, pp. 269-290).

Es así como sin importar el estamento o corporación a la que pertenecieran las mujeres, existía una división jerárquica de género transversal a la sociedad. El honor del varón también era medido por la capacidad de demostrar que había controlado a las mujeres a su cargo. En consonancia, cuando una de ellas había sido deshonrada, esto es, había sido puesta en contacto con el pecado sin su voluntad, era deber del hombre defenderla públicamente. El lugar diferencial de los géneros se expresaba claramente en la entrega de la jurisdicción doméstica al varón, quien era entonces el encargado de entregar justicia y propiciar la disciplina en la familia, así como de encargarse de la vida pública.

A esta situación inicial se agregó que hacia mediados del siglo XV surgió en la península una reflexión sobre el pecado en general y el pecado original en particular, que va a profundizar el significado de nobleza al agregarle nuevos condicionantes. De nuevo es notorio el peso del catolicismo en la organización social, puesto que la reflexión se dio a raíz de la catástrofe de la peste negra y los movimientos mesiánicos que suscitó y en especial, por la guerra contra el islam que lideraba la corona hispánica. Todos ellos eran fenómenos que generaban inquietud social por la salvación del alma. El pecado original, fue entendido como la “mancilla previa transmitida a todo el linaje humano” (Mazín, 2011, p. 68), la que solamente podía ser lavada por medio del agua del bautismo, pero aún más que ella, por la sangre. De acuerdo con la doctrina de San Buenaventura en el siglo XIV, que es seguida por los franciscanos y que finalmente es afirmada por el Concilio de Trento en el siglo XVI, la sangre que Cristo había derramado en la pasión era la que lavaba el pecado original. Se consideró entonces que la sangre transmitía de padres a hijos tanto los vicios y pecados, como las cualidades y virtudes (Mazín, 2011, p. 69).

Con esta nueva reflexión ya no bastaba que se cumpliera con los designios antes señalados para lograr la nobleza civil, desde ese momento se agregaba la necesidad de demostrar la limpieza de sangre del individuo. Con ella se señalaba el número de generaciones que el linaje del que se provenía había estado alejado del pecado, es decir, el tiempo en que habían practicado como católicos sin mácula. La categoría de cristiano viejo fue entonces una nueva posición de honor, que se unía a las anteriores de nobleza civil.

Por supuesto, esto hizo que el lugar ocupado por la mujer tuviera que ser reafirmado: eran ellas quienes podía trasmitir la sangre sin pecado del linaje, pero así mismo, cualquier falta de ellas podía poner en entredicho la legitimidad de los hijos. Sus faltas afectaban el honor del linaje, porque demostraban el incumplimiento de la función protectora asignada a los varones, pero también podían suscitar una trasmisión no debida de los bienes de dicho linaje a un heredero ilegitimo (Dueñas, 2002). Si tal responsabilidad pesaba sobre unos cuerpos que tendían el pecado, resultaba obvio que se afianzará el control masculino y el distanciamiento de las mujeres del espacio público. En este orden de ideas, dado el discurso católico que asociaba, desde la Alta Edad Media, a la mujer con el pecado, y se suma la preocupación que desde el siglo XV se presenta en el mundo hispánico sobre la pureza de sangre, esta sociedad estamental restringió el desenvolvimiento de la mujer. Se le entregó a la habitación doméstica o el claustro como su lugar natura, y se presentó como necesario el control masculino sobre ella.

2.    Impartiendo justicia acorde al fortalecimiento del catolicismo

La concepción de género del catolicismo no quedaba relegada a un espacio no institucional, por el contrario, estas construcciones tenían concurso en el orden jurídico hispánico gracias al pluralismo jurídico. De acuerdo con Hespanha (2002), este término indica la situación de coexistencia de distintos órdenes jurídicos en el seno de un mismo ordenamiento jurídico. En el caso de la Monarquía hispánica, se entrelazaban los órdenes creados por el derecho romano, por la tradición canonística y por el derecho local (Hespanha, 2002). Los diferentes órdenes lograban reconciliarse en tanto se consideraba que el orden podía ser plural, cuestión basada en el tomismo. De acuerdo con santo Tomás, el orden, que era un don originario de Dios, se mantenía por “la existencia de fuerzas íntimas que atraían a las cosas entre sí” (Hespanha, 2002, p. 96), demostradas en simpatías y afectos naturales. El amor era el afecto que las cosas tienen por el orden del todo, pero el mismo no era monótono, sino que resultaba de la diferente naturaleza de cada cosa que se expresaba en diferentes sensibilidades. Por lo tanto, dichos órdenes gozaban de igual legitimidad y la apreciación de los casos concretos quedaba al arbitrio del juez (Hespanha, 2002, p. 106).

Retomando nuestra línea de reflexión, por este camino del pluralismo jurídico, los pronunciamientos de la Iglesia con respecto al matrimonio y sus transgresiones tenían cabida en los cuerpos legales, y con ello, el orden de género que hemos analizado. Veamos entonces, cómo frente al ideal de mujer en la matriz hispánica —sumisa, obediente al control masculino, honrada, y por ello, siempre atada a la casa—, se castigaba a aquellas que transgredían su lugar de esposa fiel y obediente y aquellos que habían influido por la fuerza o el engaño para que una mujer honrada dejara de serlo.

San Pablo había establecido que el cuerpo no estaba hecho para la fornicación sino para Dios, en este sentido, las relaciones sexuales solo debían tener lugar dentro del matrimonio o de lo contrario se debía preferir la abstinencia (Ortega, 1980, p. 85). Así mismo, la procreación debía darse sin placer, lo que significaba que el coito no debería tener lujuria ni concupiscencia; en palabras de Suárez (1999) “la lujuria es un vicio que consiste en la búsqueda desordenada del placer en contra de la razón y la ley natural” (p. 131). Con base en esta visión negativa del placer sexual, Tomás y Valiente (1990, p. 55) establece lo que sería una escala de la transgresión —basada en la finalidad del placer y uso del cuerpo— que de menor a mayor grado de gravedad tendría el siguiente orden: 1. fornicación, 2. estupro, 3. adulterio, 4. sacrilegio, 5. pecado contra natura y 6. pecado nefando.

La regulación y castigo de este tipo de transgresiones quedaron establecidos desde el siglo XIV en Las Siete Partidas. Normativa entendida por los juristas y sabios de su época como monumento jurídico, que pasó a la historia como el más importante código secular legal de la Europa medieval (López, 1992, p. 54). En este cuerpo jurídico se delimitó en principio lo que era una mujer honrada, la importancia del matrimonio como la vía lógica para aquella y finalmente, la protección institucional para aquellas que habían sido agredidas en su honra. En la Segunda Partida, se hace explícito tanto el ideal de mujer como el lugar relacional de la misma con respecto al hombre, a propósito de las consideraciones que se hacen sobre la esposa del rey (Sánchez-Arcilla, 2004, p. 205). En la Partida Cuarta, dedicada a las cuestiones relacionadas con el matrimonio —por ser considerado el más importante de los sacramentos al ser instaurado directamente por Dios—, al referirse a la esencia del mismo, se recalca el lugar natural de la mujer y el peso que recae sobre ella en esa formación familiar (Sánchez-Arcilla, 2004, p. 611).

Establecido lo que se esperaba de una mujer y recalcado el papel fundamental de ella en el matrimonio, se resalta la necesidad de honra de ella. En la Partida Séptima se establecieron los atentados contra la honra de una mujer y los castigos que recibiría el acusado de tales delitos. En el título XIX se tipificó específicamente al estupro como un pecado de lujuria que atentaba contra la virtud de la castidad (Sánchez-Arcilla, 2004, p. 955). Las Partidas siguen en esta conceptualización los textos del catolicismo que refieren al estupro como el conocimiento carnal de mujer virgen (Bazán, 2003, p. 15). En este sentido, este cuerpo jurídico respaldaba el valor social entregado a la virginidad como prueba de la honra femenina y del honor familiar. Se deja en claro desde el inicio del título que estos eran delitos contra mujeres que vivían honestamente y tenían buena fama. Esto implicaba que las autoridades solo intervendrían en delitos cometidos contra mujeres honradas y que los padres agraviados —que veían a su linaje descender en la escala del honor al no cumplir con el sacramento del matrimonio— podían interponer la acción en contra del agresor. La acción judicial restablecería entonces el orden existente por naturaleza.

En la ley primera del mencionado título se establecieron las clases de estupro. El primero de ellos era el estupro con fuerza que, según la Ley III del título IX, tenía como castigo la muerte del agresor y la entrega de todos los bienes del delincuente a la mujer forzada. Pero el castigo dejaba de aplicarse si la mujer era del agrado del acusado y este se casaba con ella, pasando únicamente los bienes a los padres de la doncella si es que estos no aprobaban el casamiento. Como vemos, aún si el estupro era efectuado contra la voluntad de la mujer, el matrimonio restablecía la situación inicial, es decir, volvía a poner las cosas en su lugar, devolviéndole la honra a la mujer y el honor a la familia agraviada. Todo ello, en aplicación de los parámetros de orden social que hemos reseñado antes. El sujeto pasivo del delito pasaba entonces a un segundo plano. La honra se configuraba en este caso como el elemento valioso a cuidarse, esto es, como un bien familiar de importante repercusión social para un grupo, más que como una condición intrínseca de una mujer que pudiera verse afectada en su cuerpo y deseos.

El segundo tipo de estupro era aquel en el que la doncella accedía al encuentro sexual fruto del engaño como una oferta de promesa matrimonial, como vía para acceder al encuentro sexual con ella. En este caso, si se demostraba dicho engaño, se disponían de diferentes penas: si el sujeto era honrado, le correspondía la entrega de la mitad de sus bienes y en caso de ser vil, este debía recibir azotes y ser desterrado (Madrid, 2002, p. 142). Como bien lo señala González (2001, p. 101), no en todas las causas interpuestas por estupro, las familias buscaban el matrimonio. Algunas de ellas buscaban recibir una dote o se conformaban con que se les resarciera con algún tipo de remedio mucho menor al contemplado en la norma. Así pues, el campo jurídico abierto por este delito, también se convierte en un terreno de negociación y, en algunos casos, en uno en el que se tramitaban otras desavenencias sociales, sin faltar las venganzas personales y las traiciones amorosas entre sus causas.

3.    El honor en territorios neogranadinos. Reproduciendo la tradición

Según Tomás y Valiente (1990), en el último tercio del siglo XVIII, la sociedad castellana experimentó una relajación en la observación de la disciplina moral. Dicha relajación se evidencia en la falta de interés por cuestiones de honor y al mismo tiempo, por la disminución de los duelos y desafíos observados (Parada García, 2009, p. 180). En el caso del Virreinato de la Nueva Granada, encontramos cierta continuidad en la exigencia simbólica de esta disciplina moral. Esto se verifica tanto en la legislación emitida con respecto al matrimonio, así como por el número de casos que por asuntos relacionados con delitos contra el matrimonio y la familia llegaron efectivamente a los tribunales. Con respecto al primer asunto, en 1776 se emitió la Pragmática Real de Matrimonios, cuyo fin era evitar alianzas matrimoniales entre sujetos de diferentes razas. A ella se sumó la prohibición de 1787, por la que no se llevarían a cabo matrimonios sin consentimiento de los padres (Dueñas, 2002). Las dos son una muestra del objetivo de regular más férreamente las decisiones conyugales.

Para el siglo XVIII son pocos los casos de estupro efectivamente encausados —un total de veinte casos reposan en el Archivo General de la Nación de Colombia—, en comparación con las causas interpuestas por otros delitos similares como el adulterio o el incesto. Una explicación de ello es que el hecho de recurrir a los tribunales no era una salida fácil para quienes interponían la demanda. En el caso de los varones, como bien lo resalta María del Refugio González para la Nueva España, tenían que vencer el temor al qué dirán, al escándalo y a la vergüenza, que era el miedo de la “maledicencia popular que suponía que no había podido cumplir con las expectativas que de todo varón respetable se esperaban” (Lozano, 2009, p. 55). Cabe señalar que en los casos interpuestos es muy común encontrar que los hombres señalen a las mujeres como las verdaderas seductoras (Archivo General, 1795, f. 722-812) llegando a extremos de inculpar de dicho comportamiento a pequeñas niñas realmente violentadas (Archivo General, 1806, f.931-1018).

Ahora bien, en 1810 inició el periodo de ruptura formal del sistema político colonial en los territorios del Virreinato de la Nueva Granada, que condujo a la instauración de una República. En cuyas bases ostentaban la idea de igualdad entre los ciudadanos, cuestionando el orden estamental, que como hemos resaltado iba de la mano del mecanismo del honor y del control cotidiano del comportamiento individual vía honra y vergüenza. Entre 1810 y 1819 solo encontramos un caso de estupro, en tanto para el periodo comprendido entre 1820 y 1829, la cifra aumenta ostensiblemente a la de dieciocho casos, disminuyendo de nuevo para la década de 1830 al presentar solo un caso3. Con respecto a la primera década republicana, la hipótesis resulta sencilla: seguramente, estos asuntos cotidianos o menores, durante el periodo de la guerra independentista pasaron a un segundo plano, acaparando la atención de las autoridades la movilización de tropas, los cambios de autoridad política y, en el caso de las cuestiones criminales, pasando a primer plano asuntos como la traición a la patria, y en el ideológico, la construcción de un referente nacional.

Al restablecerse el orden, es posible que muchos casos que estuvieron en espera de ser tratados encontraran finalmente audiencia, lo que explicaría el aumento de los casos atendidos por los tribunales en la década de los veinte. Pero, así mismo, tenemos que tener en cuenta para el análisis de esta década, el tipo de normas que empezaron a funcionar con el nuevo orden republicano y el tipo de concepción de delito que ellas sustentaban. Sin Código Penal la ley máxima en funcionamiento fue la Constitución de 1821, que instauró una transformación en el formato de la justicia, alejándola de las formas inquisitoriales y buscando dar cabal cumplimiento al principio de legalidad propio de un Estado Liberal como el fundado en 1810.

Entre ellas quedó en funcionamiento, hasta la expedición del Código Penal de 1837, para los asuntos relacionados con el matrimonio y la familia, el cuerpo y la legitimidad de Las Siete Partidas. Durante la República este cuerpo legal funcionó como referente de justicia por casi tres décadas, apoyado por la validez y respaldo social. Un respaldo que se demuestra en la expresión de los abogados ante los tribunales, al estar apoyándose en ellas en tanto que leyes buenas. Colmenares (1990), ha dicho en este sentido que, en el caso de la Nueva Granada, en la República se mantuvo la intervención ideológica de la Iglesia, haciendo tránsito en el siglo XIX hacia una República cristiana. Misma que dejó intacto el fundamento divino del régimen político y, con ello, las consecuencias en la construcción del género que aquí hemos explorado para el periodo colonial. En el caso de las causas abiertas por denuncias de estupro es perceptible la pervivencia de la comprensión hispánica de la honra femenina y de la forma de pensar los delitos contra ella. Así pues, el tratamiento judicial se basa en lo establecido en la Séptima Partida, se trata en todos los casos de establecer las condiciones de honra o depravación de las mujeres agraviadas, se repiten en la denuncia las preocupaciones sobre la honra perdida de la mujer y el tratamiento que adelante recibirá (Archivo General, 1831), varias defensas se basan en señalar la culpa de la mujer en la seducción (Archivo General, 1822) y se establece el matrimonio como posible fórmula para subsanar el daño recibido.

Pues bien, podríamos pensar que el cambio con respecto a este tratamiento de lo femenino llegaría con el establecimiento de un nuevo Código Penal en 1837. Un código que ciertamente se expidió en medio de un importante debate filosófico sobre la naturaleza del crimen. Desde finales del siglo XVIII las ideas del filósofo inglés Jeremy Bentham eran conocidas por hombres ilustrados en el Virreinato de la Nueva Granada. El principio fundamental del utilitarismo inglés era simple: mayor bienestar para el mayor número de personas. Pero esto chocaba directamente con la tradición hispánica, a decir de Jaramillo (1997, pp. 51-52).

Los ilustrados católicos vieron entonces al utilitarismo como una filosofía que propiciaba la licencia religiosa y política. La filosofía del inglés contenía “muchas máximas opuestas a la religión, a la moral y a la tranquilidad de los pueblos” (Gómez-Müller, 2002, p. 61).

Los jurisconsultos neogranadinos se apropiaban así de la tradición hispánica, era en esa matriz cultural en la que se reconocían. Este debate fue el contexto para el surgimiento del primer código penal en la Nueva Granada en 1837. El Código generó entonces un nuevo debate en el país. Uno que se preguntaba si esta codificación era una continuidad de la ley española colonial o una nueva reglamentación republicana. En el caso de nuestro tema en análisis parece tener mayor peso la primera caracterización. En el capítulo V, dedicado al adulterio y al estupro alevoso, de nuevo se estableció la necesidad de proteger la honra femenina en caso de mujeres de buen vivir (Código Penal de la Nueva Granada, 1837, art. 735 y 736).

Esto implicó que el Código de 1837 dejara habilitadas las formas de la tradición hispánicas con respecto al honor familiar, decisivas en el valor social entregado a las mujeres. Así como sucedió con la Constitución de 1821 y pese a los fuertes debates en la vida pública entre benthamistas y antibenthamistas, prevalecieron estos principios de organización social inspirados en el catolicismo. Prevaleció entonces el orden moral regido por los principios católicos y, con ellos, las formas arregladas de vida íntima, las formas de deducción del honor de los caballeros y la naturalización discursiva del lugar de los sujetos según su género. El honor seguía siendo un asunto de caballeros.

Sería hasta el Código Penal de 1873, inspirado en las bases liberales de la Constitución de Rionegro de 1863, cuando se limitó el delito de estupro en los hoy territorios colombianos. Con este término solo se referirían hasta 1890 al delito sexual cometido en contra de niños, definidos como no púberes y abarcando como víctimas a sujetos de los dos sexos (Código Penal de los Estados Unidos de Colombia, 1873, p. 79). Sin embargo, este Código estableció el delito de coito alevoso, que recogía las ideas sobre la protección de mujeres honradas que se habían perdido por engaño (Código Penal de los Estados Unidos de Colombia, 1873, p. 81).

Pero será el Código Penal de 1890, el que ahonde en la protección de la honra femenina y con ella en las concepciones sobre mujer valiosa de la matriz cultural hispánica —y, por ende, susceptible de ser protegida judicialmente—. No podía esperarse menos de un Código Penal posterior al fuerte proceso de retorno a las ideas de la tradición y el conservadurismo propias de la Constitución de la Regeneración, como fue conocida la Constitución de 1886. Estamos hablando de un texto con intenciones políticas y simbólicas fundacionales del Estado que, para empezar, elevaba a nivel de patrimonio nacional a la religión católica en su artículo 38 el cual proclamó que “la religión católica era de la nación y que por ello gozaría de una especial protección por parte de los poderes públicos como esencial elemento del orden social” (Constitución Nacional, 1886, art. 38).

El Código Penal de 1890 fue redactado por un integrante de las escuelas ultraconservadoras de su tiempo y de afinidad política al partido del presidente Núñez, Juan Pablo Restrepo, fiel a los idearios católicos y con relaciones muy convenientes hacia la ortodoxia de la iglesia, insistía, por ejemplo, en penalizar con mayor severidad los delitos contra la religión y contaba entre sus publicaciones con obras como La iglesia y el Estado en Colombia, que narra una historia casi eclesiástica de las relaciones entre la iglesia y el Estado en épocas distintas como la del gobierno español, el republicano y los tiempos de la separación y la unión de estas dos potestades (Restrepo, 2008, p. 71).

El Código Restrepo, en consonancia con lo que hemos expuesto, restableció la pena de muerte, acabó con el límite de 10 años que se encontraba establecido para las penas privativas de la libertad y le atribuyó potestades al presidente de la república como las de sancionar delitos de prensa (Restrepo, 2008). Se trataba además de un Código que, en palabras de Porras (1886, como se citó en Restrepo, 2008) “se presumía la malicia y culpabilidad del imputable” (p. 76). La sanción de este Código materializa la tesis que considera la reescritura de códigos penales no siempre asociada con la modernización pues “las nuevas codificaciones podían retomar las antiguas tradiciones, y eso pasó en Colombia en 1890, en el contexto de la Regeneración, cuando se expidió un nuevo Código Penal” (Bustamante, 2008, p. 118).

Podemos afirmar al final, que la tradición recuperada por el Código Penal del 90, se asocia con la matriz hispánica que hemos hilado en esta historia, la cual dista de tendencias políticas e ideológicas de corte más republicano y que serán retomadas por posteriores banderas liberales, incluso laicas, en sus idearios de país. La tradicional forma de entender el mundo y sus relaciones, basada en una política criminal para la salvación de las almas y no para la garantía de los derechos, primará en la configuración de instituciones políticas y penales moralistas e inquisidoras, con la legitimidad para corregir los comportamientos domésticos de los integrantes de su sociedad y el interés de mantener intactas las costumbres que mantenían el poder de algunas clases sobre otras para la república en Colombia. En tal ideario, amante de la conservación de los hábitos sociales, se encuentra cómodo el discurso que defiende la relación entre el cuerpo de la mujer y el derecho penal, porque se trata, en últimas, de la materialización del patriarcalismo institucional en el control de la sexualidad femenina.

El Código de 1890 abrazó entonces las concepciones sobre la valía de una mujer que provenían del catolicismo. Hizo sujetos de protección únicamente a cierto tipo de mujeres, cuya valía quedaba en manos de la concepción masculina sobre ellas, y aún más, cuyos cuerpos y deseos quedaban relegados en las consideraciones de lo que era protegido jurídicamente.

Pero algunas de estas disputas irresolutas entre los herederos de la matriz hispánica en oposición a los reformistas, son las que arderán en el país durante la Guerra de los Mil Días entre conservadores y liberales, y solo serán tímidamente zanjadas entrado el siglo XX con un intento de pacto social nacional sellado a través del Plebiscito de 1957 (Restrepo, 2008). La clase comerciante emergente en Colombia presionará por conseguir su puesto en los espacios de poder político, negados con legislaciones de contención como la Constitución de 1886 y el Código Penal del 1890, para garantizar un Estado que se acomode a sus propios intereses económicos liberales y lograr la intervención en las economías feudales basadas en amplias fondas de tierra y en la conservación de la dinastía católica, la cual revitalizaba la desigualdad establecida sobre una sociedad estamentaria que no flexibilizaba sus proyectos elitistas de relaciones sociales ni en sus modos para entender el país. La moral utilitaria liberal no encuentra rutas conciliatorias con la religiosidad caritativa y ultraterrenal conservadora y en este desencuentro, arderá un primer y sangriento momento de nuestra historia nacional conocido como el de la Primera Violencia, la violencia bipartidista.

4.    La conveniente coexistencia de instituciones colonialistas en los delitos sexuales con el positivismo punitivista moderno

El final de la Guerra de los Mil Días consolidaría la hegemonía conservadora y solo durante los dieciséis años corridos desde 1930 el país gozaría de transformaciones políticas y legislativas en aspectos como el agrario, laboral y tributario, durante un período que se conoce como la República Liberal, que comenzó con Enrique Olaya Herrera y que alcanzará sus mayores reformas durante el gobierno de Alfonso López Pumarejo (Restrepo, 2008, p. 104). Es por eso que el Código Penal de 1936 significó un avance en la transformación de mentalidades para una sociedad profundamente confesional que había ratificado, a través de sus propias instituciones jurídico-procesales, la intromisión de la Iglesia en los asuntos del Estado. Esto con la suscripción de Concordatos con la Santa Sede, el primero de ellos en 18884, durante la presidencia de Rafael Núñez (el otro se suscribirá en 19735, durante la presidencia de Misael Pastrana), vigentes hasta nuestros días de no ser por la Corte Constitucional, dado que ninguna corporación legislativa se atrevió a derogarlos en lo corrido del siglo XX, pese a las abiertas contradicciones constitucionales y del orden del derecho internacional que ellos contenían.

Las reformas liberales de 1936 introdujeron interesantes cambios respecto a los nuevos perfiles criminales y también a la resignificación de valores para los bienes jurídicos de interés público de la nación colombiana. En primera instancia se observa una clara intención de materializar la separación entre Iglesia y Estado, propuesta en la reforma constitucional del mismo año (Arias, 2000). Todo lo anterior implicará un proyecto progresivo para ir desmontando instituciones hispánicas medievales, muchas de ellas, a su vez, de herencia romana, como son justamente las figuras penales asociadas con la protección a la honra femenina y el honor sexual masculino. Encontramos respecto a la correlación de las instituciones hispánicas y romanas declaraciones como la del presidente López, que a letra consideraba como una necesidad política para alcanzar la independencia del poder civil el dejar de ser un: “feudo apacible, dirigido por el delegado apostólico y orientado políticamente por las insinuaciones romanas” (Revista Javeriana, 1938, como se citó en Arias, 2000, p. 73).

El acto legislativo n.° 1 de 1936 y su concreción en la expedición del Código Penal (Ley 95 de 1936), “fue percibido como la entrada a la modernidad del mundo jurídico” (Restrepo, 2008, p. 84). Esto, porque abandonaba, de alguna manera, muchas confusiones entre moral y derecho de los códigos penales pasados, donde faltas penales se concebían como tal por su contenido pecaminoso más que por su afectación a bienes jurídicos tutelados. Podría verse como “un momento de tránsito entre la vigencia de la moral cristiana y la invención de un nuevo sujeto para vigilar” (Bustamante, 2008, p. 118), lo cual ocurre por la aspiración científica de ramas especializadas del derecho como el derecho penal, donde corrientes clásicas y positivistas acuden a argumentaciones que tratan de alejarse de dogmas religiosos y morales, para insertar pensamientos de autonomía metódica como la argumentación lógica y la experimentación omnicomprensiva del comportamiento humano, todo esto sobre la base de corrientes ius teóricas continentales provenientes especialmente de Italia y de Alemania. Se trata de una nueva tecnología argumentativa que razona en función de la protección de bienes jurídicos tutelados por el interés público y que quiere modernizar la teoría jurídica de los delitos y las penas.

Las corrientes clásicas están inspiradas en los movimientos ilustrados que promueven la codificación legislativa, asociada con la necesidad de garantizar el principio de la legalidad y promotora de la persecución del acto ilícito y de la protección de bienes jurídicos de interés común. Nos referimos a las positivistas, fortalecidas con la cientificidad moderna y con los roles que la psiquiatría y la medicina podrían significar en las nuevas formas para entender el crimen y el comportamiento humano, inclinadas a perseguir el delincuente más allá del acto delincuencial.

Esto explica algunas apuestas interesantes del Código Penal del 36, como el hecho de no calificar el adulterio ni el concubinato como delitos, tratándose de actuaciones de naturaleza más doméstica y siendo necesaria su relajación bajo un modelo moderno de sociedad que tendría nuevas preocupaciones con el interés de la burguesía por controlar, más bien, las formas de criminalidad que pudieran florecer con su naciente proyecto de industrialización (Restrepo, 2008, p. 48). La dicotomía entre el crecimiento de la industrialización nacional por un lado y el aumento exponencial de las brechas de desigualdad por otro, instalará en el país la pobreza suburbana y la precarización de las condiciones rurales del jornalero, desencadenando en injusticias socioeconómicas sostenibles solo con uso de una fuerza penal para la criminalización al campesino y obrero oprimido, más que para el pecaminoso o el concupiscente que son la obsesión de la Iglesia.

Sin embargo, en lo que concierne al estupro, este se mantuvo casi intacto. A saber, siguió considerándose una afrenta penal el acceso carnal con una mujer a través de engaños. También se continuó atenuando su pena cuando se consumaba con meretriz o mujer pública, y en las consideraciones finales, se mantuvo la exoneración de sanción penal al agresor que contrajera matrimonio con su víctima, incluso si esta hubiese sido accedida por seducción o por la fuerza. El Código Penal de 1936 seguía considerando de naturalezas semejantes la seducción y la violación a una mujer, admitiendo una perversa confusión entre dos bienes jurídicos tutelados diferentes, esto es: la protección a la masculinidad catolicista (el honor y la honra sexual), por un lado, y a la dignidad y autodeterminación sexual femenina (la libertad sexual), por otro.

En esa capacidad de una mujer para la custodia del sagrado honor masculino, nos decía la protección penal a los delitos sexuales, radicaba el único valor que le era reconocido por la sociedad conservadora de su tiempo. El derecho seguiría reproduciendo el mensaje de que perder el honor implicaba una lesión desproporcional para la sociedad y un daño irreparable contra su propia autoestima que ameritaba la intervención del Estado. También, justificaba la intervención estatal, la fragilidad y minoría de edad que se suponía en una mujer, idealizada aún más, por el romanticismo en la construcción de un imaginario simbólico sobre valores y virtudes femeninas. Aquí entonces, algunas de las razones de celosa protección penal como bien jurídico de tutela institucional.

Quizá por la influencia de la cientificidad proveniente de las dos fuertes corrientes italianas en el derecho penal de la época, el único avance interesante al respecto representó tipificar la consumación del delito de estupro sobre mujer mayor de 14 años, a quién no se le impuso la carga de la prueba procesal para demostrar sus virtudes y así, hacerse merecedora de la condición de víctima ante los estrados judiciales. Pero las decisiones judiciales serían aún más recalcitrantes que las mismas propuestas penales legislativas del 36. Ya que el Código solo atenuaba la pena de mujer pública o meretriz, no decía nada sobre alguna condición particular de las víctimas para merecer la configuración efectiva del tipo penal a su favor. Al respecto, la doctrina y los jueces hablaron sobre lo que consideraron vacíos para la interpretación legal y en ese mismo sentido, muchos de ellos aseguraron, que una mujer mal comportada no era portadora de ningún bien jurídico a ser protegido por el Estado colombiano. Esta discusión puede verse materializada en expedientes como el 327 de la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal de 2 de febrero de 1953, cuando la Corte Suprema de Justicia revocó una decisión ajustada a derecho emitida por un tribunal colombiano.

Se trataba del Tribunal de Ibagué que, en aplicación del Código, condenó por corrupción de menores a un ciudadano que soportó su defensa en demostrarle comportamientos inadecuados de la mujer que había sido la presunta víctima del delito. A letra seguida, planteaba la defensa que: “María Matilde, antes de entregarse a Gregorio Montaña, era una persona que gozaba de su sexo sin mayores miramientos, solo en consideración al placer que prodiga la carne” (Corte Suprema de Justicia, Gaceta CI, 13 de febrero de 1963, p. 328). En otro acápite de recuento probatorio se menciona que: “en cierta oportunidad se la vio llegar a su casa de habitación completamente embriagada” y luego agrega que: “su vida era la de una mujer licenciosa, (…) dada a las pasiones o a los vicios” (Corte Suprema de Justicia, Gaceta CI, 13 de febrero de 1963, p. 328).

Para el Tribunal de Ibagué, ninguno de estos argumentos tenía cabida frente a un tipo penal muy claro que en ninguna parte exigía en la víctima, mujer mayor de 14 años, un comportamiento en especial, doncellez, o que su reputación fuera buena o mala. Pero los magistrados de la Corte Suprema de Justicia revocarían la sentencia de la instancia menor. Para ellos, no solo era necesaria la pericia judicial para indagar la vida, comportamientos y hábitos sexuales de la presunta víctima, sino considerar de sentido común que una mujer que no cumpliera con estos requisitos de obligatoria investigación judicial ya no tenía nada que perder al ser sometida a prácticas sexuales contra su voluntad, sean estos por engaño o por fuerza. Para ellos, el pudor perdido, dada la ausencia de virginidad o por los comportamientos inadecuados de una mujer en su trato y relación con otros hombres, es lo que de fondo protegían los delitos asociados con la corrupción de menores, la violación y el estupro (Corte Suprema de Justicia, Gaceta CI, 13 de febrero de 1963, p. 335)6.

Los magistrados en este caso propondrán dos tipos de corrupciones, jamás mencionadas por el redactor original del Código Penal del 36. Una si se quiere, por la inmadurez sexual propiamente dicha, asociada con la incapacidad de comprensión del acto sexual dada la edad biológica de la víctima, lo cual afecta su voluntad y su libertad sexual, la otra corrupción se relacionaba de una especie de recato moral (Corte Suprema de Justicia, Gaceta CI, 13 de febrero de 1963).

A decir de estas posturas retrógradas para un Código que se presumía liberal, esta sentencia no es el único caso que encontramos donde se ventilan discusiones semejantes, más si incluimos en el rastreo altas cortes, pero también jueces menores. Consideramos, en todo caso, significativo para este artículo mostrar otra tendencia judicial y doctrinaria que borraba, otra vez, con la cultura de la tradición, el mediano avance liberal del Código del 36 en asuntos como el de la libertad sexual. A saber, les pareció a los jueces de la Corte Suprema, injusto absolver a un agresor sexual cuando la condición de honestidad de su víctima solo había alcanzado a despertar dudas, argumentando que “no puede admitirse que cualquier grado, aun cuando sea mínimo de corrupción, lleve a la impunidad” (Corte Suprema de Justicia, Gaceta No. 2142, 02 de junio de 1954, p. 878).

Por ello es importante en nuestro relato sobre honor sexual la literatura penal especializada que se usó para resolver casos de libertad sexual y mantener viva la posibilidad de considerar la honestidad como bien jurídico para ser tutelado por el Estado. En el caso judicial de 1952, por ejemplo, a la Corte le pareció correcto más bien, medir la pena ejercitando una medición probatoria y lógica asociada con el grado de pureza de esta mujer ofendida. Esa suerte de ponderación se nutrió de criterios doctrinales y se presentó objetiva y neutral sobre el soporte teórico–científico de su tiempo, consignado en tratados que se empleaban para la enseñanza del Derecho y se discutían en los círculos jurídicos académicos.

El popular tratado del italiano Giuseppe Maggiore, por ejemplo, quien fue presidente del Instituto Nacional de Cultura Fascista de Italia y firmante del polémico Manifiesto de la raza, se tradujo y se citó en varios manuales de derecho penal, para luego adaptarse a la legislación colombiana y latinoamericana. Su contenido defendía el criterio de que los jueces podían medir los grados de pureza de una mujer agredida sexualmente.

Entre algunos otros textos que encontramos en las bibliotecas nacionales, estudiados y seguidos por los aplicadores de los delitos sexuales en Colombia para esta época (Barrera Domínguez, 1936; Bengoa, 1957; Bonabelli, 1965; Fontán, 1945, Suarez, 1955; Pérez, 1963); también algunas tesis de menor difusión (Elías, C. C.; Rodríguez Rico, C. J.), pero que confirmarían nuestras intuiciones sobre la fuerte carga ideológica católica aún presente en documentos del positivismo o el clasicismo penal, aunque estos se hubieran declarado abiertamente distantes de la política penal inquisitivo–religiosa y moralista del derecho ultraterrenal y del pecado.

Esto demuestra que su aplicación por supuesto, causó un hálito de desobediencia judicial a la tendencia reformista del Código Penal del 36, dado que los aplicadores que transcribían sus cifrados para la sociedad civil estaban formados en la doctrina penal católica de los delitos sexuales, que les había mostrado las clasificaciones de las mujeres según sus grados de pureza y que consideraban lesivo y criminal para la sociedad atentar contra aquello que constituía la única fuente de dignidad objetiva y subjetiva para una mujer en su tiempo: su exclusividad sexual.

Para caracterizar algunos de los debates contenidos en los manuales que hemos referenciado, podemos encontramos con I) Definiciones moderadas, radicales y alternativas de castidad y virginidad femenina; II) Consideraciones morales y biologicistas de la seducción y sus manifestaciones afectivas incluida, por supuesto, la sexual, materializadas en conceptos como coito, ayuntamiento sexual y desfloración; III) Formas, grados y manifestaciones probatorias de la corrupción moral de una mujer junto con enumeraciones ilustrativas de comportamientos femeninos públicos para determinar su honestidad y establecer realmente si se trataba o no de una víctima o, por el contrario, de una mujer de vida licenciosa, pública, mundana, que no guardaba su estado; IV) El contenido de la ilicitud del estupro y su relación con la abstención de la libido y el deseo, sobre una media social moral que traza sus límites y sus alcances; V) La relación confusa de libertad sexual con honor sexual frente a los bienes jurídicos tutelados de protección; VI) Las formas de promesa de matrimonio, las referencias a los esponsales religiosos católicos y otras prácticas, validadas por unos y reprobadas por otros, como engaño probado en los estrados judiciales; VII) El matrimonio legítimo como forma de exoneración penal y las razones dogmáticas para su aplicación a los casos de violación, estupro y corrupción de menores por igual.

En todo caso, rescatamos de estos autores, a Barrera Domínguez (1963), quién intenta, de manera expresa cuestionar la indivisión entre catolicismo y derecho penal, cuando se trata de abordar el problema de los delitos sexuales.

Para autores como Susy Bermúdez (1987), las contradicciones entre tradición y reformismo que cohabitan en el Código Penal del 36 y se aplican por los jueces durante la República, en especial sobre lo que concierne al tratamiento moralista que se le da a los delitos sexuales, también se debe a la coincidencia de intereses por la conservación de la familia tanto para la Iglesia como para la burguesía. La conservación de la familia es una exitosa herramienta para controlar la sociedad (Bermúdez, 1993). Aunado a lo anterior, la familia es una institución que “reproducían valores y relaciones que permitían perpetuar el statu quo: patriarcalismo, racismo y clasismo, lo que fortalecía el desarrollo del Estado Capitalista” (Bermúdez, 1993, p. 41).

Finalmente, el otro gran factor de influencia sobre la desobediencia judicial al espíritu de las leyes reformistas del 36 fue la fuerte presencia del fenómeno, documentado por autores como Arias (2000), del catolicismo integral “mecanismo de defensa adoptado por Roma en el siglo XIX para contrarrestar los ‘errores modernos’ difundidos por la Revolución francesa, en particular el racionalismo, la democracia, la secularización del Estado, de las ciencias y del pensamiento, y el individualismo” (Poulat, 1981, como se citó en Blancarte, 1992, p. 100). El triunfo del catolicismo integral conservador que instó a desobedecer abiertamente las reformas liberales transpiraba en la República una cultura predominantemente tradicionalista sobre el ideal de familia y el manejo cotidiano a las relaciones sexuales, que terminaban normalizando el sometimiento femenino al encierro, al aislamiento, a las tareas exclusivas del hogar y a la incapacidad para decidir sobre su sexualidad y sobre su cuerpo.

En efecto, la cultura católica colombiana vencería en varios de los escenarios simbólicos propuestos por la Iglesia y sectores conservadores, aun durante los dieciséis años de mandatos liberales. El contenido del honor y de la honestidad en el estupro, deviene de un valor moral propio del proyecto político y religioso del catolicismo integral y su defensa inclina la balanza en las tensiones y las disputas de proyecto de construcción de nación con intereses particulares para sus planes y para su partido.

Esto se debe al carácter globalizante de las acciones políticas de la Iglesia, lo cual significa abarcar multiplicidad de aspectos en la vida pública y privada de la sociedad, para que su modelo del mejor de los mundos posibles pudiera encarnarse desde las bases de las relaciones sociales y terminar controlando así el contenido de los valores colectivos y las pulsiones éticas de sus ciudadanos. El control religioso y moral del clero sobre “el matrimonio, las diversiones, el vestir, el rol de la mujer, la procreación” (Arias, 2000, p. 89),  privando a la sociedad de autodeterminaciones individuales o de leyes civiles,  son algunas manifestaciones del carácter globalizante del catolicismo integral. Así, el catolicismo integral como el mejor de los mundos posibles, como utopía, despierta una sensación de nostalgia y de añoranza sobre los valores del pasado y de la tradición, abandonados por los embates de la modernidad, como si la realización de la vida buena tuviera un lugar espacio temporal posible justamente escapando a los cambios históricos inevitables (Arias, 2000).

Una última estrategia a resaltar, que perpetuará la intervención religiosa y con ello, el mensaje judicial conservador de los valores de la familia y la tradición, la custodia del cuerpo femenino como un bien sagrado para la sociedad civil y para la ciudad de Dios, durante los dieciséis años liberales y los siguientes de hegemonía conservadora, fue hacer de la religión un criterio de identidad y de unidad nacional. En términos de Arias (2000), se trató de implementar “el catolicismo como sinónimo de colombianidad” (p. 84). Para la Constitución de 1886 la religión católica sería patrimonio de la nación a ser protegido por sus instituciones, luego, el Plebiscito de 1957 la considerará un factor que une a la nación colombiana. A la luz de esta última estrategia se justificarían las denuncias de los líderes y abanderados de la iglesia católica contra situaciones que pusieran en peligro al catolicismo: se trataba de ataques contra el mismo pueblo Estado colombiano, ellos se encontraban legitimados y ungidos de obligación cívica y moral para hacerlo. Solo bajo el anterior contexto integracionista, la moral pública y con ella el honor sexual, es un bien jurídico de los colombianos.

Con el plebiscito, como una práctica de valor simbólico, se aspiró a reducir la crudeza de una guerra que al país no le daba tregua en su derramamiento de sangre desde que había comenzado siglo. El pacto, si se quiere, concedió una licencia a la intensidad en la confrontación librada en los territorios nacionales, pero no cesaron los enfrentamientos ideológicos y políticos respecto de los dos proyectos de construcción de nación provenientes de dos bandos con intenciones de modernización, por un lado, y de conservación, por otro. Este último terminará venciendo en varias esferas de la sociedad incluida la judicial y su función de adoctrinamiento femenino, la conservación de los roles de la mujer y la mantención de los valores propios del catolicismo para la conservación de la familia como núcleo esencial de la sociedad hasta muy entrado el siglo XX. Esto, especialmente después del triunfo del proyecto de integración católica, posterior a la aparición material de las intenciones de modernización social liberales, que florecieron durante las reformas constitucionales y legales de la presidencia de López en 1936.

Ello se verá materializado en la redacción de los códigos penales posteriores en Colombia incluyendo un código casi del siglo XX como fue el Código Penal (1980) y en su respectiva y sistemática aplicación judicial, que contemplará el estupro como una suerte de engaño sexual que atenta contra bienes jurídicos de cuestionable interés público para la República como son la honra y honestidad sexual femenina y toda su consecuente carga de cuidado del pudor para la mujer de la época.

El acceso a la sexualidad de forma libre se transformaría en la literatura judicial de Colombia muchos años después. Por consiguiente, la castidad se continuó asociando con estatus y con consecuencias y castigos sociales. También siguió existiendo la mujer deshonrosa con una menor estima personal y colectiva, y siguió enfrentando restricciones a los beneficios propios de la sociedad respecto de otras temerosas y cuidadoras de su virginidad y de su cuerpo pecaminoso.

Conclusiones

•    El estupro se constituyó social y simbólicamente en delito en la medida que protegió bienes jurídicos tutelados asociados con el pasado y colonial honor masculino propio de sociedades estratificadas medievales y de la tradición hispánica imperial, que se proponía garantizar la pureza de mancilla como un asunto de gobierno y de interés general para su nación.

•    La protección al honor y honra sexual distan diametralmente de la persecución penal para salvaguardar la libertad sexual femenina. En el primero de los casos, poco interesa el sufrimiento que causa a la dignidad humana de la mujer el abuso de prácticas sexuales en su contra. Lo criminalmente relevante en la persecución penal al delito de estupro es la vergüenza y con ella, la pérdida de rangos o de expulsión social de los varones que custodian los cuerpos de las mujeres.

•    Considerando que la construcción de la República transó para que varias instituciones coloniales se desprendieran de las prácticas y de las significaciones sociales en nuestro país, factores como el catolicismo integral y su proyecto judeocristiano de colombianidad, así como la conveniencia de la familia conservadora y temerosa de Dios, ajustada a las necesidades de control y producción en la sociedad industrial, mantuvieron una ideologizada postura dominante sobre la criminalización a la seducción femenina, que puede rastrearse en la argumentación penal de delitos como el estupro en Colombia.

•    El engaño sexual penalizado, bajo este lente historicista, evidencia una cuestionable tecnología penal para consolidar bienes jurídicos ideologizados, ajenos a los intereses políticos de su tiempo y normalizadores de injusticias estructurales contra sectores poblacionales enteros como es el caso de las mujeres.

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Notas:
 1Aclara Brown (1989) que “en la Europa premoderna, se creía que las mujeres eran más lascivas que los hombres y más inclinadas al libertinaje” (p. 13).

2 Se pudo encontrar en el Archivo de Popayán, causas de estupro en la formalidad acusatoria propiamente colonial y es recurrente la defensa trasladando la culpabilidad a la mujer y su comportamiento. A letra dice: “Expediente promovido por García contra Collazos, por haber perjudicado en la huerta de su propia casa y sacándola un día a otra casa, a Baltasara García, hija legítima del demandante, quien presenta testigos al respecto; los contradice en las circunstancias Collazos, presentando otros para probar el descoco de la Baltasara etc.” (Archivo General de la Nación de Colombia,, febrero de 1812).

3Cabe mencionar, que en varios de estos casos se procesan delitos sexuales cometidos contra menores de doce años. Casos en los que toma otro camino a la causa penal y el referente social tratado.

4Decreto 816 del 21 de septiembre de 1888. Concordato celebrado entre la Santa Sede y la República de Colombia.

5Ley 20 de 1974. Concordato celebrado entre la Santa Sede y la República de Colombia 1973.

6Si una mujer se ha entregado voluntariamente, permitiendo que un varón realice con ella el acceso carnal, y ese trato erótico resulta moralmente ilícito, por constituir una falta contra la castidad, es obvio que deja de ser sexualmente honesta, si a ello fue determinada únicamente por satisfacer su apetencia genésica. Esa persona ya no es, por tanto, sujeto pasivo moralmente corruptible, mediante una posterior entrega sexual a otro hombre, si éste nada nuevo y lesivo de la honestidad sexual ha realizado en ella.