La argumentación jurídica del iusnaturalismo clásico como ejercicio necesario*

The legal argumentation of the classic natural law as a necessary exercise

A argumentação jurídica do jusnaturalismo clássico como exercício necessário

Eduardo Acosta-Yparraguirre**

*Artículo de reflexión. Línea de investigación: Derecho, relaciones internacionales, ciencias políticas y gestión pública. Temática 1: Derecho Público, Estado Constitucional y Derechos Humanos (ODS 10, 13 16 y 17).

**  Abogado y doctor en Derecho. Profesor investigador de pregrado y posgrado en la Universidad San Ignacio de Loyola, Lima, Perú. Director del Grupo de investigación “Filosofía del Derecho”. Correo electrónico: eduardo.acostay@usil.pe ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5268-8327

Resumen

La discusión sobre lo racional y lo razonable rejuvenece constantemente en las interrogantes sobre el contenido de la argumentación y cómo decidir en los conflictos. Las valoraciones a las que suele hacerse referencia se debilitan por su subjetividad, mientras que las alternativas que comprenden invocaciones al auditorio —es decir, lo razonable—, son apreciadas por acercarse a la sociedad, pero la negociación del discurso excluye en sí misma una medida que sirva de indicador para el Derecho. El iusnaturalismo clásico, según la presente propuesta, absuelve esta necesidad con sus cinco criterios más importantes: ser humano, bienes básicos, fines, lo justo y bien común, debido a su carácter universal y su garantía de objetividad.

Palabras clave: argumentación jurídica, iusnaturalismo clásico, lo racional y lo razonable, subjetivismo y objetivismo, hechos.

Abstract

The discussion about the rational and the reasonable is constantly rejuvenated due to the endless cycle of questions about the content of the argument and how to decide in conflicts. The most referenced evaluations are usually weakened by their subjectivity. The alternatives that include appealing to the audience -that is, what is reasonable-, are appreciated for their proximity to society, but the negotiation of the discourse excludes in itself a measure that serves as an indicator for the Law.  Classic natural law, according to our proposal, acquits this with its five most important criteria: Human Being, basic values, ends, the fair and the common good.

Keywords: Legal argumentation, Classic jusnaturalism, the rational and the reasonable, subjectivism and objectivism, facts.

Resumo

A discussão sobre o racional e o razoável rejuvenesce constantemente nos questionamentos sobre o conteúdo da argumentação e a maneira de decidir nos conflitos. As valorações que costumam ser referidas enfraquecem-se por sua subjetividade, enquanto as alternativas que compreendem inovações para o auditório – isto é, o razoável–, são consideradas por se aproximarem da sociedade, mas a negociação do discurso exclui em si mesma uma medida que sirva de indicador para o Direito. O Jusnaturalismo clássico, segundo nossa proposta, absolve essa necessidade com seus cinco critérios mais importantes: Ser Humano, bens básicos, fins, o justo e bem comum, devido ao seu caráter universal e sua garantia de objetividade.

Palavras-chave: Argumentação jurídica, Jusnaturalismo clássico, o racional e o razoável, subjetivismo e objetivismo, fatos.

Introducción

Alexy (2007), citando al Tribunal Constitucional Federal alemán, señala que las decisiones de los jueces —y por extensión toda fundamentación jurídica— deben “basarse en las argumentaciones racionales” (p. 25). Según el iuspositivismo y otras doctrinas, el derecho natural está incapacitado para cumplir estas exigencias debido, entre otras cosas, a una pertinaz búsqueda de justicia que perciben como inoficiosa. Kelsen (1983) y su formalismo, denunciaban un presunto error científico al estudiarla en el Derecho cuando pertenecería a la ética. Quienes han acusado la existencia de una falacia naturalista, también han atribuido al derecho natural una base ética o axiológica que, desde los propios fueros del realismo jurídico clásico, representantes como Hervada (1999) también han combatido, aduciendo que “ni lo justo natural es un valor o un simple criterio de justicia, ni la ciencia del derecho natural es axiología o estimativa jurídica” (p. 220). El iusnaturalismo clásico ha rechazado que conceptos como la convención, religión, política o cualquier otro elemento cultural sea su fundamento. Les reconoce importancia, pero no cree que puedan considerarse criterios objetivos para el Derecho, como sí es la realidad en el sentido de naturaleza conocida por la razón.

La discusión sobre lo racional y lo razonable, a la que me aboco también en este trabajo presenta a la primera como demandante de objetividad, categoría que por evidente puede crear convicción en el auditorio. La respuesta de esta investigación es que solo el objetivismo del derecho natural clásico, basado en hechos, está en condiciones de convertirse en criterio para la argumentación jurídica. Por derivación puede ser medida también para lo razonable, concepto menos ambicioso, cuyo modelo aspiracional es precisamente lo racional.

Del lado de otras corrientes: formalistas, historicistas, sociológicas o culturales, la carencia de patrones fuertes relativiza sus proposiciones o las vacía de contenido. El problema es saber si podemos contar con que el Derecho contenga elementos que podamos identificar y que sean guía de sus intereses y objetivos. La propuesta de este trabajo se desarrolla en torno a cinco criterios del iusnaturalismo clásico: ser humano, bienes básicos, fines, lo justo y bien común, escogidos como orientadores de la argumentación y la hermenéutica, a fin de demostrar que su uso es un ejercicio necesario para garantizar una interpretación propicia del Derecho y de los intereses de las personas.

La falacia naturalista es una falacia

Desde Hume hasta Moore, y concretamente este último, se ha denunciado una falacia sosteniendo que no puede extraerse de la existencia una obligación necesaria, un deber ser. Coincido. No puede argumentarse una transición directa del ser al deber ser o, lo que es equivalente, de la descripción a la prescripción. Dos motivos pueden nombrarse, el primero, es que a partir de la observación de la realidad no pueden obtenerse normas, esto implicaría que todo lo descubierto en ella fuese provechoso para la especie humana y, consecuentemente, hablaríamos de bienes intrínsecos, que el Derecho solo tendría que reconocer. Esto dejaría fuera de juego a la acción racional normativa de los seres humanos. Y, el segundo motivo, es de carácter lógico, dado que si algo ya “es” no será un “deber ser”. Es incoherente que aquello que “deba ser” ya lo “sea”.

Bajo esta óptica, la realidad sería autonormativa y cargada de una moralidad previa a los únicos seres éticos: los humanos. Un sinsentido. No habría reparos para generalizaciones nacidas de la observación y premisas como “todo lo que es natural es bueno” serían necesarias. Finalmente, quedaríamos relevados de interrogantes como “¿qué es la naturaleza?” O más concretamente “¿qué es la naturaleza humana?”, bastaría con observar los ánimos o inclinaciones de las personas para asumirlos como correctos y, en consecuencia, legisferantes, sin necesidad de argumentar si estas acciones corresponden verdaderamente a su calidad humana o se revelan como características de su recesiva animalidad, aun si estas manifestaciones, placenteras o no, puedan ser autodestructivas.

Por estas razones, si la falacia naturalista existiera y si el iusnaturalismo la propusiese deberían abandonárseles, pero el iusnaturalismo no es una caja de resonancia de la realidad, no existe tal confusión entre el bien y su objeto y no se define lo bueno por la bondad de las cosas, esto implicaría una suplantación del sustantivo por el adjetivo y viceversa, un problema de lenguaje, pero también del sentido. El iusnaturalismo no plantea tales extravagancias.

Hume (1817) asegura que el bien no puede ser conocido por la sola razón y que toda acción de la mente puede ser incluida en el término percepción “and consequently that term is no less applicable to those judgments, by which we distinguish moral good and evil, than to every other operation of the mind” (p. 155).

Según Hume, el bien se advierte por percepciones —experiencias—, no existiría una categoría entendida como “el bien”, sino cosas buenas. Abandona la pretensión de absolutez de lo bueno. De esto resultaría, como apuntábamos líneas arriba, que como el bien de las cosas pasa por la apreciación de los hombres, entonces el valor se asigna. De la Torre Martínez (2005) atribuye a Hume y Bentham el haber introducido la idea de

Que sea el sujeto el que asigne el valor a las cosas, y no, como en general se pensaba en la antigüedad y en la Edad Media, que el sujeto tan sólo reconoce un valor intrínseco en los objetos de la realidad. (p. 33)

Este valor no es intrínseco, ergo, no todo “ser de las cosas” sería bueno o malo en sí mismo, de esto se desprende que la naturaleza misma no existe o nosotros la creamos, decidimos qué sea o no naturaleza y, por ende, no quedaría ninguna razón para afirmar que esta es buena.

El iusnaturalismo clásico dice todo lo contrario. El bien no es inalcanzable, la razón puede conocerlo y por ella se accede también a la ley natural (Aquino, 1989)1: la propia recta razón es ley natural (Cicerón, 1924)2. Rodríguez-Toubes Muñiz (1993) lo resume señalando que la naturaleza no informa directamente sobre el bien o determina delimitaciones en el Derecho, esto es tarea de la razón, “el bien es simplemente la meta de toda conducta inteligente, y el objeto del Derecho natural es mostrar cómo mejor se satisface esa meta” (p. 376).

El problema surge también por la utilización de lenguajes diferentes. El concepto naturaleza para quienes sostienen la falacia naturalista no solo es distinto al del derecho natural clásico, sino que hasta puede ser opuesto. Es recurrente que con la palabra hechos se haga referencia a la naturaleza, este es el caso de la afirmación: “de hechos no pueden extraerse normas”; sin embargo, para el iusnaturalismo clásico, la naturaleza no está construida por hechos, una afirmación tan rústica solo puede observarse en quienes entienden naturaleza como pura realidad. Sin embargo, naturaleza no es regularidad o “normalidad”, tampoco es generalización de acciones y mucho menos repetición de actos o circunstancias. Los hechos no son naturaleza y las normas no son reproducciones de hechos. Finnis (2011), ante la cuestión de si los iusnaturalistas derivan normas éticas de los hechos, señala que: “They have not, nor do they need to, nor did the classical exponents of the theory dream of attempting any such derivation” (p. 66).

Para muestra un ejemplo. Hay quienes argumentan que en la naturaleza, los animales no tienden a la monogamia, se aparean sin ningún tipo de consideración. Los seres humanos somos animales y tenemos una inclinación al placer que nos llama a un intercambio sexual libre. Por tanto, lo natural es una sexualidad similar a la de los animales, la monogamia es antinatural, una creación de la moral, la religión, la cultura, el Estado o lo que fuera.

La evidencia desmonta este argumento rápidamente. George (2009) en cita a Wilson, explica que los grupos sociales promueven y protegen a la institución del matrimonio por su rol en la crianza de los hijos, dado que “si el bebé humano naciera con la capacidad de moverse y alimentarse por sí solo (…) el matrimonio no existiría»” (p. 182). George (2009), refiriéndose al “bien intrínseco del matrimonio”, afirma que las personas humanas, como seres racionales, son capaces de distinguir los fines en sí mismos de los medios que solo sirven para satisfacer sus deseos. Mediante este  razonamiento práctico se concluye que son bienes intrínsecos y no instrumentales, “fines a los que, junto a otros pensadores contemporáneos, yo llamo «bienes humanos básicos»” (p. 192).

Como puede advertirse, la naturaleza no es colección de hechos y tampoco es realidad, o, mejor dicho, no es realidad entendida como descripción de lo existente o percibido por los sentidos. Sin una debida discriminación razonada del concepto, podríamos confundir incluso a la naturaleza con “nuestra naturaleza” y la nuestra es especialmente distinta y orientada a sus propios fines.

La fuerza de lo objetivo

La intención de este trabajo es trazar un campo donde un mismo lenguaje evite discusiones académicas insolubles, producidas más por confusión de significados entre los antagonistas, que por la complejidad de los temas.

El derecho, mediante decisiones judiciales, se dirige a resolver alteridades a través de posiciones de los jueces que podríamos denominar genéricamente “valoraciones”. A partir de esto caben dos preguntas: ¿son confiables para el derecho?, y ¿se puede prescindir de ellas? La demanda de certezas de la ciencia jurídica exige que sus herramientas no agreguen oscuridad a las dudas, por ello, en tanto las referidas valoraciones se sustenten en pareceres o deseos, no son confiables jurídicamente y degradan la credibilidad científica ante el auditorio. Alexy (2007), en similares términos, observa que el quid de la cuestión es establecer cuán necesarias son las valoraciones, su justificación racional y su relación con la interpretación y la dogmática jurídica, porque de ello dependerá la cientificidad de la jurisprudencia y “tiene, además, un gran peso en el problema de la legitimidad de la regulación de los conflictos sociales mediante decisiones judiciales” (p. 35).

El conocimiento científico privilegia la razón y la prueba frente a la falta de rigor de la opinión subjetiva. Rescher (2003) explica que: “[T]he lesson that emerges here is that knowledge is not simply a matter of having a true belief that is somehow justified, but rather that knowledge calls for having a true belief that is appropriately justified” (p. 4).

El hablar de una creencia debidamente justificada, como una forma sencilla de entender la necesidad de epistemología nos empujará a la objetividad del conocimiento. Pero, ¿qué podemos entender por objetividad? Es una pregunta que quizás se responde por otra: ¿qué podemos esperar de ella? Una primera respuesta sería que la objetividad no es patrimonio de ningún individuo y esta respuesta satisface, pero construye la idea de la ciencia como una entidad abstracta. Una segunda respuesta propone que la ciencia es patrimonio de todos y que todos ejercen control sobre las acciones de los otros. Se configura un conocimiento tangible que avanza por la conjunción de fuerzas, así se genera este estado de cosas llamado objetividad. Agazzi (2019) coincide en que la mayoría de las interpretaciones privilegia una perspectiva objetivista de la ciencia, la cual, significaría intersubjetividad, señala que esta “prevalece entre los científicos operantes, que constantemente están en la posición de considerar y experimentar la ciencia como un discurso público” (p. 76).

La segunda pregunta nos enfrenta a la cuestión de si podemos prescindir de las valoraciones. Sin embargo, antes de ensayar una respuesta detengámonos en dos subinterrogantes tomando en cuenta lo discutido sobre la objetividad: si el problema es que las valoraciones pueden adolecer de subjetividad, ¿pueden objetivarse? Y, ¿el derecho natural clásico tiene alguna posición sobre ello?

Empecemos con el problema de la objetividad de las valoraciones. Alexy explora tres alternativas. Primero, plantea como posibilidad ajustarse a los “valores de la colectividad o de círculos determinados”, opción inviable por indeterminada e inexacta. La segunda opción es recurrir al “sistema interno de valoración del ordenamiento jurídico”, también inapta, pues a pesar de su intención de rigurosidad, las valoraciones normativas de un ordenamiento jurídico también son maleables. La última posibilidad, según Alexy (2007), radica en un orden valorativo objetivo independiente o inserto en el ordenamiento jurídico, incluso reconoce que puede tratarse de “enunciados de Derecho Natural objetivamente reconocible, como lo han hecho el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo” (p. 41).

Esta tercera opción deja el terreno servido para el derecho natural clásico; sin embargo, Alexy muestra sus reparos, advirtiendo sobre lo discutible de estas posiciones filosóficas y es aquí donde debemos aclarar. El razonamiento de Alexy es correcto, lo que no es correcto es que atribuya al derecho natural características introducidas en el imaginario social y que no le son propias. Aclaremos entonces: el derecho natural no es axiología, ni ética, ni una forma de moral, ni estimativa jurídica, es Derecho. No se afirma aquí que el derecho natural clásico no tenga una posición moral, sino que no procede de ella.

Finnis (2011) desnuda esta equivocación. Refiriéndose a Kelsen, Hart y Raz, señala que sus afirmaciones no tienen sustento “since they themselves scarcely identify, let alone quote from, any particular theorist as defending the view that they describe as the view of natural law doctrine” (p. 26). Los autores mencionados analizan el derecho natural desde un prisma iuspositivista; la imagen que refiere Finnis (2011) es reproducida en cita a Joseph Raz, quien, suscribiendo a Kelsen, acusa al iusnaturalismo de carecer de una noción de validez legal y de reconocer solo una validez moral. “Natural lawyers can only judge a law as morally valid, that is, just or morally invalid, i.e., wrong. They cannot say of a law that it is legally valid but morally wrong” (p. 26). Finnis apunta que nunca ha conocido a algún filósofo que encaje en esa descripción o que se vea obligado a defender tales posiciones.

Pasemos a la siguiente subinterrogante planteada: ¿el derecho natural tiene alguna posición sobre el problema objetividad/subjetividad de las valoraciones?

Hervada (1999) distingue dos tipos de igualdad, la primera, que desemboca en un ajuste convencional y la segunda, que invoca a conceptos como la identidad o las cualidades. La primera alude al valor, es estimativa, depende del acuerdo de las personas y tiene carácter subjetivo y la segunda es independiente de lo que las personas desean, pues “la identidad y la cualidad son realidades objetivas que se miden y comparan de por sí, que se ajustan naturalmente” (p. 107). La primera responde a un modelo iuspositivo —subjetivo— la segunda, a un modelo iusnatural —objetivo—.

Siendo que el pacto solo garantiza la conformidad, las posibilidades de error o inconsistencias en las valoraciones colocan al iuspositivismo en una situación riesgosa. Sin embargo, Hervada no rechaza al derecho positivo, ni desconoce su importancia, lo que señala es que el derecho positivo no puede ser medido de sí mismo, que no podemos quedar satisfechos con el acuerdo o la publicación de la norma, sino que esta debe estar sustentada en la razón, en armonía con la naturaleza humana, de otra manera, cualquier exabrupto puesto en blanco y negro sería legítimo Derecho.

Hervada (1999) agrega más adelante que “la medida del derecho es natural siempre que la igualdad entre las cosas o las personas y las cosas venga determinada por baremos objetivos y no por estimaciones de carácter subjetivo” (p. 116). El derecho natural clásico, entonces, rechaza todo planteamiento axiológico, estimativo, ético o moral como fundamento jurídico. No niega su importancia, sino su pertenencia al Derecho. Rechaza asimismo la convención —acuerdo— iuspositiva si se asume como medida de sí misma y se dirige a la búsqueda de parámetros objetivos provenientes de la naturaleza humana y coherentes con la razón.

En la misma línea, Forero (2003) sostiene que las bases del realismo jurídico clásico no son religiosas, ni metajurídicas, sino cosas justas, por lo tanto, debidas y exigibles, como los derechos “humanos”, “fundamentales” o “constitucionales” y lo distingue de la moral ubicándola en el plano deóntico y al derecho natural clásico en el plano óntico como verdadero derecho “que es también aquello que diferencia necesariamente el derecho de la ley, y que no solo los distingue sino que los une en necesaria conjunción armónica” (p. 131).

De las dos preguntas con las que empezamos este acápite, queda una por responder: ¿se puede prescindir de las valoraciones? Con respecto a los procesos judiciales y a las normas correspondientes, Larenz (1980) considera erróneo pensar que la aplicación de estas “cuyo supuesto de hecho está configurado conceptualmente, se agota en el proceso lógico de la ‘subsunción’. Antes de poder llegar a esto tiene ya lugar un enjuiciamiento, que de ninguna manera está siempre libre de valoración” (p. 204). El autor es consciente de que la valoración es ineludible, de hecho, citando a Joergensen, señala que “la peculiaridad de la Ciencia del Derecho y de la Jurisprudencia judicial consiste precisamente en que ‘tienen que ocuparse casi exclusivamente de valoraciones’” (p. 204). Una de las características del Derecho es proteger a “algunos” bienes y, por ende, dejar de lado otros. Toda valoración implica una jerarquización. Sin embargo, en mi opinión, el problema no es ese, sino lo que discutíamos líneas arriba: saber hasta dónde se puede confiar en las valoraciones, cómo utilizarlas, si siempre nos encontraremos en un estado de desconcierto frente a valores en conflicto o si por el contrario existen guías o habrá circunstancias donde se evidenciarán los valores más poderosos, algunos quizás a priori o de cualidades objetivas.

Me inclino por la propuesta del iusnaturalismo clásico, pero, desde su perspectiva no hablaríamos de valoraciones, tales procedimientos referirían acuerdos entre los hombres, no siempre exentos de estimaciones, teorías axiológicas, apreciaciones morales, principios religiosos, consideraciones políticas u otros, todos ellos ajenos a la ciencia jurídica y al Derecho. El iusnaturalismo clásico evita la elucubración, se aboca a la realidad, privilegia la experiencia y los hechos, se erige sobre las bases objetivas de la naturaleza, pero no la naturaleza misma vista como realidad pura, sino aquella que se filtra en la razón, por ello Finnis (2011), citando a Santo Tomás señala que para este “the way to discover what is morally right (virtue) and wrong (vice) is to ask, not what is in accordance with human nature, but what is reasonable” (p. 36).

Las estructuras del iusnaturalismo clásico son jurídicas y no morales. Si sus principios y fines buscan adecuarse a la naturaleza humana mediante la razón y por ello se les reconoce como moralmente correctos, es distinto. El juicio moral es consecuencia, no causa.

De lo racional, lo razonable, la interpretación, las jerarquías y otros inconvenientes

La idea de que la hermenéutica puede solucionar toda falla en el Derecho hace atrayente el tema de la interpretación. Esta es desarrollada en la doctrina y practicada en la jurisprudencia mediante métodos enfocados en una especie de tópico principal del que reciben su nombre, pero no existe ningún mandato de tipo legal que delimite o jerarquice estas prácticas, lo cual es comprensible, dado que ningún método es mejor que otro.

Sin embargo, la diversidad de criterios enriquece el espectro jurídico, pero por ello mismo presentan la dificultad —no me atrevería a decir “problema”— de la incertidumbre. Guastini (2018), acusa una doble indeterminación del Derecho: la equivocidad de los textos normativos y la vaguedad de las normas. Para ello propone técnicas de interpretación y construcción —técnicas de selección de las normas explícitas, técnicas de reducción de la vaguedad de las normas y técnicas de construcción jurídica— y finaliza hablando de los métodos (p. 266 y ss.). Es una propuesta inteligente, aun cuando ordena y clasifica herramientas ya conocidas por el Derecho, añadiendo una perspectiva propia, pero, adolece del mismo problema descrito en este trabajo: sin orientadores que dirijan las herramientas de interpretación todos los resultados son plausibles. Considero que la técnica ofrecida por Guastini sería aún más atractiva, tomando como base la posición del iusnaturalismo clásico expuesta en el siguiente punto de este trabajo.

Por un lado, la imposibilidad de establecer jerarquías en los métodos de interpretación nos complica, aunque es preferible a ceder a un orden impuesto, pero, por otro lado, pese a que la diferencia de pareceres enriquece la discusión, en opinión de Alexy (2007) los disminuye como indicador. Una regla cumple con su propósito de interpretar, pero se puede arribar a interpretaciones opuestas si se tienen distintas concepciones sobre el objetivo de la norma, “esta debilidad de los cánones de la interpretación no significa que carezcan de valor, pero impide el considerarlos como reglas suficientes para la fundamentación de las decisiones jurídicas” (Alexy, 2007, p. 31).

Veamos entonces sobre qué podría basarse el razonamiento que orientará las decisiones jurídicas. Perelman se encuentra frente a dos opciones, de un lado, tiene a las verdades absolutas y del otro, a lo plausible. Mientras que en el primer caso, el centro gravitatorio se encuentra en la búsqueda de conceptos autónomos y válidos en sí mismos de manera universal, en el segundo el eje es el auditorio, aquella categoría un poco difusa conformada por personas a quienes y con quienes hay que elaborar conceptos y decisiones a partir del diálogo. Vemos entonces pura objetividad de un lado y marcada subjetividad del otro.

Como podemos apreciar, la segunda opción es menos aspiracional que la primera, es más humilde, el discurso no está hecho sobre la base de hitos, sino que incluso estos se encuentran en construcción. Sobre esta segunda opción se inclina Perelman (1979). Esta propuesta viene engarzada en la tesis de su célebre texto denominado The Rational and the Reasonable, donde desarrolla los alcances de ambos conceptos:

The existence of two adjectives, "rational" and "reasonable", both derived from the same noun, and designating a conformity with reason, would pose no problem if the two terms were interchangeable. But, most often, it is not so. We understand the expression rational deduction as conformity to the rules of logic, but we cannot speak of a reasonable deduction. On the contrary, we can speak of a reasonable compromise and not of a rational compromise. At times the two terms are applicable but in a different sense: a rational decision can be unreasonable and vice versa. In certain cases the rational and the reasonable are in precise opposition. (p. 29)

Perelman comprende que ambos conceptos, aunque son aparentemente similares, entrañan distancias considerables. Lo racional refiere a una categoría infranqueable, cuya justificación puede evidenciarse sin dejar lugar a dudas y el auditorio, inerme ante la fuerza de la demostración, quedaría totalmente convencido. El caso de lo razonable es distinto, yo prefiero denominarlo “aproximación aceptable”, estamos aquí frente a una categoría más dúctil, maleable, presta a adoptar la forma que sea necesaria para lograr la persuasión del auditorio. Según Aarnio (2017), para Perelman la argumentación racional se dirige a la audiencia universal y se desarrolla en el contexto del convencimiento y no la persuasión, siendo que el primero tiene el deber de la sensatez y la segunda solo pretende eficacia. “La justificación usada para convencer es sensata (‘valiosa’), por oposición a los argumentos usados en la persuasión, que meramente implican eficacia. La aceptación por parte de la audiencia universal es así un criterio de la argumentación racional y objetiva” (p. 333).

Como vemos, en el primer caso el auditorio asume, en el segundo, forja. Es notorio que en el segundo caso el auditorio toma un protagonismo más decidido que en el primero. Sin embargo, es necesario anotar también, para evitar confusiones, que el autor no plantea su idea de lo razonable como un cajón de sastre dispuesto a aceptar todo hasta el absurdo, no hay que perder de vista que hablamos de “lo razonable” —lo razonable no es irracional—, por tanto, el discurso estará abierto a la dialéctica, pues en el juego de opiniones y en el proceso del razonamiento, es donde va tomando forma la decisión hasta llegar al punto que logra la adhesión del auditorio. Esto es lo que prefiere Perelman. Al respecto, Atienza (1989), estima que “[l]o razonable puede considerarse también como racional si se emplea esta expresión en un sentido amplio: todo lo razonable —cabría decir— es racional, aunque no todo lo racional sea razonable” (p. 94).

Sin embargo, debemos enfatizar, que cuando se habla de racional nos referimos a verdades irreductibles, pero no incomprensibles ni tampoco inalcanzables. Piénsese que partimos de la idea de “lo racional”, esto es, de una característica humana no más allá de nuestros esfuerzos intermedios. Sobre esto, Ayala Martínez (2003), recuerda que Sócrates imaginando una sociedad nueva, regida por la justicia,  la fundamenta en la distinción natural de que el hombre es capaz de advertir entre lo justo y lo injusto, incluso en el caso del delincuente, quien, aunque erróneamente, busca un bien útil, “[s]i conoce la justicia, es porque existe un alma del mundo que es la misma justicia y de la que aprenden cuantos se dejan llevar de su natural inteligencia” (p. 378). Vigo (2022) desarrolla este tópico como una manifestación de la lógica y más aún, del razonamiento común, el mismo que por común no tiene por qué ser menos riguroso o certero. Afirma que aun cuando la diferencia recurrente relaciona a la racionalidad con la lógica y a la razonabilidad con la axiología, ambas pueden abarcarse en la racionalidad “o sea en aquello conforme o ajustado a la razón humana integralmente considerada (tanto teórica, respetando las exigencias lógicas, como la razón práctica: ajustándose a las exigencias nucleares axiológicas, morales o éticas)” (Vigo, 2022, p. 76).

Resalto el enfoque que Vigo otorga al tema, inscribiéndose en una tradición milenaria que apela a las calidades naturales de los seres humanos y su inteligencia racional. Característica cuya fuerza argumentativa paradójicamente ha decaído en tiempos herederos del racionalismo y el empirismo que ya no invocan a estas cualidades ontológicas de la physis, argumentando que son imposibles de definir, véase, por ejemplo a Vattimo y Lyotard. La racionalidad; sin embargo, es un elemento común que parece disímil si es vista de manera individual, pero evidente y general si la vemos desde la especie que conforman tales individuos. Según Vigo (2022), la exigencia de racionalidad no implica un quehacer refinado o alto nivel científico, sino una noción “más elemental y extendida que en terminología anglosajona se reconoce como common sense atribuible a un reasonable man, aunque con las restricciones y exigencias que pondrá institucionalmente el derecho vigente y válido en esa sociedad” (p. 76).

Es sintomática la forma en que Perelman (1979) entiende estos mismos conceptos:

This vision of the “rational” man separates reason from the other human faculties and shows a unilateral being functioning as a mechanism, deprived of humanity and insensible to the reactions of the milieu he is the opposite of the reasonable man. The latter is a man who in his judgments and conduct is influenced by common sense. (p. 30)

Todo parece ser correcto. Un argumento que involucre la abierta participación del pueblo-auditorio3, y la premisa de que no hay verdades hechas, sino que deben hacerse y que estas pueden ir variando con el tiempo siempre seduce. Muchos encuentran democrático este planteamiento —discrepo—, tal pluralismo perelmaniano al estilo de Weber nos deja en la misma indeterminación en la que empezamos. Atienza (2017) afirma que la filosofía de Perelman es pluralista y esto implica que los conflictos deben canalizarse por instituciones evitando en lo posible el uso de la violencia.

El pluralismo “renuncia a un orden perfecto elaborado en función de un solo criterio, pues admite la existencia de un pluralismo de valores incompatible. De ahí la necesidad de compromisos razonables, resultantes de un diálogo permanente, de una confrontación de puntos de vista opuestos”. (p. 121)

De la Torre Martínez (2005) evoca planteamientos muy similares en la filosofía de Weber. Su posición relativista se basa en la incapacidad de determinar jerarquías entre los valores, debido a su pluralidad, lo que conduciría a reconocer idéntica validez entre ellos y la imposibilidad para resolver sus conflictos. “[H]ay un politeísmo de valores, donde cada valor en particular es un dios para aquel que lo sostiene, un dios que está en eterna lucha con otros dioses por prevalecer” (p. 84), afirma Weber.

La apertura permanente es beneficiosa, pero sin valores básicos y fines a donde apuntar, lo que tenemos es un amasijo de opciones que coloca tanto al orador como al auditorio en un estado de perplejidad constante frente a un relativismo axiológico. Aarnio (2017), refiriéndose a la teoría de la aceptabilidad racional, asevera que no se trata de una discusión verdadero/falso, dado que no existiría solo una posición normativa “verdadera”. “Justamente en esta concepción reside el núcleo de la crítica con respecto a la teoría de una única respuesta correcta. El rechazo de una única respuesta correcta es una consecuencia directa de la tesis del relativismo axiológico” (p. 341).

No discuto que dentro de este aglomerado de intenciones haya muchas —seguramente la mayoría— muy provechosas, el tema no es ese, sino poder distinguirlas aun mostrándose todas en el mismo nivel. La incapacidad de reconocer categorías primordiales es característica de una retórica arreglada al auditorio y dependiente de sus variables. Sterling (2017) da cuenta de una visión hermenéutica pesimista sustentada en Nietzsche y su afirmación de que “no existen hechos, sólo interpretaciones”, en este escenario ya no hay verdad, solo perspectivas, todo es cuestión de interpretación. Sin embargo, tal

Posición relativista, muy común en la posmodernidad, en el mundo del Derecho es evitada con razón, más si se tiene en cuenta que uno de los pilares de lo jurídico es la construcción de seguridad sobre el concepto de la verdad. (p. 148)

Ahora bien, como afirmo, esto no es malo en sí mismo y no habría problema en dudar de la existencia de valores a priori en el Derecho si no fuera porque independientemente de la doctrina a la que uno se adhiera, el Derecho se configura alrededor del ser humano y sus conductas y este hecho es determinante para las normas.

El riesgo aquí es pasar del “relativismo axiológico” a lo irrazonable, a esto me refería líneas arriba cuando hablaba del peligro del absurdo. Como vemos, el concepto “razonabilidad” peca de dos fallas: primero, es difícil de definir, ya vimos cómo es que Perelman ha intentado delinear el concepto y segundo, es que hace de la ambigüedad un valor en sí mismo, cuando debería ser un medio inicial para descubrir verdades que provean seguridad. Este panorama es propicio para la irrazonabilidad —antagónica del Derecho— y Perelman es consciente de ello. Para esta instancia, Atienza (2017) advierte que la razonabilidad marca un límite, dado que lo irrazonable no puede ser Derecho, sin embargo, da por sentado que la razonabilidad es una noción confusa y por ello Perelman ensayaría “una vía intermedia entre lo racional (es decir, las razones necesarias, constringentes) y lo irracional (lo arbitrario), entre una concepción unilateralmente racionalista y una concepción unilateralmente voluntarista del Derecho” (p. 122). Atienza incluso agrega que para Perelman lo razonable “en cuanto idea regulativa, tiene un valor superior incluso a la noción de justicia o equidad” (Atienza, 2017, p. 122). Sin embargo, a pesar de que esta “declaración de intenciones” es bastante notoria en la obra de Perelman, es también insuficiente. Cifrar la esperanza de una toma de posición en un intercambio razonable de las fuerzas del auditorio permite demasiada inseguridad como para considerarla un modelo argumentativo de las reglas sociales.

Como ya he anotado, el debate público tiene una dependencia de factores extrínsecos que pasan por la cultura, la religión, los sentimientos o la moral, todos ellos encomiables, pero potencialmente peligrosos para las personas y sus derechos. Entonces, es comprensible —según el sentido de estas corrientes— concluir que la razonabilidad encarna un valor preferible a la justicia.

Si se piensa en la suficiencia de un acuerdo, se percibirá engorroso un concepto que exige descubrir la correspondencia de un derecho con su titular, bajo la premisa de que ya es suyo. Este ejercicio de la Justicia según el iusnaturalismo clásico demanda precisión. No obstante, se presentaría considerablemente más sencillo si se partiera de guías para despejar el terreno, pero la aceptación de tales guías implicaría aceptar también jerarquías de valores que los modelos presentados no están dispuestos a asimilar. Para estos, un concepto como la “Justicia” deviene en un lastre pesado y ahorrárselo al Derecho le permitiría virar hacia objetivos más “pragmáticos”, como el cumplimiento de la norma escrita (Kelsen), el acuerdo de los hombres o la cultura (Häberle), la deliberación pública o la construcción del discurso (Habermas), entre otros. En el primer caso, Kelsen (1983) entiende que la existencia de una obligación jurídica implica que existe una norma que ordena la realización de una conducta y que “enlaza al comportamiento opuesto un acto coactivo como sanción” (p. 129). Por su parte, Häberle (2003), utiliza a la cultura como leitmotiv e identifica una relación espacio-temporal entre los derechos humanos y el estado constitucional, queriendo demostrar un vínculo entre la norma y su coyuntura. Concibe a la teoría de la constitución como “ciencia jurídica de los textos y la cultura”, esta sitúa a las normas “en sus contextos culturales y de este modo es capaz de reconstruir la evolución del tipo de Estado constitucional, porque los constituyentes de todos los tiempos y naciones se encuentran en un proceso intensivo de producción y recepción” (Häberle, 2003, p. 175). Habermas, por su parte, entiende al Derecho como “«una institución de estructura reflexiva sometida a la lógica del discurso». Cobra, asimismo, autonomía como «discurso práctico institucionalizado», pero sometido a las exigencias de la ética comunicativa y de la democracia deliberativa” (Guerra Palmero, 2015, p. 111).

Sin embargo, un Derecho eximido de su deber de justicia no es cosa nueva. El constructivismo ha hecho su camino en este terreno. Según García Amado (2021), desde estos predios se afirma que “son correctos o racionales o verdaderos aquellos juicios morales cuyo contenido sería aceptado por cualquier conjunto de personas con capacidad intelectual ‘normal’ o suficiente y que razonaran conjuntamente, dialogaran o deliberaran bajo condiciones que aseguren la imparcialidad de cada uno” (Atienza y García Amado, 2021, p. 187). García Amado desarrolla las diferencias entre el realismo moral, el objetivismo moral y el constructivismo y concluye que un juicio moral correcto o racional sería aquel que cualquiera consentiría si se razonara bajo los requerimientos de un diálogo imparcial (Atienza y García Amado, 2021).

Se entiende, entonces, que la “presunta objetividad” es “sobreviniente”, producto de una convención a la que será atribuida luego la característica de ser objetiva dado que, desde ese momento, el mandato ya no se encuentra bajo el dominio de sus creadores. Quien lee estas líneas se habrá dado cuenta de dos cosas: primero, que el mandato nunca fue objetivo y segundo, que este procedimiento es básicamente el mismo que se realiza cuando se crean normas positivas. También se habrá dado cuenta de una tercera variable: las condiciones de imparcialidad de las personas, deliberación y su razonabilidad no se pueden garantizar.

En consecuencia, como afirmaba líneas arriba, la posibilidad de una verdadera objetividad se reduce a solo una, aquella que sea a priori e independiente. Por su parte, el constructivismo es una forma de “objetivismo” moral, sin que ello anuncie nada con respecto a su independencia. La voz del sujeto creador permanece latente y se puede ser “objetivo”, sin ser independiente. Según García Amado (2021), para el objetivismo moral se puede distinguir “entre juicios morales (o sus correspondientes enunciados) correctos o incorrectos, aun cuando ese carácter de correctos o incorrectos no dependa necesariamente de la correspondencia entre el contenido de esos juicios y el contenido preexistente e independiente de los valores morales” (Atienza y García Amado, 2021, p. 186). Sin embargo, no es tan difícil comulgar con un tipo de objetivismo de estas características. Por objetivismo puede entenderse que el mandato no se inclina por intereses o voluntades individuales o de grupo y cumpliendo con este requerimiento la promesa de la objetividad se daría por saldada. Pero, en verdad, la pregunta debería ser en qué momento aparece el carácter objetivo del mandato: si antes o después de la decisión subjetiva. Es decir, cuándo deja de ser subjetivo o, mejor dicho, desde qué momento aparenta ser objetivo.

Queda, entonces, solo una opción de objetividad real y con real me refiero a una incondicionada: aquella donde no interviene jamás la voluntad humana, la del realismo moral, como la denomina García Amado y, dado que la sustancia del concepto de objetivismo implica que no exista influencia externa y se desarrolle en total autonomía, esta posibilidad, no sería la última, sino la única. Según García Amado, este realismo moral es previo e independiente a cualquier creencia individual o social. “El valor justicia tiene un contenido ontológicamente necesario, prefigurado y subsistente en algún orden del ser o en alguna dimensión del mundo” (Atienza y García Amado, 2021, p. 183).

Solo una doctrina puede cubrir estos requisitos, el iusnaturalismo, y, para ser más específicos, el iusnaturalismo clásico. Ahora bien, el problema de la justicia no es más complicado que lograr un acuerdo plausible, se la presenta como inidentificable por supuestamente responder a opciones subjetivas, cuando justamente de eso se tratan las convenciones y esta es su deficiencia. Entender que la Justicia es alcanzable a partir del reconocimiento racional de hechos, libera de dudas y guía al decisor tal y como se propugna a partir del método del derecho natural clásico.

Sobre la posición del iusnaturalismo clásico

El iusnaturalismo clásico abarca variados enfoques y autores, pero también presenta puntos comunes, los cuales, según mi perspectiva, pueden agruparse en cinco categorías: ser humano, bienes básicos, fines, lo justo y bien común. Massini-Correas (2010), al exponer cómo se vería la hermenéutica desde la doctrina del derecho natural clásico, advierte la necesidad de un criterio interpretativo teleológico centrado en el bien humano y los derechos humanos básicos. El autor propone un axioma hermenéutico según el que debe preferirse la solución más justa al caso específico, lo cual no es tautológico si se advierte que primero debe definirse qué es la justicia y encontrar una doctrina interesada en definirla. Massini-Correas (2010), explica y señala que:

Debe entenderse que la fórmula: “la solución más justa”, es equivalente a “la solución que mejor procura el bien común – y por lo tanto, los bienes humanos básicos”, en la situación a la que ha de aplicarse el texto jurídico de que se trate. (p. 413)

El autor pretende girar los reflectores nuevamente sobre los patrones esenciales del iusnaturalismo y de qué manera funcionan, es decir, su método para hacer Derecho, ergo, visto en contrario, también nos muestra la forma de reconocer aquello que no puede serlo.

Partamos por la primera categoría. El Derecho existe por y para los seres humanos y las normas se conforman en función de las personas. No importa si a esto se le denomina “fundamento del Derecho”, como lo haría un iusnaturalista o se lo explica como lo haría un iuspositivista al estilo de Kelsen o Hart, un representante del garantismo jurídico como Ferrajoli, un analítico del Derecho como Guastini o cualquier otro. Cada uno de ellos se enfoca en alguna manifestación humana, llámese naturaleza, norma escrita, práctica social, cultura, lenguaje u otros.

Kelsen (1983), explica que el orden jurídico es un sistema social interesado únicamente en regular conductas de hombres en relación con otros hombres. A esta “reciprocidad” atribuye el interés del Derecho. “La autoridad jurídica exige una determinada conducta humana sólo porque –con razón o sin ella- la considera valiosa para la comunidad jurídica de los hombres” (p. 46). Hart (1961), por su parte, afirma que “[L]a característica general más destacada del derecho, en todo tiempo y lugar, es que su existencia significa que ciertos tipos de conducta humana no son ya optativos sino obligatorios, en algún sentido” (p. 7). Ferrajoli (2017), se enfoca en el actuar de los distintos protagonistas de la cultura jurídica, que en su interacción forman este compuesto lingüístico que para él es el Derecho, “un conjunto de signos normativos y de significados asociados a ellos en la práctica jurídica de los juristas, operadores y usuarios, todos los cuales concurren, de diferentes formas y en diferentes niveles, a su producción además de su interpretación” (p. 15). Finalmente, Guastini (2017), también se refiere al lenguaje y a su creador positivo señalando que el Derecho “no es más que un lenguaje o (mejor) un discurso: el discurso del «legislador» en sentido material, vale decir, el conjunto de enunciados formulados por las autoridades normativas. En consecuencia, las normas jurídicas son entidades lingüísticas” (p. 22).

La ontología humana, por otro lado, es el sustento del iusnaturalismo clásico. Aquino (2007), tomando a Boecio, entiende que la naturaleza es aquello que de cualquier forma

Puede ser captado por el entendimiento. Pues ninguna cosa es inteligible sino por su definición y esencia (…) esencia de la cosa en cuanto que está ordenada a la propia operación de la cosa, puesto que ninguna cosa carece de operación propia. (p. 11)

La naturaleza a la que se refiere Aquino se conforma según características que definen su esencia y cuya carencia o alteración implica que nos encontramos ante un ser distinto. El cuidado de esta esencia ha sido preocupación constante y se da cuenta de ella en distintos textos normativos, nacionales o internacionales, léase, por ejemplo, el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hervada (1999), lo explica señalando que de la naturaleza humana se predica lo que es universal y común a los hombres y propio de su especie, por ello, “los derechos y deberes que dimanan del ser del hombre no tienen por fundamento o por título los atributos de la persona humana, sino la naturaleza del hombre; por eso reciben el apelativo de derechos naturales” (Hervada, 1999, p. 434).

Entramos aquí a la segunda categoría, conformada por estas características naturales que hemos adoptado en clave jurídica como valores objetivos que algunos autores han denominado bienes humanos básicos. Finnis (2011) enumera siete: vida, conocimiento, juego, experiencia estética, sociabilidad y amistad, razonabilidad práctica y religión.

No es tema del presente artículo entrar en la discusión de si son estos u otros o si debemos agregar algunos más, los expongo para darnos una idea de lo que los autores iusnaturalistas desean mostrarnos, lo que sí es importante en este momento es establecer tres puntos: el primero, es que al ser básicos, se erigen como guías para el Derecho, el segundo, es que el Derecho reconoce frente a ellos un deber de protección, asumible por todo el sistema jurídico y con carácter erga omnes y el tercero, es que estos valores no lo son en el sentido de “acuerdo de los hombres”, sino que son hechos valiosos en sí mismos. Con respecto al deber de protección, Hervada (1999) afirma que tratándose la ley natural, no de una doctrina, sino de un hecho de la experiencia, nuestra razón no es indiferente, por el contrario, emite juicios de obligación, de ahí que defina a la “ley natural como el conjunto de leyes racionales que expresan el orden de las tendencias o inclinaciones naturales a los fines propios del ser humano, aquel orden que es propio del hombre como persona” (Hervada, 1999, p. 167). Por ende, el ataque a los bienes básicos significará un agravio contra la naturaleza humana, la esencia misma que define a nuestra especie.

De esto se desprende que, al hablar de la tercera categoría, los fines, sea necesario que los actos humanos se ordenen y dirijan hacia ellos y a su consecución. Finnis (2011), resalta que para descifrar la ley natural, Aquino estima esencial el propio entendimiento de las “basic forms of (not-yet-moral) human well-being as desirable and potentially realizable ends or opportunities and thus as to-be-pursued and realized in one’s action—action to which one is already beginning to direct oneself in this very act of practical understanding” (p. 45).

Entonces, es natural que la búsqueda de los fines implique la protección y realización de los bienes básicos mencionados, como lo afirma George (1998) cuando señala que los principios se vinculan con fines que proveen razones para la acción. “Estos principios identifican a los bienes humanos intrínsecos (tales como el conocimiento, la amistad, la salud...) como fines para ser perseguidos, promovidos y protegidos, y a sus opuestos (ignorancia, animosidad, enfermedad...), como males a ser evitados o superados” (p. 221).

Así, son preocupaciones fundamentales del iusnaturalismo clásico los temas de la cuarta categoría, la justicia y lo justo en el sentido ontológico humano y no lo son para otras doctrinas. Tales tópicos ontológico-metafísicos, para aquellas corrientes que se inclinan a explicar el Derecho por los méritos de la convención, carecen de interés y sustento. Para los formalistas, por ejemplo, cualquier concepto de justicia padece de elasticidad, es inseguro y, siendo tributario de la ética, pertenecería a este campo, como veíamos antes, mientras que otros se atreverían a pronunciar una posición, pero sobre fundamentos menos tajantes que aquellos que entienden a la verdad como conformidad con la realidad.

Rawls (2004), define un objeto primario de la justicia, “es la estructura básica de la sociedad o, más exactamente, el modo en que las grandes instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social” (p. 20). Dworkin (1978), refiriéndose a la justicia como equidad, señala que:

Rests on the assumption of a natural right of all men and women to equality of concern and respect, a right they possess not by virtue of birth or characteristic or merit or excellence but simply as human beings with the capacity to make plans and give justice. (p. 182)

Asimismo, destacando la importancia democrática de los derechos individuales a la justicia y la libertad, concibe un deber de defensa incluso de este sistema. Dworkin previene del conflicto entre Justicia y Derecho, afirmando que “[N]ada garantiza que nuestras leyes sean justas; cuando son injustas, el Estado de derecho tal vez exija que funcionarios y ciudadanos comprometan lo requerido por la justicia” (p. 20); sin embargo, para él este conflicto no sería inexorable, asumiendo que el Derecho es una rama de la moral y este es el carácter que atribuye a la Justicia. Nozick (1991), en cambio, sustentando su teoría de pertenencias entiende como justas aquellas que respetan los principios de adquisición, transferencia y rectificación: “Si todas las pertenencias de la persona son justas, entonces el conjunto total (la distribución total) de las pertenencias es justo” (p. 156). Häberle (2003), alude al consenso básico y la pluralidad en que se formaría el Estado constitucional, de ahí que las cláusulas de reconocimiento de valores como la dignidad o la democracia “fijan a la Constitución en sus principios, apoyados en un consenso básico, cuya pretensión es encontrarse bajo la idea de lo “correcto”, es decir, realizar aspectos de la justicia y el bien común” (Häberle, 2003, p. 119).

Por ende, el problema no es de la justicia o “lo justo”, sino de la comprensión que se tiene de ellos. Para el iusnaturalismo clásico el tema no se trata de una teorización nebulosa, sino de hechos reconocidos por la razón, Según Hervada (1999) “se conoce la ley natural captando el estatuto ontológico del ser humano y sus fines naturales” (p. 175). “Dar a cada uno lo suyo”, como fórmula de la justicia implica determinar-y-restituir un derecho a su legítimo titular. Las corrientes opuestas cometen tres errores: entienden que encontrar lo justo implica un esfuerzo de justicia universal basado en ejercicios mentales para hallar un equilibrio óptimo, pero el iusnaturalismo se plantea únicamente absolver la demanda de devolver ese hecho que ya le corresponde a alguien —lo suyo—. Es aquí donde radica el segundo error, dado que a quien le toque definir lo que le corresponde a alguien no realizará una maniobra olímpica para hallar “la mejor correspondencia”, o para equilibrar el mundo —esto puede ser la consecuencia, no la causa—. No va a inventar correspondencia, restituirá lo que ya corresponde. El tercer error es confundir “lo justo” con la justicia. Como decíamos, lo justo es un hecho, como por ejemplo observar a alguien que está vivo y que, por lo tanto, necesitará primero seguir viviendo, no ser agredido, atención a su salud, alimentación, una identidad, libertad de movimiento etc., estos son hechos apreciables por la experiencia. La justicia no es un hecho, es la virtud para alcanzar ese hecho, como diría Aristóteles (2005).

La importancia de la quinta y última categoría, el bien común, provoca que de no alcanzarse en el decurso de una ley positiva, sea lícito utilizar la vía de la equidad —epiqueya—, para encauzarla en la recta razón. Ergo, si toda ley requiere ser justa y el fin de toda ley es el bien común, este es siempre justo y necesario, como opina Ruiz Rodríguez (2016), quien, citando a Aquino, en la línea de Aristóteles, asegura que “observar estrictamente la ley en algunos casos particulares, es evidentemente contra la igualdad de la justicia, y contra el bien común, el cual es el fin de la propia ley” (p. 22). Sobre la desobediencia a la ley en razón de la justicia se han pronunciado no pocos autores, la diferencia del iusnaturalismo clásico radica en la orientación por hechos que justifican este apartamiento.

Estos cinco criterios constituyen las estructuras que dan sentido al derecho natural clásico y para el Derecho en general funcionarían como guías del razonamiento, entendiéndose que por comulgar con la naturaleza humana no podría oponerse a sus intereses.

Finalmente, cuando mencionaba el término “aproximación aceptable”, refiriéndome a “lo razonable” en Perelman, lo hice consciente de que provocaría una pregunta inmediata: ¿aproximación a qué? La respuesta es a “lo racional”. Lo razonable es una aproximación aceptable, un intento de acercamiento a lo racional, sabiendo que al representar conceptos inconmovibles y universales, aun siendo una categoría exigente, es intrínsecamente buena. La razonabilidad no puede alcanzar estas condiciones, pero intenta asemejarlas en un esfuerzo de deliberaciones continuas. Ahora bien, la pretensión del iusnaturalismo no es la negación de la razonabilidad, se trata de una inclinación humana en cualquiera de sus formas, la propuesta que tiene el derecho natural para lo razonable es asimilarlo, presentando al auditorio la calidad de sus categorías y su fuerza objetiva, teniendo en cuenta que este, mediante aproximaciones aceptables, valora provechosamente los méritos de lo racional y que está consciente de que es bueno permitir su influencia.

Dos ejemplos y aplicación de la hipótesis

El artículo 20 del Código Civil peruano prescribe: “Al hijo le corresponde el primer apellido del padre y el primero de la madre”. Aplicando el método histórico podríamos concluir que el primer apellido del padre precede al primer apellido de la madre. Según el sociológico, el orden de estos dos apellidos sería indistinto. Ante la inexistencia de jerarquías, ambas interpretaciones serían jurídicamente aceptables y el auditorio también las acogería.

Sin embargo, si elegimos la argumentación jurídica iusnaturalista, encontraremos que la naturaleza humana anuncia una igualdad esencial entre todos los seres de la especie humana. El bien básico de la sociabilidad refiere unidad de la comunidad humana para una vida amistosa en un nivel de coordinación y no subordinación y el conocimiento ratifica la semejanza natural entre hombres y mujeres. La derivación lógica de este conocimiento —la bondad intrínseca de los bienes básicos— es trazarse el servicio de su defensa como un fin al que conduce la razonabilidad de todo ser humano inteligente.

Por otro lado, si lo justo es el derecho de alguien, hecho que solo queda reconocer y la justicia consiste en restituirlo; entonces “lo suyo”, tanto de la madre, como del hijo, implica aceptar que el orden de los apellidos no tiene una predestinación; en consecuencia, debe obedecer a una coordinación entre los progenitores y, si antes se presuponía primero el apellido del padre, se requiere devolver este derecho a la madre también como titular del mismo. Finalmente, como el bien común no consiste en el consenso de la mayoría, sino en la armonía racional de la adecuación de la vida común alrededor de los fines de la naturaleza, es propio reconocer que interpretar el artículo 20 como la posibilidad abierta de un orden a ser acordado provee mejores condiciones para esta armonía.

Los resultados sociológicos y ontológicos coinciden en este caso, pero no son indistintos, dado que lo cambiante por el devenir social puede dar resultados diferentes frente a lo que por naturaleza no cambia nunca.

El siguiente ejemplo es controversial por las crisis que rodean su uso y la carencia de interpretación oficial. El artículo 113, inciso 2 de la Constitución peruana, señala:

“La Presidencia de la República vaca por: (…)
2. Su permanente incapacidad moral o física, declarada por el Congreso”.

Primero, los seres humanos están provistos de una eticidad natural y siendo conscientes de sus actos son capaces de distinguir lo correcto. La dignidad ontológica no se pierde, pero la dignidad moral puede deteriorarse y las guías para esta determinación no son patrones etéreos, ni conducidos por el vaivén del tiempo, sino los bienes básicos; en tal sentido, la organización social responde a intereses, pero también a una mínima confianza mutua que haga legítima la representación de la voluntad popular en los gobernantes.

El uso de la razonabilidad práctica conduce a pensar que una saludable sociabilidad no puede sostenerse alrededor de un líder que violente los bienes básicos, siendo estos la guía para la definición entre lo bueno y lo malo, que es el tema de la moral. Por ello rechazamos, por ejemplo, la conducta de los dictadores cuando conculcan derechos humanos como la vida, las libertades de información, expresión, reunión o culto, que no son otra cosa que protecciones jurídicas de los bienes básicos. En consecuencia, un presidente que atente contra la integridad de las personas, que impida su libre desarrollo, que altere el orden social y constitucional provocando violencia entre las personas o persiga políticamente a sus adversarios o que fomente conductas que conduzcan a la violación de estos bienes por parte de los ciudadanos, puede ser legítimamente considerado un inmoral permanente, dada la gravedad de su proceder.

Si los fines de los seres humanos se encaminan a la protección de estos bienes básicos, por esta razón no puede mantenerse como líder del país a quien los vulnera, más aún, teniendo en cuenta que no lo hace solo a título personal, sino que tiene una afectación social y que sus actos pueden acompañarse del poder que garantiza su cargo.

Si lo justo es dar a cada quien lo que le corresponde, es justo también retirar de la esfera de dominio de alguien lo que deja de ser suyo. Así, el bien inmueble no puede quedar en poder del vendedor después de la venta y la presidencia no puede permanecer en manos de quien hace un uso inmoral de ella. Corresponde, entonces, sustraer la calidad que adquirió cuando fue elegido y entregársela a quien lo sustituye por derecho, el vicepresidente, por ser “lo suyo” y devolver también al país el derecho de ser gobernando por quien tenga la legitimidad constitucional para hacerlo, porque es lo correcto, incluso cuando la propia sociedad —el auditorio—, o partes de ella, no estén de acuerdo.

Finalmente, pensando en el bien común como armonía racional, más que solo como armonía social, diferenciamos entre el acuerdo y lo correcto, debido a que para sociedades proclives a tolerar lo inmoral, este tipo de actitudes no representaría inconvenientes con la presidencia, por ello, aunque de esto resulte un acuerdo, no puede significar bien común. No se trata de lo “razonable” que puede derivar en lo “irracional”, sino de lo que es objetivamente correcto y, siendo que este numeral exige una posición moral, es necesario construirla sin visos de subjetividad: el bien común como adecuación a los fines de la naturaleza para promover el escenario de una sociedad justa.

Conclusiones

1.    La falacia naturalista, lógicamente precaria, es utilizada para argumentar que el iusnaturalismo deriva normas de los hechos. Sin embargo, primero, naturaleza no es colección de hechos y tampoco es realidad; segundo, naturaleza humana no es naturaleza en general, sino que está marcada por la dirección de la razón y tercero, la razón ordena hacia fines y discrimina de la realidad aquello que debe asumirse como norma y lo que no.

2.    Las decisiones judiciales, a causa de factores extrajurídicos, corren el riesgo de arribar a subjetividades originadas por valoraciones que les restan rigor científico, colocando al auditorio en una situación de incertidumbre, cuando su finalidad es mantener y garantizar la seguridad jurídica. Ante estas circunstancias, el objetivismo es necesario y el propugnado por el iusnaturalismo clásico se muestra como la opción ideal, dado que rechaza estimaciones morales, axiológicas, religiosas, políticas, culturales u otras y se basa en hechos de la realidad que pueden apreciarse mediante la razón.

3.    La interpretación jurídica, asumida como un recurso para remediar las imperfecciones del derecho escrito, en sí misma no proporciona seguridad. Es débil y sujeta al error, por ello debe realizarse apoyada en guías objetivas. Lo razonable, como punto intermedio entre lo racional y lo irracional, a pesar de surgir de una deliberación permanente cuya función es depurar el discurso, tampoco ofrece una solución a esta debilidad. La propuesta del iusnaturalismo clásico encaja con lo requerido por la racionalidad, presentando categorías generales que orientan el razonamiento y establecen jerarquías en las valorizaciones.

4.    Las categorías del derecho natural clásico tienen condiciones intrínsecas para llenar el concepto de lo racional como guía de lo razonable. Ser humano, bienes básicos, fines, lo justo y bien común sirven para mostrar lo que puede ser Derecho y lo que no. La aproximación aceptable de la razonabilidad representa un intento de alcanzar certezas radicales, para estos efectos sirven las categorías esenciales del derecho natural.

5.    La argumentación jurídica iusnaturalista es un ejercicio necesario como modelo de razonamiento para una protección irrestricta del ser humano —incluso de sus propias normas positivas, cuando utiliza la epiqueya—, dada su calidad de fundamento del Derecho, y es pertinente si se quiere garantizar seguridad y evitar su relativización. Los bienes humanos básicos se plantean como guías de toda argumentación jurídica, asumiéndose como valores referenciales para el Derecho, no en el sentido de “acuerdo de los hombres”, sino porque son hechos valiosos en sí mismos. La propuesta del Iusnaturalismo clásico es regresar a la raíz, volver a lo básico.

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Vigo, R. (2022). La reconciliación del derecho con la razón y las emociones. Lima: Palestra editores.

Notas:
1Aquino se refiere en distintas ocasiones a la Ley Natural y al Bien, dos conceptos básicos para entender su filosofía: C.91 a.2, p. 710: “Y esta participación de la ley eterna en la criatura racional es lo que se llama ley natural”. C.94 a.2, p. 731: “La ley, como ya vimos (q.90 a.1) es cosa de la razón”. C.94 a.2, p. 732: “Mas así como el ente es la noción absolutamente primera del conocimiento, así el bien es lo primero que se alcanza por la aprehensión de la razón práctica, ordenada a la operación; porque todo agente obra por un fin, y el fin tiene razón de bien. De ahí que el primer principio de la razón práctica es el que se funda sobre la noción de bien, y se formula así: «el bien es lo que todos apetecen». En consecuencia, el primer precepto de la ley es este: «El bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse». Y sobre este se fundan todos los demás preceptos de la ley natural, de suerte que cuanto se ha de hacer o evitar caerá bajo los preceptos de esta ley en la medida en que la razón práctica lo capte naturalmente como bien humano” (Aquino, 1989) (negrilla fuera de texto).

2Cicerón compila las características esenciales de la ley natural en torno a la recta razón: “La recta razón es verdadera ley conforme con la naturaleza, inmutable, eterna, que llama al hombre al bien con sus mandatos, y le separa del mal con sus amenazas (…). No es posible debilitarla con otras leyes, ni derogar ningún precepto suyo, ni menos aún abrogarla por completo; ni el Senado ni el pueblo pueden libertarnos de su imperio; no necesita intérprete que la explique; no habrá una en Roma, otra en Atenas, una hoy y otra pasado un siglo, sino que una misma ley, eterna e inalterable, rige a la vez todos los pueblos en todos los tiempos; el universo entero está sometido a un solo señor, a un solo rey supremo, al Dios omnipotente que ha concebido, meditado y sancionado esta ley: el que no la obedece huye de sí mismo, desprecia la naturaleza del hombre, y por ello experimentará terribles castigos, aunque escape a los que imponen los hombres” (Cicerón, 1924, p. 125).

3Utilizo la palabra “pueblo” para referirme de manera laxa y general al “auditorio”. Este se define como el conjunto de personas sobre las que el orador desea influir con su argumentación, según concepto de Perelman, entonces el auditorio podría ser un tribunal, un parlamento, un grupo de poder o el país entero.