Democratic regime, democratization, and social protest
Regime democrático, democratização e protesto social
Mauro Benente*
*Instituto Interdisciplinario de Estudios Constitucionales (UNPAZ)/ Facultad de Derecho (UBA). Doctor en Derecho (UBA). mbenente@unpaz.edu.ar
Resumen
En las últimas décadas, uno de los repertorios de protesta más utilizados por distintas organizaciones es el bloqueo de rutas o calles. Por su lado, mientras algunos repertorios, como la huelga o el trabajo a reglamento, tienen regulaciones legales relativamente consolidadas, existen numerosas disputas sobre el modo de tratar jurídicamente el bloqueo de calles o rutas.
En el presente trabajo, planteo que el tratamiento jurídico de los bloqueos de calles o rutas depende, al menos parcialmente, de nuestras teorías sobre la democracia. De esta manera, si apelamos a una teoría restrictiva de la democracia, el tratamiento jurídico estará caracterizado por el reproche. Por su lado si acudimos a las teorías deliberativas de la democracia, o incluimos a la protesta dentro del derecho de libertad de expresión, encontraremos la intención de proteger las acciones de protesta. Sin embargo, esta intención fracasa al cumplir su objetivo. Finalmente plantearé una teoría ambivalente de la democracia, que vincula el régimen democrático y la democratización del régimen, y que protege adecuadamente el derecho a la protesta.
Palabras clave: Democracia; Democratización; Protesta social; Criminalización.
Abstract
In recent decades, one of the most widely used protest repertoires by
different organizations has been blocking roads or streets. While some
repertoires, such as strikes or work by regulation, have relatively
consolidated legal regulations, there are numerous disputes over the legal
treatment of road or street blockades.
In this paper I argue that the legal treatment of street or road blockades
depends, at least partially, on our theories of democracy. Thus, if we
appeal to a restrictive theory of democracy, the legal treatment will be
characterized by reproach. On the other hand, if we turn to deliberative
theories of democracy, or include protest within the right to freedom of
speech, we will find the intention to protect protest actions. However,
this intention fails to achieve its goal. Finally, I will put forward an
ambivalent theory of democracy, which links the democratic regime and the
democratization of the regime, and which adequately protects the right to
protest.
Keywords: Democracy; Democratization; Social Protest; Criminalization.
Resumo
Nas últimas décadas, um dos repertórios de protesto mais utilizados por distintas organizações é o bloqueio de rotas ou ruas. Por outro lado, enquanto alguns repertórios, como a greve ou o trabalho com regulamento, têm regulamentações legais relativamente consolidadas, existem numerosas disputas sobre o modo de tratar juridicamente o bloqueio de ruas ou rotas.
No presente trabalho, defendo que o tratamento jurídico dos bloqueios de ruas ou rotas depende, ao menos parcialmente, das nossas teorias sobre a democracia. Dessa forma, se apelarmos a uma teoria restritiva da democracia, o tratamento jurídico será caracterizado pelo reproche. Por outro lado, se recorrermos às teorias deliberativas da democracia, ou incluirmos o protesto dentro do direito de liberdade de expressão, encontraremos a intenção de proteger as ações de protesto. No entanto, essa intenção falha em cumprir seu objetivo. Finalmente, proporei uma teoria ambivalente da democracia, que vincula o regime democrático e a democratização do regime, e que protege adequadamente o direito ao protesto.
Palavras-chave: Democracia; Democratização; Protesto social; Criminalização.
En la tarde del jueves 14 de diciembre de 2017, la Cámara de Diputados de la Nación Argentina intentaba sancionar una ley que contemplaba una disminución en el índice de actualización de los haberes jubilatorios, las pensiones y las asignaciones universales por hijas e hijos. En las afueras, en la Plaza de los Dos Congresos, una enorme manifestación que repudiaba el inminente ajuste presupuestario era duramente reprimida por las fuerzas estatales, que luego protagonizaron razzias y detenciones arbitrarias. En ese marco, la Cámara de Diputados suspendió la sesión, que se reinició el 18 de diciembre. Nuevamente la Plaza de los Dos Congresos estaba repleta de manifestantes, y otra vez las fuerzas estatales reprimieron y protagonizaron detenciones masivas, pero esta vez la sesión no se detuvo y la ley se aprobó cerca de las 8 de la mañana del martes 19.
Desde varios sectores de la oposición se caracterizó a la sesión de la Cámara de Diputados y a la aprobación de la ley como antidemocráticas: ¿Cómo se puede hablar de democracia si el Congreso sesiona y aprueba una ley mientras grandes mayorías se manifiestan y repudian la medida? Este interrogante resumía buena parte de los posicionamientos de la oposición. La diputada Brítez decía: “no podemos sesionar; esto no es democracia” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 2017, p. 21). La diputada Silley agregaba:
…veo compañeros y compañeras que están manifestándose y ejerciendo el derecho de reclamo que existe en una democracia y me duelen los palos, las balas y las patadas que le están pegando al pueblo argentino que votó a los diputados que estamos acá sentados. No se puede seguir sesionando así; se pierde la dimensión humana de lo que tenemos que hacer como representantes del pueblo. (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 2017, p. 17)
Finalmente, la diputada De Ponti subrayaba:
…quiero ser diputada en democracia, pero esto no es una democracia. Estamos haciendo funcionar este Congreso a fuerza de balas y palos; a fuerza de estos cartuchos con los cuales están expulsando a los manifestantes que en la plaza quieren expresar su descontento con esta iniciativa. (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 2017, p. 36)
Por su parte, en nombre de la democracia, el oficialismo justificó la represión y defendió la aprobación de la ley. En mayor o en menor medida se argumentó que el pueblo no delibera ni gobierna, que esa era la tarea de sus representantes que se aprestaban a votar la ley, y que las protestas solo pretendían obstaculizar el adecuado funcionamiento de las instituciones democráticas. Nuevamente, solo para dar cuenta de dos intervenciones del bloque oficialista, el diputado Quetglas planteaba:
…cualquiera de los diputados de esta Cámara ha sido elegido por miles de votantes que confiaron en él, en su criterio, en su trayectoria, en lo que ha transmitido o en los compromisos asumidos. Entonces, o aceptamos que la fuente de la legitimidad popular reside en esta casa o nosotros mismos empezamos a erosionar un principio democrático básico. (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 2017, p. 83)
Así mismo, el diputado Goycochea agregaba:
este gobierno […] tiene legitimidad en las urnas. Sabemos que en la democracia el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes. Somos nosotros los representantes, y es bueno recordarlo porque parece que a veces necesitamos una clase de moral y civismo. (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 2017, p. 137)
En estas fervorosas jornadas de diciembre de 2017, el concepto de democracia operaba tanto para apoyar cuanto para repudiar la protesta; tanto para apuntalar como para desacreditar el debate legislativo y la sanción de la ley. Entonces: ¿dónde estaba la democracia?, ¿en la plaza o en el Congreso? Mi respuesta ambivalente es que se encontraba en ambos sitios y es a la luz de la ambivalencia del concepto de democracia que podremos descifrar qué papel debería tener el derecho frente a las acciones colectivas de protesta.
Para desarrollar mi trabajo, en primer lugar repasaré algunos consensos que encontramos en el sistema internacional de los derechos humanos respecto de los deberes que tienen los Estados respecto del derecho a protestar: regulación únicamente por ley formal; no confundir aviso con permiso previo; neutralidad respecto de los contenidos del reclamo; intervención absolutamente excepcional de las fuerzas de seguridad; no criminalizar a quienes organizan o participan de las protestas. Sin embargo, destacaré un punto sobre el que encontramos menos acuerdos: ¿es compatible con el sistema internacional de derechos humanos reprimir o dispersar prolongados cortes o bloqueos de carreteras, rutas o calles? Para responder, y en segundo lugar, mi intención será proponer que esta respuesta depende del concepto de democracia que utilicemos. En este sentido, tras descartar los enfoques conservadores y deliberativos del régimen democrático, presentaré una conceptualización ambivalente de democracia, que la define como una democratización (política) de la democracia (policial), y con ello argumentaré que no es legítimo reprimir o dispersar un prolongado corte de calles o rutas.
Dado que las respuestas a las acciones colectivas de protestas, en mayor o en menor medida, suponen algún tipo de intervención y regulación del Estado que pueden afectar distintos derechos, dentro del sistema internacional de derechos humanos podemos encontrar diversos documentos —informes, observaciones generales, opiniones consultivas, sentencias¬¬¬ que brindan pautas para encauzar esos modos de intervención. Aquí no presentaré todas las variables que suelen incluirse en estos documentos, sino aquellas que estimo más relevantes para alcanzar altos umbrales de protección del derecho a la protesta en América Latina.
En primer lugar, la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece que las restricciones al goce y ejercicio de los derechos y libertades deben realizarse mediante leyes que deben comprenderse no en un sentido material, sino formal: “por una ley adoptada por el Poder Legislativo, de acuerdo con lo establecido por la Constitución” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 1986, párr. 22). Aunque este modo de establecer las restricciones vale para cualquier derecho, para el derecho a la protesta ha sido especialmente puesto de relieve por la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2019, párr. 34). Así mismo, y a nivel global, el artículo 21 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos [PIDCyP] garantiza el derecho a la reunión pacífica cuya restricción “sólo podrá estar sujeto a las restricciones previstas por la ley”, y la Observación General N° 37 del Comité de Derechos Humanos de la Organización Naciones Unidas [ONU] subraya que estamos frente al:
requisito formal de legalidad [y además las leyes] deben ser lo suficientemente precisas como para permitir que los miembros de la sociedad decidan la manera de regular su conducta y no pueden conferir una discrecionalidad ilimitada o generalizada a los encargados de su aplicación. (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 39)
En segundo lugar, con distintos niveles de precisión en cuanto a la información exigida —duración y cantidad de participantes estimada, trayecto de la manifestación, antelación de la notificación—, es frecuente que los ordenamientos normativos exijan a las personas organizadoras de una manifestación un aviso previo a las autoridades públicas. Estas exigencias pueden estar en la Constitución —como sucede en Perú (artículo 2.12 de la Constitución Política del Perú)— en leyes contravencionales —como sucede en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en Argentina (artículo 83, Ley 1472 de 2004)—, o en leyes de tránsito y movilidad —como en la Ley de movilidad de la Ciudad de México (artículo 202)—. En los documentos del sistema internacional de derechos humanos no se lee un rechazo a la exigencia de aviso previo, pero sí encontramos una serie de precisiones: a- la notificación no puede cargarse con exigencias excesivas que dificulten el ejercicio del derecho a la protesta (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2006, párr. 56; Instituto Nacional de Derechos Humanos y Oficina Regional para América del Sur del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, 2014, p. 257); b- la formalidad de la notificación no puede operar como un mecanismo de autorización de la acción colectiva (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 1980, pp. 119-121; 2011, párr. 137; 2015; párr. 129; Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 73; Asamblea General de las Naciones Unidas, 2013, párr. 17-51), puesto que “el hecho de tener que solicitar permiso a las autoridades socava la idea de que la reunión pacífica es un derecho fundamental” (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 70); c- de acuerdo con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (2007), no es admisible la disolución de la protesta con el solo argumento de no haber sido notificada (párr. 36)1.
En tercer lugar, el Estado debe comportarse de modo neutral respecto de los contenidos de los reclamos: en principio no son admisibles las restricciones en función de estos contenidos, excepto que inciten a la violencia por razones de género, orientación sexual, raza, nacionalidad, religión, o constituyan propaganda a la guerra (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 22-25; Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 63-70).
Respecto de la intervención de las Fuerzas Armadas, en los documentos del sistema interamericano rige el principio según el cual “los Estados deben limitar al máximo el uso de las fuerzas armadas para el control de disturbios internos” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2006, párr. 78). Y para el caso que nos ocupa, la Corte Interamericana subrayó: “el extremo cuidado que los Estados deben observar al utilizar las Fuerzas Armadas como elemento de control de la protesta social” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2007, párr. 51). En la misma línea, el Comité de Derechos Humanos de la ONU plantea que no deberían utilizarse las fuerzas militares, pero si excepcional y temporalmente son empleadas, es requisito una capacitación en derechos humanos y el ajuste a la normativa internacional (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 80). Por su parte, respecto de las fuerzas de seguridad, los documentos internacionales enfatizan que las y los agentes tienen “obligación de agotar los medios no violentos y advertir previamente si es absolutamente necesario utilizar la fuerza” (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 78), a la vez que el uso excepcional de la violencia debe estar ajustado a los principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad y no discriminación (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 78-79), y nunca deben emplearse armas de fuego (Comité de Derechos Humanos, 2020: párr. 88; Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 115). Asimismo, la actividad de inteligencia que se realice respecto de personas que organicen y participen de protestas solo puede realizarse mediante autorización judicial (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 346). Además, en vinculación con el derecho a la privacidad, el uso de capuchas no debe tenerse como violento y/o amenazante (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 88), sino más bien como una protección del derecho a la intimidad (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 60). Por último, para que las fuerzas de seguridad cumplan con estos estándares, los Estados deben contar con mecanismos de rendición de cuentas del personal involucrado en los operativos (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 89; Consejo de Derechos Humanos, 2016, párr. 64; Instituto Nacional de Derechos Humanos y Oficina Regional para América del Sur del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, 2014, pp. 13, 102-105; Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 170, 245-293).
Finalmente, los Estados tienen el deber de “no criminalizar a los líderes y participantes de manifestaciones y protestas” (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 100), ya que la criminalización genera efectos negativos sobre las personas imputadas y condenadas, y consecuencias limitantes sistémicas sobre distintos derechos —protesta, asociación, libertad de expresión, reunión, entre otros derechos— (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 191-194; Oficina del Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 2016, p. 10). Además, cuando la criminalización emplea tipos penales vagos y ambiguos resulta violatoria del principio de legalidad (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 195-202). Finalmente, en los procesos judiciales resulta problemático que las mismas fuerzas de seguridad que actuaron en las protestas luego formen parte de la investigación penal (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 219, Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 316). Por estos motivos, la criminalización es una grave restricción de “la libertad de expresión, y los derechos de reunión, asociación y participación política, que conforme los principios desarrollados anteriormente solo pueden utilizarse de modo muy excepcional y está sujeto a un mayor nivel de escrutinio” (Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 185).
Hasta aquí es posible leer una serie de deberes (activos y pasivos) del Estado, cuyos incumplimientos representan violaciones del derecho a la protesta. Sin embargo, hasta aquí no queda claro si reprimir o dispersar un prolongado corte de calle o ruta resulta contrario al derecho a la protesta. De acuerdo con las directivas del sistema internacional de derechos humanos, queda claro que toda respuesta estatal debe estar contemplada en una ley formal, que no se podría reprimir una protesta por el solo hecho de incumplir el aviso previo, que en principio la dispersión no podría ser instrumentada por las fuerzas armadas, que el recurso a la violencia solo resulta admisible ante el agotamiento de los restantes medios disponibles, y que los Estados no deberían criminalizar a quienes protesten. Sin embargo, aun respetando estos estándares, ¿dispersar o reprimir un corte o bloqueo prolongado de calles y carreteras atenta contra el derecho a la protesta?
Sobre este interrogante tenemos lineamientos menos contundentes. El artículo 21 del PIDCyP reconoce “el derecho de reunión pacífica” y el Comité de Derechos Humanos (2020) aclaró que: “los empujones o la interrupción del tráfico de vehículos o peatones o de las actividades diarias no constituye ´violencia´” (párr. 15), “las reuniones pacíficas pueden tener un efecto perturbador inherente o deliberado y requerir un grado de tolerancia considerable” (párr. 44), “pueden, en principio, realizarse en todos los espacios a los que la población tenga o debería tener acceso, como las plazas y las calles” (párr. 55), “entrañan un uso legítimo de los espacios públicos y de otros lugares, y dado que pueden causar, por su propia naturaleza, cierto grado de perturbación de la normalidad, se deben permitir esos trastornos” (párr. 47). Con distintas formulaciones, el Comité ampara ciertas molestias propias de cualquier acción colectiva, incluso cuando interrumpan el tránsito. Además, al igual que la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana, para el Comité, los actos aislados de violencia no tiñen de violenta a la reunión en su conjunto (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 17-19; Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2019, párr. 82-83). De todas maneras, con este variopinto elenco de argumentos no se rechaza de modo tajante ni contundente la posibilidad de dispersar el bloqueo de calles o rutas, sino que el único apartado que analiza de modo frontal el asunto habilita la dispersión: si una reunión causa “una gran perturbación, como el bloqueo prolongado del tráfico, se puede dispersar, por regla general, solo si la perturbación es ´grave y sostenida´” (Comité de Derechos Humanos, 2020, párr. 85). El Comité sostiene que, si la perturbación al tránsito es grave y prolongada, resulta compatible con el PIDCyP dispersarla o reprimirla —siempre respetando todos los estándares ya mencionados—.
Por su parte, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2019) pone de relieve que las protestas pueden generar molestias y afectar derechos como el de circular, pero estas “alteraciones son parte de la mecánica de una sociedad plural” (párr. 41). La Relatoría (2019) plantea que a menudo la dispersión o represión se justifica a partir de la necesidad de permitir la circulación, pero rápidamente sostiene que:
…el derecho de la protesta es uno de los más importantes fundamentos de la estructura democrática. Es preciso tolerar que las manifestaciones generen cierto nivel de perturbación de la vida cotidiana, por ejemplo, con relación al tráfico y las actividades comerciales, a fin de no privar de su esencia al derecho de reunión pacífica. (párr. 155)
De acuerdo con la Relatoría, la aceptación de la perturbación y la conflictividad que generan las protestas, y con ello el rechazo a la dispersión o represión, deben leerse a partir de su vinculación con la democracia. Es por esta razón que resulta fundamental dar con una teoría adecuada de la democracia que permita vislumbrar las razones por las cuales, en principio, no deberían dispersarse o reprimirse las protestas en general, y los cortes o bloqueos de calles o rutas en particular. En lo que sigue presentaré algunas discusiones que se desarrollaron en Argentina en torno a la relación entre protesta social y democracia, para luego arriesgar una teoría ambivalente de la democracia entendida como democratización (política) de la democracia (policial) que creo que permite alumbrar con precisión la mencionada relación.
En Argentina el repertorio de los bloqueos de calles o rutas, denominados piquetes, se inició y generalizó en Argentina en la segunda parte de la década de 1990, cuando el programa neoliberal comenzaba a mostrar sus peores indicadores económicos, sociales, políticos y culturales. Tras una primera saga de privatizaciones realizadas durante la dictadura cívico-militar de 1976-1983, durante las dos presidencias de Carlos Menem (1989 a 1995, 1995 a 1999) se terminó de consumar el proceso de privatización y extranjerización de la economía argentina. Durante la década menemista prácticamente todas las empresas públicas fueron transferidas a consorcios conformados por una triple alianza entre grupos económicos locales, bancos extranjeros y empresas transnacionales (Azpiazu, 2002, p. 15). Además, el proceso de privatización de empresas públicas fue caracterizado por ventas y concesiones subvaluadas, constantes renegociaciones de los contratos en favor de las concesionarias, incumplimiento de inversiones, reducción de impuestos, despido de trabajadores y trabajadoras, y aumento de tarifas de servicios públicos (Basualdo, 2006, pp. 399-407). Asimismo, la década del 90 mostró un pronunciado proceso de concentración económica: si en 1993 las doscientas empresas más grandes producían el 16,4 % del total, en 1999 superaban levemente el 20 %. Además de elevarse la concentración, también avanzó la extranjerización de la economía: si en 1993 de esas doscientas empresas, cincuenta eran extranjeras, en 1999 eran casi cien (Schorr, 2013, p. 50).
Si bien este modelo neoliberal mostró su peor cara a fines de 2001 e inicios de 2002, cuando el desempleo era cercano al 25 % —mientras que hasta 1993 nunca había llegado al 10 %— y la pobreza superaba el 50 % de la población, durante la segunda parte del gobierno de Menem los indicadores socioeconómicos ya eran dramáticos. En este escenario, el piquete se fue constituyendo como el repertorio de acción colectiva más utilizado por una parte de la resistencia a las políticas neoliberales: las organizaciones piqueteras.
En marzo —en Cutral Có y Plaza Huincul, en la provincia de Neuquén— y en mayo —en Tartagal y General Mosconi, en la provincia de Salta— de 1997 se desarrollaron los primeros prologados piquetes, en repudio a las políticas de disminución de salarios —en el primero de los casos— y de privatización de empresas públicas —en el segundo—. Las dos protestas fueron respondidas con fortísimas represiones que terminaron con el asesinato de Teresa Rodríguez en Neuquén, y los nunca esclarecidos asesinatos de Orlando Justiniano y Matías Gómez en Salta, además de decenas de personas heridas (Auyero, 2002, pp. 70-78; Barbeta y Lapegna, 2001; Benclowicz, 2008; Giarraca y Wahren, 2005; Sánchez, 1997). En estos primeros episodios, quienes cortaban las rutas fueron etiquetados como fogoneros —en alusión al fuego que encendían para mantener los bloqueos— y luego como piqueteros. En esta denominación no hay una derivación de la condición de personas desempleadas ni excluidas, tampoco del contenido de las demandas, sino que la identidad se constituyó a partir del repertorio de acción colectiva. Las organizaciones piqueteras no se identificaron a partir de una carencia, sino a la luz de su organización y acción: “su identidad social (desempleados) se transformó por fuerza de su identidad política (piqueteros)” (Schuster, 2005, p. 52). La identidad de la persona desocupada se construía mediante la pasividad, mientras que “la de piquetero representa un espacio de reconocimiento y construcción común basado en una reivindicación de la dignidad y en un descubrimiento de ‘otras capacidades’ de organización, de movilización y de presión política” (Svampa y Pereyra, 2003, p. 135). Hacia fines de la década de 1990 y principios de este siglo el movimiento piquetero mostró un crecimiento exponencial, y entre las organizaciones se distinguían aquellas que se habían construido a partir de una lógica sindical; otras que se habían organizado con el aporte de los partidos políticos; y otras a partir de liderazgos barriales (Svampa y Pereyra, 2003, pp. 54-70; 2005).
Fue en este dramático contexto en el que las organizaciones resistían a las devastadoras políticas neoliberales que, fiel a una tradición reaccionaria que atraviesa buena parte de la producción jurídica en Argentina, no causa sorpresa que la mayoría de los y las juristas reprocharan los piquetes. Tampoco asombra que hayan observado con buenos ojos las herramientas proveídas por las fuerzas represivas del Estado y las agencias penales para gestionar los reclamos. Aquello que a primera vista causa estupor es que el remedio de la represión y la criminalización se haya enunciado en nombre de la democracia. Pero cuando se efectúa una lectura más atenta, queda claro que el círculo reaccionario resulta consistente porque el repudio a las protestas se asienta sobre una mirada extraordinariamente acotada del régimen democrático.
En mayo de 1999, en una nota periodística, Gregorio Badeni (1999) observaba en los escraches y los cortes de ruta casos en los cuales “la incultura cívica y las pasiones sectoriales suelen detentar un ejercicio patológico de ese derecho [de expresarse] mediante la violencia y al margen de las reglas de convivencia democrática” (párr. I). Los cortes de ruta “consisten en apropiarse de bienes del dominio público impidiendo la circulación por calles y rutas, en defensa de un interés sectorial y en desmedro del derecho de la comunidad” (párr. 1). De esta manera, los piquetes “son actos que, respondiendo a un interés político o sectorial, son incompatibles con una convivencia civilizada y democrática” (párr. 1). Siete años más tarde, en otro artículo periodístico, el entonces presidente de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas sostenía que “ejercer la libertad de expresión y simultáneamente incurrir en un acto ilícito doloso para restringir arbitrariamente el derecho al tránsito que asiste a las restantes personas no es un acto de libertad, sino de libertinaje” (Badeni, 2006a, párr. III). Ese mismo año, en la segunda edición de su célebre Tratado de Derecho Constitucional, agregaba que el derecho de petición:
…deja de ser un derecho que merece tutela legal cuando, por su intermedio, se incurre en la comisión de delitos o se lesiona el orden o la moral pública. Tal es lo que acontece cuando la petición está acompañada por la ejecución, individual o colectiva, de actos prohibidos por la ley o que lesionan arbitrariamente los derechos de las personas (art. 19 CN). En esta categoría incluimos a los «piquetes», el corte de vías de comunicación impidiendo el tránsito, la ocupación de establecimientos públicos o privados. (Badeni, 2006b, p. 544)
En la misma sintonía, en un breve trabajo publicado en 2002, Juan Carlos Cassagne (2002) acotó la democracia al ejercicio del sufragio y planteó que los ciudadanos no se encuentran “obligados a consentir los malos gobiernos ya que, en una democracia representativa (art. 22, Constitución Nacional), el remedio correctivo se encuentra en el libre ejercicio del voto popular que permite la renovación periódica de los gobernantes y legisladores” (p. 1938). De esta manera, si se cuestionan leyes dictadas por las autoridades políticas, en lugar de manifestarse, sería adecuado que “canalizaran sus protestas ante el Congreso, en forma ordenada y pacífica, habida cuenta que constituye el ámbito natural de la democracia representativa en la que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes” (Casaggne, 2002, p. 1938). También en 2002 se conoció el pronunciamiento de la Cámara de Casación Penal en la causa Marina Schiffrin, que confirmó la sentencia a una docente que había participado de un corte de ruta en la ciudad de Bariloche y había sido condenada a tres meses de prisión en suspenso, como coautora del delito de impedir y entorpecer el normal funcionamiento de los medios de transporte terrestres sin crear una situación de peligro (artículo 194 del Código Penal). Allí se lee que el juez federal de primera instancia de Bariloche había sustentado su condena en esta tesis del profesor Miguel Ángel Ekmekdjian (1994):
…la única forma legítima y verificable de la expresión soberana del pueblo es el sufragio. Por medio de éste, el pueblo rechaza o acepta las alternativas que le propone la clase política …Otros tipos de presunta expresión de la voluntad popular, distintos del sufragio (tales como reuniones multitudinarias en plazas o lugares públicos, encuestas, huelgas, lockouts u otros medios de acción directa, vayan o no acompañadas por las armas, etc.) no reflejan realmente la opinión mayoritaria del pueblo, sino a lo sumo la de un grupo sedicioso. (pp. 599-600)
Finalmente, también encuadrando los piquetes dentro del delito de sedición tipificado en el artículo 22 de la Constitución Nacional2, en su célebre Constitución Nacional comentada, María Angélica Gelli (2003) postulaba que los “cortes de rutas, caminos o calles encuadran en la prohibición constitucional, aun cuando las autoridades suelen ser complacientes con aquéllas (p. 219)”3.
Varios de los argumentos brindados por importantes juristas para reprochar los cortes de ruta se basan en una reaccionaria compresión del régimen democrático. Para Badeni, los piquetes no tienen lugar en una sociedad democrática, y de acuerdo con Ekmekdjian, Gelli y Cassagne, los cortes de calle exceden los canales de la democracia representativa y por ello configuran el delito de sedición. En estos casos, la democracia queda reducida a un régimen con partidos políticos competitivos y elecciones periódicas, y no hay espacio para cortes de ruta y calle que expresen demandas por necesidades insatisfechas y presionen para que las instituciones se democraticen.
En los primeros años de este siglo, el discurso jurídico predominante en Argentina justificaba la represión y criminalización de la protesta en general, y de los piquetes en particular, con impactos no solamente en las decisiones judiciales, sino también en las aulas de las carreras de abogacía. Frente a este escenario reaccionario, acompañado solo por Eugenio Raúl Zaffaroni (2002; 2007) y Raúl Ferreyra (2003), Roberto Gargarella expuso argumentos para proteger jurídicamente la protesta social, particularmente los cortes de calle y ruta llevados adelante por los sectores oprimidos de la sociedad. Así como desde una versión conservadora del régimen democrático distintas autoras y autores repudiaron los cortes de ruta, Gargarella los defendió a partir de una concepción deliberativa de la democracia. Sin embargo, creo que esta concepción, incluso con las mejores intenciones en su formulación, por estar situada en la dimensión del régimen democrático, no resulta adecuada para reprochar la represión o dispersión de cortes de ruta prolongados y sistemáticos.
Si bien el concepto de democracia deliberativa parece que fue acuñado por primera vez en 1980 por Joseph Bessette (1980), las aproximaciones más sistemáticas comienzan a delinearse a fines de los 80 y durante la década de 1990, con publicaciones y compilaciones relevantes de Habermas (2005), Cohen (1986; 1996; 1997), Nino (1997), Gutmann y Thompson (1996), Estlund (1997), Bohman y Rehg (1997), y Elster (1999), entre otras. Si bien Gargarella incluyó un importante trabajo en la citada compilación de Jon Elster, es difícil encontrar en su obra teorizaciones sistemáticas y acabadas sobre los alcances de la democracia deliberativa, y no es sencillo delimitar su posición respecto de las discusiones más relevantes al interior de esta tradición: el carácter epistémico o no de la deliberación, las versiones más o menos ideales, el papel de las razones públicas, entre otras. A menudo, en sus aproximaciones a la democracia deliberativa, evita pronunciarse sobre estos aspectos, y en varias oportunidades se remite a las conceptualizaciones elaboradas por Carlos Nino. Sin embargo, como su lectura de la protesta se realiza a partir de un enfoque deliberativo, es importante restituirlo, al menos de modo genérico, para luego identificar sus aspectos problemáticos.
Una aproximación mínima a la concepción deliberativa del régimen democrático defendida por Nino y restituida de modo genérico por Gargarella, indica que las decisiones colectivas sólo son legítimas si resultan de un amplio proceso de discusión en el cual deben participar todas las personas potencialmente afectadas, esgrimiendo buenas razones, y concluyendo con consensos racionales. Además, las decisiones colectivas deben ser imparciales: adoptadas no para favorecer un grupo determinado, sino porque se consideran las más justas tomando en consideración todos los intereses involucrados (Gargarella, 1995, pp. 91-92; 2001, pp. 261-262). Situado desde una perspectiva epistémica (Nino, 1988, p. 87), Nino (1997) entiende que “la falta de imparcialidad no se debe a menudo a inclinaciones egoístas de los actores en el proceso social y político, sino a mera ignorancia acerca del contenido de los intereses de los demás” (p. 168). De esta manera, Gargarella (2001) sostiene que:
…las decisiones son a menudo ‘parciales’ a causa de la ignorancia respecto de los intereses o preferencias reales de los otros. Se puede llegar a decisiones no neutrales no en virtud del interés propio o de la parcialidad de quienes toman las decisiones, sino porque no se ha comprendido bien de qué modo otras personas evalúan ciertas opciones. (p. 324)
La perspectiva deliberativa propone un régimen democrático cuyo procedimiento de toma de decisiones no incluye intereses en pugna, disputas, antagonismos, relaciones de fuerzas, sino simplemente intercambio de razones que deriva en consensos. Por su parte, las sistemáticas decisiones que reproducen las posiciones de ciertas élites de la arena política latinoamericana no se explican porque unos intereses triunfan sobre otros, ni porque determinados estratos poseen mayor capital económico y simbólico, sino por el mero desconocimiento o incomprensión de ciertos puntos de vista. El registro de la política no es el de los antagonismos y relaciones de fuerzas, sino el de los argumentos racionales, los consensos y la imparcialidad.
Podría sostenerse que la teoría deliberativa del régimen democrático no está contaminada por el juego de intereses y relaciones de fuerzas porque es una teoría normativa que delimita un ideal regulativo, que resulta útil para realizar un contraste con el juego político realmente existente y enunciar un juicio crítico. No es casual, en este sentido, que Gargarella (2021) construya su ideal regulativo no a la luz de sociedades atravesadas por desigualdades de redistribución, reconocimiento y representación, sino a partir de individuos que escapan de esas dramáticas injusticias e imaginariamente navegan hacia la tierra prometida (pp. 29-30). Frente a estas propuestas que parten de escenarios imaginarios, podríamos problematizar la utilidad de una teoría normativa que suponga la igualdad, el diálogo racional y el consenso, pero no por ser criterios desatendibles o reprochables, sino por ser relativamente obvios: ¿cómo negar la legitimidad de una decisión imparcial acordada por individuos libres e iguales? De todas maneras, ¿cómo afirmar que la historia política es una historia de acuerdos imparciales entre iguales? Lo que está en discusión, a la luz de estos interrogantes, es la utilidad de una teoría para revisar una práctica tan distinta y distante de la imaginada o imaginaria. Sin embargo, el mayor problema se presenta cuando pretendemos emplear el esquema normativo de la democracia deliberativa como matriz ya no solo de juicio, sino también de comprensión de los cortes de calle y rutas.
Los piquetes encarnan cierta demostración de fuerzas, producción de molestias y daños, tal como genera otro repertorio de acción colectiva como es la huelga, que daña la apropiación de plusvalor. Inevitable y no contingentemente, las protestas incluyen la generación de ciertas molestias y daños. No obstante, cuando desde un registro normativo como la teoría deliberativa del régimen democrático se intenta articular una defensa jurídica de los piquetes, se sustituye la demostración de fuerzas, la inevitable producción de cierto daño, por un ingrediente más próximo al régimen de la democracia: la libertad de expresión. De este modo, Gargarella (2005a, pp. 72-74; 2006a, p. 22) asume que en los cortes de calle y ruta se generan conflictos de derechos, pero esto no debería traducirse en la criminalización ni en la dispersión de los piquetes, sino que hay que ponderar los derechos en juego. Si el derecho afectado es el de transitar en automóvil o en transporte público, el derecho ejercido es la libertad de expresión, y entonces cabe preguntarse “¿qué derecho es, entonces, más importante (el derecho al libre tránsito o el derecho a la libertad de expresión)?” (2008a, p. 27). Para la perspectiva de la democracia deliberativa, el piquete representa un ejercicio del derecho a la libertad de expresión que requiere extrema protección: “este tipo de derechos o ‘superderechos’ resultan merecedores de la máxima protección judicial, fundamentalmente dada su proximidad con el nervio democrático” (Gargarella, 2005a, p. 74)4. Este resguardo debería intensificarse cuando estamos frente a críticas al poder: hay que “proteger al que habla, sobre todo si se trata de una voz que pretende presentar una crítica contra quienes ejercen el poder” (Gargarella, 2006a, pp. 22-23). Más allá de coincidir con la especial protección hacia quien critica, aquí está en juego otra dimensión: la reducción de una protesta a una simple “voz”, que incluso se enuncia en singular, como si los piquetes no tuvieran, como ya hemos visto, a organizaciones políticas y sociales que funcionan como su plataforma de acción.
Al analizar los fenómenos de protesta social en Argentina durante los últimos años del siglo XX y los primeros del siglo XXI, Gargarella (2005a) diagnostica que “es preocupante que un sistema democrático conviva con situaciones de miseria, pero es catastrófico que tales situaciones no puedan traducirse en demandas directas sobre el poder político” (p. 30). Más allá de la importancia y frescura que han traído estos análisis a la comunidad académica del derecho, creo que estamos ante un modo muy problemático de conceptualización de los piquetes, que trae consecuencias jurídicas nocivas, aunque sean indeseadas. El piquete es una manera de desbordar los canales institucionales; es una presión en el espacio público empleada para que las instituciones resuelvan demandas que seguramente ya se habían canalizado, pero continuaban sin solución. Cuando las demandas por la creación de puestos de trabajo, las exigencias para mejorar la educación, salud, salarios, igualdad de géneros, o por una gestión igualitaria de los bienes comunes no son tratadas satisfactoriamente por los canales institucionales, se vuelve necesario ya no solo volcar los reclamos en las instituciones, sino desbordarlas. La protesta no es el síntoma de la imposibilidad de traducir institucionalmente las demandas (o no es solamente eso), como se lee desde la teoría deliberativa del régimen democrático, sino que es un mecanismo que pretende desbordar el régimen y presionar para que ellas sean atendidas.
De acuerdo con las premisas normativas del régimen de la democracia deliberativa, las decisiones políticas deben adoptarse por consenso luego de un amplio proceso de discusión igualitaria entre las personas afectadas. Es a partir de este marco que, ante “las dificultades expresivas que tienen muchísimos grupos” (Gargarella, 2008b, p. 826), se debe buscar la manera de que “cuenten con la posibilidad adecuada de hacer conocer sus reclamos al poder público, y de ser atendidos debidamente” (Gargarella, 2008b, p. 827). Puedo suscribir estas líneas, pero es problemático acordar con ellas cuando se escriben como argumentos para proteger jurídicamente las protestas sociales en general y los piquetes en particular. No porque desacuerde con la necesidad de esta protección, sino porque fracasan en su objetivo. Que las autoridades entren en conocimiento de las demandas se puede lograr de numerosas maneras, para el mero conocimiento no es necesario un piquete prolongado, y en muchos casos las autoridades saben los motivos de los reclamos. Sin negar la importancia de que las demandas tomen estado público, aquello que es central y constitutivo del piquete, y que lo distingue de otras acciones colectivas, es la ocupación del espacio público y con ello la generación de ciertas molestias (fundamentalmente en la circulación), es alcanzar un umbral de daño para que el poder público y también privado, que en la mayoría de los casos ya conoce las demandas, las atienda. Esto no significa que cuanto más profundo sea el daño, mayor será la posibilidad de atención y resolución de las demandas. Simplemente muestra que la generación de cierto daño es constitutiva de las protestas sociales en general, y de los piquetes en particular. Pero no por el amor de ciertas organizaciones sociales y políticas con las demostraciones de fuerza y ocupaciones de espacios públicos, sino porque cuando los conflictos sociales estallan, la política se juega más en el terreno de las relaciones de fuerza que en el de los acuerdos racionales (García Linera, 2010, p. 11). Además, la ocupación de los espacios públicos, el corte de calles o rutas, no son solamente medios para expresar demandas, sino que representan un repertorio para disputar el carácter público de esos espacios (Butler, 2015a, pp. 70-71). La calle es la plataforma de la expresión de ideas y de la demostración de fuerzas, pero las protestas también luchan por esa plataforma: “la calle no es solo la infraestructura de los discursos y acciones políticas. Es también un importante motivo y objeto de la movilización política” (Butler, 2015b, p. 128).
En algunos trabajos, Gargarella (2008a) asume que la teoría deliberativa del régimen democrático está abierta “a reconocer el valor e incluso la importancia de las expresiones disruptivas” (p. 50). Asimismo, reconoce que en el marco de cortes de calles y rutas nos podemos encontrar con agresiones verbales y físicas a automovilistas, y con destrucción de edificios públicos (p. 32). Sin embargo, es justamente en estos casos que se advierte con mayor notoriedad la incomprensión de aquello que representan los cortes de ruta. Para tratar el asunto de la violencia en los piquetes, traza un paralelismo con la huelga: si una persona trabajadora apedrea a un patrón mientras se realiza el cese de actividades, se debería reprochar y condenar la acción individual, pero de ningún modo anular el derecho de huelga. De la misma manera, “si durante un corte de ruta una persona se levanta y realiza un acto de violencia, dicho acto no tiene por qué ejercer efectos sobre los otros legítimos derechos que puedan estar allí presentes” (Gargarella, 2006a, p. 35). Si alguien se comporta violentamente “podrá ser merecedor de un reproche, pero dicho reproche no agrega ni quita absolutamente nada a la discusión en juego, sobre el valor o la protección que merecen el derecho a la huelga o el derecho a la protesta” (Gargarella, 2006b, p. 150).
Está claro que la acción individual de tirar una piedra en una huelga o en un piquete no repercute en la legitimidad de la acción colectiva, pero el grave problema del argumento es la absoluta incapacidad para advertir que la huelga y el piquete son constitutiva y no contingentemente actos de violencia y fuerza, y aun así, bajo una adecuada teoría de la democracia, pueden merecer protección legal y debería rechazarse su dispersión o represión. Por definición, las huelgas y los piquetes suponen cierto empleo de la violencia y provocan daños: la patronal se ve afectada en sus márgenes de ganancia e incluso puede sufrir la ocupación de sus establecimientos; las personas automovilistas y pasajeras de transporte público padecen demoras. El ejercicio de fuerza y violencia, y la producción de daño, no son fenómenos contingentes o accesorios a la huelga o al piquete, como sí lo es arrojar una piedra. Detectar y marcar el grosero error de suponer que lo constitutivo del piquete es el ejercicio de la libertad de expresión y que la generación de cierta violencia es solamente accesoria, no representa una simple sutileza: este tipo de aproximaciones conceptuales, aun con sus mejores intenciones, no hacen más que habilitar de modo muy consistente la limitación de la protesta social, preservando su faz expresiva pero anulando su demostración de fuerza. Y esto no es solamente una especulación, sino que puede testearse con dos proyectos de ley presentados —en distintos momentos históricos, por distintas fuerzas políticas y que afortunadamente no se aprobaron— en la Cámara de Diputados para limitar el derecho a la protesta en Argentina.
En la Apertura de Sesiones Ordinarias del Congreso de la Nación del 1 de marzo del 2014, la entonces presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, postuló la necesidad de regular los piquetes. En este contexto se presentaron distintas iniciativas legislativas y una de las más relevantes fue la del diputado Juan Pedrini, que tenía entre sus cofirmantes a tres legisladores de gran importancia del Frente Para la Victoria, el partido de gobierno: Carlos Kunkel, Diana Conti y José María Díaz Bancalari. El objeto del proyecto de Ley de convivencia en manifestaciones públicas era garantizar el derecho a la libertad de expresión, reunión y petición, y la libre circulación. Frente a este propósito, la pregunta crucial es: ¿cómo es posible, de modo simultáneo, garantizar el derecho al corte de ruta y el derecho a la libre circulación? La operación que permite realizar esta doble protección es deudora de la teoría deliberativa del régimen democrático: conceptualizar al piquete solo como un ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Bajo este paradigma, el proyecto define a la “manifestación legítima” como aquella que se encuentra notificada, no imposibilita el normal funcionamiento de servicios públicos, permite la libre circulación de grupos vulnerables, y no impide “totalmente la circulación de personas y vehículos en una dirección determinada” (Expediente. 2544-D-2014, art. 5.c). Si no se reúnen estos requisitos, “la manifestación es ilegítima” (Expediente. 2544-D-2014, art. 5).
Al igual que en los desarrollos de la teoría deliberativa del régimen democrático, en los fundamentos del proyecto se enuncia la existencia de un conflicto de derechos entre la libertad de expresión y la libre circulación, y se busca que “ambos derechos sean garantizados” (Expediente. 2544-D-2014). El proyecto propone, entonces, respetar a rajatabla la dimensión expresiva de las protestas, garantizando que las ideas se pueden volcar al foro público desde las veredas, o cortando las rutas o calles de modo parcial. Como contrapartida, la conceptualización de una manifestación como ilegítima por impedir totalmente la circulación es absolutamente consistente con los parámetros de la teoría deliberativa del régimen democrático: el proyecto protege la libertad de expresión, pero impide que la protesta se transforme en un acto de fuerza, que cause daño. Como la teoría deliberativa del régimen democrático no ha logrado comprender la dimensión de fuerza que es constitutiva y definitoria de la protesta, y la ha catalogado solo como un ejercicio de la libertad de expresión, se queda sin argumentos frente a proyectos que protegen la expresión de ideas y demandas, pero limitan su potencial de ejercicio de fuerza y habilitan su dispersión o represión.
En una línea todavía más restrictiva de los piquetes, y solo para mencionar otro ejemplo, en 2022 el diputado Martín Tetaz (ferviente opositor al gobierno del Frente para la Victoria, devenido en 2022 en el gobierno del Frente de Todos) presentó un proyecto de ley con el fin de garantizar, de acuerdo con sus fundamentos, “de forma razonable, los derechos de libre circulación, libertad de expresión y libertad de tránsito” (Expediente 2284-D-2022). A la luz del proyecto “toda manifestación o protesta social debe resguardar, garantizar y hacer cumplir de manera indubitable los derechos de circular, estudiar, enseñar y transitar” (art. 2, Expediente 2284-D-2022). Y para garantizar el derecho a circular, el proyecto delimita los siguientes lugares para manifestarse: “espacios abiertos públicos, plazas, plazoletas o cualquier otra definición que pueda corresponder que excluya cualquier tipo de vías de circulación” (art. 3, Expediente 2284-D-2022). ¿Qué argumentos tiene la teoría deliberativa del régimen democrático para reprochar que este proyecto permite protestar solo desde plazas o plazoletas? Creo que ninguno, porque las demandas y argumentos para el foro público se pueden expresar sin ningún tipo de problemas desde una plaza. ¿Qué diferencia existe entre expresarse desde una plaza o desde la calle o la ruta? En términos de volcar razones al debate público, que es lo que pretende proteger la teoría deliberativa del régimen democrático, ninguna. Pero sí existe una notable diferencia en la capacidad de presión, y por esta razón debemos descartar la teoría deliberativa del régimen democrático y apelar a una teoría de la democracia que resulte de utilidad para reprochar las dispersiones y represiones a los cortes o bloqueos totales. En lo que sigue presentaré una teoría ambivalente que incluye, y a la vez excede, a la democracia en tanto régimen.
En varios de sus trabajos, Antonio Negri recuperó la obra de Spinoza —también de Maquiavelo y Marx— para delinear los contornos de una democracia radical, revolucionaria, absoluta. En sus primeros textos, particularmente en La anomalía salvaje, oponía esta conceptualización de la democracia al Estado de Derecho (Negri, 1993, p. 20), y aclaraba que mientras Spinoza era catalogado a veces como monárquico constitucional, otras como aristócrata y otras como demócrata, en términos estrictos su problema teórico no era “de formas de gobierno, sino de formas de la liberación” (p. 362). Para Negri (2004), al adjetivarla como absoluta, la pretensión de Spinoza había sido despegarla de la teoría de las formas de gobierno, y por ello “‘democracia absoluta’ es, en cambio, un término particularmente adecuado para la invención de una nueva forma de libertad o, mejor aún, para la producción de un pueblo por-venir” (p. 177). Por su parte, en El poder constituyente, Negri (2015) vinculó la democracia con el poder constituyente (p. 39, 54), y la opuso al paradigma del constitucionalismo: “democracia es de hecho una teoría del gobierno absoluto, mientras que el constitucionalismo es una teoría del gobierno limitado y, por lo tanto, limitando la práctica de la democracia” (p. 28). Entendida en términos radicales y absolutos, la “democracia es lo opuesto del constitucionalismo o, para ser más exactos, la negación misma del constitucionalismo como poder constituido” (p. 406). Por su lado, ya en compañía de Michael Hardt, opuso la democracia absoluta y radical a la teoría de la representación política (Hardt y Negri, 2004a, pp. 280-282; 2004b; 2009, pp. 304-306, 346-347) y al paradigma de la soberanía (Hardt y Negri, 2004a, pp. 374-377, 2004b).
En esta trama de oposiciones se encuentra en juego la premisa según la cual “la democracia no solo es cuestión de estructuras y relaciones formales, sino también de contenidos sociales, de cómo nos relacionamos los unos con los otros, de cómo producimos juntos” (Hardt y Negri, 2004, p. 123). Si leemos detenidamente que la democracia no es solo una cuestión de estructuras y de relaciones formales, tenemos que admitir que una dimensión estructural y formal sí integra (aunque sin agotar) la democracia. Sin embargo, el desafío teórico-político es no reducir la democracia a sus instituciones, ¿por qué? Porque, como plantea el propio Negri (2008) en Del derecho a la resistencia al poder constituyente, la democracia está atravesada por una ambivalencia, y dentro de esta resulta necesario distinguir entre democracia como régimen o forma de gobierno, es decir, como modalidad “de gestión de la unidad del Estado y del poder” (p. 151), y como resistencia, “como proyecto, como praxis democrática, como «reforma» del gobierno” (p. 152).
Más allá la reconstrucción de los aportes de Negri, creo que hay que usar una conceptualización ambivalente o bipolar de democracia, que reúna dos polos en tensión: uno vinculado al régimen de prácticas institucionalizadas de toma de decisión; otro relacionado con las prácticas sociales —que pueden o no estar institucionalizadas— que buscan reformar, con un horizonte igualitario, el régimen democrático. Me parece que esta concepción ambivalente reivindica el conjunto de acciones populares que permiten una democratización de las instituciones formales de la democracia, pero sin menospreciar la relevancia de estas instituciones democráticas, que en parte garantizan —más que otros regímenes— la existencia y reproducción de acciones populares.
Otro modo de presentar esta concepción ambivalente de la democracia es apelando a la aparente tautología de la democratización de la democracia. “Democratizar la democracia” es el título del capítulo con el que Étienne Balibar cierra su libro Ciudadanía (2013), pero también alude a la democratización de la democracia en un breve trabajo que retoma, tanto crítica como elogiosamente, la obra de Jacques Rancière. Balibar le reprocha a Rancière cierto descuido por la dimensión institucional de la democracia, por su desatención y menosprecio en cuanto a régimen. Para Balibar este descuido no es menor porque, en definitiva, la igualdad especialmente reivindicada por Rancière requiere de instancias mínimas de institucionalización, que éste parece situar sólo dentro de una reprochable lógica policial. Sin embargo, Balibar (2012) destaca y reivindica el modo en que Rancière concibe a la democracia como:
Un proceso que podríamos llamar tautológicamente la «democratización de la democracia» (o de lo que dice representar un régimen democrático), y por lo tanto el nombre de una lucha, una convergencia de las luchas por la democratización de la democracia. (p. 15)
Para Rancière (1995), aquello que cotidianamente denominamos política debería llevar otro nombre: policía. Releyendo la Política de Aristóteles y retomando una categoría desempolvada por Michel Foucault en el curso Seguridad, territorio, población, plantea que la policía refiere a una administración de los contables y de las partes de la ciudad, limitándose a gestionar el recuento de quienes cuentan y el reparto de las partes. La policía, entonces, alude a:
…un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar o a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como discurso y tal otra como ruido. (p. 52)
La política, por el contrario, desplaza a los cuerpos de los lugares que tenían asignados, torna visibles aquellos que se encontraban invisibilizados, transforma en discurso aquello que era tenido como ruido. La política “es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial” (Rancière, 1995, p. 53). Para Rancière, buena parte de las instituciones funcionan bajo una lógica policial, que indica que para gobernar es necesario poseer algún título: el nacimiento, la pertenencia familiar, la riqueza, el conocimiento. La política no acompaña ese proceso, no es un epifenómeno del orden policial, sino, que por el contrario, implica su interrupción: es una anomalía que “existe como desviación respecto a esta evolución normal de las cosas” (Rancière, 2006, p. 69). En este orden policial en el cual el gobierno depende de un título, la democracia representa un escándalo: se apoya en “un título que se refuta a sí mismo” (Rancière, 2005, p. 47). La democracia, y su ineludible vinculación conceptual con la igualdad, es entonces un “«gobierno» anárquico, fundado sobre nada más que sobre la ausencia de título para gobernar” (Rancière, 2005, p. 48). De esta manera, la ausencia de título luce su compromiso más nítido con la igualdad: cualquiera puede gobernar. La política es, en definitiva, “la capacidad de cualquiera para ocuparse de los asuntos comunes” (Rancière, 2010, p. 55).
En el enfoque ofrecido por Rancière, la democracia se presenta casi como un sinónimo de la política, se desliga por completo del orden policial y hasta se le opone. Sin embargo, creo que resulta pertinente la observación marcada por Balibar y, atento a la necesidad de institucionalizar alguna dimensión de la igualdad, vale la pena correr parcialmente el eje de movimiento de la democracia y, en lugar de ubicarla solo en el plano de la policía, situarla en ese plano cuasi tautológico de democratización (política) de la democracia (policial). Presentar a la democracia como un concepto ambivalente, o como democratización (política) de la democracia (policial), ofrece la posibilidad de no descuidar un régimen de toma de decisiones vinculado (aunque nunca de modo pleno) con el ideal de igualdad, a la vez que destaca que para profundizar este ideal es necesario que se desarrollen constantes acciones políticas colectivas.
La conceptualización de la democracia ya no solo como un régimen, sino también como su democratización, permite sostener que la democracia es un sistema de elecciones de autoridades, de deliberación sobre las decisiones que nos afectan, pero también es un conjunto de acciones populares para evitar que esa elección, deliberación y decisión quede en pocas manos. Sin lugar a duda, este conjunto de acciones populares tiene una dimensión expresiva, pero no se agota en ella, ¿por qué?, porque para hacer frente a las tendencias oligárquicas que pretenden dejar en pocas manos las decisiones de la comunidad, no es suficiente volcar las ideas al foro público. Ojalá fuera suficiente, porque las historias de los procesos de democratización hubieran sido menos traumáticas, pero nadie renuncia a sus privilegios por el solo hecho de escuchar buenas razones. Es necesario movilizarse, presionar, demostrar fuerza que, lejos de ser disfuncionales, son prácticas absolutamente constitutivas de la democracia. De la democracia entendida de modo ambivalente, tanto como régimen cuanto como democratización de ese régimen.
¿Por qué es importante recuperar esta concepción ambivalente para precisar la relación entre los cortes de calle o ruta y la democracia? y ¿por qué analizar a la luz de esta concepción si la dispersión o represión de los cortes de calles o rutas atentan contra el derecho a protestar? Porque, tal como mencioné anteriormente, para la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2019), las perturbaciones que generan las protestas deben tolerarse en función de la importancia que tiene el derecho protestar para la democracia (párr. 155). Ahora bien, si esta importancia se explica, como pretende la teoría deliberativa del régimen democrático, porque todas las voces y demandas deben circular en el foro público, es indistinto que los argumentos se enuncien desde la calle, la ruta o la vereda. Bajo esta perspectiva, nos quedamos sin argumentos si pretendemos reprochar la dispersión de un corte o bloqueo prolongado. Dicho de otro modo, no contamos con argumentos para sostener que la dispersión o represión de un corte o bloqueo es contrario al derecho a protestar. De modo contrario, si asumimos que la importancia de la protesta en la democracia está dada por su dimensión expresiva, pero también por su capacidad de presión, demostración de fuerzas y ocupación del espacio público, contamos con más recursos argumentativos para subrayar que su dispersión o represión representa una grave amenaza para el derecho a protestar.
En la última década, distintos documentos del sistema internacional de derechos humanos han delimitado una serie de deberes positivos y negativos para garantizar el derecho a la protesta. Dentro del sistema existen, entre otras, estas directivas contundentes hacia los Estados: la regulación de la protesta debe hacerse por ley formal; el aviso previo no puede transformarse en una autorización previa; en principio, el Estado debe ser neutral respecto de los contenidos del reclamo, y solo puede apartarse de este principio ante casos muy delimitados; la intervención de las fuerzas de seguridad y el uso de la violencia deben ser absolutamente excepcionales; no se debe criminalizar a quienes organizan o participan de las protestas.
Sin embargo, el sistema internacional de derechos humanos es menos contundente respecto del deber del Estado de abstenerse de dispersar o reprimir un prolongado corte de calle o ruta. Mientras el Comité de Derechos Humanos de la ONU habilita la posibilidad de dispersar o reprimir, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos plantea que las molestias que generan las protestas deben ser toleradas por su gran vinculación con la democracia.
En este trabajo mi intención ha sido retomar y desarrollar este último lineamiento de la Relatoría, y sostener que para dar con una adecuada comprensión de la relación entre democracia y protesta resulta necesario apartarse de una teoría del régimen democrático (sea conservador o deliberativo) y delinear una conceptualización ambivalente que incluya al régimen, pero también a la reforma con un horizonte igualitario de ese régimen. Dicho en otros términos, solo conceptualizando a la democracia como una democratización (política) de la democracia (policial), podemos sostener con contundencia que reprimir o dispersar un corte de ruta o calle atenta contra el derecho a protestar.
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Notas:
1Esta jurisprudencia del Tribunal Europeo (2007) es interesante porque sostiene que no solo el aviso, sino que la autorización previa tampoco atenta contra el derecho a la protesta (párr. 35) y aun así esta omisión no vuelve ilegítima a la acción colectiva.
2El artículo dispone que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione en nombre de éste, comete delito de sedición”.
3Por último, a modo de lamentable curiosidad, hay que mencionar un proyecto de ley presentado en 2006 por el profesor y entonces diputado Jorge Reinaldo Vanossi, donde se establecía la responsabilidad del Estado por los daños producidos “por adoptar o no adoptar las medidas preventivas y/o represivas adecuadas ante cortes de rutas, puentes, vías navegables o de comunicación de todo tipo […] o cualquier lugar en el que algún individuo tenga legítimo derecho de transitar o ingresar” (Expte. 6968-D-2006, art. 17). En sintonía, en un artículo publicado en la Academia Nacional de Derecho, afirmaba que en los piquetes “se realizan todo tipo de acciones generalmente delictivas, que ponen a la Argentina con la imagen de ser un país donde, pese a que se invocan diariamente los Derechos Humanos, no se respetan en lo más mínimo los derechos individuales” (Vanossi, 2007, p. 139).
4La libertad de expresión “requiere de una atención privilegiada: el socavamiento de la libertad de expresión afecta directamente el nervio principal del sistema democrático” (Gargarella, 2005b, p. 26).