La protección de los maíces nativos en México.

El derecho que nace del pueblo como praxis desalambratoria* 

The protection of native corn varieties in Mexico.
The right that is born of the people as a communalizing praxis

A proteção dos milhos nativos no México.
O direito que nasce do povo como práxis descercadora

Oscar Arnulfo de la Torre de Lara**

*Artículo de reflexión derivado de investigación; 2) derivado de la tesis de doctorado: Maíz, territorialidad y autonomía campesino/indígena desde una perspectiva de derechos humanos en el contexto mexicano, de la Universidad Pablo de Olavide (calificación de sobresaliente cum laude); 3) derecho público 5) Conahcyt.

**Abogado. Profesor-investigador del Centro de Ciencias Sociales y Humanidades la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Filosofía del derecho y derechos humanos. E-mail: oscar.delatorre@edu.uaa.mx

Resumen

El presente trabajo discute reflexivamente, desde una perspectiva jurídica crítica, la crucial importancia que tiene la protección de los maíces nativos como parte del patrimonio biocultural de los pueblos indígenas y campesinos mexicanos, como un bien común de la humanidad, ante los retos que plantea el mundo contemporáneo, así como los problemas socioeconómicos y socioculturales, sanitarios y medioambientales que acarrea la introducción de maíz transgénico en México. De ahí la importancia de la conservación in situ de la biodiversidad del maíz nativo, como el principal elemento del ancestral sistema de cultivo “milpa”, entendido, no solo como paradigma agroecológico, sino también de organización socio-bio-cultural.

Palabras clave: maíz, transgénicos, derecho, capitalismo

Abstract

The present work reflectively discusses, from a critical legal perspective, the crucial importance of the protection of native corn as part of the biocultural heritage of indigenous peoples and Mexican peasants, as a common good of humanity, in the face of the challenges that raises the contemporary world as well as the socio-ecocultural, health and environmental problems caused by the introduction of transgenic corn in Mexico. Hence the importance of in situ conservation of the biodiversity of native corn, as the main element of the ancestral “milpa” cultivation system, understood not only as an agroecological paradigm but also of socio-bio-cultural organization.

Keywords: corn, transgenics, law, capitalism

Resumo

O presente trabalho discute reflexivamente, a partir de uma perspectiva jurídica crítica, a crucial importância da proteção dos milhos nativos como parte do patrimônio biocultural dos povos indígenas e camponeses mexicanos, como um bem comum da humanidade, diante dos desafios que o mundo contemporâneo apresenta, bem como os problemas socioeconômicos e socioculturais, sanitários e ambientais acarretados pela introdução de milho transgênico no México. Daí a importância da conservação in situ da biodiversidade do milho nativo, como o principal elemento do ancestral sistema de cultivo "milpa", entendido não apenas como paradigma agroecológico, mas também de organização socio-biocultural.

Palavras-chave: milho, transgênicos, direito, capitalismo

Introducción

El presente texto es fruto de una investigación sociojurídica con un enfoque interdisciplinario que involucra y pone en diálogo la filosofía, sociología y antropología jurídica con la economía política y la biología. Esta metodología permite abordar el derecho no solo como un conjunto de normas jurídicas, sino también como un fenómeno social, cultural y político, integrando marcos conceptuales diversos para afrontar el fenómeno de lo jurídico desde una perspectiva más abarcadora, crítica y compleja que permite considerar diversas formas de metabolismo social, fruto de plurales maneras de coevolución con la naturaleza y de organización sociopolítica y jurídica.

El maíz es uno de los pilares fundamentales del patrimonio biocultural de México, no solo se trata del principal cultivo del país, sino también de uno de los cuatro cultivos más importantes a nivel mundial junto con la papa, el trigo y el arroz. México alberga entre 59 y 65 razas y cerca de 1200 variedades, adaptadas a agroecosistemas y contextos culturales muy diversos entre sí, que van desde el nivel del mar hasta miles de metros de altitud. México es, en primer lugar, el centro de origen del maíz; Mesoamérica es el lugar donde fue inventado/domesticado, fruto de un proceso coevolutivo iniciado hace aproximadamente 10 mil años y,  segundo, todo el territorio nacional es centro de su diversificación constante; gracias a la agricultura campesina, año tras año, los genes del maíz se movilizan brindándole mayor diversidad genotípica y fenotípica, origen del reservorio de variedades de maíz más importante del mundo. Ambas cuestiones son cruciales a considerar, a fin de establecer una política de bioseguridad integral adecuada para nuestras circunstancias.

Un país como México, que conserva una gran diversidad de maíces nativos y formas de uso ligadas a profundos conocimientos bioculturales sobre los agroecosistemas, como son las técnicas y tecnologías de producción, transformación y consumo, debe priorizar y enfocar sus políticas públicas en fortalecer a los indígenas y campesinos, sus sistemas agrícolas y los servicios ambientales, ya que proporcionan mediante el cuidado, preservación y defensa de sus territorios y la conservación de la biodiversidad a través del cultivo de la milpa, así como el cuidado, selección, preservación y libre intercambio de semillas. En esto se soportan las bases de nuestra seguridad y soberanía alimentaria, presente y futura, así como nuestra identidad cultural como país megadiverso biológica y culturalmente.

Nueva matriz tecnológica del capital

La teoría marxista explica que el sometimiento del proceso de trabajo, en vista de producir plusvalor absoluto, no requiere transformar la realidad del proceso de trabajo, sino solo reorientarlo a tal fin para darle una forma adecuada a la necesidad del capital, o una forma capitalista propiamente dicha (subsunción formal). Mientras que, explica Veraza (2018), para producir plusvalor relativo, se requieren innovaciones tecnológicas que aumenten la productividad del trabajo y cambiar la realidad técnica del proceso de producción, lo que exige la conversión material de los procesos productivos para adecuarlos a la máxima valorización. Por esto no es suficiente un mero cambio de forma que reoriente el proceso de producción en un sentido capitalista, sino que lo que se necesita es un sometimiento o subordinación del proceso de trabajo bajo el capital —tanto en su factor subjetivo como en su factor objetivo— (subsunción real). Ambos conceptos son decisivos para pensar la historia del desarrollo capitalista desde la perspectiva de la crítica de la economía política.

En el ámbito de la agricultura esto se da mediante la separación radical del ser humano y su medio, para reencontrarse a través de la mediación del capital, primero por la proletarización del trabajo y la privatización de la tierra —que son sus premisas formales— y, después, por la sustitución de las habilidades y saberes campesinos por tecnologías propicias a la intensificación y emparejamiento de los procesos productivos agropecuarios —que es su condición material— (Bartra, 2014). De modo que el abordaje de este proceso desde la economía política del conocimiento y la innovación agrícola, implica el análisis del talante de las innovaciones biotecnológicas, con el fin de determinar si están orientadas a la satisfacción de necesidades reales o simplemente a incrementar la tasa de ganancia de quién las produce.

En este sentido, el proceso de culminación de la subsunción real del proceso del trabajo en el capital necesita del derecho —en su dimensión objetiva— para separar masivamente a los campesinos e indígenas de sus territorios ancestrales3 —subsunción formal—, así como de la técnica y la ciencia —cristalizadas en la biopiratería disfrazada de innovación biotecnológica— orientadas a la maximización de la tasa de ganancia mediante la apropiación de los saberes campesinos —subsunción material—, mediante el régimen de protección de la propiedad intelectual vinculada a la ingeniería genética.

Y es que las tecnologías que se utilizan en la producción de semillas de maíz genéticamente modificado (GM), así como los sistemas de siembra, producción y distribución del mismo, forman parte de un tipo de sistemas de producción de conocimiento y de intervención en la realidad natural y social que surgieron en el siglo XX como consecuencia del desarrollo científico-tecnológico subsumido a la lógica de acumulación capitalista. Estos sistemas “tecnocientíficos” tienen la característica principal de ser constituidos por agentes intencionales que se plantean obtener fines determinados, transformando la realidad natural o social, o ambas, destinadas a alcanzar los objetivos del capitalismo corporativo y de subsistemas de organización para la maximización de las ganancias y la minimización de pérdidas (Álvarez-Buylla y Piñeyro, 2013). No obstante, estos se presentan como neutrales, asépticos y, además, —en el caso de la industria agrobiotecnológica— como la panacea para erradicar el hambre en el mundo, enmascarando una cínica voluntad de ceguera sobre los efectos perversos y adversos de un modelo de racionalidad basado en la eficiencia de las técnicas biotecnológicas y en el ocultamiento y desvalorización de la diversidad epistemológica del mundo.

En realidad, lleva razón Bartra (2014) cuando dice que, en el ámbito de la agricultura, estas tecnociencias encaminan sus esfuerzos en crear una naturaleza a imagen y semejanza del capital (p. 136), pues “el fenómeno de la biopiratería y la piratería intelectual apuntalados por los intereses comerciales capitalistas occidentales han surgido como consecuencia de la desvalorización y la invisibilización de los sistemas de conocimiento indígena, y su falta de protección” (Shiva, 2007, p. 90), en beneficio del régimen de patentes y de protección a la propiedad intelectual, en detrimento del interés público y social, supeditando el ejercicio de los derechos individuales y colectivos de las personas a dinámicas económicas totalmente ajenas a sus intereses.

Es innegable, entonces, el papel sustancial que ha jugado la revolución tecnocientífica en el proceso de totalización del orden social capitalista. Según González Casanova (2004):

El complejo militar-empresarial ha creado —con las tecnociencias— instrumentos de aplicación generalizada para el logro de los objetivos de seguridad, maximización de utilidades, ampliación del imperio y el dominio de los mega-complejos y megaorganizaciones capitalistas, así como de los países sede de los mismos. (pp. 210-211)

Por lo anterior es que es primordial desentrañar los “modos de dominación” y los “modos de mediación” que permiten redefinir las articulaciones que recrean formaciones y modos de dominar, producir, reprimir, mediar, que de otra manera no ocurrirían. La nueva revolución científica puso en el centro del pensar-hacer el problema de “la creación humana” en su capacidad de contextualizar y acotar las leyes, o en la de estructurar y reestructurar los contextos y los propios sistemas de dominación y apropiación para beneficio de las clases y complejos dominantes (González Casanova, 2004). De modo que, dentro del contexto de la globalización hegemónica, del mismo modo que la ciencia y la técnica llevan la impronta del orden social que las produce, así también el canon de producción de formas jurídicas y políticas se encuentra subsumido en el modo de producción capitalista.

Durante los últimos dos siglos, y lo que va del presente, el capital mundial —siguiendo la ley general de la acumulación capitalista— ha revolucionado permanentemente la ciencia y la tecnología para escalar la extracción de plusvalor, mientras concentra y centraliza como nunca antes el capital (Barreda, 2019), del mismo modo que el derecho, en su dimensión objetiva, ha jugado un papel central en la construcción de la correlación de fuerzas. En esta línea, interesa mostrar lo instrumentos jurídicos y tecnocientíficos que utiliza el capital en su búsqueda constante de culminación total de la subsunción real de la vida bajo el capital y sus consecuencias perjudiciales —ambientales, sanitarias, económicas, sociales, culturales— en relación con la conservación de la biodiversidad del maíz nativo in situ en dos sentidos:

1)    La acumulación por desposesión (Harvey, 2005) como premisa del desarrollo histórico del modo de producción capitalista, orientado a ampliar sus límites geográficos, abriendo el proceso de colonización de nuevos territorios aún no capitalistas. Es un proceso que actualmente no se limita al despojo de bienes materiales. La acumulación primitiva, al ser un fenómeno constitutivo de las relaciones capitalistas en todas las épocas, siempre se repite como parte del proceso continuado de acumulación capitalista, simultánea a su expansión (Federici, 2020, p. 46). El gran capital ha posado sus ojos en el patrimonio biocultural de pueblos indígenas y campesinos —el conocimiento ligado a la biodiversidad de sus territorios— hacia los cuales encamina un nuevo ciclo de desposesión biopirata, mediante los sistemas de protección a la propiedad intelectual, como estatuto jurídico de los procedimientos y productos biotecnológicos ligados a la ingeniería genética, lo que conlleva —además de la desposesión de bienes comunes inmateriales— la destrucción del tejido social y las estructuras de gratuidad y reciprocidad manifiestas en las formas de vida comunitarias; al asumir una serie de riesgos vinculados al uso cotidiano de la biotecnología, y que se localizan principalmente en el campo de las relaciones socioeconómicas (Ramírez García, 2009, p. 23)

2)    Las tecnologías transgénicas disponibles para México, según Veraza (2018), forman parte de las llamadas tecnologías capitalista nocivas, entendidas como aquellas que generan valores de uso nocivos como soporte forzoso del plusvalor (pp. 248-249), resultado de una producción realmente capitalista en la que el sujeto mismo del consumo —el sujeto de las necesidades— es ya producido como capitalista materialmente; es decir, ahora sus necesidades han sido producidas por el mercado, se han modificado como preferencias, o son dependientes del deseo hacia ciertas mercancías—. Esta modificación del sujeto y de sus necesidades producidas por la acción del mercado capitalista, desde el gusto y la dependencia de ciertas mercancías o tecnologías, constituye una subsunción real del consumo bajo el capital (Dussel, 2013), ejerciendo un monopolio radical sobre la satisfacción de una necesidad y creando novedosas formas de escasez (Illich, 1985). Estas nuevas tecnologías, producto de la revolución tecnocientífica, alteran el metabolismo humano y animal, como es el caso de algunos organismos genéticamente modificados (OGM) o de las tecnologías transgénicas, creadas y promovidas por el sistema alimentario agroindustrial, por lo que su utilización en la agricultura mexicana implica asumir riesgos preocupantes, en algunos casos irreversibles, como el que nos ocupa, al versar sobre la liberación al ambiente de maíz GM en su centro de origen y de diversificación constante.

Hay tantas milpas como agroecosistemas

Milpa es una palabra de origen náhuatl (milli “heredad”, y pan, “en, sobre; encima de) que designa un sistema de cultivo que data de tiempos prehispánicos, aún vigente y base de la alimentación indígena y campesina en México. Lo que genéricamente llamamos milpa, son policultivos con variadas condiciones físicas, climáticas y bióticas. Como dice Boege (2008), hay múltiples milpas, según cada productor, pueblo indígena o región climática, ya que los sistemas agrícolas en las distintas circunstancias permitieron adaptar y seleccionar las plantas, a lo largo de siglos de observación, prácticas de manejo y adaptación; así como la estructuración del conocimiento y su transmisión. En este sentido, podría decirse que la milpa es el laboratorio de la ciencia campesina o ciencia de huarache (Hernández Xolocotzi, 2007), el lugar donde se preserva la diversidad y adaptación genética del maíz en las distintas regiones de México. Por esto, el país no solo es la cuna del maíz, es el sitio donde constantemente se crean nuevas variedades mediante el intercambio de semillas y conocimientos entre campesinos, un ancestral proceso cultural sujeto al cambio y variación constante del que son protagonistas los pueblos campesinos en relación con sus agroecosistemas.

México está incluido entre los diez principales productores de maíz a nivel mundial y ocupa el primer lugar en hectáreas cultivadas. Sin embargo, si bien el maíz se cultiva en todo el territorio nacional, se hace de maneras muy diversas. En el norte del país — Sinaloa, Tamaulipas y algunas zonas del Altiplano o del Bajío— el cultivo de maíz se lleva a cabo en parcelas de gran extensión, con una agricultura industrial tecnificada, dependiente de muchos insumos, como semilla mejorada, fertilizantes químicos y pesticidas. En cambio, en el centro y sur de México se lleva a cabo en parcelas más pequeñas y con menos insumos, en el contexto de una agricultura diversificada basada en el sistema milpa. Como exponen Pedraza et al. (2023), más de 70 % de la agricultura de México es de tipo familiar; son las familias rurales quienes resguardan las razas y las variedades nativas de nuestro maíz. Según cifras oficiales de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader) de 2018, en el territorio mexicano, la mayor parte del maíz producido es blanco (86 %) —del cual, un gran porcentaje corresponde a maíces nativos—; le siguen el amarillo (7 %) y los de otros colores (7 %). Sinaloa, Jalisco, el Estado de México y Michoacán aportan 54 % del maíz blanco. Por su parte, Chihuahua, Jalisco y Tamaulipas producen 80 % del maíz amarillo. Los maíces de colores —presumiblemente nativos— se encuentran principalmente en Chiapas y el Estado de México, entidades que contribuyen con 60 % del total.

Aun así, la Sader apenas comenzó a registrar los maíces de colores en 2018, por lo que en la actualidad carecemos de estadísticas adecuadas y suficientes respecto a estos maíces, pues estos se siembran también en las milpas de temporal en muchas entidades de la república, además de que la mayoría de los maíces nativos se destina al autoconsumo o se vende en las propias comunidades en mercados locales, o en mercados alternativos en las ciudades, por lo que es muy difícil que la Sader refleje estadísticamente su importancia como reservorio vital de germoplasma diverso y base de las culturas alimentarias de nuestro país. Sin embargo, lo que sí es un hecho, es que en todo el país hay variedades nativas adaptadas a condiciones geográficas, climáticas y culturales específicas y que, a pesar de ser menos abundantes en el norte del país, poseen caracteres de gran relevancia, como la resistencia a la sequía (Pedraza et al., 2023). Ana de Ita (como se citó en Ribeiro, 2020), afirma que:

Del total de productores de maíz en México el 80-85 por ciento utiliza su propia semilla adaptada a una enorme diversidad de situaciones geográficas y climáticas; mientras que las semillas híbridas y comerciales son utilizadas solamente por el 15 por ciento de los productores. (p. 27)

Ahora bien, el maíz no solo es el alimento primordial de los mexicanos, antes que nada, constituye un elemento esencial de la matriz cultural de México, un producto cultural que sustenta una forma de vida, fruto de un tejido de relaciones que expresa un metabolismo social producto de una determinada coevolución con la naturaleza. El maíz es centro y guía de un conocimiento acumulado durante milenios y en constante enriquecimiento, que se manifiesta en prácticas cotidianas, en el campo y en el hogar, y se expresa simbólicamente en diversas manifestaciones culturales. Cuando se dice que los mexicanos somos hombres y mujeres de maíz, se pone de manifiesto nuestra pertenencia a una civilización material: a una forma concreta y singular de vivir, una forma de cultivar la identidad que trasciende con creces el compromiso básico de cultivar el maíz, pues, como expresa Echeverría, (2005) “la cultura como cultivo de la identidad es el cultivo de otros compromisos, en torno a los cuales se va constituyendo una determinada mismisidad o identidad” (p. 62). Cultivar la identidad es actualizar esa historia profunda, conectar el presente con esos compromisos sucesivos que se han venido acumulando en la determinación de lo humano como una realidad concreta e identificada. La cultura es siempre un cultivo que se cumple en la práctica cotidiana y que pone en cuestión permanentemente la subcodificación del código, la identificación particularizadora de lo humano (Echeverría, 2005).

Comprendemos así con mayor amplitud que la terca persistencia de los pueblos del maíz no implica un simple resguardo, cuidado o protección para determinar un núcleo de identidad cerrado y encaminado a absolutizar y/o naturalizar, sino que implica una constante puesta en peligro que cuestiona constantemente su validez intrínseca y su actualidad. En realidad “el maíz es inventado diariamente por los campesinos, lo inventan con su trabajo, con su conocimiento, con su respeto y veneración, con su pasión, con su vida que gira alrededor de esa planta, lo inventan con su terca persistencia” (Warman, 1988, p. 7). En síntesis, podemos afirmar que al cultivar el maíz los seres humanos también se cultivaron, creando una cultura como cultivo de la identidad, aunado al cultivo de otros compromisos en torno a los cuales se va constituyendo una determinada identidad. Y es que la elección civilizatoria —en el plano más fundamental de la relación ser humano naturaleza— surge a partir de la elección de un determinado tipo de alimentación. El medio geográfico o natural presenta ciertas opciones al ser humano y este escoge una de ellas y la desarrolla; toda civilización proviene de una primaria y fundamental elección del alimento privilegiado (Echeverría, 2013). Por ello, la cultura material se constituye a partir “de los trazos más básicos del campo instrumental de la actividad humana y el esquema más simple del mundo humano, como serían la construcción y la organización de la temporalidad y la espacialidad” (Echeverría, 2013, p. 27).

No obstante, aun con todo este peso histórico y cultural, esta inmemorial forma de ser humanidad se ha mantenido en resistencia activa en los últimos tres decenios ante la ofensiva capitalista neoliberal encaminada a imponer un modelo de agricultura industrial, dependiente de paquetes tecnológicos empresariales —agrotóxicos y herbicidas— y semillas genéticamente modificadas protegidas por el sistema de derechos de propiedad intelectual (DPI) —certificados de obtentor y patente—–, orientado al despojo de la fuente ancestral de la subsistencia de los pueblos —sus territorios y saberes— en aras de la totalización de la subsunción real de la vida en el capital; esto es, la subordinación de la naturaleza y los procesos biológicos constitutivos de la reproducción de la vida a la lógica de valorización capitalista.

Los derechos de propiedad intelectual como estructura jurídica del despojo

Actualmente, un cúmulo de grandes empresas transnacionales cuentan con mayor poder que muchos Estados contemporáneos, lo cual se ve reflejado en el sistema alimentario global, acaparado por un entramado de oligopolios que han aglutinado, en los últimos años, todos los sectores principales de la cadena alimentaria industrial mediante grandes fusiones entre compañías. Estos ya no limitan su actividad al acaparamiento y el control de las semillas, ahora extienden sus tentáculos a todos los sectores del sistema alimentario. Un ejemplo de esto es la absorción de Monsanto por la empresa alemana Bayer, con lo cual, logró convertirse en una de las mayores empresas globales de agrotóxicos y semillas transgénicas, además de ya ser una de las mayores empresas farmacéuticas a nivel mundial, en el marco de una disputa encarnizada por quién controlará no solo los mercados, sino también las nuevas tecnologías y el control digital y satelital de la agricultura (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración [Grupo ETC], 2019).

Ahora bien, el uso de estas nuevas tecnologías implica asumir riesgos muy altos, en atención a las circunstancias alimentarias especiales en cuanto al maíz y las relaciones sociales, económicas y culturales que conlleva la agricultura milpera en México. Por esto, es crucial desmontar la falaz escisión de los efectos negativos de los supuestos efectos positivos que se pregonan bajo la falsa afirmación de la “neutralidad tecnológica”. En realidad, las biotecnologías que modifican el genoma de los cultivos no son neutrales, sus alcances dependen del contexto socioeconómico y cultural al que se destinen y los intereses y valores de quienes las promueven y financian bajo criterios reduccionistas y parciales, buscando validar su discurso o intereses, lo cual encierra una posición ideológica y no científica. Cientificismo no es lo mismo que decir ciencia, aquel excluye otros puntos de vista, intereses y valores, ligados a diversos contextos culturales, de suma importancia para la toma de decisiones en temas ligados a la protección del medio ambiente y la salud, y ha contribuido a agravar una serie de problemas que enfrenta la humanidad a nivel local, nacional y global. A final de cuentas, “la ciencia, quienes la hacen y las instituciones, responden a políticas públicas, financiamientos privados, criterios de rentabilidad e incluso enfoques ‘ideológicos’” (Bartra, 2014, p. 73). Tal cual lo explica Dussel (1977):

La ciencia y la tecnología son necesarias para el proceso de liberación de las naciones periféricas y las clases populares. Pero la peor lacra y peso para la inteligencia y el desarrollo son los cientificistas que importan ciencia pretendidamente incontaminada (en la pretensión estriba su cientificismo y en su desubicación la incapacidad de ser viables), y los tecnologistas que predican la necesidad de importar tecnología (con lo cual introducen una técnica extraña, criterios práctico-políticos, económicos y poiéticos que son los que causan esencialmente el neocolonialismo en el que se subdesarrolla la periferia mundial), en vez de inventar o rediseñar con criterios prácticos y poiéticos nacionales, propios, populares. Las ideologías metódicas son las más ideológicas, porque fundamentan científicamente la praxis de la dominación. (p. 196)

De este modo opera un reduccionismo del conocimiento a un simple modo de cálculo y de control técnico, reprimiendo la variedad, la variabilidad y la indeterminación del mundo, para configurarlo a las exigencias de la producción y el consumo capitalista, reduciendo de manera forzosa la complejidad del entorno natural, de los organismos biológicos, del espíritu pensante y de la cultura social, a las dimensiones toleradas por la fábrica industrial (Rullani, 2004). El capital ya no solo busca subsumir el “trabajo vivo”, sino también el “conocimiento” —lo que da sentido a la idea de “capitalismo cognitivo”— en aras de la culminación de la subsunción material de la naturaleza, el conocimiento y la vida al capital y, por tanto, su valorización como mercancías. De esta manera, se persigue “la anhelada transformación de la agricultura en una rama más de la industria” (Bartra, 2014, p. 135). La alienación de la ciencia por el capitalismo radica en que, a diferencia de los saberes de subsistencia (Robert, 2010) de los campesinos, la ciencia del capitalismo está impresa en la tecnología, de modo que al usarla los campesinos, en realidad están siendo usados por ella. La ciencia no posee valor absoluto y neutral, como si se tratará de un fetiche dotado de vida propia. Es un conocimiento válido y útil para determinados fines y funciona con verdades relativas. Toda ciencia, como producto cultural, busca un propósito humano determinado y, por lo mismo, lleva implícitos los sesgos valorativos de quienes la producen y controlan. Solo a partir de esta comprensión será posible remover las relaciones de producción del conocimiento que sostienen ideológicamente estructuras injustas y destructivas, que ocultan y descalifican formas de producción de conocimiento ajenas a la jerarquización científica y sus efectos de poder y los requerimientos de la valorización capitalista (Fals Borda, 1985).

Las empresas biotecnológicas justifican, por un lado, en los costos en investigación y desarrollo (I+D) su concentración en pocos materiales genéticos y, por otro, buscan asegurar dividendos mediante mecanismos jurídicos de protección de la propiedad intelectual. No obstante, este modelo de producción orientado a la generación de ganancias, acarrea altos costos sociales y ambientales, porque se realiza a costa de la biodiversidad y variabilidad genética de las semillas nativas, del dispendio de agroquímicos altamente contaminantes y peligrosos para la salud y el medio ambiente  —como el glifosato y otros agrotóxicos—, de energéticos y agua, y, de paso, inhibe la competencia comercial mediante las patentes y los certificados de obtentor. En este sentido, la liberación comercial de este tipo de tecnologías lleva consigo, no solo altos costos ambientales y sanitarios, sino también graves distorsiones socioeconómicas y socioculturales, principalmente a pueblos indígenas y campesinos, ya que las corporaciones interesadas en la comercialización de las semillas transgénicas, actúan privilegiando el valor de las ganancias económicas frente a otros valores como el cuidado del ambiente y la salud, la preservación de la biodiversidad y los valores socioculturales ligados a la agricultura milpera en México (Polanco y Puente, 2013). Por esto, los maíces nativos y la agricultura milpera son toral para México por tres razones fundamentales: 1) son las únicas variedades que prosperan en tierras de baja calidad agrícola, que son la mayoría de las dedicadas a su cultivo y de las que dependen millones de familias campesinas; 2) produce el maíz de especialidad que requiere la cocina mexicana, y; 3) su biodiversidad es la mejor apuesta para México y para el mundo para enfrentar al cambio climático.

La importancia del maíz nativo radica en su diversidad. Los monopolios de semillas que disfrutan las grandes compañías semilleras, gracias a los DPI no son ni necesarios ni deseables desde el punto de vista del interés público y social, ni mucho menos del interés campesino e indígena, en atención al carácter de bien común que encarna el maíz, como patrimonio biocultural. La innovación campesina a través de su biotecnología tradicional, propiciando el surgimiento de una característica nueva en su cultivo, atiende a una necesidad o un gusto particular a nivel familiar o comunitario. Es gracias a la selección y adaptación autóctonas que se han generado razas y variedades adaptadas a los distintos climas, regiones y altitudes de México y el resto del mundo. Ahora bien, la agrobiotecnología moderna escamotea el hecho fundamental de que, al igual que los procesos cognitivos, que parten de contextos particulares y variados, así también la innovación y las mejoras son una cuestión contextual. Las semillas que guardan e intercambian los campesinos expresan una aportación intelectual significativa sumamente valiosa —innovación campesina informal—, misma que se comparte y preserva en la intimidad de las comunidades y es base de la gran diversidad genética del maíz nativo mexicano. Como dice Shiva (2003): “la mejora es una categoría contextual” (p. 113), se hace desde la perspectiva de los campesinos en función de sus necesidades, gustos y posibilidades; mientras que la agroindustria “mejora” los cultivos para la transformación industrial o para aumentar el empleo de insumos químicos; para satisfacer necesidades industriales y comerciales.

Por lo anterior, es sustancial apuntar a la forma históricamente determinada del derecho bajo el capitalismo, cuya expresión normativa es una ficción que apuntala la igualdad formal de los individuos, enmascara la desigualdad real de los seres humanos y valoriza como mercancías bienes que no son propiamente mercancías —semillas y saberes—, priorizando, de este modo, la forma hegemónica capitalista de acceso a los bienes —materiales e inmateriales— indispensables para reproducir la vida. Y es que, tal como indica Caldas (2004), “dentro del pensamiento jurídico de la modernidad-colonial no hay espacio para que se desarrollen integralmente otras subjetividades jurídicas” (p. 74). Esto significa que la definición de quienes son o no sujetos y de lo que son o no bienes —mercancías—, constituye una elección arbitraria, determinada por un modelo de sociedad dado, que puede ser localizado geográfica e históricamente. El derecho occidental moderno solo reconoce la existencia de una realidad determinada si esta se cubre con el traje de una de sus formas jurídicas establecidas, solo así los hechos de la vida comienzan a existir jurídicamente y producen efectos. Se olvida que el origen del derecho occidental, de raíz eurocéntrica, se caracteriza por la decisión —fundacional y atributiva— de conferir tal carácter a algunos bienes —valorizar como mercancías—, y paralelamente a esta decisión se encuentra la atribución de titularidad a los portadores de estos bienes: los sujetos de derecho. Este modelo conceptual que se verá universalizado mediante el colonialismo moderno, a grado de constituirse en modelo y referente para juzgar y definir lo que es o no jurídico, tomando como punto de partida el análisis de lo que se puede llamar la “racionalidad interna” de los conceptos jurídicos, misma que se caracteriza por su pretensión de atemporalidad, universalidad, neutralidad científica, generalidad y abstracción (Caldas, 2004).

El individualismo liberal como amplio marco ideológico de la modernidad eurocéntrica, unido a otros factores históricos —como el colonialismo—, va a imponer el desarrollo del modelo de producción capitalista, caracterizado por la idea del predominio del capital como factor de producción sobre el trabajo y la apropiación privada —despojo— de los medios de producción, lo que acarrea la separación entre la posesión del capital y la fuerza de trabajo ligado a una concepción abstracta y formalista de los derechos que oculta las condiciones materiales y las relaciones sociales, económicas y políticas de los pueblos. Sin embargo, la producción de conocimiento, al igual que la producción jurídica, no puede entenderse por encima de la historia, al contrario, las ideas y los derechos son productos históricos y culturales y, como tales, no son verdades eternas sino derivaciones, en una última instancia, de las relaciones sociales de producción y de dominación y, por tanto, contingentes y transitorias. En este sentido, la concepción materialista de la historia respecto a la producción de conocimiento y el fenómeno de lo jurídico se dirige contra el ser abstracto constituido por el capital, es decir, el homo economicus y el mundo burgués del que es producto. Marx rompe, y tal como sucede en las formas clásicas del discurso filosófico, su objeto es el ser social concreto y no el ser abstracto (Rivera Lugo, 2023).

El derecho como fenómeno social complejo no puede definirse o imponerse a priori, es necesario optar por una teoría de la historia y analizar el lugar que ocupan las relaciones jurídicas en el seno de las relaciones sociales. Como explica de la Torre Rangel (2007), siguiendo a Oscar Correas, una crítica jurídica, esto es, la teoría y la ciencia jurídica que tienen como objeto una práctica transformadora, constituyen, en última instancia, una crítica del derecho moderno, de la ideología que lo justifica y de la sociedad que lo utiliza; la crítica del derecho debe de comenzar en el mismo punto en que comienza la crítica de la economía política y de la sociedad capitalista. En este sentido, para Correas (1986), el valor, como fenómeno social, constituye el fondo del derecho moderno.

No se negará que, a partir de esta aparición de un elemento nefasto —el valor— comienza la historia de la alienación, de la explotación del trabajo ajeno y, también, de la resistencia del explotado. De allí el derecho. La represión se hace necesaria a partir del dato social que es el intercambio. (p. 107)

La esencia del fenómeno jurídico no está en las normas, ni en la justicia “inmanente”, ni es un unívoco “producto social”, sino que el derecho moderno se explica a partir del valor como fenómeno básico de la sociedad mercantil capitalista (de la Torre, 2007); el derecho es, entonces, “constitutivo de la relación social dominante. La forma jurídica se despliega en relación a la forma valor como la otra cara de la misma moneda” (Correas, 1986, p. 107), que posibilita, la libertad de obligarse a vender su fuerza de trabajo a otro sujeto de derecho. Como precisa Ortega Reyna (2022), la forma valor es el despliegue más radical de esa manera de intercambiar equivalentes. “La que acuerda inteligibilidad al derecho civil es la equivalencia. Todo derecho privado no es más que la forma del intercambio de equivalentes, y tiene por objeto garantizar tanto la circulación como su carácter equivancial” (Ortega Reyna, 2022, p. 66). De esta guisa, la socialidad y el derecho moderno se caracterizan por su carácter contractual, basado en la libertad, la igualdad y la independencia de los individuos en abstracto y el dinero hará posible sostener y ampliar de manera universal el intercambio en el mercado. 

Del intercambio surge la noción moderna por excelencia: la forma contrato. La circulación de los objetos, considerados en su dimensión social, se denomina mercancías. Las mercancías circulan cuando se intercambian, es decir, cuando se encuentra la manera de hacerlas equivalentes; en el capitalismo ello ocurre con el surgimiento de una mercancía especial: el dinero. Conquistar una noción de equivalente general genera una gran transformación, pues permite que el intercambio de mercancías deje de ser esporádico o contingente y sea el vínculo universal. El equivalente deja de ser una mercancía particular y toma forma en el dinero, que se comporta como la llave de acceso a todas las mercancías, independientemente de sus cualidades físicas. (Ortega Reyna, 2022, p. 68)

Marx, “localizó que, aunque formalmente, el intercambio aparecía como equivalencial, el contenido material de aquella relación era de una profunda desigualdad” (Ortega Reyna, 2022, p. 68). Se trata de una apariencia de acuerdo de voluntades que intercambian equivalentes, producto de la imposición por la fuerza de un derecho constitutivo de la relación social dominante-capitalista. No obstante, el punto de partida de la crítica es el momento del despojo como condición necesaria para la aparición de la forma valor (Ortega Reyna, 2022, p. 70). De este manera se comprende que la implantación del modo de producción capitalista trae consigo la necesidad de la universalización del concepto de propiedad. Precisamente la genialidad de Marx, sostiene Rivera Lugo (2023), fue entender que “la propiedad privada no es una relación simple y mucho menos un concepto abstracto, sino que consiste en la totalidad de las relaciones burguesas de producción y es, además, una clase de violencia; precisamente por eso hay que abolirla” (p. 125).

Por lo anterior, la forma históricamente determinada del derecho bajo el capitalismo, constituye un instrumento atrapado en la ideología dominante y en la totalidad del modo de producción imperante, cuya expresión normativa es una ficción que apuntala la igualdad formal que enmascara la desigualdad real y valoriza como mercancías bienes que no son mercancías —como la biodiversidad y los conocimientos tradicionales asociados a la misma— susceptibles de ser apropiadas individualmente.

En este sentido, las reformas estructurales neoliberales llevadas a cabo en las últimas décadas en Nuestra América implican procesos de neocolonización manifiestos en la profundización de la dependencia económica y tecnológica de nuestros pueblos, así como la proletarización y marginalización de amplios sectores de su población. En el ámbito rural mexicano estas reformas conllevan una amplia ofensiva encaminada a consolidar un modelo de agricultura industrial intensivo y capitalizado, dependiente de insumos y paquetes tecnológicos empresariales y semillas transgénicas, cuyo despliegue se sustenta en ideales tecnocráticos y un profundo desprecio por el mundo rural y las formas de vida vernácula. Se trata de un amplio proceso orientado también al despojo de la fuente ancestral de la subsistencia de los pueblos —sus territorios y saberes— en aras de la totalización de la subsunción real de la vida en el capital mediante la subordinación de la naturaleza y los procesos biológicos constitutivos de la reproducción de la vida.

La modernidad capitalista es un proyecto civilizatorio […] Su propósito ha sido reconstruir la vida humana y su mundo mediante la actualización y el desarrollo de las posibilidades de una revolución técnica que comenzó a hacerse presente en esa época en toda la extensión del planeta. Lo peculiar de este proyecto de modernidad está en su modo de entregarse a la reconstrucción civilizatoria, un modo que la lleva a dotar a ésta de un sentido muy particular: darle la otra vuelta de tuerca a la ya milenaria mercantificación de la vida humana y su mundo, iniciada ocho o nueve siglos antes de la era cristiana; radicalizar la subsunción o subordinación a la que está siendo sometida la “forma natural” de esa vida por parte de su “doble”, la “forma de valor” que ella misma desarrolla en tanto que vida mercantilizada. Convertir esta subsunción, de un hecho sólo exterior o “formal”, en otro “real” o de alcance “técnico”; en un hecho que “interioriza” o incorpora el peculiar modo capitalista de reproducir la riqueza en la composición misma del campo instrumental –del sistema de aparatos– de la sociedad, y que consolida de esta manera la explotación del trabajo humano en su forma asalariada-proletarizada. (Echeverría, 2010, p. 89)

El capital, para reproducirse, necesita valorizar, como mercancías, medios de producción no producidos, por los cuales debemos pagar, aunque no sean producto del proceso de trabajo o propiamente mercancías. Esto es lo que sucede con la naturaleza, ya que algunos de sus elementos constitutivos son privatizables mediante el derecho —biodiversidad, agua, minerales, petróleo, etc.—, pero en sí no son mercancías, pues, aunque la forma de su reproducción puede ser intervenida por el capital, este fracasa en el intento de suplantarlos totalmente por sus imperativos (Bartra, 2014). La naturaleza —así como el ser humano— es una mediación externa al capital, sin la cual es imposible su reproducción; es por esto que la subsunción formal y real son dos conceptos decisivos para la historia del desarrollo capitalista, ya que su pretensión es crear un mundo en donde el capital no tenga ningún “afuera” o “exterioridad”, de modo que toda la vida quede anclada a la satisfacción de sus necesidades de acumulación.

En ese sentido opera la desposesión biopirata del patrimonio biocultural de los pueblos indígenas y campesinos. Por un lado, se desvalorizan los saberes de subsistencia (Robert, 2010) tildándolos de arcaicos e ineficientes, puesto que la biotecnología necesita de los recursos biológicos y de los conocimientos tradicionales asociados, pero no reconoce su dependencia a ellos, evitando de este modo su protección jurídica (Caldas, 2004) y, por otro, se potencializa el saber tecnocientífico cimentado en la idea de producción a gran escala, con principios normativos de eficiencia y competitividad, instrumentalizado jurídicamente mediante el régimen jurídico de las patentes y los sistemas de protección de DPI como mecanismo jurídico para la mercantilización de los bienes comunes —como las semillas y, por tanto, el conocimiento indígena y campesino asociado a la biodiversidad de sus territorios— con el objetivo solapado de apropiarse de nuevos mercados para el aumento de la tasa de ganancia. Este saber tecnocientífico ha proliferado en el marco de sociedades crecientemente urbanizadas, que sacrifican la diversidad —biológica y cultural— en busca de garantizar un abasto alimentario homogéneo, por lo que el cambio en el patrón de poblamiento mundial es también un factor importante en le destrucción del mundo rural.

Pero el maíz no es una cosa (Villa et al., 2012) ni una mercancía, ni un simple cultivo o producto agrícola. En realidad, el maíz es un tejido de relaciones que involucran epistemologías y espiritualidades, formas de estar y pensar el mundo colectivamente. La importancia cultural del maíz y los saberes campesinos en México es algo que no se puede soslayar, pues no solo se limita al tema alimenticio, sino que también forma parte del gran imaginario mexicano y da cuenta de diversos saberes y formas de producir conocimiento asociado a la naturaleza. Por esto, la pérdida de cualquiera de las variedades del maíz, además de ser una pérdida del patrimonio biocultural de nuestro país, es una pérdida de lo sagrado, de aquello que sustenta la vida, fruto de un paciente y ancestral diálogo con la naturaleza, generador de saberes colectivos, gratuitos, diversos y arraigados. Como dice Salgado (2010), para los pueblos de acá, el uso diverso e integral de la semilla del maíz siempre había sido libre. Lo entendían como un don, y lo compartían como un don, nunca como una mercancía sujeta a apropiación individual.

Sin embargo, como indica Toledo Llancaqueo (2006), desde la década de 1980, bajo el impulso de los países desarrollados y las corporaciones trasnacionales, se ha construido paulatinamente un sistema global de DPI como pieza fundamental del régimen internacional de comercio o “nuevo derecho internacional público de la liberalización de los mercados globales”. Este régimen internacional se caracteriza por el incremento sucesivo de los niveles de protección de los DPI, la ampliación creciente de las materias que comprende esta protección y la tendencia a su globalización, así como su estrecho vínculo con las regulaciones de inversiones y la lógica multiescalar y simultánea de negociación y regulación en pos de un mismo programa: un sistema global de patentes4. A inicios de la década de los noventa casi ningún país del tercer mundo reconocía ningún tipo de DPI sobre las semillas; no obstante, las presiones ejercidas por los EE. UU han logrado que varios países adopten en su legislación interna el régimen de protección de variedades vegetales. Por tal motivo, en los últimos años los DPI han adquirido una inusitada centralidad en la nueva economía global, donde predomina el factor conocimiento, las dimensiones simbólicas, la información y las biotecnologías. Esta mutación, explica Toledo Llancaqueo (2006), se tradujo en presiones políticas y comerciales de las corporaciones transnacionales farmacéuticos y biotecnológicos para obligar al establecimiento de regímenes internacionales que faciliten y legalicen la apropiación de recursos biológicos de los países del sur —su valorización como mercancías—, incluidos los recursos genéticos y bioquímicos de los territorios indígenas y sus conocimientos tradicionales asociados, esto es, el régimen de “acceso a recursos genéticos” y el mercado de “servicios ambientales” (Toledo Llancaqueo, 2006).

Ahora bien, según Hernández Cervantes (2018), las estructuras jurídicas del despojo (EJD) son las normatividades que operan como mediaciones institucionales para la desposesión. Se trata de formas nuevas y sofisticadas que legalizan el despojo y se producen tanto en sedes transnacionales de poder económico global como en sedes nacionales a través de la forma de producción jurídica transnacional y hacen parte de la dinámica de la acumulación de capital, al sentar las condiciones jurídicas necesarias para asegurar que continúe la dinámica de la acumulación de capital, y su función particular consiste en contribuir a que se realice con la cobertura de seguridad y certezas jurídicas. De esta guisa las instituciones estatales, de la administración pública, así como las de los poderes legislativo y judicial dan coherencia interna a la protección de los intereses del capital (Hernández Cervantes, 2018). Por lo general no se trata de normativas aisladas, sino que pueden estar comprendidas por una compleja red jurídica que incluye la elaboración de normatividades —legislación nacional, normas técnicas, acuerdos comerciales, normas de carácter administrativo—, políticas públicas, interpretación de legislación y decisiones judiciales en las que se disputan los intereses del capital; una articulación compleja de instituciones, actores, normatividades tanto de carácter estatal como no estatal que elaboran normatividad concreta que legaliza el despojo contemporáneo (Hernández Cervantes, 2018).

El entramado jurídico compuesto por la legislación mexicana en materia de bioseguridad (LBOGM, LFPCCS y LFVV) ligados al ADPIC, los Tratados OMPI y UPOV y la reciente firma del T-MEC, constituyen en su conjunto un complejo entramado jurídico, que desregula la política de bioseguridad, la liberación de organismos transgénicos en territorio nacional, la producción, certificación y comercio de semillas y la protección de los derechos de los obtentores de variedades vegetales. Este entramado jurídico ha sido construido al margen de las necesidades e intereses de los pueblos indígenas y campesinos y en su conjunto, puede ser utilizado para el despojo y la fiscalización y criminalización de prácticas campesinas ancestrales como el libre intercambio de semillas. El Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) es un acuerdo comercial intergubernamental muy extenso y complejo, y uno de sus ejes fundamentales es el de la propiedad intelectual. Este Acuerdo establece la obligación de los Estados firmantes de adherirse al Acta 1991 de la UPOV. Sin embargo, esta ha sido objeto de fuertes críticas porque establece derechos de monopolio muy amplios a favor de los “obtentores de variedades vegetales” —léase grandes empresas agrobiotecnológicas—, a quienes define como "aquella persona que haya creado o descubierto y puesto a punto una variedad vegetal”. El Acta UPOV 1991 permite patentar vegetales, genes y microorganismos, de la misma forma que se patentan las invenciones industriales. De modo que el Acta UPOV 1991 considera patentar las variedades vegetales y genes para asegurar los DPI de las empresas sobre estos bienes comunes intangibles de la humanidad que han sido preservados por los campesinos durante miles de años, al establecer un marco jurídico con el cual se posibilita el apoderamiento de cultivos nativos con base en los DPI.

 En el caso del maíz, la materialización del Acta UPOV 91 en la legislación mexicana, constituiría la situación legal ideal para despojar de las variedades nativas a los campesinos —lo cual es ilegal con base en el Acta UPOV 78—. De autorizarse en forma paralela la siembra comercial de maíces transgénicos5 y de contaminarse las variedades nativas, –dada la imposibilidad de impedir el flujo génico entre maíces GM y maíces nativos– los nuevos dueños de esas variedades nativas serían las corporaciones oligopólicas dueñas de las patentes, lo que representaría un despojo legalizado sin precedentes, situación jurídica que lleva implícito un riesgo sumamente desproporcionado (Espinosa-Calderón et al., 2019). México firmó el Acta UPOV 1978 el 9 de agosto de 1997 y, si bien es cierto que reconoce la propiedad intelectual de manera “sui generis”, mantiene el “privilegio del agricultor de usar su propia semilla y el derecho del fitomejorador" que permite el intercambio de semillas. No obstante, la adhesión al Acta de 1991 tendría profundas afectaciones para México, al limitar el uso y acceso a recursos fitogenéticos y los derechos de los agricultores, ya que prohibir el “privilegio del agricultor y el derecho del fitomejorador”, así como la derivación esencial de variedades, se afectarían prácticas de saber milenarias y consuetudinarias vigentes de los pueblos indígenas y campesinos para producir y usar semillas e intercambiarlas libremente, limitando la diversidad genética, base de la selección autóctona que llevó a las variedades maíz a su condición actual, fortaleciendo en exceso a los grandes oligopolios agrobiotecnológicos (Espinosa-Calderón et al., 2019).

Con la monopolización de las bases materiales e inmateriales de vida, a través de estas estructuras jurídicas del despojo, se producen lo que Illich (1985) llamó monopolios radicales, que crean nuevas formas de escasez, limitando el acceso a los bienes e instalando a la gente dentro de la dependencia, al transformar la agricultura y la alimentación en una realidad económica y artificial que sustituye valores de uso por valores de cambio. Las patentes sobre las semillas implican el control monopólico sobre la satisfacción de una necesidad apremiante, como es la alimentación, excluyendo todo recurso a las actividades no industriales, al permitir la apropiación de bienes comunes, alterando la relación entre lo que la gente necesita y hace por sí misma —autonomía— para obtener su alimento, y lo que obtiene de la industria —dependencia alimentaria y tecnológica—, aunado a las daños y riesgos que generan estas tecnologías como valores de uso nocivos. Al amparo de los sistemas de protección a la propiedad intelectual se legitima la propiedad y el control exclusivo de los recursos, productos y procesos biológicos que han sido utilizados libre y gratuitamente por siglos por las culturas no industrializadas, produciendo nuevas alambradas o cercamientos (enclosure acts), como en los albores del capitalismo industrial.

Polanyi (2008), mostró cómo los cercados de tierra en Inglaterra (ss. XVII y XVIII), y posteriormente, en toda Europa, sentaron las bases de una nueva sociedad regulada por el mercado, es decir, por la ley de la escasez. Este proceso transformó las tierras comunes —bienes de ámbitos de comunidad— y dedicadas a actividades de subsistencia, en campos reservados a la producción de valores económicos, sustituyendo el móvil de la ganancia al de la subsistencia, ya que los ámbitos de comunidad eran las tierras a las que todos los habitantes de una comunidad tenían derechos de uso adquiridos, no para extraer una ganancia monetaria, sino para asegurar la subsistencia comunitaria y familiar; bienes comunes cuyo usufructo estaba garantizado por la costumbre, respecto de los cuales esta impone formas específicas de respeto comunitario (Illich, 2008, p. 196). Los cercados de tierra (enclosure acts) implicaron dos cosas: 1) transformar un bien otrora común en un recurso para la producción de valores y, 2) impedir un derecho atávico; el libre acceso a los campos o a las fuentes. La primera cosa instituye el valor, mientras que la segunda destruye la capacidad innata de preparar comida o saciar la sed sin recurrir a los valores de mercado —mercancías—. En el orden filosófico, la segunda cosa, la desvalorización de una capacidad natural, se ubica primero, de modo que el “desvalor” —la desvalorización de capacidades de acción autónoma— precede a la constitución del valor, y cuando un bien económico o escaso prevalece sobre todas las alternativas no escasas podemos decir que se ejerce un monopolio radical sobre la satisfacción de una necesidad o de un deseo. De modo que el monopolio radical nace de algo estructuralmente semejante a un cercado o una alambrada (Robert, 2010).

Las políticas de patentes y de protección a la propiedad intelectual, posibilitan la creación de monopolios radicales al proteger únicamente al conocimiento individual, científico y empresarial orientado al lucro, y se revelan como un instrumento ideológico que justifica las nuevas alambradas del saber. Tres argumentos, según Vercellone (2004), permiten apuntalar esta tesis: 1) la mayor parte de los costes fijos en investigación se localizan en realidad en la fuente del propio sistema de empresas y de sus centros de I+D. Esta constatación es todavía más pertinente si se considera el hecho de que el coste marginal de dichas producciones es cercano a cero; 2) las patentes sobre la vida reposan en su mayor parte sobre la apropiación gratuita, por no decir sobre un verdadero pillaje —biopiratería— de los recursos genéticos y de los saberes tradicionales del sur global; y 3) las patentes de los saberes tradicionales y de los recursos derivados de la biodiversidad se traducen en la prohibición para utilizar las semillas agrícolas patentadas si no se paga por ellas, y en la imposición de monocultivos que terminan por destruir esa misma biodiversidad y la reserva de saberes sobre la que se apoya el desarrollo de las empresas biotecnológicas.

Sin embargo, tanto el conocimiento como los recursos genéticos no son bienes naturalmente escasos, su escasez es artificial. El valor del conocimiento se desprende de las limitaciones establecidas —institucionalmente o de hecho— sobre el acceso al conocimiento (Vercellone, 2004) y su valorización como mercancía, lo que se opone frontalmente a la naturaleza colectiva y gratuita, agudizando las dependencias hacia el mercado capitalista. De este modo, el conocimiento tradicional asociado a la naturaleza es desligado de su ancestral significación cultural y opera un despojo que implica la previa desvalorización de los sistemas de conocimiento indígena para justificar y apuntalar la “innovación” hecha por la biotecnología moderna, con lo cual se descalifica la milenaria innovación histórica previa, hecha por pueblos indígenas y campesinos —procesos de domesticación e innovación informal no patentada—; conocimiento que se comparte gratuitamente en la intimidad de las comunidades, sin el cual no existiría el maíz en toda su portentosa diversidad. Esto nos lleva a preguntarnos sobre la impronta de cada “innovación” —innovar por qué, para qué y para quién— y su validez para legitimar las nuevas alambradas del saber, levantadas por las patentes y la ingeniería genética.

Los pueblos indígenas y campesinos de México son los guardianes del germoplasma nativo del maíz más importante del mundo; lo conservan y diversifican en sus milpas, demostrando fehacientemente que la diversidad epistemológica actualmente representa una fuerza insoslayable que ofrece ejes alternativos para que la humanidad encuentre un nuevo quicio ante los retos y amenazas que conlleva la crisis multidimensional que enfrenta el mundo contemporáneo. En ese sentido, a pesar de las pretensiones del capital de subsumirlo todo, los pueblos indígenas y campesinos encuentran en sus ámbitos de comunidad —en lo común— un principio de acción y orientación en sus luchas históricas más allá del Estado y el mercado. Y es que la milpa como paradigma de organización socio-bio-cultural y el maíz como un bien común son producto del conocimiento, el trabajo, la pasión y la curiosidad histórica de millones de personas que mediante una praxis milenaria crearon y recrean una específica relación entre ser humano y naturaleza, que beneficia a todos los seres humanos a nivel global. A su vez, la conservación de la biodiversidad del maíz nativo y la agricultura milpera está íntimamente vinculada a la defensa de los territorios campesinos e indígenas, tan asediados por el crimen organizado y los grandes megaproyectos extractivos, causa de una gran cantidad de conflictos socioambientales activos a lo largo y ancho del país y el preocupante aumento de agresiones y asesinatos a defensores ambientales, lo que cataloga a México como uno de los países más peligrosos para quienes se dedican a la defensa del medio ambiente, guardianes de amplios territorios, y que están luchando por defenderlos junto a su historia, su cultura, sus saberes, sus costumbres, su patrimonio biocultural.

Apropiación crítica de la historia

La supervivencia de los pueblos indígenas y campesinos, su identidad y sus formas de reproducción social han estado por largo tiempo amenazadas. Durante las últimas décadas, los ajustes estructurales se han venido creando y modificando a partir de leyes que territorializan un nuevo orden colonial en México, articulando toda una red de tramas sociales, políticas, económicas y jurídicas cuyas consecuencias son palpables en la acelerada transformación de dinámicas sociales, culturales, políticas y estéticas, así como de lugares y representaciones simbólicas que son base y fundamento de formas de la convivencia y subsistencia (territorios campesino/indígenas). Estos ordenamientos jurídicos impuestos desde un horizonte de sentido neoliberal, no solo no responden a las necesidades reales de los pueblos a las que van dirigidas, sino que constituyen un gran obstáculo para la efectivización de sus derechos y la posibilidad de una vida digna. Sin embargo, en este contexto, los saberes campesinos —los saberes de subsistencia— son y han sido fundamentales para la resistencia y la supervivencia de los pueblos. Los saberes comunitarios ancestrales constituyen la base para imaginar y pensar un mundo diferente en tanto camino para cambiar a este, el camino mismo como gestación de un escenario distinto.

El proceso de colonización, a través de la ya arcaica estrategia del despojo de la tierra, ocasionó la pérdida de variedades y formas nativas de diferentes cultivos, lo cual no fue resultado de un accidente o de una casualidad, sino que fue consecuencia de un proceso en el que la tierra y las semillas se transformaron en mercancías. Precisamente, mediante el cuidado, preservación y transmisión de los saberes, es que las culturas campesinas mexicanas existen hoy día; es también gracias a estos que han logrado y mantenido cierto grado de autonomía, lo que les ha permitido recordar y valorar el pasado, vivir el presente acorde a su identidad y cultura propias, e imaginar el futuro al margen y como contrapunto del pensamiento hegemónico. Estos saberes no son ni han sido estáticos, ya que han estado expuestos a muchos intercambios culturales, y su pertinencia y actualidad también han sido posibles gracias a su puesta en peligro y al constatar su vigencia e importancia actual para la permanencia de la forma de vida campesina y los valores que esta encarna como praxis liberadora, una experiencia histórica y cognoscitiva de liberación para los pueblos.

Cuando hablamos de los saberes de subsistencia (Robert, 2010) es inevitable confrontarlos con los saberes “científicos”, poner en juego y afirmar unos saberes locales, discontinuos, descalificados, no legitimados para oponerlos al paradigma hegemónico del conocimiento que pretende ocultarlos, anularlos u omitirlos en nombre de el “conocimiento verdadero”. Aun así, existen alrededor de sesenta razas de maíz, todas, fruto de un milenario, amplio y generoso proceso de selección y compartimiento de material genético realizado —y que sigue realizándose— por campesinos mexicanos en el sistema milpa. Este proceso, en términos “modernos”, puede ser calificado como un paciente proceso biotecnológico a escala humana, mismo que ilustra ejemplarmente el proceso de evolución bajo la domesticación (Sarukhán, 2013). En este contexto epistémico-conflictivo se ve plasmada la estructura dominante y la institucionalización global de la dicotomía superior-inferior que implica la colonialidad del poder, del saber y del ser. Dicha colonialidad, vigente hasta nuestros días, explica la actual organización del mundo en su conjunto, como producto de la complicidad existente entre la ciencia occidental moderna y el modelo de desarrollo dominante, entendido este como la ideología de la superioridad del modelo civilizatorio occidental capitalista, basado en un paradigma científico-tecnológico ligado al colonialismo y la imposición violenta de una epistemología excluyente, que priva a los pueblos de culturas diferentes de la oportunidad de definir sus propias formas de su vida social (Fornet-Betancourt, 2006).

No obstante, si bien la modernidad colonial ha sido en gran medida ocultadora y esclavizante para los pueblos indígenas de América, también ha sido escenario de resistencias y conflictos; una serie continua de levantamientos y despertares, proyectos y propuestas contrahegemónicas fruto de la memoria y una praxis social liberadora generadora de conocimiento; la formación de ciertos dominios de saber a partir de las relaciones de poder, producto precisamente de los procesos de colonización/despojo y las luchas de resistencia propositiva a los mismos. De modo que la recuperación y revaloración de los saberes de subsistencia (Robert, 2010) constituye una insurrección de los saberes sometidos (Foucault, 2006b, p. 21). Así se explica la formación de conocimiento como reacción a ciertas situaciones y relaciones de fuerza y dominio, es decir el conocimiento como una relación estratégica en la que los sujetos están situados. Se puede hablar del carácter perspectívico del conocimiento, porque hay batalla, porque el conocimiento es efecto de la batalla (Foucault, 2006a, 2006b). Como acertadamente advierte Fals Borda (1985) “saber también es organizarse para la acción” (p. 88), en las luchas, en las relaciones, en las reivindicaciones políticas y sociales, en la forma de intervenir en el mundo. Una praxis liberadora generadora de conocimientos y reconocimientos que sientan las condiciones materiales e inmateriales para una vida digna de ser vivida.

El ser humano no puede ser comprendido fuera de sus relaciones con el mundo, puesto que es un “ser-en-situación”, es también un ser de trabajo y de transformación del mundo; un ser de la “praxis”, de la acción y de la reflexión (Freire, 1975). En este sentido, las luchas campesinas históricas y contemporáneas constituyen prácticas de saber, refinadas en el conflicto, en la confrontación y la resistencia, y en la defensa de la diversidad y la riqueza humana. La reivindicación de la milpa y los saberes que esta encarna implican una batalla decisiva por preservar la pluralidad cultural y la diversidad biológica, la riqueza de la experiencia humana de las que depende no solo el futuro de México, sino también de la humanidad.

De esta guisa, pueblos indígenas y campesinos cuestionan la relación saber-poder impuesta desde una concepción autoritaria de la ciencia, a partir de criterios cientificistas, así como la legitimidad del poder estatal como único productor válido de derecho. Actúan al margen o abiertamente en contra de la ley, estableciendo amplios y diversos procesos de lucha encaminados a reivindicar espacios para abrir a debate la utilidad y el sentido de la aplicación de la ciencia y el derecho estatal subsumidos a la lógica de la acumulación por despojo capitalista. Apelan a la constitución, un modelo civilizatorio capaz de reconocer y comprender la complejidad de las relaciones sociales y del ser humano con su entorno, como un mundo natural próximo, fuente de sustento y saber. Es mediante el ejercicio de la autonomía en los hechos como diversos pueblos indios y campesinos en México afirman y demuestran desde su praxis cotidiana que el fenómeno de lo jurídico no se limita al derecho estatal vigente, sino que hay que comprender la existencia de una brecha entre las estructuras formales y reales en la sociedad mexicana, lo que implica la coexistencia de juridicidades que entran en conflicto; entre un derecho que nace del Estado y otro derecho que nace del pueblo, como pluralismo jurídico y epistemológico contrahegemónico (de la Torre Rangel, 2005).

Discusión

El derecho que nace del pueblo como praxis desalambratoria

En este contexto, sembrar maíz es un acto de protesta y de resistencia política activa (Salgado, 2010), significa moverse en los márgenes del sistema dominante y su lógica, como praxis y discurso disidente que afirma otro lugar de enunciación diverso al de la modernidad capitalista. Utilizando una categoría de Dussel —la legalidad de la injusticia—, de la Torre Rangel (2005), denuncia el conflicto jurídico que surge cuando la justicia no es sino “la habilidad de dar al poderoso lo arrebatado al débil bajo apariencia legal” (p. 160), mediante la aplicación del derecho positivo vigente subsumido a la lógica de mercado. No obstante, existe otro criterio de justicia a partir de los movimientos sociales, que ante “esta cooptación del derecho vigente por parte de poderes oligárquicos y hegemónicos que imposibilitan condiciones de vida dignas al pueblo y debilitan las garantías jurídicas positivizadas” (Sánchez Rubio, 2015, p. 128), reaccionan mediante procesos de liberación y de lucha por sus derechos, frente a la coacción legal del sistema vigente — legalidad de la injusticia—, implementando actuaciones que sirven de garantías de sus derechos socavados. De este modo, indica Sánchez Rubio (2015), la comunidad de aquellos colectivos victimizados y oprimidos, en tanto movimientos sociales, instituyen criterios de “una justicia ilegalizada” institucionalmente, desde parámetros críticos y transformadores que aspiran a una “legalidad de la justicia”, esto es, a un orden institucional que no les arrebate sus condiciones existenciales y de vida como sujetos instituyentes plurales y diferenciados (Sánchez Rubio, 2015).

Pueblos indígenas y campesinos —sus culturas y saberes— han sobrevivido con base en una obstinada existencia-resistencia, una voluntad de vivir (Dussel, 2006), mediante la cual instituyen un discurso crítico y afirman un lugar de enunciación distinto al de la modernidad capitalista, a través de su praxis de liberación/descolonización en sus asediados ámbitos de comunalidad. Desalambran, no solo la tierra (tierra/territorio), sino también las alambradas del saber, por vía de la afirmación de la modernidad india y la pertinencia y puesta en juego de racionalidades, epistemologías y tecnologías diversas a la occidental/capitalista, negando de este modo que la producción de conocimiento y bienes inmateriales estén sujetos a la lógica de la escasez que subyace al capitalismo cognitivo. Se trata de establecer una suerte de estatuto común como garantía de respeto y expansión de la diversidad epistemológica del mundo, que reconozca las recreaciones, entornos y espacios comunes de la humanidad, esto es, los saberes, cuidados, obras y las recreaciones que los pueblos indígenas y campesinos han desarrollado localmente desde tiempos inmemoriales, en sus relaciones con la naturaleza, todo lo cual nos beneficia a todos los seres humanos, a nivel global (Sánchez Rubio, 2008).

Concretamente, en el plano de la filosofía del derecho lo anterior supone evidenciar y combatir el iuspositivismo acrítico dominante en México, en cuanto corriente interpretativa del derecho, que reduce la pluralidad de sistemas jurídicos a la unidad coercitiva, y la heterogeneidad a homogeneidad por la puesta en escena de lo que Martínez de Bringas (2010) llama la “falacia del anacronismo”, que barbariza y acusa de antimoderno y arcaico al derecho y cultura indígena.

En el ámbito epistemológico es crucial el rescate de memorias y saberes de la agricultura campesina indígena: calendarios, cosmovisiones, formas de relacionarse con el territorio y construir territorialidad, buenas prácticas e innovaciones campesinas, a fin de que este talante de innovación comunal constante sea reconocido como un verdadero derecho. Esto compromete a tomarse en serio el potencial de los diversos proyectos autonómicos y el pluralismo jurídico, en un sentido contrahegemónico, ya que los pueblos del maíz se han visto obligados a ejercer en los hechos el derecho a la autonomía, como derecho madre que hace posible llevar a cabo su propio proceso civilizatorio acorde a la propia cultura material. La apuesta india por la modernidad se centra en una noción de ciudadanía que no busca la homogeneidad, sino la diferencia; un proyecto que busca traducirse, en términos prácticos, en las esferas de la política y el Estado, lo que supone una capacidad de organizar la sociedad a nuestra imagen y semejanza —en tanto sociedad abigarrada— y de armar un tejido intercultural duradero y un conjunto de normas de convivencia legítimas para todos (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 71).

El ejercicio de las autonomías indias en los hechos es manifestación de la modernidad y coetaneidad de los diversos proyectos indígenas, expresados en múltiples experiencias de autodeterminación política, económica y religiosa, mediante las cuales retoman la historicidad propia y practican la descolonización de los imaginarios y las formas de representación. Esta apuesta india por la modernidad, cuestiona el reconocimiento estatal condicionado y sesgado de los derechos culturales y territoriales, y pugna por tener acceso a los derechos y servicios del Estado moderno, pero desde su propia perspectiva de desarrollo, es decir, que su lucha es por autonomía —autodeterminación— no indigenismo ni asistencialismo. Desde este lugar se hace un cuestionamiento profundo de la legalidad vigente e impuesta, y se propone y actúa al margen de la misma para crear las bases jurídicas, políticas y epistemológicas donde se reconoce y valora la paciencia y el trabajo de criar y crear el maíz; la profunda relación con la naturaleza y la sabiduría de saber estar en comunidad en un territorio (Salgado, 2010), a partir de la regeneración de sus ámbitos de comunalidad frente a las alambradas del saber alzadas por el capitalismo neoliberal.

Es pues desde la autonomía ejercida en los hechos que los pueblos del maíz llevan a cabo un labor desalambratoria, cuestionando y actuando al margen de los sistemas de protección de DPI, así como de las leyes y políticas neoliberales impuestas durante los últimos 30 años, evidenciando que esta reestructuración del capitalismo pone en peligro, no solo a estos como pueblos del maíz, sino a toda la humanidad, al dejar en manos de unas cuantas corporaciones la gestión y manejo de las bases de subsistencia de la humanidad. Y es que, como se afirmó en el Tribunal Permanente de los Pueblos, capítulo México: “el maíz no es una cosa, es la vida de millones de campesinos cuyo centro civilizatorio es la comunidad y la vida en la siembra” (Ribeiro, 2011).

En este sentido, como expone Federici (2020, pp. 148-153) comunalizar —desalambrar— implica poder acceder a una riqueza natural o social compartida —tierras, aguas, bosques, sistemas de conocimiento, aptitudes para cuidar—. Los comunes no son cosas, son relaciones y prácticas sociales que el sistema capital considera ociosas, pero que implican trabajo de cooperación, superación de conflictos y de desacuerdo para establecer un cuidado de lo común. “Los comunes no están dados, son producidos” (Caffentzis y Federici, 2015, p. 66), porque los bienes comunes no son necesariamente objetos materiales, sino relaciones sociales, prácticas sociales constitutivas de derecho —derecho que nace del pueblo— que se oponen frontalmente a la forma valor —valorización de los bienes comunes como mercancías— como despliegue más radical de “intercambiar equivalentes”, cuyo objeto es garantizar la circulación mercantil, acorde a la relación social hegemónica-capitalista. Esta es la razón por la cual algunos prefieren hablar de “comunalizar” o de “lo común”, justamente para remarcar el carácter relacional de este proyecto político. En el núcleo de la práctica de la comunalización se halla el principio de que la relación entre el grupo social y el bien común será a la vez colectiva y no mercantilizada, quedando fuera de los límites de la lógica del intercambio y las valoraciones del mercado (Harvey, 2017); en contraposición a la matriz normativa, específicamente burguesa del derecho moderno.

La consideración del fenómeno jurídico, no reduccionista al derecho positivo, permite la comprensión del pluralismo jurídico como derecho fraguado en la luchas y las resistencias populares, cuya legitimidad y validez no radica únicamente en la recuperación del pasado o en el carácter fáctico de las prácticas jurídicas presentes, sino principalmente en la real autodeterminación, esto es, en la decisión propia de los pueblos y colectivos de organizarse y darle vigencia a las normas, autoridades e instituciones propias (de la Torre Rangel, 2022) que hacen efectiva la comunalización.

Asimismo, es importante referir la lucha legal instrumentada mediante la demanda colectiva por el derecho humano a la biodiversidad del maíz nativo, impulsada por organizaciones civiles, campesinas, de científicos y académicos, a través de la cual se busca proteger el maíz nativo mexicano de la siembra de maíz transgénico. Uno de los logros más importantes en ese proceso ha sido la medida precautoria —suspensión definitiva en términos de la Ley de Amparo— que desde 2013 prohíbe la siembra comercial de maíz transgénico en todo el país mientras se resuelve el juicio. En 2021, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), reafirmó la validez de esta medida precautoria, reconociendo los riesgos ambientales de los transgénicos para la biodiversidad del maíz en su centro de origen. A su vez, en 2020 y 2023, el gobierno mexicano emitió sendos decretos que prohíben el uso de maíz transgénico para consumo humano —nixtamalización y producción de harina— y para dejar de importar gradualmente el herbicida glifosato con el fin de sustituirlo por alternativas agroecológicas, fortaleciendo esta lucha ante los tribunales.

Aunque la demanda aún no ha concluido, la medida precautoria sigue vigente y las próximas resoluciones judiciales serán cruciales para determinar si se impone una prohibición definitiva sobre la siembra comercial de maíz transgénico en México. Ahora, si bien esto ha evitado en gran medida la contaminación de las variedades nativas, no obstante, sí existe presencia de transgenes en el maíz mexicano. El proyecto Monitoreo y seguimiento de las rutas potenciales de dispersión de secuencias transgénicas y residuos de herbicidas en maíz y productos derivados para el consumo humano, ha arrojado resultados preliminares clave para la defensa de la soberanía y la seguridad alimentaria en México. Este proyecto coordinado por expertos del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (Conahcyt, 2024) y diversas universidades, confirmó la presencia de transgénicos en un 25 % de las muestras de maíz analizadas en el país, con un 39 % de estas muestras también contaminadas con residuos de herbicidas como glifosato y glufosinato de amonio. El análisis incluyó muestreos en 23 Estados, y los mayores niveles de contaminación se registraron en estados como Puebla, Guanajuato y Jalisco. El proyecto también enfatiza la importancia de proteger los acervos de variedades nativas de maíz, que en su mayoría permanecen libres de transgénicos, gracias fundamentalmente a los esfuerzos de las comunidades indígenas y campesinas que las cultivan, y que en los hechos son las guardianas de este germoplasma común. Las recomendaciones derivadas del estudio se centran en promover una mayor regulación, trazabilidad y apoyo a los productores locales indígenas y campesinos para preservar esta biodiversidad vital para la humanidad.

En este sentido, es claro el viraje que está operando desde el gobierno de la 4T en la rectoría de la política de bioseguridad en México, a través de decretos presidenciales publicados en el Diario Oficial de la Federación el 31 de diciembre de 2020 y el 13 febrero de 2023, con la intención expresa de proteger el maíz nativo y la milpa mediante un enfoque de bioseguridad integral, que implica dimensionar y evidenciar los riesgos e incertidumbres sociales, económicas y culturales que implica la biotecnología moderna. Estos decretos, sin obviar el poder del oligopolio agroindustrial global, abren una oportunidad histórica para proteger el maíz nativo y la milpa, como ejemplo para la protección del resto de nuestras semillas nativas y el bienestar de la población a través de políticas públicas que incorporen el contenido de los conceptos de soberanía y seguridad alimentaria para una alimentación sana, con justicia epistémica, respetuosa con el medio ambiente, culturalmente adecuada y acorde con nuestras vastísimas y ancestrales tradiciones agrícolas y gastronómicas frente al modelo corporativo que busca imponer la agricultura industrial.

En esta tónica, la solicitud realizada por la oficina del Representante Comercial de los Estados Unidos (USTR, por sus siglas en inglés) para la formación de un panel de resolución de controversias en el marco del T-MEC, motivada por la decisión del gobierno federal de mantener la restricción que impide: 1) adquirir, utilizar, distribuir, promover e importar maíz genéticamente modificado y glifosato, o agroquímicos que lo contengan como ingrediente activo, para cualquier uso, en el marco de programas públicos o de cualquier otra actividad del gobierno; 2) la utilización de maíz genéticamente modificado en la alimentación humana en el sector de la masa y la tortilla; 3) liberar —sembrar— maíz genéticamente modificado en territorio mexicano; y 4) recorrer, como periodo de transición, de enero a marzo de 20246, para dejar de importar glifosato y sustituirlo por alternativas agroecológicas a fin de permitir mantener la producción agrícola protegiendo la salud humana, la diversidad biocultural del país y el ambiente libre de sustancias tóxicas que representen peligros agudos, crónicos o subcrónicos, afirmando que esta decisión es una potencial violación a las disposiciones sobre agricultura y biotecnología agrícola del T-MEC, lo que constituye una afrenta más a la soberanía nacional y alimentaria por parte de nuestro vecino del norte, al intentar imponer los intereses comerciales de sus corporaciones por sobre los derechos humanos de la población mexicana. Además, hay que decirlo enfáticamente, carece de sustento jurídico.

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Notas:

3Por ejemplo, las leyes de desamortización y de colonización del siglo XIX, la contrarreforma agraria de 1992 y la Reforma Energética de 2013.

4La multiescalaridad de la construcción de este sistema se expresa en tres niveles: el Acuerdo sobre Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (ADPIC) de la OMC, los Tratados de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) y de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV); los Acuerdos Regionales de Comercio (como el T-MEC) y los Tratados Bilaterales de Inversión. Este sistema se expresa localmente en leyes nacionales, que son su corolario; en el caso de nuestro país, a través de la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados (LBOGM), la Ley Federal de Producción, Certificación y Comercio de Semillas (LFPCCS) y la Ley Federal de Variedades Vegetales (LFVV).

5A pesar de los múltiples empeños legales en contra de la agricultura campesina en México, a la fecha persiste la suspensión que obliga al Poder Ejecutivo a suspender cualquier permiso para cultivar maíz transgénico en México, desde el 17 de septiembre de 2013, mientras se desahoga la demanda colectiva por el derecho humano a la biodiversidad del maíz nativo, interpuesta por 53 ciudadanos y 20 organizaciones campesinas y urbanas.

6 El 26 de marzo de 2024 las secretarías de Economía (SE), de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader) y la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) informaron que, en virtud de que no se han concretado las condiciones para sustituir el uso del glifosato en la agricultura mexicana, debe prevalecer el interés de salvaguardar la seguridad agroalimentaria del país, por lo que las acciones previstas en el Decreto (2023) aún no concluyen, por lo que el Ejecutivo Federal determinó continuar en la búsqueda de alguna alternativa de herbicida de amplio espectro y de baja toxicidad que sustituya al glifosato y que permita mantener la productividad de quienes optan por este insumo.