Desigualdades y jerarquías en el mundo del trabajo. Ingresos y género en los albores del anarquismo español
Clara E. Lida*
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n general, la historia social se ocupa de diversos actores en la sociedad, su interacción en grupo, así como de sus relaciones con otros. Si bien desde mediados del siglo XX el énfasis se ha puesto en la llamada “historia desde abajo”, esta espacialidad social se ha ido ampliando a una historia “desde arriba” y “desde los lados”, aunque, ante todo, habría que centrarse en la “historia desde adentro”. Otra tendencia ha sido recurrir a categorías generales, olvidando que a menudo estas podrían ocultar diversidades y desigualdades. Por ejemplo, al hablar del mundo del trabajo, se ha recurrido a términos como clases subalternas, asalariados, obreros, campesinos, sin precisar sobre quiénes hablamos ni cuáles son sus perfiles específicos. Las categorías generales pueden ser atajos útiles, pero las particularidades importan para comprender la pluralidad de los actores, su heterogeneidad estructural, sus realidades socio-ocupacionales, tan poco homogéneas y tan complejas como la sociedad misma.
Al hablar de los trabajadores, solemos referirnos a los obreros y artesanos urbanos, a campesinos y a mineros sin precisar quiénes componen cada categoría ni sus particularidades. Si nos centráramos específicamente en lo ocupacional, la pluralidad de cualificaciones, condiciones de trabajo, ingresos y demás factores laborales, incluyendo el género y la edad, resultarían enormes. Aun si pensáramos en pequeñas comunidades campesinas, estas tampoco son homogéneas. ¿Quiénes realizan las faenas del campo y quiénes las domésticas; quién siembra y quién cosecha, quién corta la leña, quién cocina y cuida a los niños, quién cose y teje, quién techa y repara la vivienda, quiénes desbrozan los caminos y colaboran en las tareas comunitarias? Una comunidad tal vez pueda ser horizontal e igualitaria, pero, ¿lo es en el trabajo?
Estas páginas pretenden ser un llamado a reflexionar sobre la utilidad analítica de las generalidades y a atender mejor a los matices y sus particularidades. Los atajos pueden ser útiles, pero la comprensión del mundo social —y otros— exige conocer sus complejidades para poder transitar con mayor certeza por los senderos de la historia.
I
Desde hace ya muchos años me dedico a estudiar el primer anarquismo en España —y, por extensión, en Europa y América—, desde su introducción en la Península, en plena Revolución democrática de 1868, hasta su gran crisis, al finalizar la década de 1880. Vinculado al surgimiento de otros socialismos agrupados en la Primera Internacional, el anarquismo colectivista desarrollado por Miguel Bakunin gozó de indudable atractivo entre los trabajadores, hasta que, perseguido por los gobiernos conservadores y cuestionado y desafiado por otras corrientes socialistas, perdió el predominio casi exclusivo que había tenido en España en sus primeros años.
Si tratáramos de explicar las razones de su éxito en el mundo del trabajo, encontraríamos varias, en cuya base estaba el ideal permanente de igualdad y de justicia sociales, anhelos que poseían un atractivo innegable en una sociedad basada en profundas jerarquías y desigualdades. Otro atractivo podría ser la idea del colectivismo, que cuestionaba la enajenación del trabajo y su producto por patrones o propietarios y pugnaba porque el producto y los instrumentos de producción fueran propiedad de quiénes producían con sus saberes y esfuerzos. Esto podía atraer lo mismo al artesano manual que al obrero industrial, al campesino que al minero. Todo ello significaba un cambio profundo en el concepto de propiedad, que se podía traducir en lemas tan sencillos como “la tierra para quien la trabaja”, “la fábrica y el taller para los obreros”. Años más tarde, dentro del propio anarquismo surgió una crítica al colectivismo por parte de una nueva generación de militantes y teóricos, como Pedro Kropotkin y Eliseo Reclus, que cuestionaron el concepto de propiedad implícito en el colectivismo y desarrollaron el anarco-comunismo como alternativa igualitaria, en la que tanto los instrumentos de producción como el producto pertenecerían a toda la comunidad y no al individuo.
Además de lo anterior, el bakuninismo, inspirado en los principios de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), llamada años después Primera Internacional, fundada en 1864 para reunir los diversos socialismos y a sus militantes en una gran organización transnacional, llamaba a la formación en cada país de agrupamientos de trabajadores según su ocupación u oficio, para luchar con mayor fuerza por los intereses colectivos. Esta prédica por el asociacionismo militante sembró las bases del sindicalismo moderno y, gracias al empuje inicial del bakuninismo, España no quedó al margen de dicho proceso. Tanto en términos locales, cuanto regionales, en el contexto de la Revolución de 1868, se aceleró el asociacionismo de los trabajadores urbanos y rurales en secciones y federaciones anarquistas. En términos organizativos, todo esto implicaba una lucha por la igualdad, que solo se podría sustentar mientras no se impusieran unos colectivos sobre otros. Pero en la práctica, equiparar los diversos colectivos no eliminaba las disparidades estructurales.
II
De hecho, más de una vez se ha dicho que el trabajo genera igualdad. Es innegable que las largas luchas sindicales han logrado amplios derechos laborales, igualdades jurídicas y frenos a las arbitrariedades. Sin embargo, una mirada atenta a las estructuras laborales revela diferencias y jerarquías evidentes, aun dentro de la identidad del oficio.
Tomemos ejemplos específicos con base en las actas de las reuniones de la Comisión Federal de la anarquista Federación Regional Española en esos años. En estas se recogía información plural sobre las condiciones de trabajo en las secciones afiliadas, organizadas según cada comarca o región y cada localidad donde se hubieran creado.[1] Esta documentación privilegiada —aunque no única— permite examinar detenidamente las organizaciones anarquistas según la rama productiva, las ocupaciones y los oficios, los ingresos, las horas de trabajo, el género y, a veces, la edad.[2] Así, sabemos que dentro de cada ocupación, existían jerarquías, a menudo profundas; estas han continuado hasta hoy en el mundo del trabajo manual e industrial, así como en el profesional, académico, administrativo y tantos otros. Estas categorías revelan un mundo jerárquico, con desigualdades diversas, reflejadas especialmente en los ingresos, y en indicadores varios.
Algunos de estos indicadores pueden estar basados en la experiencia y la capacitación de los trabajadores que, en el periodo que nos ocupa, abarcaban desde el “maestro” y el “oficial”, en los rangos más altos, hasta los “peones” y “aprendices”, en los más bajos, pasando por los “obreros”, así llamados por tener una cualificación media. En todos estos rangos había quienes trabajaban por jornal o por obra, es decir, a destajo, con disparidades notables, a veces abismales, en los ingresos. Sin embargo, lo más llamativo por su inequidad eran las diferencias basadas en el género.
En efecto, mientras los hombres casi siempre aparecían asociados a la Federación, las mujeres solo lo estaban excepcionalmente, por razones que quedan poco explícitas, pero que parecerían, en parte, depender de lo magro de sus ingresos —y cierto desinterés por asociarlas. Ciertamente, la disparidad en los jornales es muy llamativa, por decir lo menos. En algunos casos, independientemente de su capacitación, habilidad y experiencia, las mujeres eran remuneradas como los niños, pero generalmente como los aprendices, aunque la mayoría de las veces tuvieran experiencia y aptitud y aparecieran como “obreras” o, en alguna rara ocasión, como “oficialas”, siempre ganando mucho menos que sus homólogos masculinos. Un caso es el de la Sección de tejedores en lana, de Alcoy, que informa que hay “500 mugeres [sic] y niñas que hacen el trabajo de los aprendices”. Omitamos aquí los ingresos por trabajo a destajo y centrémonos exclusivamente en las remuneraciones por jornal, recogidas en las actas. Así podremos atisbar ciertos indicadores, que nos permitan una aproximación al tema. Veamos a continuación algunos ejemplos.
En la Sección de sogueros de San Martin de Provensals, entonces un municipio catalán aledaño a Barcelona, los “obreros” sogueros contratados a jornal ganaban 11 reales por 10 horas diarias de trabajo, en tanto las “obreras” solo recibían 5 rs., es decir, menos de la mitad.[3] En otra sección local, la de hiladores y tejedores, los “obreros” a jornal ganaban 10 reales por 12 horas de trabajo diario y los “aprendices” 7 rs., mientras que las “obreras”, solo recibían por su trabajo 6 rs. Esto mismo se repetía en otras localidades y oficios, como en Cocentaina, localidad de la provincia de Alicante, donde los “obreros” zapateros recibían 7 reales por una jornada de 11 horas de trabajo y, en cambio, las “obreras” zapateras solo recibían 3 reales, apenas uno más que los “aprendices”.
En otras regiones, como Andalucía, las condiciones laborales eran aún más precarias. En la Sección de tejedores, en Granada, se trabajaba 14 horas al día, dos más que en su ya mencionada contraparte catalana, pero los jornales eran, casi, 50% menores. Mientras los “obreros” ganaban de 5 a 6 reales, las “obreras” apenas si recibían 2 o 3 rs. por día laborado. Algo semejante sucedía en Córdoba, donde diversas secciones trabajaban 12 horas en invierno y 14 en verano. En la de zapateros, por ejemplo, mientras los “obreros” recibían de 6 a 7 reales diarios y los “aprendices” de 4 a 5 rs., las mujeres calificadas como “obreras” percibían como jornal solo 2 a 3 reales por día. Podríamos seguir abundando, pero para muestra basta un botón. Ahora bien, si esto sucedía en los oficios manuales calificados, la situación general entre los trabajadores agrícolas —que no trataremos en estas páginas— era aún más inequitativa, con sus jornadas “de sol a sol”.[4]
III
Los ejemplos anteriores nos permiten algunas someras conclusiones. Como decíamos al comienzo, es usual que al referirnos al mundo del trabajo utilicemos, como atajo, categorías generales; sin embargo, estas a menudo esconden jerarquías diversas que incluyen especialización, cualificación y experiencia, ingreso, género, lugar, entre varias otras. Asimismo, podemos encontrar noticias sobre huelgas de oficio, como zapateros, tejedores, maquinistas, pero al analizarlas observamos que quienes protestaban no eran todos los trabajadores, sino aquellos más afectados por lo magro de sus jornales, como los aprendices o los obreros, pero no los oficiales, o eran las mujeres, pero no los hombres. La situación era aún peor en el mundo agrario, ya que las diferencias entre, por ejemplo, el ingreso de un segador, de quien dependía el éxito de la cosecha, y el de un bracero, ocupado en trabajos varios, podía llegar a ser de 10 reales o más, alcanzando niveles peores para las mujeres, generalmente relegadas a tareas como espigar o desbrozar, lo cual marca la distancia entre los oficios especializados y los considerados menudos.
En síntesis, como hemos tratado de advertir, el uso de categorías generales al hablar del trabajo exige no perder de vista las disparidades y complejidades del oficio y del género, entre otras. Estas no son minucias, sino que entrañan jerarquías y diferencias que determinaban las relaciones en el taller, en la fábrica, en los campos. En lo económico, estas se manifestaban en la disparidad de ingresos; en el género, por su marginación; en lo regional y local, por desigualdades estructurales, y, en general, por muchas otras consideraciones que revelan las complejas realidades y los hondos contrastes en el mundo del trabajo. Tenerlas en cuenta es enriquecer el análisis, en tanto que omitirlas solo lo empobrecen.
Bibliografía
Actas de los Consejos y Comisión Federal de la Región Española (1870-1874). Tomo II. Transcripción Carlos Seco Serrano. Barcelona: Publicaciones de la Cátedra de Historia General de España, Universidad de Barcelona, 1969.
Lida, Clara E. “Del reparto agrario a la huelga anarquista de 1883”. El movimiento obrero en la historia de Cádiz. Cádiz: Diputación Provincial, 1988.
Piqueras, José Antonio. “Trabajo artesano, industria y cultura radical en la época de la Primera Internacional”. Cultura social y política en el mundo del trabajo. Eds. José Antonio Piqueras, Francisco Javier Paniagua Fuentes y Vicent Sanz. Valencia: Biblioteca Historia Social, 1999.
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Clara E. Lida (Argentina) es Profesora-Investigadora en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Sus campos de estudio tienen como eje a España, a menudo en un enfoque comparativo con el resto de Europa o relacionándolos con México e Hispanoamérica. Sus libros y artículos abordan los movimientos sociales y socialistas españoles y europeos en el siglo XIX, especialmente, el anarquismo; el trasvase de poblaciones europeas a América, y el exilio republicano español en México. En la actualidad prepara un libro sobre el anarquismo en la clandestinidad después de la Comuna de París.
Doi: 10.17533/udea.trahs.n20a17
* El Colegio de México. Agradezco a mis colegas María Dolores Lorenzo y Diego Pulido su atenta lectura crítica.
[1] Actas de los Consejos y Comisión Federal de la Región Española (1870-1874). 2 tomos. Transcripción y estudio preliminar por Carlos Seco Serrano (Barcelona: Publicaciones de la Cátedra de Historia General de España, Universidad de Barcelona, 1969). Los ejemplos siguientes provienen de 1873 (tomo II).
[2] José Antonio Piqueras, “Trabajo artesano, industria y cultura radical en la época de la Primera Internacional”, Cultura social y política en el mundo del trabajo, eds. J. Paniagua, J. A. Piqueras y V. Sanz (Valencia: Biblioteca Historia Social, 1999). Piqueras fue pionero en analizar el variado mundo de los oficios con base en las Actas.
[3] Un real equivalía a 0.25 céntimos de peseta.
[4] Clara E. Lida, “Del reparto agrario a la huelga anarquista de 1883”, El movimiento obrero en la historia de Cádiz (Cádiz: Diputación Provincial, 1988).