Los nuevos sujetos rebeldes

 

El deseo de conducir la voluntad de las masas populares es antiguo, pero la técnica para intervenir en ella es moderna. Norberto Bobbio ha recordado que tuvo que pasar mucho tiempo para que el liberalismo aceptara la democracia, y que ello solo pudo lograrse a condición de eliminar de esta última corriente la petición de igualdad material para reducirla a su dimensión formal. Para las élites de buena parte del siglo XIX, ser demócrata equivalía a ser demagogo: en la visión de esas élites, el demócrata se dedicaba únicamente a soliviantar a las masas y romper el pacto social para realizar sus oscuros propósitos. Los liberales del siglo XIX coincidieron con los conservadores decimonónicos en la consideración de que las “clases peligrosas” eran una amenaza al orden público y al régimen político; los socialistas, por otro lado, trataron de ganarlas a su causa. Los liberales consideraron que, con la educación, algún día estas clases podrían participar de la cosa pública, en tanto que los conservadores presumieron que eran irredentas por naturaleza. Los socialistas creyeron, simplemente, que había que conducirlas. Conforme se extendieron el sufragio universal y el asociacionismo obrero en la segunda mitad del siglo, se volvió importante la pregunta de cómo influir en el ánimo de las clases trabajadoras. Dos posturas parecieron pertinentes: una, concentrada en el manejo de las pulsiones emotivas del nuevo actor; la otra dirigida al núcleo racional, es decir, a su conciencia. Con argumentos distintos, tanto el médico francés Gustave Le Bon (1841-1931) como el dirigente bolchevique Lenin (1870-1924) asumieron que las masas populares requerían de un elemento externo para actuar: en un caso, para desbocarse, en el otro para alcanzar la emancipación. Lo que en uno era una pulsión irracional, en el otro era conciencia. Aquella provenía de las prácticas acendradas como atavismos. Si la conciencia no emergía espontáneamente era consecuencia de la alienación de la sociedad capitalista, lo cual hacía indispensable la mediación de la organización partidaria para fundir la acción obrera con la ciencia. Ambos trazaron la directriz de ulteriores desarrollos, indicando qué botón de la persona humana (asociada en colectividades) habría de apretarse para obtener el resultado deseado.

Le Bon exploró el alma de la multitud. En su Psicología de las masas (1895) descubrió que ellas acumulaban dos cosas: mediocridad e “instintos de ferocidad destructiva”, los cuales eran el sustrato de “edades primitivas” depositado en el inconsciente. Con un entendimiento tosco aunado a esos residuos ancestrales, las masas -indica el psicólogo bretón- confunden con facilidad lo real con lo imaginario, además de propender a la generalización sin fundamento y dejarse llevar por “intensas impresiones” sin procesarlas mediante el razonamiento. Hombres de acción y no de pensamiento suelen cautivar a la multitud, a quien persuaden no con las ideas sino por medio de la repetición y su efecto, el contagio. Si bien el impulso procede del liderazgo, cuando cunde el contagio entre las clases populares éste rebota acabando por imponerse entre las capas más elevadas de la sociedad y convertirse en “opinión triunfante”. Le Bon no se fija la tarea de manipular la mentalidad de las masas, deja a otros “labrar con más profundidad el surco”.1

Jacques Ellul afirmó que Lenin había inventado la técnica política.2 En ¿Qué hacer? (1902), el revolucionario bolchevique precisó el modelo de organización que, a su manera de ver, permitiría a las masas trabajadoras tomar el poder. La conciencia revolucionaria no germinaba de manera espontánea entre los obreros, en la medida que no pasaban por sí mismos de racionalizar la inmediatez de la lucha económica desarrollada a través de los sindicatos y las huelgas; habían aprendido de la experiencia, pero ésta resultaba insuficiente. Ese salto de la realidad empírica a la teoría, fundamental para la comprensión de su situación por parte de los trabajadores, de sus “intereses de clase”, solo sería posible mediante la intervención de un agente externo, el partido de revolucionarios profesionales (cuadros), quien, depositario de la ciencia de la sociedad, los guiaría por la ruta correcta. Ésta no era el designio del líder o de un ser iluminado, antes bien lo era de las leyes históricas y la lógica de funcionamiento de la sociedad capitalista esclarecidas por el marxismo. No nos confundamos -pensaba Lenin-, “la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas, elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales”.3 La condición de dominación y la mala distribución de los bienes culturales e intelectuales hacía dependientes a los proletarios de los intelectuales de otras clases, por lo que el comunista ruso estaba seguro de que, abolida la sociedad de clases, y superada la división del trabajo intelectual y manual, cualquier individuo era un intelectual potencial.

La protesta callejera fue el medio de la política popular desde los orígenes de los movimientos sociales modernos. Aunque hubo episodios violentos propiciados generalmente por la represión estatal, la protesta colectiva de la clase obrera disciplinada en la fábrica solía ser ordenada y con demandas expresas, además de que procuraba contener posibles respuestas violentas de quienes la acompañaban. No obstante que en el último tercio del siglo XX grupos emergentes se agregaron a las movilizaciones sociales (pacifistas, estudiantes, mujeres, minorías), el referente fundamental fue todavía el movimiento obrero. La multitud altermundista fracturó las viejas rutinas tanto de los manifestantes como de la policía, dejando de ser éstos víctimas pasivas de las prácticas coercitivas de los órganos de seguridad pública. Sus modos innovadores, la flexibilidad de coordinación y la comunicación fluida rompieron el molde de las manifestaciones de masas modernas.

Cada vez es más frecuente en las protestas callejeras de distintas latitudes observar la irrupción de jóvenes encapuchados, vestidos de negro, que rayan las paredes, utilizan sopletes y otras formas de armamiento casero, y destruyen los símbolos del capital global y del Estado. Plásticos y horizontales, integrados en redes, sus contingentes disponen de una comunicación fluida entre ellos, lo que permite la transmisión de noticias, experiencias y tácticas de lucha. No son las antiguas reivindicaciones del movimiento obrero las que los movilizan, ni la bandera roja del comunismo arriada con el colapso del bloque soviético, sino la protesta contra la explotación de los bienes naturales, el feminismo, la autonomía, el antirracismo, la negación de la civilización industrial y el rechazo a las distintas formas de opresión y subordinación contemporáneas, además de la oposición hacia cualquier estrategia reformista, organización jerárquica o pacto con el Estado y el capital.

La violencia hoy domina espacios cada vez mayores de la sociedad y el territorio nacional, y es también un lenguaje que se escucha y atiende. Las duras técnicas de contención de las policías motivaron a segmentos de la multitud a perfeccionar las formas de autodefensa y a escalar en agresividad en sus acometidas contra los órganos de seguridad. En la década del 2000, el black bloc se popularizó en cuanto táctica de guerra callejera. Otros grupos llegarían más lejos y, articulados en redes, lanzaron ataques intermitentes, ya no solo a los símbolos del capital, sino también a instituciones y personas que practicaban y reproducían el dominio de la naturaleza mediante la técnica. Aparte de su obvia función intimidatoria, la violencia callejera entra directamente en la órbita de la prensa y la televisión, tan propensas al amarillismo y el espectáculo más pedestre, permitiendo a grupos presumiblemente pequeños multiplicar su dimensión en las pantallas. También la violencia ha sido conceptualizada como parte de un juego colectivo. Cada acción de este tipo da lugar a una constelación singular de participantes y, mediante el contagio, todos juegan en un tablero que no tiene un guion, espontáneo e improvisado, con un resultado incierto. Las victorias son factibles y se verifican en el mismo acto de la protesta. Además, el combate con la policía conlleva un derroche de energía y el juego resulta placentero, retribución que no tienen los manifestantes pacíficos que frecuentemente padecen las cargas policiales, los abusos y los golpes.

Las implicaciones de estas formas de acción colectiva son múltiples. La más inmediata es que niega la política: en primer término, porque la considera intrínsecamente espuria; en el segundo, porque las formaciones partidarias contemporáneas más poderosas buscaron un hipotético centro, con lo que diluyeron las diferencias entre proyectos, y la elección entre la propuesta A o B dejó de tener de sentido. En cualquier caso, hoy el poder no pertenece a la gente sino al capital. Más aún, la transición democrática mexicana habría mostrado para la izquierda radical el fracaso de una opción en la que la izquierda partidaria consumió sus energías desde que se acogió a la vía electoral. Tras la constatación de que la política institucional no es capaz de transformar la realidad, la vertiente radical propuso la negación de la política, una especie de antipolítica que asume que todo acto de gobierno es en sí mismo coercitivo. Desde esta perspectiva, el poder no hay que tomarlo, sino destruirlo.

La nueva izquierda radical tiene una índole antitecnológica, anticapitalista y antiestatista, y está en tensión con la tradición ilustrada. Abjura de la técnica porque ésta sometió al ser humano a un mecanismo que, aunque creado por él, acabó imponiéndosele como una realidad externa indomable y autogenerada, escapando a cualquier control social y oprimiendo a las clases y a las personas. Es adversa al imperio de la máquina, establecido y multiplicado al infinito por la civilización del capital, la cual produce una revolución tecnológica permanente que esclaviza al trabajador y lo expulsa del circuito productivo cuando ya no le es útil o le sobra mano de obra, tanto por las crisis cíclicas del sistema económico como por efecto de aquella revolución. Es enemiga del Estado, en la medida en que ve en éste un instrumento de opresión el cual, regularmente, coacciona al individuo y proscribe la libertad natural, la única legítima de acuerdo con esta tendencia que ve en toda ley la naturalización de la coacción. Asimismo, sus integrantes asumen que el ente estatal está detrás de la dominación en las distintas sociedades de clases, pues es éste el creador de la propiedad privada, quien garantiza su existencia, subordina a los trabajadores y contiene las tentativas colectivas por abolirla.

Hoy el Estado mexicano no sabe cómo contender con estos grupos y las otras corrientes dentro de los movimientos sociales tampoco aciertan a fijar una postura. En la Ciudad de México y otras capitales de la República, los núcleos radicales tienen en jaque a las autoridades locales y a cuerpos policiales mal entrenados, quienes no aciertan a contenerlos sin excederse en el uso de la fuerza, o, por el contrario, actúan permisivamente. La prensa suele concentrarse en lo que demasiadas veces es calificado de “vandalismo”, soslayando las motivaciones de las protestas, los resortes que disparan a estos grupos y las redes globales de las que forman parte. La postura radical, incluso siendo minoritaria, se afirma en el acto de fuerza imponiendo al conjunto del movimiento social su propia lógica; en su versión nihilista carece de fines ulteriores, pues se consuma al momento de realizarse: cada cosa destruida o policía inhabilitado constituyen un acto liberador y se erigen en el objeto mismo de la acción, son el propósito final en un presente carente de perspectiva. En los últimos años, el repertorio de formas de lucha de esta tendencia se ha democratizado para entrar a formar parte de las acciones de los colectivos más diversos, al tiempo que la protesta callejera violenta ha ido ganando legitimidad entre una parte importante de la población juvenil. Hoy la capucha y el fuego no son patrimonio exclusivo de los grupos que los pusieron en circulación: se han convertido en símbolos por excelencia de la inconformidad, recursos retomados constantemente por actores dispares y signo de una transformación del horizonte de izquierda que la lleva lejos del marco de referencia de la tradición socialista.

Bibliografía

Dostoyevski, Fedor. Los endemoniados. Barcelona: Bruguera, 1969.

Fedor Dostoyevski Los endemoniadosBarcelonaBruguera1969

Ellul, Jacques. La edad de la técnica. Barcelona: Octaedro, 2003.

Jacques Ellul La edad de la técnicaBarcelonaOctaedro2003

Le Bon, Gustave. Psicología de las masas. Madrid: Morata, 1983.

Gustave Le Bon Psicología de las masasMadridMorata1983

Lenin, Vladimir Ilich. ¿Qué hacer? Teoría y práctica del bolchevismo. México: ERA, 1977

Vladimir Ilich Lenin ¿Qué hacer? Teoría y práctica del bolchevismoMéxicoERA1977

[1]Gustave Le Bon, Psicología de las masas (Madrid: Morata, 1983) 48, 55, 96, 24.

[2]Jacques Ellul, La edad de la técnica (Barcelona: Octaedro, 2003) 233.

[3]Vladimir Ilich Lenin, ¿Qué hacer? Teoría y práctica del bolchevismo (México: ERA, 1977) 137. De acuerdo con Dostoyevski ésta era una burda manipulación de la “canalla” por parte del “pequeño grupo de ‘vanguardistas’ que poseen un fin determinado, y empuja a esta pequeña turba en la dirección de sus conveniencias, a menos que sean unos perfectos idiotas, cosa que suele ocurrir con frecuencia”. Fedor Dostoyevski, Los endemoniados (Barcelona: Bruguera, 1969) 630.

[4]Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Sus libros más recientes son El futuro es nuestro. Historia de la izquierda en México (Océano, 2018), El marxismo en México. Una historia intelectual (Taurus, 2018), En los márgenes. Rhodakanaty en México (FCE, 2019), Vuelta a la izquierda. La Cuarta Transformación en México: del despotismo oligárquico a la tiranía de la mayoría (Océano, 2020) y La izquierda en breve (SEP/AMH, 2021).