Hemos leído, y he escrito en varios acercamientos al tema, cómo fue eso de la emergencia de la historia social. Sin demasiada dificultad, podemos encontrar antecedentes más o menos fragmentarios cuando con el pretexto de ocuparse de las costumbres, de la vida material y de algunas expresiones culturales, los relatos sobre el pasado comprendían aspectos de la vida social de un momento dado. Pero es en el siglo XX cuando emerge una pujante corriente que adopta este sintagma por distintivo. Al ofrecer una explicación de los fenómenos históricos, activistas e historiadores discutían la prevalencia de los elementos institucionales, centrados en la esfera pública oficial y protagonizados por minorías dirigentes -los llamados acontecimientos políticos-, con los que se había construido una historia nacional fosilizada.
A partir de 1900, la sociedad de masas, los movimientos sociales que aspiraban a democratizar la política y reclamaban derechos sociales o un orden igualitario, las grandes movilizaciones que comportaron las dos guerras mundiales, las revoluciones -de México a Rusia, de China a las guerras de liberación anticoloniales-, las consecuencias de las crisis económicas del periodo de entreguerras…, crearon las condiciones de una reestructuración de las ciencias sociales, de un salto hacia adelante que situaba los hechos colectivos en el centro de la atención de los estudios que aspiraban a ofrecer una explicación del presente y del pasado. La antigua narrativa había descansado en un cómodo providencialismo que proporcionaba la existencia de un individuo necesario en el momento oportuno, y entregaba el protagonismo a la esfera del poder -de quien lo detenta y a lo sumo de quien lidera su desafío-. Su erudición era solo un cúmulo de datos interrogados conforme a objetivos seleccionados que dejaba fuera la mayor parte de la realidad. Los nuevos historiadores eran historiadores sociales, y viceversa. Prestaban atención a las condiciones materiales, incluidas las formas en las que las personas se ganaban la vida, a las relaciones entre ellas, los lugares que habitaban, la educación o la asistencia que tenían a su alcance, las ideas que se desarrollaban y circulaban, las luchas que protagonizaban, etc. La historia reclamaba una dimensión relacional, causal, buscaba regularidades que era más sencillo encontrar en los hechos económicos que en los sociales, o entre unos y otros, dado que había un amplio haz de mediaciones, muchas de las cuales integraban lo que Antonio Gramsci denominó hegemonía.
El interés por los trabajadores y los campesinos, las clases más o menos orgánicas de las sociedades capitalistas, se extendió a la gente corriente, a las mayorías; la atención centrada en la esfera pública se desplazó a lo privado, a los vínculos personales y de afinidad; la mirada a los de arriba y desde arriba dejó paso a una historia desde abajo. De las luchas organizadas en contra de la explotación -una de las primeras expresiones de la historia social- se pasaba a estudiar las formas de resistencia a la dominación, mucho más frecuente dado que nos habla de movimientos de posición cotidianos. Todo esto no era la mitad que faltaba para explicar la Historia, era la inmensa mayoría antes reducida a espectador de una representación solemne que había establecido un estricto derecho de admisión. Además de mostrarnos el sustrato sobre el que se eleva la dominación y en el que se encuentra instalada la política “visible”, esa que absorbía la atención del historiador tradicional encandilado por la irradiación del poder, la historia social informaba de la realidad compleja más allá de la apariencia: las pautas elementales y secundarias de convivencia -familia, comunidad, sociedad civil, mimbres del cuerpo político-, así en sus vínculos recíprocos, en su reproducción -demográfica, estratificada, profesional, cultural-, en la tendencia que traza, en las relaciones formales e informales que propicia, en sus creencias y hábitos, en la forma en que accede a los bienes -desde la subsistencia a variantes abruptas o sofisticadas de acumulación-, también nos enseña cuánto de social tienen las estructuras de gobierno.
La introducción de la “agencia” -adoptada por la sociología de la psicología de la conducta y trasplantada sin acotación alguna a la historia social- rescató la capacidad de acción de los individuos, en paradigmas anteriores reducida o sepultada por excesos deterministas. El ímpetu pendular, sin embargo, ha dado lugar a una historia en la que, omitiendo no solo el peso de las estructuras sino el sentido social de la acción, cada individuo controla los resortes de una elección racional, es dueño potencial de su destino y, con sus aciertos y sus errores, es protagoniza principal de su devenir. Sin duda, tomado en su conjunto, y no solo como probabilidad excepcional en una vida, es un ideal eficaz para promover la movilización en favor de causas justas y quizá ilumine la sociedad roussoniana soñada y lo que se encuentre en un futuro poscapitalista, liberado de las estructuras de clase, de la hegemonía de los grupos dominantes, de la alienación, de la depredación de recursos naturales insustituibles, del consumo inducido de bienes y de productos políticos como si fueran mercancías.
La historia social clásica, en el medio siglo que transcurre entre 1930 y 1980, fue el fruto de un momento histórico, cultural e ideológico, y en no menor medida de la pretensión de constituir a la Historia en una ciencia social, de dotarla de un estatuto científico que no se limitara a buscar y verificar documentos. El trasfondo de esa operación comprende la crisis de 1929 y la recomposición de las estructuras políticas tras la Guerra Mundial. Los problemas de la reconstrucción son vistos como variables observables, la división en bloques es un reflejo internacional de la confrontación interna en cada nación entre concepciones que toman como ejes de discusión la estructura social, la distribución de la riqueza, el papel que corresponde a los que viven de su trabajo, a veces expresado en grandes partidos políticos, otras en organizaciones sindicales fuertes, en ocasiones a través de intelectuales que hacen escuchar su voz. Existía un extendido optimismo respecto a la creencia en la capacidad de las ciencias sociales para proporcionar conocimiento cierto sobre la sociedad. En el mismo sentido, las condiciones globales creadas a partir de la crisis de 1973-1976 trajo consigo un contexto diferente: la “revolución conservadora” fue un preludio poderoso del neoliberalismo, el declive del sujeto histórico esgrimido por el marxismo invitaba a revisar la historia de los hechos colectivos, el individualismo metodológico se abrió paso sin reservas. En el citado contexto anidó ese leve artefacto originado entre la semiótica y la teoría literaria que implicó un giro epistemológico. La incertidumbre se erigió en pauta de conocimiento del pasado, el pasado se concebía como una agregación de subjetividades alternativas, la Historia se autoexcluía de las ciencias sociales y abrazaba las humanidades como una narrativa más. La construcción social de la realidad era la única concesión a lo social (reducido a un “hecho entre todos”) y se consumía en el enunciado. Lo llamaron posmodernismo y, como las sectas en tiempos de desconcierto, arrastró tras de sí a entusiastas seguidores de la nueva fe que no solicitaban evidencias en las que apoyarse, tanto más adecuado cuanto la nueva prédica no hallaba más verdad histórica que la construida por los testimonios y las percepciones particulares. El conocimiento sería solo una probabilidad y un estado efímero, sujeto a otras percepciones.
Soy de la opinión de que cualquier pretensión de conceptualizar la historia social está unida a la posición en la que el historiador se sitúa ante los fenómenos del pasado (y del presente), de lo que esperamos de la Historia en tanto herramienta de conocimiento, del destinatario al que dirigimos nuestros estudios y, si se apura más, habla de nosotros en cuanto participes y observadores de la vida social en la que nos desenvolvemos. La historia social es una forma de entender la Historia, ha sido la corriente que contribuyó a renovarla y, en diálogo y alianza con otras ciencias sociales, a constituirla como disciplina científica. Es la historia que me interesa reivindicar en la medida que ofrece explicaciones complejas a hechos complejos. Sustituyan el tiempo verbal del pretérito imperfecto (la manía de cortar las líneas del tiempo) por el presente (actualizado) del indicativo y disfruten de los clásicos.
Lo que hemos dado en llamar historia social ha madurado y ha ofrecido ramas insospechadas. De sus esquejes han brotado árboles que cuesta reconocer emparentados con el original. Siempre hubo una corriente, inspirada en la historia de las costumbres de la Ilustración, que se ciñó a recopilar antigüedades amenas. En contrapartida, no ha cesado de ensanchar su campo con nuevos temas. Situar a la sociedad en el centro del escenario me parece la opción que mejor nos aproxima a la comprensión de los fenómenos que resultan más relevantes. Esa historia puede ser informativa o analítica. Mi interés se dirige hacia la historia social analítica. La historia social, como toda Historia, cumple una función: las explicaciones ofrecidas invitan al lector a reflexionar, a considerar los argumentos ofrecidos -con el consiguiente respaldo documental-, a posicionarse también ante el pasado y el presente, y a hacerlo de manera crítica. Es un ejercicio que apela a la conciencia colectiva.
La historia social que me interesa no está anclada en la historiografía del pasado. Aprecia en lo que valen las contribuciones de nuestros clásicos, conserva problemas y la necesidad de construir problemas como método de trabajo, toma en consideración las necesidades radicales y las sobrevenidas a los individuos y a los grupos sociales, sabe de la existencia de economía y de categorías que en determinadas circunstancias se constituyen en clases. Es una historia que no concibe la sociedad en un equilibrio dinámico sino que encuentra en ella un campo en contradicción y conflicto. En este último, los grupos afines despliegan estrategias guiadas por un interés compartido, sea el que refuerza o favorece al grupo en cuestión o el que antepone el interés general, puesto que la relación entre coste y beneficio personal no es un principio antropológico universal sino una determinada concepción ideológica que destaca como general el egoísmo del individuo enfrentado a la comunidad, cuando la experiencia histórica desmiente ese supuesto a cada paso.
La historia social que me interesa es crítica: desvela lo que aparece nublado a la mirada común, establece relaciones de causalidad, distingue formas destinadas a sujetar, a someter, a explotar, en definitiva, a subordinar, y las correspondientes reacciones.
Está la cuestión de la empatía. La historia social nació siendo eminentemente empática. Los historiadores hacían suya la lucha de los oprimidos, de los trabajadores, de la gente humilde. Una historia “desde abajo” era en muchos casos una vía de compromiso con el estrato social de procedencia del investigador o de aceptación de los estudiados por intelectuales “desclasados” como un ejercicio de reparación histórica y de reconocimiento del futuro que aguardaba a la emancipación de los desposeídos. Durante mucho tiempo se privilegió la historia de los trabajadores, la gente corriente, los marginados, los excluidos. Luego se trasladó la metodología del análisis de grupo al estudio de la aristocracia y la burguesía. Con afán de revelar la formación y evolución de estos colectivos que tanta incidencia tendrían en la organización de las sociedades. Creo que en la elección del tema suele haber elementos de afinidad; me inclino a evitar que las emociones gobiernen el análisis, que marquen la agenda. Nada contribuye más a estropear una buena historia que la exteriorización de los sentimientos del autor. En historia social déjense llevar algo por el distanciamiento brechtiano antes que sucumbir a la sensiblería dickensiana. Mejor invitar al lector a una reflexión acerca de la situación expuesta que proporcionar una sucesión de escenas épicas ajenas al desenlace cierto y a su legado.
En los inicios de mi actividad investigadora comencé interesándome por los socialistas hasta que comprobé que sabíamos muy poco sobre los trabajadores de oficio y de industria, cómo llegaban a ser empleados, como se situaban en su puesto laboral, que habilidades poseían y cómo las habían adquirido, qué pensaba el Estado o los empresarios sobre cómo se debía cualificar el empleo. La historia que escribía era un relato ordenado de organizaciones, líderes, opiniones, luchas, algunas actividades internas, congresos, afiliados, etc. Podía llevarlo algo más lejos al advertir que la asociación laboral se entrecruzaba con la afiliación política sin que hubiera muchas veces una correlación: bastaba con pertenecer a una asociación definida por el ámbito local y de oficio, rara vez en grandes federaciones y en confederaciones de rama. Comenzó a interesarme más el ámbito del aprendizaje en un contexto de descualificación laboral: la constitución de la fuerza de trabajo común que caracteriza las primeras fases, por mucho tiempo, de la sociedad en proceso de industrialización y la sociedad industrial. Explica la reacción del trabajador de oficio ante la transformación que observa y lo acecha. Y quien dice ese aspecto, puede añadir la vivienda, la dieta alimentaria, la salud y la enfermedad, el orden alternativo que comienza a pergeñarse en círculos bastante atomizados a través de expresiones culturales de reafirmación y de rituales laicos que sustituyen el orden católico imperante. Era el mundo popular de quienes son caracterizados por el trabajo, que ocupaba la mayor parte de sus existencias y condicionaba casi toda la restante.
Mi interés se trasladó a la sociedad en la que se iban a desenvolver estos grupos sociales en formación. Y para llegar a explicarme cómo se había constituido y las condiciones en las que se habían dado y cómo venían evolucionando, desplacé la indagación al largo siglo XIX, con sus cambios y continuidades adaptadas. Había mucho de político en el cambio, pero me interesaba menos desde la perspectiva del poder como de las medidas que este adoptaba para fijar el nuevo orden, lo que tenía lugar mediante disposiciones jurídicas. Un orden hecho a medida de los poseedores tenía la habilidad de promulgar medidas legales que amparaban cambios en las relaciones sociales, convertían en fórmula jurídica una relación de producción, elevándola a principio técnico indiscutido. Me interesó observar cómo esos ideólogos construían normas de apariencia neutra y reconstruían la historia del derecho, en particular de las nociones en discusión en esa época, el concepto de propiedad y de las formas históricas que había adoptado según las relaciones sociales de cada momento. Esa aparente coherencia que conducía a aceptar la propiedad privada como la más perfecta de sus presentaciones era en muchos casos una perfecta mistificación. Era también un ejercicio colmado por el éxito al aportar un concepto esencial en la hegemonía de las burguesías nacionales que lograban ocultar las diferentes formas de poseer y la desposesión de derechos inherentes a estas. El ejercicio realizado implicaba una indagación desde la historia social del derecho que ponía al descubierto la utilización de la ley para alterar un conjunto de condiciones consuetudinarias bajo la apariencia de un tecnicismo, de un perfeccionamiento inspirado y realizado en favor de un grupo social.
La cuestión principal que me ocupaba, no obstante, consistía en detectar agravios no necesariamente en los sectores más desfavorecidos sino en quienes experimentaban el nuevo derecho como una desposesión. El quid consistía en encontrar las raíces sociales de un descontento que se tradujo en una negación del orden político establecido, y eso tuvo lugar mediante la adscripción popular al republicanismo político, el ethos que negaba de manera radical al régimen monárquico y llamaba a refundar la política sobre nuevos derechos. Esa relación entre las esferas sociales y políticas siempre me ha interesado. Mi siguiente investigación ahondaba en ese planteamiento. Esta vez era un análisis de una coyuntura, lo que permitía seleccionar varios actores con objetivos y métodos propios: unos eran sectores populares, entre los que emergía quienes se denominaban proletarios y comenzaba a organizarse en el seno de la Primera Internacional; otros eran los grandes propietarios agrícolas, capaces de definir sus intereses nítidamente frente a sus antagonistas, que no eran tanto campesinos sino sectores pertenecientes a la clase media reformista, inclinada a crear un auténtico Estado fiscal moderno; el tercero eran sectores mercantiles en la metrópoli y, sobre todo, grandes dueños de plantaciones y de esclavos en Cuba. Todos se movilizaban en torno a sus intereses sirviéndose de asociaciones y en últimos casos mediante grupos de presión, nueva modalidad destinada a capturar las decisiones del Estado en beneficio de un grupo social o de un sector de esta. Por un tiempo indagué en el espacio del burgués para la preparación de un libro, luego abandonado, una biografía sobre el ascenso social de un personaje a lo largo del siglo XIX a través del cual -y de la correspondiente prosopografía- puede reconstruirse los vínculos entre clase, estatus y poder. Algún día confío espero retornar esos materiales.
Entre tanto, fui desplazándome al mundo colonial y al estudio de los sectores actuantes: plantadores, comerciantes y, finalmente, esclavos y personas libres que procedían de la esclavitud. Es un campo del que no puedo ofrecer una breve noticia sin arruinar la explicación. En primer lugar, porque implicaba un progresivo distanciamiento del hispanocentrismo, tan arraigado en la historiografía española incluso cuando se interesa por otros países. Suponía una inmersión en los problemas históricos del Caribe y después, buscando elementos comparativos y, a continuación, persiguiendo una comprensión integral de los problemas, de Latinoamérica. En ello estoy, aprendiendo. También observando con interés la nueva historiografía latinoamericana y el considerable avance que ha realizado.
Hace veinticinco años, en paralelo a la evolución que acabo de describir, cuando estudiaba el funcionamiento del mercado colonial cubano, separé del grueso de mi estudio un aspecto, la moneda, en uno de los polos mercantiles más activos del mundo, una colonia política. Comenzó la aventura de acometer una historia social de la moneda o, para ser exactos, de la incidencia social de un instrumento de cambio sujeto a grandes avatares por el que se mide el valor del trabajo, los bienes en circulación, la libertad del esclavo coartado, el afán de ahorro del pequeño comerciante y del inmigrante, la ausencia de soberanía, la transformación industrial y la acumulación de capitales. Recientemente pude concluirlo y ha merecido la atención de Casa de las Américas, que otorgó al original el prestigiado premio que durante sesenta años ha reconocido al espíritu crítico que contribuía a explicar la realidad del continente y el Caribe. Trabajar en varias líneas reclama un esfuerzo adicional, sin duda, y se ha enriquecido también gracias a las tesis de doctorado que me ha sido dado dirigir. Pero me parece que ofrece la recompensa de proporcionar una riqueza de perspectivas para la comprensión de una sociedad, un objetivo en sí inabarcable para un investigador a la vez que un propósito que ayuda de manera poderosa a encajar las piezas del puzle.
Quizá se deba a un defecto visual persistente, pero observo la realidad pasada y presente y me detengo siempre en lo social, que se manifiesta o se oculta entre lo que me parecen falsas apariencias. Es un ejercicio inagotable que nos invita a continuar, e incluso a revisar anteriores trabajos a la luz de lo que hemos continuado aprendiendo.
*José Antonio Piqueras es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat Jaume I (España). Dirige el grupo de investigación Historia Social Comparada y la Cátedra UNESCO de Esclavitudes y Afrodescendencia. Codirige desde 1988 la revista Historia Social. Miembro de la Academia de Historia de Cuba y de la Academia Dominicana de la Historia. Premio Casa de las Américas de ensayo histórico-social 2022 con el libro Moneda y malestar social en Cuba (1790-1902). Es autor de La era Hobsbawm en historia social (2016), La esclavitud en las Españas (2012) y Negreros. Españoles en el tráfico y en los capitales esclavistas (2021).