Bogotá en la lógica de la Regeneración constituye un valioso aporte, tanto para la historiografía colombiana como para la hispanoamericana en general. Producto de su tesis doctoral realizada en la Universidad de Buenos Aires, Adriana Suárez Mayorga aborda un problema de investigación crucial para entender las dinámicas territoriales que marcaron el tránsito del siglo XIX al XX en Colombia. Inscrito en la profunda renovación teórica y metodológica que ha experimentado la historia urbana, el libro dialoga con otros campos de la disciplina y capitaliza los más recientes avances de la historia política, social, cultural e intelectual. La pregunta central que ordena la pesquisa gira en torno al papel que le cupo al municipio capitalino en la conformación y consolidación del Estado Nacional en el período dominado por la Regeneración.
La elección de la escala de análisis, recortada en Bogotá, no significa reducir el estudio a la esfera local y al desarrollo urbano de la capital. Por el contrario, dicho recorte se entrelaza en un juego de escalas más amplio que echa luz al problemático vínculo entre municipio y Estado como asimismo a otros binomios que atravesaron la historia hispanoamericana del período: centro-periferias, capital-nación, federalismo-centralismo, liberalismo-conservadurismo, modernidad-retraso, civilización-barbarie, espiritualismo-materialismo. Tales dicotomías permiten reflexionar sobre los problemas comunes que enfrentaron los nuevos países nacidos de la crisis del orden colonial español a la vez que ponen de relieve las peculiaridades exhibidas por el caso colombiano en la coyuntura abordada. La autora va desplegando sus argumentos a lo largo de ocho capítulos que involucran el desarrollo urbano, las cristalizaciones normativas e institucionales, los debates entre letrados e intelectuales y las prácticas políticas (especialmente las electorales) encarnadas por actores sociales que operaban en los ámbitos nacional, departamental, provincial y distrital-municipal.
Los debates historiográficos que subtienden la investigación -y que se hacen explícitos en el texto- visibilizan los ángulos desde los cuales se formulan los interrogantes y las contribuciones de Suárez Mayorga. Ajustar la lente de observación a la disputa por la autonomía municipal protagonizada desde Bogotá en el desarrollo de la política nacional en el período estudiado habilita a plantear hipótesis que se sostienen a partir de un amplio y nutrido corpus documental y de un actualizado estado del arte. Y un aspecto valioso que es preciso destacar es que tales hipótesis son formuladas en clave de paradojas. La primera se desprende del significado específico que adoptó en Colombia la ficción organizativa que -extendida por diversas latitudes- distinguía la centralización política propia del Estado Nación de la descentralización administrativa a nivel municipal. La supuesta vocación descentralizadora de los regeneracionistas se cimentaba en un sistema de contrapesos institucionales cuyo resultado fue la cristalización de una república centralista y unitaria que colocó a Bogotá -en su condición de capital- en el centro neurálgico de ese constructo político. La segunda paradoja es que mientras el régimen de la Regeneración buscó establecer una equivalencia entre la nación y la capital, lo que resultó de ella fue la resistencia de la segunda a asumir tal identificación y la lucha que emprendió en pos de lograr su autonomía frente al Estado central. La tercera es que la equivalencia señalada se sustentaba en el ideario regeneracionista que ponía énfasis en el fomento espiritual, intelectual y moral, en detrimento del progreso material, económico y urbano, dejando al desnudo el retraso y el carácter anti moderno que exhibía en cada uno de estos tres ámbitos la ciudad capital. La cuarta hipótesis/paradoja apunta a la clásica identificación de Bogotá como símbolo de la centralización ejercida por el Estado y al hecho de que fue la principal víctima del proceso abierto en aquellos años. La autora lo describe en estos términos:
Lo que al respecto se quiere remarcar es que el ordenamiento político implementado con la aprobación de la Constitución de 1886 hizo posible que el recelo sentido en las regiones hacia la ciudad se erigiera en un componente primordial, tanto de los movimientos separatistas que aparecieron en la época, como de la petición realizada desde ciertos sectores de la opinión pública de regresar al sistema federalista. Las contrariedades suscitadas en razón de este devenir encarnan sin duda alguna un testimonio palmario de que Bogotá fue la principal perjudicada del centralismo regenerador. (p. 47).
Desde estas perspectivas, el estudio abre proyecciones hacia horizontes más amplios para repensar el tránsito del siglo XIX al XX. A escala hispanoamericana, permite observar las variaciones regionales que adoptó el debate en torno a la fórmula centralización política-descentralización administrativa y sus configuraciones en torno a las modelos federales, confederales o centralistas de organización política de las nacientes comunidades con vocación soberana. Permite, además, retener un dato que remite al reordenamiento borbónico en el siglo XVIII: no es un detalle menor que en las jurisdicciones virreinales de más reciente creación -como fueron los casos del Nuevo Reino de Granada y el Río de la Plata- el tránsito de la condición de capital virreinal a capital de una nueva nación haya sido más tortuoso y traumático que en las regiones centrales del imperio (como México y Perú). El costoso reconocimiento como cabeza de un nuevo Estado y el sentimiento anti capitalino identificado a la vocación centralista de las dirigencias a cargo del poder nacional fue un repertorio común que se extendió a lo largo del siglo XIX y que continuó vigente por largo tiempo.
Por otro lado, a escala transatlántica, el libro da cuenta de un clima de época en torno a cómo reubicar el gobierno de las ciudades en el moderno paradigma estatalista decimonónico. La defensa de la descentralización municipal se convirtió en una suerte de eslogan del que ningún discurso político podía prescindir pero que, por su propia naturaleza, plagada de fuertes imprecisiones y equívocos, se volvía un instrumento maleable por parte de tendencias ideológicas muy disímiles, e incluso antagónicas, capaz de modelarse en la práctica política según los intereses de las fuerzas en pugna. Suárez Mayorga muestra muy bien hasta qué punto la reivindicación de las autonomías municipales podía devenir en un significante vacío y erigirse en una “suerte de comodín al que recurrieron los nacionalistas, liberales y conservadores para movilizar a la sociedad a su favor” (p. 43). En el discurso regeneracionista, ese comodín se asociaba a un conservadurismo católico, hispanista, espiritualista y moralizador, cuyos ideales de gobierno eran imponer autoridad, orden, disciplina, paz, ley y religión. Pero la bandera de la descentralización a nivel municipal impregnó también los idearios de los progresismos en sus diferentes versiones, y por supuesto con propósitos diferentes. Lo cierto es que, en casi todos los casos que ha abordado la más reciente historiografía para este período, se comprueba que no hubo una correlación entre la fuerte, constante y repetitiva crítica a una cultura política de la centralización con realizaciones descentralizadoras a nivel municipal.
Desde este observatorio más olímpico, se desprenden dos cuestiones que el libro reseñado ilumina. La primera es que la autonomía municipal se presentó como un postulado de vocación universalista, difícil de someter a crítica y a la vez difícil de compatibilizar con el proceso decimonónico de construcción de naciones que aspiraban a restituir la unidad en un sujeto único de soberanía. La segunda, es que dicho postulado estaba montado sobre una serie de imprecisiones que generaban gran confusión a la hora de traducirlo en un cuerpo legal normativo y, sobre todo, a la hora de disputar sus interpretaciones. En esta dirección, un aspecto central que Suárez Mayorga desarrolla de manera aguda es, por un lado, la pugna por la interpretación del contenido de las normas respecto de la distribución de funciones y atribuciones entre los órganos de gobierno en los distintos niveles territoriales, y por otro, la pugna por los sentidos y significados de las palabras y de los conceptos que aluden a las dos dimensiones de la república: la de la ciudad y la del Estado Nación.
Ambas tensiones se exhiben en casi todos los debates que desarrolla el libro, y querría destacar dos de ellos porque ilustran muy bien lo antedicho. El primero se despliega en el tercer capítulo en torno a la querella sobre las aguas del Fucha. Dicha querella demuestra las aporías nacidas de los fundamentos que exponen los actores del momento al contraponer argumentos jurídicos que hundían sus raíces en el antiguo régimen colonial (cuando también se disputaban los asuntos locales entre los cabildos y las autoridades delegadas de la Corona), con argumentos que respondían a una lógica estatalista propia de la segunda mitad del siglo XIX. Lo que se observa en el caso del Fucha, es el irresoluble dilema de intentar conjugar historia y soberanía moderna, al colarse en las nuevas ingenierías políticas concepciones que estaban a caballo entre dos mundos. Es decir, entre las viejas repúblicas urbanas con base en los ayuntamientos y la república moderna concebida como forma de gobierno del Estado Nación.
El segundo ejemplo remite al debate en torno a la antinomia centralización-descentralización y al desafío político que implicaba cambiar y rediseñar el mapa territorial con el objetivo de desarticular los equilibrios regionales preexistentes, fraguados durante la etapa federalista, para fortalecer el poder central. Recartografiar el territorio en términos políticos es, siempre, una usina de fuertes conflictos, y la Regeneración se enfrentó a ello. La discusión que al respecto reconstruye la autora revela, precisamente, la importancia de la guerra de palabras y de nominaciones, como lo expresaba el general Rafael Reyes cuando sugirió que no se sustituyera el vocablo “Departamentos” por el de “Estados” aduciendo que, como “las palabras hacían papel principal” en la escena pública, la alteración de la denominación tradicional podía ser interpretada como una rebaja a “la categoría que actualmente conservaban” (p. 229).
En suma, Bogotá en la lógica de la Regeneración es un exponente representativo de lo que Gerardo Martínez Delgado y Germán Mejía Pavony describen en términos disciplinares como el pasaje “de la historia de las ciudades a la historia urbana”. En una reciente contribución sobre la historiografía urbana en América Latina, los autores formulan una distinción que ilustra muy bien el ángulo en el que se instala la contribución de Suárez Mayorga:
Por ello, la pregunta por los ‘pasados’ de la ciudad resulta importante como aporte de la historiografía contemporánea a la historia urbana. De esta manera, la historia urbana que se desprende de las ciencias sociales, la que se pregunta por las dinámicas de la urbanización, al tiempo que le da importancia a las decisiones del urbanismo y a las características de lo urbano, quiere explicar la ciudad precisamente como parte de esta red de fuerzas y tensiones; esta, la ciudad, es su principal campo de observación, pero no el único. La historiografía, además de participar de lo anterior, no puede ser de otra manera, contribuye con su capacidad de explicar los otros ‘pasados’: da profundidad temporal al horizonte de contemporaneidad propio de las ciencias sociales.1
Ese ángulo historiográfico, entonces, que explora la densidad de las capas del pasado no deja de ser, sin embargo, un relevante insumo para pensar el presente y (¿por qué no?) el futuro. Los temas que aborda el libro aquí reseñado se reactualizan en una coyuntura en la que se están discutiendo los mapas políticos y sus ficciones organizativas, las distorsiones vigentes tanto en los regímenes centralistas como en los federales, la distribución de funciones en los diferentes niveles de gobierno territorial, los alcances y límites del eslogan de la descentralización, o la naturaleza específica de la representación política de los territorios y las poblaciones. Si bien sabemos que los conflictos del pasado no son reductibles al presente, conocerlos a partir de una investigación rigurosa contribuye a dar inteligibilidad a problemas que nos conciernen como sociedad.