No se puede ponderar la feracidad de estas tierras. (…) Yo creo que en el Mundo habrá iguales pero no mejores.1 Por desgracia los Yaquis jamás han consentido someterse al gobierno, y sus continuas guerras y sublevaciones han hecho que (…) permanezca improductiva una región que por su benigno clima y su increíble fertilidad podría ser la primera entre las regiones agrícolas de nuestro suelo.2
En la historiografía mexicana, el Valle del Yaqui ocupa un lugar especial. Se trata de una de las regiones mexicanas más estudiadas por historiadores y sus trayectorias recientes son bien conocidas.3 Por un lado, el Yaqui es ampliamente conocido como uno de los nodos centrales en la consolidación de la agroindustria mexicana y el escenario de origen de la llamada revolución verde. Desde esta óptica, el Valle aparece como una de las claves para la historia regional del noroeste, la historia económica y política de México durante el pasado siglo, y un importante escenario de la historia global de las transformaciones tecnológicas, económicas y políticas asociadas a las campañas internacionales contra el hambre. Por otro lado, también es bien conocida la historia de violencia que, durante buena parte del siglo XIX y las primeras décadas del XX, marcó la relación entre colonos y autoridades, y el pueblo yoeme, los habitantes originarios del valle. Gracias al trabajo minucioso de historiadoras, novelistas y periodistas, hoy están claros los contornos principales de la “guerra secular” que convirtió al Valle del Yaqui en escenario de uno de los episodios más brutales de la integración nacional y el desarrollo económico del México contemporáneo.4
Varias autoras han señalado la relación consustancial que existió entre ambos procesos, insistiendo en la necesidad de entender el nacimiento de la agroindustria en el valle a la luz de las extendidas campañas de agresión y exterminio en contra de sus habitantes.5 Sin embargo, hasta el día de hoy una apreciación reduccionista de la relación entre ambos procesos tiñe las interpretaciones históricas del pasado reciente de la región. En un relato del nacimiento de la agroindustria en torno a Ciudad Obregón, por ejemplo, se afirma que “(l)a resistencia de los grupos vernáculos soportó diferentes ataques entre 1880 y los años veinte”, solo para rematar afirmando que dichos “grupos vernáculos” se “vieron obligados a ceder parte de las tierras y del agua al Estado y a los agentes económicos que habrían de transformar este rudo desierto en un próspero emporio agrícola”.6 El vínculo entre el aplastamiento de la resistencia “vernácula” y el nacimiento de la agroindustria es claro. Sin embargo, la visión que tenemos de la naturaleza real de este vínculo resulta esquemática e insuficiente. Como resultado de este tipo de aproximaciones, la imagen que tenemos del entrelazamiento de estos procesos permanece superficial y problemática.
Esto, a mi parecer, tiene que ver, por un lado, con un obstáculo narrativo y, por el otro, con un problema conceptual. El obstáculo narrativo nace de la voluntad de entender la historia de la agroindustria del valle del Yaqui principalmente como un relato de triunfo empresarial, progreso económico y científico, y como un ejemplo exitoso de modernización que marcó la consolidación del “milagro mexicano” y ofreció un ejemplo al resto del Tercer Mundo. Esta historia, parcialmente correcta, debe ser complejizada. No se puede entender el prodigioso desarrollo vivido en el valle durante las décadas intermedias del siglo XX sin tener cuenta los procesos que nutrieron la guerra de exterminio de los años anteriores. Aquí es donde un matiz conceptual puede resultar útil. La historia de la guerra secular del Yaqui es contada, usualmente, como parte de una narrativa en la que la voluntad de los pueblos indígenas es subsumida al imperativo del fortalecimiento de la élites capitalistas regionales y a la violenta imposición de la integración nacional. Si bien la idea de que el valle fue “colonizado” es ampliamente retomada en estas narrativas, rara vez se sopesan las implicaciones y efectos de esta “colonización” en relación con el éxito agroindustrial posterior. Queda claro, por su periodicidad, que se trata de una colonización muy diferente a la de las primeras décadas del régimen novohispano durante los siglos XVI y XVII. Al mismo tiempo, por su espectacular grado de violencia, se distingue de otras experiencias contemporáneas de colonización de lo que Luis Aboites ha llamado el “norte precario”.7 Siguiendo estas pistas, en este texto propongo que la categoría de settler colonialism,8 ampliamente utilizada en la historiografía en torno al colonialismo blanco en lugares como Australia, Argentina y Estados Unidos, puede ofrecernos algunas claves para complejizar y problematizar nuestra comprensión de la historia del Valle del Yaqui y sus implicaciones para la historia, y presente, del noroeste mexicano.
Reconocida como una modalidad particular del fenómeno imperialista moderno e implantada en distintos rincones del mundo a lo largo de los siglos XIX y XX, el settler colonialism no define una relación de dominación política e ideológica encaminada a la explotación de una población mayoritaria a manos de una minoría poderosa, como fue el caso del imperialismo español en Mesoamérica o el británico en India. Antes bien, su énfasis principal está en la necesidad de controlar el territorio y establecer un nuevo orden político-económico a partir de la eliminación de formas de organización y sociedades previas. Tal y como tomó forma en otros sitios, este tipo de colonialismo se enfoca en “la tierra misma, antes que en la plusvalía derivable de la combinación de ésta con el trabajo nativo”.9 Así, y a diferencia de formas de imperialismo como las gestadas en regiones como Mesoamérica, India y el Sureste Asiático, el settler colonialism no depende del control de una población, sino que recurre al exterminio de los grupos humanos opuestos a su consolidación, siguiendo lo que Patrick Wolfe ha llamado la “lógica de la eliminación”.10 Se trata entonces de una modalidad colonial que busca “remover”, en el sentido de quitar, lo ya existente para implantar un orden económico, político y racial enteramente nuevo y que, para lograrlo, no recurre al convencimiento o la mezcla sino a la confrontación directa y el exterminio. En palabras de uno de los pocos investigadores latinoamericanos que ha buscado aplicar el término a las trayectorias de la región, se trata de una empresa colonial que busca al mismo tiempo “la eliminación del indígena” y la “domesticación de la naturaleza silvestre”.11
Con esto en mente, en lo que sigue mostraremos que en Sonora a lo largo del siglo XIX se llevó a cabo un tránsito entre dos modalidades claramente distintas de colonización. Durante las primeras décadas del siglo el anhelo de colonización buscó aprovechar la mano de obra yoeme para apuntalar el desarrollo agrícola del Valle del Yaqui. Hasta las décadas de 1860-1870, autoridades y colonos buscaron incorporar a los yoeme a un esquema productivo capitalista e instalar de manera gradual enclaves blancos en la región para promover el desarrollo agrícola. Sin embargo, a medida que se acercaba el fin de siglo, esta aproximación fue reemplazada por otro tipo de colonialismo, más agresivo y violento, guiado por una “lógica de la eliminación” y enfocado ya no en la “pacificación” de los yoeme sino en su exterminio. Esta nueva etapa, que tuvo un clímax de tintes genocidas en los últimos años del Porfiriato, se extendió hasta la década de 1920 cuando el impacto combinado del desarrollo de infraestructura, la presión del empresariado y las políticas modernizadoras del régimen posrevolucionario acabaron por marginalizar a los yoeme y asegurar el dominio absoluto del Valle por parte de una nueva clase de terratenientes colonos. A partir de entonces, y hasta la década de 1950, se consolidó un nuevo orden territorial y económico marcado por la preeminencia de la producción agroindustrial. En el Valle del Yaqui no solamente la propiedad de la tierra cambió de manos, sino que la tierra en sí cambió profundamente, confirmando el éxito en la región de la lógica del settler colonialism que persigue no solo el control de la población sino también la “transformación de un lugar” en “algo totalmente distinto”.12
A partir de esto, propondré que la colonización del Yaqui no puede seguir siendo considerada solamente como un episodio del violento proceso de integración nacional, sino que debe también ser entendida como parte del apogeo global del imperialismo que convirtió las décadas de transición entre los siglos XIX y XX en la “era del exterminio” en distintos territorios de frontera.13 La lucha por el control del Valle del Yaqui se dio en paralelo a la expansión colonial de las potencias europeas en amplias franjas de Asia, África y el Pacífico, y al mismo tiempo que la conquista del oeste estadounidense. Estas trayectorias intercontinentales implicaron una masiva transferencia artificial y violenta de derechos de propiedad sobre la tierra y consolidaron una serie de nuevas relaciones interétnicas e interraciales de dominación, violencia y resistencia en numerosos rincones del planeta. La historia del Valle del Yaqui, entonces, aparece no solo como una extensión de la historia de colonización del “Viejo Oeste”,14 sino también como un episodio dramático del proceso planetario de violencia ejercida en contra de pueblos indígenas en regiones como Argentina Australia, California y las Islas del Pacífico.
La colonización del Valle del Río Yaqui emprendida durante el siglo XIX tomó forma al cobijo de un viejo anhelo defendido por las élites blancas de Sonora, que veían en el prospecto del desarrollo económico de la región la clave para la prosperidad y estabilidad del estado. Desde los primeros años de vida independiente, este sueño combinaba el lamento por el atraso económico de la región con el entusiasmo generado por la promesa de sus enormes riquezas naturales. Inspirados por narrativas como las de los jesuitas Andrés Pérez de Rivas -que a mediados del siglo XVII celebraba los “abundantes frutos” que cada año crecían en los “muchos valles, alamedas y tierras de sementeras” controladas por “la famosa nación de los Yaquis”15- e Ignaz Pfefferkorn -quien en 1795 afirmaba que “(l)a fertilidad en Sonora es increíble (y) el suelo se muestra tan pródigo que por cada fanega que se cosecha regresa cien o más en la cosecha”16-, numerosos funcionarios y empresarios dirigieron su mirada anhelante hacia el sur de Sonora. En 1828 Juan M. Riesgo y Antonio J. Valdés retomaban el asombro del jesuita y celebraban la “fertilidad asombrosa, la vegetación abundante y generosa” y la “mucha facilidad” con que se producían dos cosechas al año en los márgenes del Yaqui. Aquel río, remataban, era “llamado con fundamento el Nilo de Sonora”, y su curso presentaba un espectáculo prodigioso dejando cada año “la tierra inundada de verdor y fecundidad” y prometiendo una prosperidad casi ilimitada.17
Este entusiasmo, no obstante, se veía coartado por el hecho de que las riberas del “Nilo de Sonora” se hallaban pobladas por la “tribu” belicosa y orgullosa de los yoeme, conocida por españoles y mexicanos con el nombre del río que durante siglos les dio sustento: los yaquis. Antiguos aliados de los jesuitas, las comunidades yoeme habían durante siglos formado parte integral del orden novohispano en aquellas apartadas regiones. Habiendo adoptado, y adaptado, el cristianismo también habían participado de manera importante en la economía agrícola y minera del norte novohispano, así como en las fuerzas armadas virreinales. Lejos de seguir la lógica de la subyugación al poder colonial, esta integración estuvo dictada por las prioridades de los yoeme, quienes conservaron una considerable autonomía política hasta bien entrado el siglo XIX. Durante las primeras dos décadas de aquella centuria, los yoeme llegaron a disfrutar de un control total de la vida cultural, política y económica de su territorio, amasando un poder que les permitió satisfacer sus deseos y necesidades comunitarias y disfrutar de una prosperidad y una tranquilidad que alarmaban a las autoridades y élites del nuevo Estado mexicano.18
La visión que personas como Riesgo y Valdés tenían del valle del Río Yaqui y sus habitantes encerraba un conflicto irresoluble. Por un lado, la explotación de las imaginadas riquezas de la región solo era posible mediante el dominio efectivo del valle por parte de empresarios y agricultores blancos, portadores de la “civilización”. Por el otro, sin embargo, la aquiescencia y colaboración de los yaquis era fundamental para el prospecto de “mejorar” la situación del valle y asegurar la prosperidad económica de Sonora. A los ojos de los yorim -plural de yori, palabra con la que los yaquis se refieren a los fuereños- esto solo podía solucionarse a partir de una colonización del valle por parte de “gente de razón” que contemplara, al mismo tiempo, la conservación y cooptación de la “indiada”. Los yaquis, “desafectos” a las “laudables instituciones” de la nación mexicana debían ser atraídos hacia el camino de la “ilustración” y “la educación moral y política”.19 Solo así sería posible aprovechar las riquezas del valle y cimentar el progreso de Sonora y el noroeste mexicano. Este anhelo de colonización fue claramente enunciado por Ignacio Zúñiga, quien en 1841 promovía la necesidad de “la conquista de esa tribu para la civilización”, ideal que solo se cumpliría a través del flujo de “nuestros nacionales (…) en sus pueblos, a mezclarse con ellos y sus hijas (…), inspirarles con nuevas necesidades y gozos, y a cambiar absolutamente el físico y moral de esas gentes, oprobio de la especie en su estado presente”. La fragilidad de este discurso colonial, sin embargo, quedaba patente en la obra del mismo Zúñiga, quien con temor declaraba lo siguiente: “Esos indígenas serán todo nuestro bien o todo nuestro mal (…). Porque si ellos permanecen pacíficos, tendremos carpinteros, marineros, herreros, peones (…); si lo contrario (…) todo será perdido: sin ellos nada podrá facesrse (sic.), porque sin brazos nada es practicable”.20
Al cobijo de este anhelo, durante la segunda mitad del siglo XIX tomaron forma una serie de discursos pseudocientíficos y legales en torno a la supuesta naturaleza de la llamada “raza yaqui”. De la pluma de funcionarios y observadores pertenecientes a la élite regional, en Sonora emergió una versión particularmente violenta de los regímenes de indigeneidad racializada surgidos en el México decimonónico21 que oscilaba entre el paternalismo y el abierto desprecio. A principios del XIX, entre las élites blancas de Sonora predominaba la imagen de los yoeme como una excepción en el horizonte de las “tribus salvajes” del estado. A diferencia de otros pueblos indígenas, éstos eran vistos como “buenos labradores, inteligentes mineros” y en general “utilísimos” trabajadores a disposición del progreso del estado.22 Esta apreciación se mantuvo en pie a lo largo del siglo, encontrando eco en la obra de célebres historiadores porfiristas como Fortunato Hernández quien en 1902 describía a los yaquis una “raza” de hombres “bastante inteligentes”, “sanos, muy robustos”, y notables “por su resistencia a la fatiga”. Basándose en la observación etnográfica y el análisis de restos humanos hallados en el lugar de la infame masacre de Mazocoba (1900), Hernández aseguraba que los yoeme poseían cuerpos de un “vigor material tan solo comparable al de las bien organizadas bestias”, una “musculación magnífica” y una “extraordinaria energía”. Redondeando su apreciación, el historiador afirmaba que gracias a su hábil manejo del “arado en el campo, la dinamita en las minas y las máquinas de vapor en los establecimientos industriales”, los yoeme representaban al “verdadero pueblo trabajador de Sonora”.23
Durante la segunda mitad del XIX, esta visión paternalista fue complementada con un discurso que buscaba justificar la violencia en contra de los yoeme debido a su supuesto carácter “primitivo” y supuesta culpabilidad en la “degeneración” de la sociedad sonorense. Con base en el desprecio por su “organización anómala”, la Constitución de Sonora de 1861 excluyó de la ciudadanía a “las tribus errantes de los ríos Yaqui y Mayo” siempre que se negaran a abandonar su forma de vida, “sus rancherías y pueblos”.24 En años siguientes, una serie de “nuevas bases raciales” de ciudadanía fueron definidas por las élites sonorenses ansiosas de colonizar el fértil valle. En una serie de artículos publicados entre 1885-1886, el gobernador Ramón Corral justificaba esta exclusión afirmando que los yaquis permanecerían atrapados en una etapa primitiva de la civilización hasta que aceptaran someterse al poder del Estado, las exigencias del mercado y los afanes colonizadores del Valle.25 De representar la esperanza del progreso en la forma de mano de obra y sujetos de civilización, los yoeme pasaron a encarnar el mayor obstáculo al desarrollo de Sonora. Para principios del siglo XX, los yaquis aparecían como la encarnación de lo salvaje y como una población incompatible con el sueño del progreso y la civilización.
Estos discursos coloniales participaban de una lógica extendida entre las élites del norte mexicano que durante buena parte del siglo XIX asociaron el “salvajismo” de los grupos indígenas a la permanencia del “desierto”, entendido como un espacio “vacío, silencioso, estéril y desolado” ajeno a la explotación capitalista. La presencia de pueblos como los yaquis, apaches y comanches era interpretada como la causa de que las vastas extensiones del norte permanecieran “desperdiciadas”. Lamentando la destrucción de ricas propiedades y el despoblamiento de zonas enteras del norte mexicano como resultado de las incursiones apaches, en 1841 el Ministro de Guerra y Marina Juan Nepomuceno Almonte declaraba ante el Congreso que la acción de estos grupos amenazaba con convertir al septentrión en poco más que un “inmenso desierto”.26 La celebrada idea de “vencer al desierto” implicaba, claramente, no solo la superación de las dificultades climáticas del territorio, sino también y sobre todo la subyugación de sus habitantes. Al abandonar el énfasis en la necesidad de promover la “mejora” de los pueblos originarios promovido por observadores anteriores, esta nueva visión se enfocaba en su control y dominio efectivo. En otras palabras, la colonización del desierto debía ir acompañada siempre de la guerra en contra de sus habitantes.
En Sonora esta guerra se sustentó en la vehemente defensa de un entramado discursivo que definía a los yaquis como “salvajes” y “depredadores”, entretejiendo miedos racistas y ansiedades en torno al progreso, la explotación de la tierra y los valores de la propiedad privada. El tránsito discursivo que va desde la exaltación de los yoeme como trabajadores “utilísimos” a su denuncia como salvajes irredentos sirvió para justificar la necesidad de privarlos de su territorio por la fuerza, en nombre de la civilización. Esto queda claro en la obra de Manuel Balbás, quien en sus memorias de la “Campaña del Yaqui” afirmaba:
(E)s evidente que si el derecho de posesión por varios siglos constituye un título legítimo, la tribu yaqui es dueña de estas tierras. (…) Sin embargo, esta riquísima zona no es debidamente explotada por los indios, y el progreso exige que lo sea. (…) No es posible que tal riqueza permanezca indefinidamente en poder de hombres que no saben o no quieren explotarla convenientemente (…). El progreso tiene grandes exigencias y el pueblo que no se amolda a ellas, tiene que sucumbir.27
La postura de Balbás, médico de profesión y ferviente admirador del presidente Díaz, no conoce ambigüedad: el “amor al indio” no es una excusa para renunciar a reclamar la riqueza de la tierra en nombre de la civilización. La violencia, en su opinión, no era opcional y su instrumentación recaía en las autoridades: “Todo gobierno tiene la obligación y el deber de civilizar y hacer progresar al pueblo que gobierna.”. Su libro, reeditado en varias ocasiones por el gobierno del estado de Sonora, contiene descripciones detalladas de la brutalidad desencadenada durante la “Campaña del Yaqui” en contra de niños, ancianos, mujeres y hombres yoeme que fueron humillados, hostigados, apresados, ejecutados y deportados en los años inaugurales del siglo XX en lo que fue, en su opinión, una guerra justa en contra de una “raza varonil y hermosa” que sin embargo estaba “condenada” a desaparecer por negarse a “evolucionar hacia la civilización y el progreso”.28
En Sonora, como en otras regiones de la frontera colonial norteamericana, esta defensa de la “lógica de la eliminación” avanzó en paralelo a un claro esfuerzo por criminalizar a las poblaciones yoeme. A diferencia de la racialización encabezada por autores como Hernández o Zúñiga, basada en el recurso a un supuesto lenguaje “científico” propio de la antropología decimonónica, el proceso de criminalización del pueblo yoeme se sustentó en rumores, noticias falsas y suposiciones. En julio de 1908, por ejemplo, el Prefecto del Distrito de Guaymas informó del robo de una importante cantidad de pólvora realizada en las inmediaciones de aquel puerto. Al no contar con ningún tipo de evidencia conducente a la resolución del crimen, el Prefecto ordenó la persecución de los yoeme asentados en la región basándose en el hallazgo en la escena del crimen de “seis huellas al parecer de indios”. Asumidos de antemano como culpables, todos los yoeme eran puestos en la mira de las autoridades y acusados de “bandidaje” y “depredación”.29 Otro ejemplo de esto lo hallamos en un reporte escrito por el Prefecto de Moctezuma en el que se informaba del robo de “harina, carne, sal, ropa y cobijas” propiedad “de tres norteamericanos” asentados en el rancho La Loba. Sin explicar por qué, el Prefecto responsabilizó del robo a una anciana identificada como “yaqui” por los lugareños, la cual había sido vista en las cercanías del rancho y que, “según dicen los vaqueros de esos lugares” estaba “acompañada de varios hombres de la misma tribu”. De acuerdo con el reporte, la mujer, que tenía alrededor de setenta años, “aprovechó, indudablemente junto con sus acompañantes, la ocasión de hallar el rancho solo” para realizar el robo. A pesar de que al día siguiente del supuesto robo no se encontraron rastros, “por haber nevado y llovido”, y de que los integrantes del grupo de supuestos “yaquis” resultaron ser en realidad apaches, el robo fue atribuido a la anciana, la cual no volvió a ser vista por el rumbo.30
El reflejo de culpar a los yaquis por cualquier crimen estaba ampliamente extendido entre las autoridades sonorenses. En septiembre de 1908, por ejemplo, un Juez de Moctezuma registró las “diligencias” encabezadas por él mismo tras el hallazgo de los cadáveres de dos estadounidenses en el paraje de Las Sentaditas. En el sitio el juez halló “un completo desorden” de objetos abandonados, casquillos de distintas armas e impactos de bala en árboles y rocas, lo que indicaba la posibilidad de un enfrentamiento entre los difuntos y por lo menos cinco atacantes. Como en los casos anteriores, se llegó a la conclusión de que los asesinos “deb(ían) haber sido yaquis” dado que en el sitio se encontraron unos “huaraches que solo usan los yaquis” y que a “las dos sillas de montar de los finados se les quitaron completamente sus arreos (sic.) (y) que es de notoriedad pública que siempre que los yaquis tienen oportunidad de apoderarse de alguna montura se las llevan”.31 La argumentación del juez resulta poco convincente. Basada en la descripción de un hábito atribuido a los “yaquis” de “pública notoriedad” y la presencia de un par de huaraches, su acusación deja en claro la naturalidad con la que autoridades sonorenses de aquellos años atribuían a los yoeme responsabilidades criminales a la menor provocación.
En 1908, el gobernador Alberto Cubillas hizo eco de este reflejo de criminalización en un comunicado público en el que instaba a la población a estar alerta ante la supuesta tendencia de los yaquis de “entregarse a la vida del asalto y del asesinato”. Atizando el miedo, el comunicado de Cubillas dejaba en claro que la “Campaña del Yaqui”, que, como veremos más adelante, alcanzó un clímax brutal en el verano de aquel año, dependía de la reiteración discursiva constante de la “condición y el carácter malvado del indio yaqui” para justificar la violencia generalizada que desde la década de 1850 azotaba a la región y sus habitantes.32
Para principios del siglo XX, resulta evidente que el discurso colonial de las élites de Sonora había cambiado definitivamente. Del viejo paternalismo de inicios del XIX se había transitado a una visión que abiertamente buscaba la criminalización de los yaquis y la justificación de la violencia en su contra. De acuerdo con un popular documento público de la época, los yoeme llevaban “puesto en su corazón un odio inextinguible para la raza blanca” y se empeñaban en el “camino de la sublevación” y el “bandidaje”. “Una raza así”, se declaraba sin tapujos, “tiene tarde o temprano que desaparecer, y mientras más pronto mejor”. Inhumano resultaría “destruirlos en masa”, por lo que la única solución posible era “arrancarlos” del suelo “abrupto” que los “alimenta y favorece” y “enviarlo(s) a otra región de nuestro territorio, lo más lejana posible, adonde, o amolde su naturaleza salvaje a las necesidades del nuevo suelo (…) o perezca en la lucha consumido por la nostalgia”.33 Claro ejemplo de la “lógica de la eliminación” propia del settler colonialism, esta criminal declaración justificaba abiertamente los excesos genocidas en los que incurrieron autoridades y civiles sonorenses durante aquellos años, los cuales, como veremos a continuación, se embarcaron en una guerra popular en contra los yoeme que tenía como objetivo final apoderarse de manera definitiva de las fértiles riveras del “Nilo de Sonora.”
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la colonización del valle del Yaqui se convirtió en una prioridad para las autoridades de Sonora. Al añejo anhelo de aprovechar las riquezas del “Nilo de Sonora”, ahora se sumaba un nuevo imperativo geopolítico: con la redefinición de los límites territoriales surgida de la guerra con Estados Unidos, el control efectivo de los territorios fronterizos se volvió una prioridad para el gobierno nacional, perpetuamente temeroso de las agresiones del vecino del norte y la posibilidad de la pérdida de más territorios.34
Tras la llegada al gobierno del estado de Ignacio Pesqueira (1857-1869), el proyecto de colonización avanzó con la creciente presencia militar en la región. En 1859, el gobernador ordenó la creación de la “Compañía Exploradora de los terrenos del Río Yaqui”, un cuerpo encabezado por el General Jesús García Morales, quien se encargaría de dirigir la represión de las comunidades yoeme. Durante los siguientes años, García Morales consolidó una fama certera de cazador de yaquis al encabezar una espiral de violencia que incluyó la separación de familias y la captura y secuestro de mujeres y niños yaquis que fueron entregados a familias notables del estado. Para 1861, niños yaquis secuestrados por las fuerzas estatales constituían un alto porcentaje de los trabajadores domésticos en ciudades como el puerto de Guaymas.35 Esta oleada de violencia gubernamental alcanzó su cénit con la matanza de Bácum de 1868, en la que más de 100 yaquis desarmados fueron masacrados por fuerzas gubernamentales.36
Las ambiciones colonizadoras de las autoridades liberales se vieron frenadas en la década de 1870 con el surgimiento de un nuevo tipo de resistencia organizada en el valle del Yaqui encabezada por José María Leyva, mejor conocido como Cajeme. Bajo su liderazgo, los yoeme recuperaron el control pleno de su territorio. Sin embargo, durante la siguiente década las autoridades estatales respondieron con una nueva y agresiva ofensiva colonizadora y militar. En 1884, el gobierno federal encabezó la creación de la Comisión Científica de Sonora, un cuerpo que tenía el objetivo de realizar “el fraccionamiento en lotes” de los “ejidos de pueblos de los ríos Yaqui y Mayo”.37 Durante los siguientes años la Comisión deslindó “2,500 lotes” que fueron “cedidos por el gobierno a colonos” provenientes de otras regiones, acelerando el ritmo de la colonización.38 Para permitir este deslinde, se llevó a cabo un incremento sustancial en la presencia militar en el Valle, que recibió a 1,200 soldados en 1887, año en el que también fue apresado y fusilado Cajeme.39 La creciente presencia militar y la victoria sobre la rebelión de Cajeme facilitaron que al año siguiente se comenzara la distribución en gran escala de predios en las inmediaciones de los poblados de Bácum, Ráhum, y El Médano a colonos fuereños, en su mayoría blancos y muchos de ellos de origen estadounidense.40 De entre los nuevos colonos, muchos provenían de las filas castrenses, como fue el caso del general Lorenzo Torres, quien recibió 400,000 hectáreas de tierra,41 y de la comunidad empresarial del Sonora, como fue el caso de Carlos Conant, quien en 1890 se hizo de grandes extensiones en el Valle y fundó la Sonora y Sinaloa Irrigation Company, empresa conformada por un 75% de intereses estadounidenses.42
A pesar de la continua oposición de las comunidades yoeme, durante los primeros años del siglo XX tierras medidas por la Comisión Científica siguieron siendo repartidas en las inmediaciones de Pótam, Bácum, Cócorit, Ráhum, Vícam, Huírivis y San José. Inundada de peticiones, la Comisión funcionaba como una auténtica agencia de bienes raíces mientras que la Secretaría del Estado de Sonora y la Secretaría de Fomento Colonización e Industria del gobierno federal expedían grandes cantidades de títulos de posesión.43 En 1906, la colonización recibió un fuerte impulso con la llegada de la Compañía Constructora Richardson S.A. (CCR), asociación estadounidense que compró y lotificó cientos de miles de hectáreas del Valle y recibió una concesión para el manejo de las aguas del Río Yaqui y la construcción de la infraestructura hídrica para la expansión de la agricultura en gran escala. Para 1907, la Compañía era poseedora de 135,000 y contaba con permiso para aprovechar 55,000 litros de agua del Río Yaqui por segundo.44 Tras décadas de guerra, a finales del Porfiriato los sueños de civilización parecían estarse cumpliendo.
Esto solo fue posible gracias a la amplia presencia militar en el valle y el involucramiento de amplias esferas de la sociedad sonorense en la guerra en contra de las comunidades yoeme. Durante los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, el anhelo de colonización creó una situación marcada por la existencia de dos sociedades enfrentadas irremediablemente y volcadas hacia la guerra. En el valle del Yaqui, y los distritos de Guaymas, Magdalena, Ures, Moctezuma, Álamos y Hermosillo, la guerra dio forma a distintas facetas de la vida social. Involucró no solo a ejércitos profesionales sino a gran parte de la población civil durante décadas. Esta situación siguió agudizándose, llegando a un brutal apogeo en los últimos años del Porfiriato.
Para asegurar el éxito de la colonización del valle del Yaqui, durante la décadas de 1890 y 1900 autoridades locales y estatales recurrieron a una estrategia de movilización popular en contra de las comunidades yoeme. La guerra, que hasta entonces había estado encabezada por el ejército mexicano, fue abrazada con entusiasmo por amplios sectores de la sociedad sonorense. En los albores del siglo XX, el gobierno estatal comenzó a recibir “cooperaciones”, en dinero y especie, de habitantes de Guaymas, Ures y Álamos que buscaban apoyar el esfuerzo bélico. En este último pueblo, entre quienes cooperaron se encontraban miembros de tradicionales familias potentadas como Ygnacio Almada, así como individuos pertenecientes a comunidades de raigambre más reciente en la región como Hojo Sing, de origen indio, Quong Yun Sung, chino, y Tomás R. Bours, de origen francés.45 En la guerra participaron también indígenas tohono o´ddham (pápagos) y empresarios estadounidenses, como J. S. Douglas de la Moctezuma Copper Co., quien llegó a pagar hasta 500 pesos por cada “yaqui muerto o capturado”.46 La guerra contra los yoeme sirvió no solo para apuntalar el esfuerzo de colonización del valle del Yaqui, sino también para crear un nuevo sentido de cohesión entre distintos grupos y comunidades defensoras de la “civilización” en Sonora. Al cobijo de la guerra, una nueva sociedad de colonos tomaba forma y cobraba fuerza.
El atractivo de la guerra creció a medida que las condiciones económicas del estado empeoraban. En 1907, el pánico financiero que tuvo su epicentro en la bolsa de valores de Nueva York generó una importante crisis fiscal en Sonora que llevó al cierre de minas, subidas de precios y grandes pérdidas de empleos.47 En este escenario, la guerra contra los yoeme ofreció atractivas oportunidades laborales para muchos hombres desempleados. A partir de 1902, tenemos noticia de la creación de innumerables “guerrillas” integradas por civiles sonorenses en distintos puntos del estado que tenían como finalidad defender a sus poblaciones de supuestas agresiones yaquis y mantener a los miembros de aquella comunidad vigilados y bajo control. En noviembre de aquel año en Topahue, a medio camino entre Ures y Hermosillo, se creó una guerrilla de 150 individuos integrada por “sirvientes” de la hacienda de El Carmen y “vecinos de los Ranchos de Santa Rosalía, Noria Blanca, Pueblo Viejo y Noravavi”. A los pocos meses, la guerrilla de Topahue había inspirado a vecinos de localidades cercanas y el pueblo se convirtió en el “centro de operaciones” de otros grupos similares de civiles armados surgidos en Camou y las Prietas.48
Organizadas localmente, estas guerrillas fueron inicialmente financiadas por el gobierno del estado. Con los años, se institucionalizaron y comenzaron a recibir apoyo económico de parte del gobierno federal. “Con el fin de activar la persecución de los indios yaquis rebeldes”, escribía Ramón Corral, ahora vicepresidente, en julio de 1908, “el Presidente de la República se ha servido autorizar la formación de una fuerza que, con el carácter de auxiliar de la Federación, tome parte en dicha campaña.” Los miembros de esta nueva fuerza debían ser sonorenses, dado su “conocimiento del terreno y de las costumbres de dicha tribu”, y recibirían un salario fijo de la Federación.49 Esto abrió la puerta a la creación de guerrillas en numerosos poblados de los distritos de Guaymas, Ures y Magdalena.
En la mayoría de los casos, estas “guerrillas” parecen haber sido poco efectivas y bastante torpes. Sus integrantes creaban noticias falsas y seguían pistas endebles para poder justificar el pago de los “gastos erogados” en interminables “expediciones” de búsqueda y reconocimiento. Los fondos para su manutención, provenientes del gobierno federal, eran canalizados desde el gobierno estatal hacia los prefectos distritales, quienes a su vez los hacían llegar a las guerrillas de acuerdo con sus actividades puntuales. Esto llevó al “abuso de parte de algunas autoridades” y la normalización de la rapiña en contra de las comunidades yoeme dado que muchos integrantes de las guerrillas “se consideraban con derecho a las armas y objetos recogidos a los yaquis”.50 Estas “guerrillas” fueron incorporadas al funcionamiento cotidiano de numerosas poblaciones sonorenses y continuaron existiendo años después del fin del Porfiriato. Tenemos registro de la existencia de guerrillas creadas en Cananea, Guaymas y Pótam durante los años de 1918 y 1919, y de la entrega de fondos para su manutención por parte de empresas, como la Cananea Consolidated Copper Company, comunidades como la “colonia china” e individuos como Jorge y José María Almada.51
Sin embargo, la creación de las guerrillas no fue sino una pequeña pieza en la creación de un régimen de vigilancia y agresión constantes en contra de las comunidades yoeme a lo largo y ancho de Sonora. Los prefectos dieron alta prioridad a la vigilancia de los yoeme, cuyos movimientos eran observados con detenimiento, sus pertenencias confiscadas y sus hábitos registrados y reportados a la autoridad estatal en Hermosillo.52 Para mediados del año 1908, la vigilancia se había tornado en una abierta persecución. En Magdalena, en julio de aquel año el Prefecto llamaba a la captura de todos los yoeme del distrito para “escarmentarlos” por “rebeldes”,53 mientras en Ímuris las autoridades sancionaban la abierta agresión de la población yori y las detenciones multitudinarias de adultos, ancianos e incluso una “niña de pecho”.54 En agosto, en Nacozari se reportó un grupo de más de setenta voluntarios armados, y otros cincuenta sin armas, congregado para “perseguir a los yaquis” del distrito siguiendo las órdenes de un empresario minero que había ofrecido “quinientos pesos por cada yaqui capturado”.55 A finales de aquel año, el gobernador Alberto Cubillas instigaba al Prefecto de Magdalena a proceder con “la persecución de yaquis (sic.) hasta conseguir batirlos”, dándole la orden directa de hacer “presente a los perseguidores premio de cien pesos por cabeza yaqui”.56 Cubillas no dejaba lugar a duda: su gobierno contaba “con la cooperación de todas las autoridades” y “los ciudadanos” para responder no solo por la “defensa de sus intereses, sino para escarmentar enérgicamente al enemigo cuando el caso se presente”.57 Como en otros territorios marcados por la lógica del settler colonialism, en Sonora el sueño de la colonización del Yaqui dio pie a una guerra abierta en contra de sus poblaciones originarias que involucraba a la maquinaria del poder estatal y a miembros de los distintos estratos socioeconómicos y grupos étnicos.
Por su parte, el pueblo yoeme respondió a la guerra a través de una resistencia comunitaria basada en la cooperación entre sus integrantes en distintas partes de Sonora. Aunque desconocemos los detalles del funcionamiento de esta red de resistencia, sabemos que grandes contingentes yaquis eran capaces de sobrevivir durante largos periodos de tiempo en la sierra del Bacatete gracias a la existencia de pozos llenos de grano y alimentos ocultos en distintos puntos, los cuales eran regularmente abastecidos por miembros de la comunidad no directamente involucrados en los enfrentamientos.58 Al mismo tiempo, mujeres y hombres participaban activamente en la recolección de “contribuciones” hechas por familias e individuos para mantener la resistencia de sus ejércitos. Muchos yaquis empleados en haciendas, minas y ciudades de distintos puntos del estado enviaban regularmente estas “contribuciones”, creando un flujo constante de recursos que permitía mantener en pie la sublevación contra la guerra colonizadora y acceder a armas y municiones que fluían libremente desde los Estados Unidos.59 Además de estos apoyos materiales y logísticos, las comunidades yaquis servían también como espacio de refugio para los alzados, quienes, parafraseando a Mao Tse Tung, se movían como peces en el mar de la sublevación generalizada.60
A pesar de las redes de organización y solidaridad que la hicieron posible, la resistencia yoeme fue avasallada por la brutal respuesta del gobierno, respaldado por amplios sectores de la sociedad sonorense incluyendo a las tradicionales élites regionales, las comunidades de migrantes chinos e indios, empresarios estadounidenses e incluso otros pueblos indígenas. Después de décadas de conflicto, la creciente comunidad de colonos del valle de Yaqui, y sus aliados en otras partes del estado, exigían una solución definitiva al “problema yaqui”. Así fue que, a mediados de 1908, “se acordó por el Gobierno General (sic.) y el del Estado, como recurso supremo y necesario, la deportación absoluta de esa tribu que por tantos años ha venido entorpeciendo el desarrollo constante del progreso (…) de Sonora”.61
Las deportaciones comenzaron en enero, posibilitadas por una amplia participación civil en la captura de los yoeme. La cacería despertó un salvaje entusiasmo: centenares de voluntarios en todo Sonora se lanzaron a la persecución de los llamados “yaquis alzados” que participaban en los enfrentamientos en contra de los colonos y para abril ya había decenas de personas encarceladas en Guaymas a la espera de ser “embarcadas” en contra de su voluntad.62 En junio, el general Lorenzo Torres, máximo mando militar del Valle, ordenó la aprehensión y deportación de todos los yoeme, incluidos los “pacíficos”. Contaba con el respaldo de Ramón Corral, Luis E. Torres, y la Secretaría de Guerra, según cuyas instrucciones debían “sacarse de Sonora a todos los yaquis, todos sin excepción”. Hombres, mujeres, niños, ancianos, familias enteras, “grandes grupos de yaquis sin distinción de ninguna clase” eran cazados a lo largo y ancho de Sonora. Para julio de aquel año, barcos de vapor -uno llamado macabramente “Ramón Corral”- zarpaban del puerto de Guaymas con hasta “800 yaquis” aprehendidos que serían trasladados hasta las plantaciones henequeneras de Yucatán.63
En menos de un año, el salvaje plan, que buscaba “la absoluta sumisión de los indios”, parecía haber solucionado definitivamente el “problema”. Los “yaquis”, se comentaba en un comunicado oficial en diciembre de 1908, “han cesado sus depredaciones en todas partes del Estado y no hacen movimiento alguno sin ponerlo antes en conocimiento del Gobierno”.64 En efecto, los siguientes años fueron gloriosos para el proyecto colonizador. A partir de 1910, el gobierno instauró apoyos para incentivar el asentamiento de mas colonos en el valle, mientras que muchos de los protagonistas de la cacería de años anteriores fueron premiados con tierras. Este fue el caso de Lorenzo Torres, quien se benefició enormemente con la compra de la Hacienda El Guamúchil en Ráhum, y terrenos en distintos puntos del Valle.65
En paralelo a estas inicitivas de exterminio, la Compañía Constructora Richardson consolidó su posición como la mayor propietaria de tierras del sur de Sonora y comenzó a proyectar la extensión de la infraestructura hidraúlica del Valle con miras a promover la llegada de más colonos y el crecimiento de la agroindustria. Para 1911, la Compañía, proveniente de California donde en décadas anteriores se había concretado con éxito un proceso de genocidio en contra de las poblaciones indígenas y el establecimiento de un modelo exitoso de desarrollo agroindustrial,66 planeaba la construcción “un sistema” de irrigación” que “sería de una magnitud más grande que cualquiera otro del Continente Americano”. La presa proyectada sería “más grande (…) que la gran presa Roosevelt” permitiendo la irrigación de una extensión “dos veces más grande” que la del Valle Imperial en California.67 En efecto, para 1917 la Compañía había financiado la construcción de 550 kilómetros de canales, 630 kilómetros de caminos, 150 puentes y kilómetros de líneas telefónicas.68 Con la “solución” al “problema yaqui”, el anhelado sueño del progreso por fin había llegado al “Nilo de Sonora”.
La historia, sin embargo, no acaba ahí. El criminal proyecto de colonización del Valle del Yaqui no se detuvo con el fin del gobierno cleptocrático encabezado por Porfirio Díaz, sino que fue retomado por el régimen posrevolucionario mexicano. Durante los siguientes 20 años, Sonora vivió un estado de guerra permanente en contra de los yoeme. En respuesta a quejas de empresarios y pobladores, Plutarco Elías Calles animó a los vecinos “del río Yaqui (…) a hacer la persecución de los indios” y “hacer justicia” por su propia mano en 1918.69 Ocho años después, en 1926, las fuerzas del régimen posrevolucionario no dudaron en intervenir, enviando más de 14,000 soldados al Valle. Bombardearon la Sierra del Bacatete y reiniciaron un programa de deportaciones apoyado por el gobernador Román Yocupicio.70 Con todo, para la década de 1920 la guerra arrojaba un saldo enteramente positivo para los promotores de la colonización. En 1925, la Richardson poseía ya el 80% de las tierras agrícolas del valle, mientras que otros particulares eran dueños de otro 10%. La “Tribu Yaqui” conservaba apenas el 0.5%.71
A partir aquel momento, el Valle entró en un proceso de acelerada transformación. Con el inicio de la actividad empresarial del expresidente Álvaro Obregón en el Valle en 1925 y la entrada en escena del Banco de Crédito Agrícola, que adquirió las acciones y propiedades de la Richardson en 1926, inició una nueva era marcada por la ampliación acelerada de la frontera agrícola en la región y el crecimiento de Ciudad Cajeme, que en 1928 fue rebautizada con el nombre de Ciudad Obregón. A pesar de que los yaquis recibieron una donación considerable de tierras durante la presidencia de Lázaro Cárdenas -convirtiéndose en el único pueblo indígena en México en tener una “reserva” especial, siguiendo el modelo estadounidense- el impulso agroindustrial continuó alterando la vida de la comunidad. En años posteriores, la construcción de las presas de La Angostura (1940), Oviáchic (1953), y El Novillo (1965) remataron este impulso y, para inicios de la década de 1960, el Valle se había convertido en uno de los distritos de riego más grandes de México, cubriendo unas 220,000 hectáreas.
En paralelo, la implantación a gran escala del paquete de innovaciones impulsadas por la Secretaría de Agricultura y la Fundación Rockefeller, asociadas con la llamada revolución verde a partir de la década de 1940, hizo que para mediados del siglo XX la región se convirtiera en la zona de producción de trigo más importante de México y el centro de un sistema de desarrollo agroindustrial que iba desde el Valle de Hermosillo en el norte hasta los fértiles valles de Guasave en el sur.72 La consolidación de la agroindustria transformó tan radicalmente el entorno del Valle que hizo imposible la persistencia de formas de vida y organización practicadas por los yaquis desde hacía siglos. Por si fuera poco, el tránsito hacia una forma de cultivo no dependiente en el uso intensivo de mano de obra acabó por marginar a sus comunidades económicamente. La pauperización causada por el modelo de desarrollo agroindustrial posrevolucionario profundizó los efectos de un siglo de políticas de exterminio en contra de los pueblos originarios del río Yaqui, marcando una nueva etapa en la larga trayectoria de violencia ejercida en su contra desde el nacimiento de la nación mexicana.
Durante el siglo XIX y principios del XX, en el Valle del Yaqui tomó forma un proyecto de colonización guiado por la lógica de la eliminación propia del settler colonialism gestado en distintos puntos del globo. Con base en una estructura discursiva que justificaba y alentaba el exterminio y desaparición de las poblaciones yoeme, este proyecto dio pie a una sociedad marcada por la guerra en la que colonos, élites regionales, autoridades y comunidades indígenas luchaban violentamente por el control del territorio. Esta guerra creó nuevas alianzas sociales que permitieron el avance de la colonización y el establecimiento del modelo de producción agroindustrial que desde mediados del siglo XX impera en el sur de Sonora y es visto, con razón, como uno de los episodios más notables de desarrollo y acumulación capitalista de la historia reciente de México y Latinoamérica. En este sentido, la guerra en el Valle del Yaqui no es de raigambre colonial, sino que es un producto de políticas deliberadas encabezadas por élites nacionales mexicanas a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Esta historia debe ser entendida no solo en el marco de las trayectorias de integración del Estado nación mexicano, sino también en relación a los procesos imperialistas y de colonización que tomaron forma en lugares como Argentina, Estados Unidos y Australia durante aquellas mismas fechas. Este marco de análisis, definido por la centralidad de la categoría del settler colonialism, no solo aclara distintas facetas de la experiencia sonorense, sino también echa luz sobre los legados de esta violencia en la sociedad que emergió del conflicto y tomó forma al cobijo de la prosperidad permitida por la guerra de exterminio en el Valle del Yaqui, resistida hasta la fecha de forma heroica por el pueblo yoeme.
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Spicer, Edward H. Cycles of Conquest. The Impact of Spain, Mexico and the United States on the Indians of the Southwest, 1533-1960, Tucson: The University of Arizona Press, 1997 (1962), versión electrónica.
Edward H Spicer Cycles of Conquest. The Impact of Spain, Mexico and the United States on the Indians of the Southwest, 1533-1960TucsonThe University of Arizona Press1997(1962), versión electrónica
Tinker Salas, Miguel. A la sombra de las águilas. Sonora y la transformación de frontera durante el Porfiriato. México: Fondo de Cultura Económica-El Colegio de Sonora-Universidad Autónoma de Sinaloa, 2010.
Miguel Tinker Salas A la sombra de las águilas. Sonora y la transformación de frontera durante el PorfiriatoMéxicoFondo de Cultura Económica-El Colegio de Sonora-Universidad Autónoma de Sinaloa2010
Verdesio, Gustavo. “Coloniasmo acá y allá: reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de las fronteras culturales”. Cuadernos del CILHA 3. 17 (2012): 175-191.
Gustavo Verdesio Coloniasmo acá y allá: reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de las fronteras culturalesCuadernos del CILHA3172012175191
[3]Agradezco sinceramente a les evaluadores anónimos que dictaminaron versiones anteriores de este texto por sus comentarios, sugerencias y generosa lectura.
[5] Raquel Padilla Ramos, Los partes fragmentados. Narrativa de la guerra y la deportación yaquis (Ciudad de México: Secretaría de Cultura-INAH, 2018); Evelyn Hu-DeHart, Yaqui Resistance and Survival. The struggle for land and autonomy. 1821-1910 (Madison: The University of Wisconsin Press, 1984); Esther Padilla Calderón y Amparo A. Reyes Gutiérrez, “El Valle de los Yaquis y la colonización “oficial” en un contexto de guerra, 1880-1900”, Violencia interétnica en la frontera norte novohispana y mexicana. Siglos XVII-XIX, ed. José Marcos Medina Bustos y Esther Padilla Calderón (Hermosillo: El Colegio de Sonora/El Colegio de Michoacán/UABC, 2015) 281-282.
[8]Esta expresión se ha traducido como “colonialismo de asentamiento” o “colonialismo de colonos”, aunque existe poca reflexión conceptual al respecto en la historiografía en castellano. En este texto conservaremos la expresión en inglés.
[9] Patrick Wolfe, Settler Colonialism and the Transformation of Anthropology: the Politics and Poetics of an Ethnographic Event (Londres: Cassell, 1999): 163. En inglés en el original, traducción del autor.
[11] Gustavo Verdesio, “Coloniasmo acá y allá: reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de las fronteras culturales”, Cuadernos del CILHA, vol. 3, núm. 17 (2012): 175-191, 185. En torno a las definiciones del concepto de settler colonialism, ver Lorenzo Veracini, “ ‘Settler Colonialism’: Career of a Concept”, The Journal of Imperial and Commonwealth History, vol. 41, núm. 2 (2013): 313-333, y Settler Colonialism. A Theoretical Overview (Nueva York: Palgrave Macmillan, New York, 2010).
[14]Aquí seguimos a Edward H. Spicer, autor de estudios etnohistóricos pioneros sobre el pueblo yoeme, quien plantea que las trayectorias históricas del Valle del Yaqui, y grandes franjas del noroeste mexicano, durante los siglos XIX y XX fluyeron de forma integrada a las del oeste y suroeste estadounidense. De esta forma, resulta conveniente y necesario estudiar el pasado de esta región en un marco regional que abarca “desde el sur de la Sierra Madre en México hasta el río San Juan en Utah, y del río Pecos en Nuevo México hasta el Golfo de California”: Cycles of Conquest. The Impact of Spain, Mexico and the United States on the Indians of the Southwest, 1533-1960, Tucson, The University of Arizona Press, 1997 (1962), version electrónica, traducción del inglés hecha por el autor.
[21]Para una reflexión en torno a estos regímenes de indigeneidad, ver María Haydeé García Bravo, “Anthropologie du Mexique y el régimen de indigeneidad racializada en México siglo XIX”, Interdisciplina, vol. 4, núm. 9 (2016): 51-70.
[26]Citado en Brian DeLay, War of a Thousand Deserts. Indian Raids and the U.S.-Mexican War (New Haven: Yale University Press, 2008) xvii.
[28] Balbás 68, 100.
[33] Federico García y Alva, México y sus Progresos. Álbum-directorio del Estado de Sonora (Hermosillo: Imprenta de Antonio B. Monteverde, 1905-1907) sin numeración.
[40]Ver los “Registros de distribución de lotes de sembradura” en AHA, Ciudad de México, Caja 2765, Exp. 38674, Caja 2766, Exp. 38696 Caja 2767, Exp. 38702.
[41] Balbás 13-14.
[42]Claudio Dabdoub, Historia de El Valle del Yaqui (Ciudad de México: Librería Manuel Porrúa, 1964) 267-269.
[43]Ver los documentos contenidos en AGES, Hermosillo, tomo 1870.
[44]Albert Stein a Porfirio Díaz, 15 de octubre de 1906, y “Contrato celebrado entre Olegario Molina, Secretario de Estado y del Despacho de Fomento, y el señor Alberto Stein, de la Co. Constructora Richardson”, AHA, Ciudad de México, caja 1045, expediente 14706. Para más sobre la historia de la Richardson, ver Atsumi Okada, “El impacto de la revolución mexicana: la Compañía Constructora Richardson en el Valle del Yaqui (1905-1928)”, Historia Mexicana, vol. 50, núm. 1 (2000) 91-143.
[45]“Expediente relativo a las armas y municiones de guerra recogidas por los prefectos para evitar que se provean de ellas los yaquis rebeldes”, 1900, AGES, Hermosillo, Tomo 1552.
[46] Nota de la Tesorería del Estado de Sonora, 22 de Octubre de 1908, AGES, Hermosillo, tomo 2316; Telegrama Alberto Cubillas, gobernador de Sonora, a J. S. Douglas, Agosto 16 de 1908, AGES, Hermosillo, tomo 2316.
[47] Tinker Salas 26.
[48] “Batallón Número 11, Teniente Coronel, Número 248, Noviembre 18 de 1902”, AGES, Hermosillo, tomo 1700. La creación de estas guerrillas no era algo nuevo, sino más bien una recreación de un modelo previo instaurado en la región. Al respecto, ver Dora Elvia Enríquez Licón, “Cargos militares y república de indios en el noroeste novohispano, siglos XVII y XVIII”, Anuario de Historia Regional y de las Fronteras vol. 19, núm. 1 (2014):11-38.
[52]Ver, “Pedro Trelles, Prefecto del Distrito de Magdalena, al C. Secretario de Estado, Noviembre 30 de 1908”, AGES, Hermosillo, tomo 2318, y los documentos incluidos en el tomo 2313.
[58] Balbás 22.
[61]“Comunicado a los prefectos del Estado "El sentimiento público del estado y la historia de la tribu rebelde””, sin fecha, AGES, Hermosillo, tomo 2315.
[62] “Informe dirigido al General Lorenzo Torres”, 23 de abril de 1908, AGES, Hermosillo, tomo 2315.
[63] “Telegrama de Alberto Cubillas a Ramón Corral”, 7 de Julio de 1908, AGES, Hermosillo, tomo 2315; “Lorenzo Torres a Alberto Cubillas”, 22 de junio de 1908, “Lorenzo Torres a Alberto Cubillas”, 23 de junio de 1908, “Lorenzo Torres a Presidente Municipal de Guaymas”, 15 de junio de 1908, y “Lorenzo Torres a Alberto Cubillas”, 29 de junio de 1908, AGES, Hermosillo, tomo 2316. Este giro genocida se apoyó sobre la propagación de una potente ofensiva retórica que combinaba los argumentos racializantes y criminalizadores de décadas anteriores con la supuesta solución ofrecida por la deportación al conflicto. Por motivos de espacio, no es posible desarrollar este tema con más detenimiento. Sin embargo, lectoras interesadas pueden consultar el libro de Patricia del Carmen Guerrero de la Llata, La perfidia de los indios…las bondades del gobierno. Imaginarios sociales en discursos oficiales sobre la deportación de los yaquis (1908-1912) (Hermosillo: El Colegio de Sonora, 2014).
[72] Mario Cerutti, “La agriculturización del desierto. Estado, riego y agricultura en el norte de México (1925-1970)”, Apuntes, vol. XLII, núm 77 (2015): 91-127; Gustavo Lorenzana, “La Gran Hidraúlica en los ríos Yaqui y Mayo, Sonora, 1936-1957”, Anuario de Estudios Americanos, vol. 76, núm. 2 (2019): 715-747.