En los últimos años se ha producido una renovación en el ámbito de la historiografía latinoamericana en lo referente al tema de las relaciones entre la Iglesia, el Estado y el liberalismo. Desde ya hace varios años, dicha bibliografía se distanció de aquellas visiones que planteaban las respuestas del clero a las reformas liberales desarrolladas en el marco de la oposición binaria tradición-modernidad, explicadas -casi exclusivamente- como una lucha ideológica sin posibilidad de acuerdo alguno entre las partes e influidas de manera directa por la romanización.1 Todo esto era posible debido a que se partía de la supuesta existencia de una institución eclesiástica plenamente consolidada y monolítica, cuyos miembros actuaban de manera unificada.2
Las nuevas perspectivas de análisis, surgidas desde los campos de la historia política, social y eclesial, reconocieron en el proyecto liberal una propuesta inacabada y con objetivos poco definidos y unívocos. De igual manera, consideraron las diferencias internas del clero al momento de comprender su actuación, fijaron su atención en el accionar de los sujetos y reivindicaron la pertinencia de reconocer las particularidades de lo acaecido en espacios diferentes a los centros de poder, por citar algunos de los elementos más relevantes. Justamente a partir de estas consideraciones se orienta el estudio de los asuntos aquí abordados.
Este artículo examina lo acontecido en torno a la conflictividad surgida entre agentes estatales y religiosos a partir de la hegemonía de los gobiernos liberales de la segunda mitad del siglo XIX en Colombia, con lo que se reduce la escala de observación de dicho proceso a lo ocurrido en una jurisdicción eclesiástica precisa. Este último aspecto es poco tratado por la disciplina histórica nacional que se ha ocupado de las respuestas del clero frente al reformismo liberal, pero de manera general,3 a excepción de las investigaciones realizadas para la región de Antioquia.4 Se trata de comprender el sentido de las distintas reacciones del bajo clero de la diócesis de Santa Marta -en el Estado Soberano del Magdalena-5 frente a algunas de las medidas legislativas impulsadas por el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera y la carta constitucional de 1863, y, bajo la presión de las autoridades civiles y eclesiásticas para que acataran las exigencias y potestades de cada una de ellas.
Ahora bien, estos clérigos formaban parte de una Iglesia que como la de otras latitudes de América y Colombia avanzaba en su consolidación institucional, afianzamiento territorial y enfrentaba un proceso de transformación interna liderado por Roma. En estas circunstancias, un número escaso de religiosos -aunque no mucho menor que el de otras diócesis como la de Medellín y Antioquia- fueron responsables de la preservación y ampliación de la infraestructura necesaria para la óptima atención pastoral de sus rebaños, así como de responder a las exigencias de la autoridad obispal y a las directrices provenientes del Vaticano, tendientes a lograr un mayor control sobre sus asociados.
Las especificidades de la Iglesia católica en la diócesis en cuestión son varias: era uno de los territorios menos poblados de los nueve estados que conformaban los Estados Unidos de Colombia, tenía una economía un tanto precaria en relación a otros espacios del contexto colombiano y era culturalmente distinta a las comunidades del interior del país, debido a la presencia de población indígena y descendientes de esclavos, además, de blancos y mestizos. En esa vía, las labores y acciones del clero debieron adaptarse a las necesidades de un catolicismo bien particular que se expresó en los pedidos y en la participación activa de la feligresía en los proyectos de creación, sostenimiento y defensa de las parroquias, así como en una fuerte devoción acompañada de música, danzas y fiestas asociadas a las herencias africanas e indígenas, aunque con unos índices bajos de sacramentalización. El reconocimiento, aceptación y adaptación de los miembros del clero a estas formas de religiosidad les permitió tener presencia e injerencia arraigadas en el devenir social y político, con lo cual se erigieron en referentes obligados para la cotidianidad de los pobladores.6
Bajo estas condiciones los funcionarios católicos de Santa Marta enfrentaron los desafíos impuestos por la reforma política y las innovaciones legislativas, cuya aplicación restringía la autonomía eclesiástica; disminuía su patrimonio, dada la intervención gubernamental sobre el mismo; ponía en peligro su ejercicio de autoridad ante la presencia de agentes estatales con facultades que implicaban su desplazamiento hacia roles distintos, y arriesgaban la influencia de estos sobre los fieles.
Estos nuevos referentes jurídicos alteraron las relaciones entre los representantes de Dios y los administradores públicos, lo que ocasionó diferentes reacciones de parte de los afectados que incluyeron salidas consensuadas o de confrontación a las tensiones suscitadas por los cambios que buscaban la instauración del orden liberal.7 Ante ese ambiente hostil para la institución católica y sus asociados, según la lógica de los religiosos, el alto y bajo clero de la época acentuó su activismo de acuerdo con los ritmos de la producción y ejecución del cuerpo normativo, materializado en medidas como: la desamortización de bienes de manos muertas (1861), la tuición de cultos (1861), el decreto orgánico de instrucción pública (1870), la municipalización de los cementerios (1855) y el establecimiento del matrimonio (1855) y registro civiles (1853), entre otras.8
Luego, la asidua injerencia clerical en los asuntos oficiales, aunado a la sistematicidad de las iniciativas orientadas a la consolidación del régimen político, a la fijación de su soberanía, al asentamiento de las libertades individuales y al avance de la secularización,9 provocaron un clima de conflictividad que involucró a autoridades civiles, obispos y sacerdotes. Con una singularidad, los últimos quedaron en el centro de la disputa entre los poderes temporal y espiritual. El primero les conminaba al reconocimiento de la legitimidad y cumplimiento del reciente conjunto preceptivo sancionado por este. El segundo les exigía el acatamiento de sus disposiciones acerca de las conductas a adoptar en estas circunstancias adversas para los derechos de la Iglesia. A esto se sumaba la premura de los presbíteros por salvaguardarse a sí mismos y a sus intereses; empresa que recayó en sus propias manos.
Los curas fueron los responsables de tramitar las pugnas originadas por los proyectos y políticas restrictivas de los fueros y campos de desempeño de los servidores de Cristo. Sobre ellos recayó la responsabilidad de combatir los efectos de las transformaciones lideradas por los partidarios del liberalismo. Por tanto, formaron parte sustancial de las contiendas derivadas de dichos esfuerzos; lo hicieron desde el fraccionamiento de sus posiciones. En ciertos casos se alinderaron en el bando de las propuestas gubernamentales, en otras ocasiones prefirieron mantenerse en las filas de la jerarquía católica, aunque la mayoría de las veces tomaron decisiones en congruencia con sus expectativas personales y evitaron un choque directo con alguna de las potestades, civil o religiosa. De esta manera, la pluralidad de clérigos se vio abocada a una disyuntiva de compleja solución.
El dilema afrontado por los párrocos y vicarios superó la exclusiva necesidad de respuesta a las regulaciones proferidas en el marco de la arremetida reformista. Esta situación ya era bastante difícil, pues cualquier alternativa por la que optaran traía consigo, inevitablemente, el desacato a uno de los dos poderes. La presión crecía, por cuanto debieron darle solución a las contradicciones producidas por la transformación interna de la institución eclesial en dirección al logro de la unidad y disciplina de sus miembros.10 Por si no bastara, les fue imperativo tener en cuenta las dinámicas de los contextos locales en donde se desenvolvían cotidianamente y, por supuesto, cuidaban sus más íntimas aspiraciones.
En razón a lo expuesto, las actuaciones de los eclesiásticos frente a la legislación secular, así como a los requerimientos de la jerarquía católica y la burocracia de la Unión,11 correspondieron a tres estrategias distintas. Algunos se separaron de las órdenes de sus superiores religiosos y sirvieron a las causas de la dirigencia liberal, otros en cambio permanecieron leales a los lineamientos de la cabeza de la Iglesia diocesana, mientras que el resto alternó sus posturas entre la obediencia e insubordinación a una y otra jurisdicción en una expresión clara de pragmatismo y aprovechamiento de los resquicios de las normas. Con frecuencia sucedió que un prelado católico adoptó en un lapso breve actitudes aparentemente incompatibles; la sumisión y la disensión integraron habitualmente la agenda de un sujeto determinado.
En fin, los religiosos de los que se escribe aquí libraron sus batallas y se configuraron en una especie de bisagra o vaso comunicante de varios mundos, esto es, el provincial-nacional y secular-eclesiástico.12 En este sentido poco se diferenciaron de sus pares en diferentes latitudes de América.13 Lejos estuvieron de la conformación de un sector homogéneo en su composición y quehacer, tal y como se presenta en las siguientes páginas.
Un escenario en el cual se aprecia notoriamente la amplia gama de acciones de los curas al momento de resolver la disyuntiva mencionada unos párrafos atrás es el asunto de la llamada juramentación, consistente en la obligación impuesta a los sacerdotes por los agentes estatales en torno a la protocolización de la lealtad a la Unión y los estados federados. La formalización del reconocimiento a las autoridades políticas ocurría mediante la firma de un acta en la cual constaban los resultados de la diligencia en donde se le preguntaba, bajo juramento, a los eclesiásticos sobre su sometimiento a las providencias emanadas del poder ejecutivo, concretamente a los decretos y leyes de desamortización e inspección de cultos. La exigencia hecha por cada uno de los gobiernos -civil y católico- respecto a la observancia de sus mandatos específicos, frente a la entrega de los bienes parroquiales y la vigilancia estatal de los servicios religiosos, puso a los prelados de cara a una rápida e inequívoca salida a la encrucijada de a quién acatar y de cómo asumir las consecuencias de sus determinaciones.
A nivel micro, de un lado estaban las órdenes de la Secretaría General del estado del Magdalena para que los clérigos comparecieran ante las jefaturas municipales a efectos de llevar a cabo la aceptación y promesa de obediencia al gobierno de los Estados Unidos de Colombia, de consagración exclusiva a su ministerio y abstención de su participación en los temas públicos, así como acogida cabal de las disposiciones ya reseñadas. Por otra parte, se encontraban las directrices del obispo José Romero a sus subalternos, quien autorizó la asistencia a la ceremonia que certificaba la confirmación legítima del gobierno vigente con la salvedad de no menoscabar las atribuciones eclesiales. A esta figura designada bajo el nombre de juramento condicional se le adicionó la regulación de las sanciones aplicables a los integrantes de la clerecía que cedieran a las pretensiones gubernamentales; dicho proceder, según el jerarca, constituiría un acto de indocilidad e indisciplina y sería castigado con la suspensión de oficio, si se trataba de una única contravención, o con la excomunión, si era reincidente.
En este panorama complicado, el bajo clero fue exhortado a un posicionamiento nítido y menos evasivo; los mandos seculares y clericales eran conscientes de la trascendencia de poner a su favor, y sin titubeos, la opinión de esta franja poblacional. Sus discernimientos resolverían las tensiones en diversos planos: la intensificación del antagonismo de las autoridades católicas con el reformismo liberal, la demanda de efectividad a la burocracia estatal en sus labores y, lo que es de mayor incumbencia aquí, la necesaria reacción de los curas por la avanzada de la jurisprudencia, cuyo contenido les afectaba en aspectos doctrinarios y terrenales. El resultado se tornó variopinto. Los presbíteros cruzaron la información precedente con las contingencias de sus entornos inmediatos -la localidad y la parroquia- junto a las condiciones para la realización de sus planes particulares y sus preferencias partidistas o ideológicas. A partir de allí, se definieron los rasgos de las disidencias respecto de las directivas de las organizaciones eclesiástica y gubernamental.
Uno de los rostros de la rebeldía clerical atañe a las desavenencias políticas de los clérigos con los rectores de la Iglesia, lo cual posibilitó la comprensión de los percances del proyecto de unidad y disciplinamiento impulsado desde el pontificado y acogido por el obispado diocesano. Las discrepancias provinieron de las filiaciones políticas de algunos religiosos: hubo quienes eligieron ubicarse en la orilla de los adalides de la reforma legislativa. La comprensión de este hecho apunta a la existencia de una tendencia liberal dentro del sacerdocio que aprobaba la conversión de la propiedad raíz y los censos eclesiásticos en bienes nacionales y la fiscalización gubernamental sobre la labor ministerial. Estos religiosos comparecieron voluntariamente al emplazamiento de los empleados competentes, y obraron de conformidad.
Por ejemplo, Pedro Santiago Plazarte, cura propio de la parroquia de Heredia, ignoró la prohibición de sometimiento a la desamortización y tuición dispuesta por el vicario apostólico en la carta pastoral del 20 de agosto de 1861. El auto proferido por José Romero y Pedro Acosta, obispo y secretario respectivamente de la diócesis, registró que este párroco “se dirigió a la autoridad política, expresando que se sometía voluntariamente a dichos decretos”.14 El sacerdote en mención acudió libremente y sin previa citación ante el llamado de la oficialidad civil, en enero de 1862, “despreciando aquella censura” -de 1861- se allanó en conciencia a los reglamentos vigentes y a “todos los que en cumplimiento de ellos” se dictaran a futuro.15
Igual hizo, hacia 1864, en su segundo reto a la unidad católica y vulnerando la autoridad de la Iglesia. En ese entonces, de manera consciente se presentó ante la administración política para darle cumplimiento al juramento exigido por la ley sobre policía de cultos. De nada valió el aviso del obispo Romero acerca de la suspensión de oficio y beneficio durante marzo de ese mismo año. El presbítero continuó con sus tareas pastorales, ignoró el nombramiento de su reemplazo en la administración de la parroquia, cuya responsabilidad pasó a manos del párroco de Tenerife, Julián Senegal, y obvió la mínima muestra de arrepentimiento. Todavía en octubre, ya notificado en abril, Plazarte proseguía en sus actividades por lo que se le advirtió una vez más sobre la urgencia del acatamiento de las sanciones, so pena de excomulgación.16
Algo análogo pasó con José Antonio Quintero -sacerdote de San Antonio, San Miguel y la Sierra Nevada- y Juan Fernández -encargado de Tomarrazón-. Ambos prelados, según lo informó el vicario de Riohacha Luis Álvarez al provisor de la diócesis, desafiaron insistentemente las instrucciones episcopales que prohibían la obediencia a los decretos de tuición y desamortización e instaban a la rescisión de dichos actos cuando se hubiesen cometido. Juntos no solo acataron dichas órdenes, sino que también prestaron juramento a la ley de policía de cultos e ignoraron la orden de retractación sobre lo actuado en un plazo inferior a cuarenta días. Además, continuaron con la ocupación de su ministerio a pesar de la suspensión de oficio y beneficio, debido a las faltas cometidas, y persistieron en la renuencia a lo consignado en las pastorales diocesanas.17
En efecto, la adhesión del liberalismo por un segmento de la colectividad sacerdotal es inteligible desde la convergencia e interrelación de múltiples variables. De imprescindible referencia es el surgimiento, en las circunscripciones católicas de la costa norte colombiana -la diócesis de Santa Marta, entre ellas-, de una generación de clérigos imbuidos del catolicismo liberal, bien por adscripción ideológica o filiación partidista.18 A su vez, en estrecho vínculo con lo anterior, es factible pensar en la adopción de los principios del orden liberal en la región estudiada, los cuales se enraizaron en las sociedades decimonónicas, incluso en aquellas consideradas por cierta historiografía como tradicionales, de frontera y aisladas.
El liberalismo permeó disímiles sectores sociales: a habitantes de las áreas urbanas y rurales, a hombres y mujeres de distinta extracción socioeconómica, a simpatizantes y detractores; por ende, repercutió en la clerecía, calificada como la máxima contradictora de sus presupuestos. Finalmente, habría que considerar el incipiente establecimiento institucional de la Iglesia y las subsecuentes dificultades del obispo Romero en el control efectivo de sus subordinados. Los sacerdotes tuvieron un margen de acción más amplio del que suponía la mirada de los historiadores.
Igualmente reveladora del disenso al interior de la corporación eclesiástica fue la beligerancia de algunos presbíteros en las guerras civiles cuando respaldaron las banderas federales. Desde esta lógica, el cura de Aguachica, Pedro C. Barbosa, combatió en la contienda bélica de “La Camarona” contra los denominados “regeneradores”, opositores al gobierno y aliados de la jerarquía católica.19 La captura del sacerdote en cercanías a las poblaciones de Ocaña, Río de Oro y Aguachica -epicentro de la batalla- por la facción enemiga confirmó su cercanía y militancia en el ejército encargado de la sublevación. Este fue hallado en aparente fuga hacia su parroquia, luego trasladado hasta Río de Oro y liberado allí a cambio del pago de un dinero de rescate. La suma de estos eventos le acarreó la apertura de un juicio eclesiástico, cuyo desenlace pese a ser positivo para el investigado -debido a su diligencia en la consecución de testigos a su favor- causó recelos sobre la versión del clérigo, máxime los antecedentes de 1874.20 Se estaba frente a un clérigo liberal y partidario de la lucha armada.
Una opción parecida siguió el presbítero Gregorio Brochero cuando ofreció sus servicios a Fernando Ponce, general en jefe del ejército del Atlántico, para “luchar en defensa de las instituciones liberales”, ya fuese en el puesto de “sacerdote civil” o como “militar liberal” de dicho regimiento.21 La simpatía de este “clérigo civil de los Estados Unidos de Colombia” con la causa del gobierno de la república le permitió el desacato a su directo superior, en cuanto a la opción partidaria a seguir, y la recriminación de su obispo José Romero por injerencia en los negocios públicos. En el mismo memorial de 1877 dirigido a Ponce -publicado en el diario oficial número 3924 de abril- Brochero manifestó que él y todo el clero diocesano fue impelido por el jerarca a la firma de un acta de compromiso para trabajar en favor de la revolución contra los gobernantes de turno, e insistió sobre el uso indebido de la investidura episcopal.22 En el estado actual de cosas, desde el punto de vista del sacerdote en cuestión, los funcionarios eclesiásticos de todo nivel debían respeto al “sistema liberal de administración” y los “legados de los antepasados de 1810”.23 En suma, hubo curas que no siguieron irrestrictamente a sus líderes religiosos.
La otra cara de la actuación disidente de los presbíteros apareció cuando desafiaron a los funcionarios gubernamentales al mantenerse afectos a las pautas trazadas por el episcopado. Estos religiosos asumieron el costo de la desobediencia a las leyes estatales. Una vez el sacerdote desatendía la formalización del juramento, sin la justificación debida, caía prisionero, puesto que se probaría su desatención a los dictados oficiales. Asimismo, el encarcelamiento aplicó cuando el presbítero acudía a la citación del gobierno, pero siguiendo las reglas eclesiales, es decir, declaraba el predicho juramento condicional. En ambas eventualidades el arresto era, hipotéticamente, un eslabón de una cadena de sucesos que culminaría en el destierro, fijado en la Constitución de Rionegro de 1863.
Reacios a la cesión de las joyas y ornamentos de sus parroquias o al adelanto de las obras evangelizadoras supeditadas a la autorización del estado, los clérigos radicados en la ciudad de Santa Marta fueron recluidos en las instalaciones del cuartel o del hospital militar a la espera de que el jefe municipal decretara su confinamiento fuera del territorio. El apresamiento de los presbíteros Manuel José Ordoñez y Juan A. Arango y del subdiácono Calixto de J. Gómez así lo corrobora. El encarcelamiento de los susodichos ocurrió en julio de 1862, cuando se negaron a pasar las reliquias y paramentos de los templos al seminario mayor convertido, provisionalmente, en campamento del batallón Obando, sitio en donde permanecieron por un mes.24
De otra parte, algunos sacerdotes llegaron presos a la capital magdalenense desde sus pueblos de origen para que allí se hiciera firme su condena. El vicario de Plato, José Antonio Acosta, fue detenido en su beneficio por un oficial militar, quien lo trasladó desde El Peñón hasta Pueblo Viejo y desde este poblado a una capilla samaria que hizo de centro carcelario. En su informe al vicario general de la diócesis contó, como así lo había pedido el jefe superior del estado, a cuenta de su rechazo a las providencias del ejecutivo nacional, sobre la entrega de las posesiones parroquiales al mayordomo de fábrica para su salvaguardia y el “haber aportado por medio de una circular a los curas de mi dependencia a guardar la más perfecta unidad con nuestro prelado y por el jefe superior de la iglesia romana”.25 Para este presbítero era indiscutible que su presidio era el costo de su probidad cristiana.
En la tónica de contrarrestar los embates hacia los fueros clericales, otros prelados objetaron formalmente los desarrollos reglamentarios relativos al peculio de la Iglesia a la luz de las nociones y derechos liberales. Hacia 1871 el párroco de Ocaña, Pedro Acosta, se dirigió a los diputados de la Asamblea del estado con el fin de reclamar el cabal cumplimiento de la libertad de cultos, máxima de la carta magna. El cura solicitó la abrogación de los artículos 374 y 375 del Código de Policía, relacionados con el manejo de los cementerios. A su juicio dichos apartados eran “diametralmente opuestos” a la garantía 16 del artículo 15 de la Constitución nacional, a cuyo tenor se estipulaba la “profesión libre, pública i privada de cualquiera religión, con tal que no se ejecuten hechos incompatibles con la soberanía nacional o que tengan por objeto turbar la paz pública”.26
La representación de Acosta se sirvió de tesis medulares en el discurso legislativo del régimen liberal. Amparó su petición en la proclamación de la seguridad de los capitales privados, la separación de las órbitas de actuación estatal y eclesial y el libre ejercicio de cualquier fe. En su análisis consideró el traslado de la propiedad de los camposantos a las entidades municipales como el despojo de uno de los recursos imprescindibles en la celebración de los ritos católicos de la muerte, fruto de la incongruencia de las autoridades gubernativas con el espíritu de las leyes establecidas. Según su entender, el articulado impugnado no tenía en cuenta que “En esta república la Iglesia es independiente del Estado por voluntad de este que la ha separado de sí, soltando el patronato i siendo esto así, forzosamente deben ser también indiferentes los cementerios como lugares accesorios de ella”.27
Conjuntamente, el sacerdote disertó sobre la declaración del carácter “público y común” de los cementerios. Desde su visión, la apertura de estos para todas las religiones redundaba en la privación de la vivencia plena del catolicismo. En palabras suyas el entierro de “nuestros cadáveres junto con el suicida, el hereje, el mahometano” en el mismo espacio que los fieles era un atentado contra el derecho de la institución católica a contar con terrenos sagrados para la sepultura de sus creyentes y un impedimento a “la libertad para ejercer nuestro culto i nuestra relijion tal cual ella es”, según se lee en el documento.28 En nombre de otorgar la garantía 16 a todos los ciudadanos de la Unión, y a quienes transiten por ella, se restringía la práctica de las creencias de los católicos bajo los parámetros enseñados por las leyes de la Iglesia. Así las cosas, la ponderada libertad religiosa se convertiría en una ficción para el catolicismo, argüía el clérigo.
Sumado a esto, las peticiones del sacerdote se complementaron con premisas encaminadas a dejar en claro la fidelidad de los clérigos al gobierno, aunque invocó la posibilidad de no ser indiferentes ante los perjuicios ocasionados por la extralimitación de algunos voceros estatales. Desvirtuó cualquier intención de los clérigos de atentar contra la armonía social y dejó en pie la idoneidad gubernamental para colaborar en ciertas operaciones de los cementerios, siempre y cuando fuera de carácter positivo tal como ocurría con la imposición del registro de las defunciones ante los notarios en alusión a otra de las regulaciones en vigor. Por lo tanto, el dicho Acosta acreditó su respeto al orden constitucional federal.
Comoquiera que sea, en las situaciones aludidas los clérigos aprovecharon los fundamentos del liberalismo para sus interpelaciones a las consignas de los administradores de lo público. Su oposición evidenció el conocimiento de la ley, la aprehensión de los derechos individuales y la refrendación de las instituciones reinantes. Por consiguiente, se revalida el arraigo del liberalismo y se evidencia una supuesta paradoja: la rebeldía de los representantes de Dios frente al poder civil se cobijó en el encuadramiento jurídico creado por este último. El proceso de ciudadanización aumentaba gracias a los actores considerados como sus alter ego.
Esta dicotomía a la que se conminó a los agentes sacerdotales por parte de las dirigencias civiles y católicas se resquebrajó en la esfera local. La mayoría de párrocos se movieron por fuera de dicha antípoda; hicieron uso de maniobras consentidas por las reglamentaciones clericales o por la Constitución y su codificación. De suerte que no solo sobrevivieron a las presiones, sino que salieron avante. Para ello, efectivamente, sacaron partido de elementos cuyo usufructo dio éxitos tangibles: elaboraron representaciones, interpretaron la ley, apelaron las decisiones tomadas en los juicios que les abrieron y, primordialmente, sacaron partido de los resquicios dejados por la jurisprudencia y las bases institucionales en ambas soberanías.
Los curas se concentraron en la instrumentalización de los dispositivos trazados por cada una de las potestades para la enmienda de las transgresiones clericales, y las utilizaron en pro suyo. Fue común que los religiosos se acogieran, en primera instancia, a las demandas de uno u otro gobierno en relación con el apuntalamiento o reticencia de la desamortización y tuición para, inmediatamente después, deponer su actitud y definirla como un desatino que subsanarían con prontitud. Los clérigos cometían errores, abjuraban de sus culpas y volvían a la senda correcta; alternativa plausible dada la creación de instancias y canales para tales fines. En este sentido, es pertinente una precisión relativa a la laxitud con que se gestionaron y aprobaron las intenciones de resarcimiento de los religiosos díscolos. Para las jurisdicciones -profana y divina- era preferible ganar o conservar adeptos con la exoneración de sus faltas en vez de perderlos para siempre. Así, el clero impuso sus criterios más íntimos.
En ese tenor es ilustrativa la experiencia del párroco Felipe B. López, quien, como tantos, quiso aminorar los riesgos que entrañaba la resolución de aquel dilema vivido por la clerecía. Originalmente se decidió por la evasión de los pedidos de los servidores públicos; emprendió la huida, con lo que quebrantó el deber de permanecer en su curato y garantizar la atención a los feligreses.29 A lo largo de seis meses perseveró en su fuga de las autoridades de Brotaré y San Antonio, de dónde era pastor, pero la incapacidad de prolongar su escabullida y el temor de infringir la circular vicarial del 25 de junio de 1862, que prohibía a los curas y vicarios separarse de sus parroquias por más de 24 horas, lo indujeron al retorno a la iglesia bajo su dirección. Estando allí procedió a la juramentación al gobierno, razón por la cual recibió la suspensión de oficio y beneficio; enseguida entró en penitencia y solicitó el perdón del episcopado, quien se lo otorgó.30
Empero, el grueso de párrocos inicialmente efectuó el juramento civil para ulteriormente declinar de este, según se indica en la Tabla 1.
Esta juramentación acaeció, probablemente, por los valores agregados que representaban su desempeño en calidad de funcionarios católicos. La pérdida de su papel de líder espiritual de la feligresía limitaría su acceso a los ingresos económicos derivados de esa carrera e implicaría el menoscabo de su preminencia social y ascendencia entre la población, creyente o escéptica. El nombramiento de sacerdote equivalía a la obtención de una fuente de trabajo estable, fundamental para su sustento y ventajosa al proporcionar el acceso a la gestión de las finanzas y negocios eclesiásticos. Por lo demás, el párroco se convirtió en un referente de la vida diaria de la comunidad; los habitantes acudían a menudo a su mediación para dirimir conflictos o recibir su concepto en los episodios trascendentales para la sociedad y la congregación.
En consecuencia, buena parte de los presbíteros, incluidos la mayoría de los presentes en la Tabla 1, siguieron un itinerario semejante. Aceptaron los decretos y leyes referenciadas, salvaron su responsabilidad civil, recibieron informe de las sentencias eclesiales, presentaron la contrición oportuna y, con el beneplácito del vicario apostólico, recuperaron sus plazas y se les levantó la excomunión aplicada. De manera que en la actuación de los clérigos prevaleció su rol de eclesiásticos, movidos por la fe o por deseos plenamente mundanos. Así ocurrió con el vicario de San Juan Bautista de la Ciénaga, Matías J. Linero: su caso plasma nítidamente la inclinación de los clérigos por el regreso o la permanencia en el ministerio católico.
Linero se retractó el 31 de enero de 1865 ante el obispo de Santa Marta por haber prestado juramento a los decretos de tuición y desamortización e ignorado la suspensión de oficio y beneficio que le fue imputada. El grueso de su mensaje destacó su abatimiento por los yerros cometidos y su deseo de deshacer los daños infligidos:
i queriendo tranquilizar mi conciencia i reparar en cuanto sea posible el escandalo de que he sido ocasión a mi grei i a todos lo fieles, por haber prestado dicho juramento i continuado ejerciendo el ministerio sacerdotal, a pesar de haber incurrido en la suspensión establecida por derecho común i mui particularmente despues que dicha suspensión fue declarada terminantemente por US. Ilustrisima, […] aprovecho estos momentos para protestar solamente contra cualquier acto en que aparezca que he faltado a la obediencia debida a mis lejitimos prelados, quebrantando la lei de Dios de la iglesia, vulnerando la Relijion del crucificado i violando el juramento de obediencia que más de una vez he prestado en manos de mis superiores eclesiásticos.31
Luego, imploró la clemencia de la Iglesia, ofreció su sumisión a la ley de Dios y a los legítimos prelados de la institución católica, redundó en la humildad, veracidad y honestidad de su confesión y cerró su escrito con el ruego de absolución. Súplica que fue escuchada en breve. El 3 de febrero de ese mismo año Manuel Julián Ordóñez, vocero del obispo, le comunicó el levantamiento de la excomunión y el perdón de sus ilicitudes.
El éxito del cura Linero, y de los demás que recorrieron este mismo camino, se entiende a la luz de varias tácticas. Los sacerdotes se beneficiaron de las “facultades extraordinarias” con las cuales estaban investidos ciertos funcionarios eclesiales para revertir los fallos sancionatorios. La institucionalidad católica contemplaba la caridad como un principio guía para la imposición de las penas; la clemencia era un deber de los administradores eclesiásticos.32 Recurrentemente, el obispo Romero mostró su magnanimidad. En la pastoral de noviembre 8 de 1863 se dirigió a los clérigos insumisos para exhortarlos a volver a “la senda de la verdad” y mostrarles el camino a seguir: la emulación de otros “que aunque infelizmente delinquieron” a la postre renegaron y condenaron su proceder.33 Ese mismo espíritu conciliador se plasmó en las contestaciones a los descargos de los clérigos arrepentidos. Expresiones como “esperamos que el presbítero […] sea más solícito en el cumplimiento de sus sagrados deberes, i ojala que su arrepentimiento sea tan sincero i envuelva el propósito firme de no volver a delinquir”34 fueron normales.
Los requisitos necesarios para acceder a la indulgencia episcopal fueron bien conocidos y aprovechados por los clérigos. Era ineluctable dar señales fehacientes de expiación y reparación por las conductas desacordes con los cánones del catolicismo; de ahí que las retractaciones se convirtieran en un utillaje discursivo usado por los curas en procura de sus metas. Las rectificaciones escritas de sus equívocos estuvieron pletóricas de términos como “lo hice con reservas” o “no obstante esto, soy dócil como he sido siempre”,35 y se elaboraron a partir de cuatro componentes enunciativos: la admisión de haber incurrido en “conductas ímprobas”, la “protesta de obediencia y sumisión a la Iglesia”, la “penitencia escrupulosa” y la exposición más o menos concienzuda de las razones de su deslealtad pasajera.36 Desde su parroquia de El Molino, Manuel Castro escribió en julio de 1866 al obispo Romero: “retractándome del enunciado sometimiento a los violentos i desconocidos decretos […] arrepentido de todo corazón […] de todo lo expuesto pido a ustedes perdón […] suplicándole encarecidamente se digne impartirme absolución por lo censurado”.37
Las descripciones hechas por los clérigos sobre los móviles que los compelieron a la inobediencia develan otro de sus instrumentos discursivos: invocaron dentro de los justificativos de su comportamiento la pobreza, la flaqueza personal, las malas influencias, la enfermedad, la ancianidad y la persecución gubernamental. Domingo José Fernández, presbítero de El Piñón, admitió su debilidad para negarse a la juramentación, porque “no teniendo medios para trasportarme […] y siguiendo el mal ejemplo de otros”.38 No muy diferente, aunque con algo de mordacidad, fue la acotación de Miguel Celedón a su incorrección: “grande ha sido mi falta, sin que de ella pueda escusarme la triple razón de mi pobreza, ceguera y ancianidad”.39
La referencia a la capacidad coercitiva del Estado dentro de las tácticas retóricas de los párrocos para eludir las implicaciones de su alejamiento momentáneo del universo eclesiástico tuvo una cierta asiduidad. El presbítero José de Jesús Gómez adujo la contundencia de las amenazas e intimidaciones como el principal móvil para desistir de la defensa de la Iglesia y someterse a la tuición y la ley de policía general, actos que desde ese entonces y hasta la fecha -aclaró- comprendía eran “grandes embates contra la iglesia y la santa religión del crucificado”, pero a los cuales cedió por la fuerza. Meticulosamente narró cómo fue compelido a internarse en la Guajira para sustraerse del consentimiento de las exigencias estatales y forzado por los probables abusos que sufriría de pernoctar en su parroquia. Sus argumentos destacaron la compulsión y la violencia entre las principales fuentes de su malhadado comportamiento:
Pero no era posible continuar mi resistencia, no podía menos Sr. Provisor, que prestarme a tal sometimiento. Las persecuciones infinitas que me hacía, son inexplicables. Yo he tenido que refugiarme en el corazón de la guajira, para ponerme a cubierto de los que con tanta crueldad, han tomado empeño en la presente crisis en perseguir y acabar con los representantes de la iglesia. Sin embargo, obligado a salir de allí y vuelto al ejercicio de mi ministerio, poco ha faltado para ser víctima de persecución incesante.40
El cura de Santa Ana de Ocaña Manuel de la Cruz Ribón obró de forma semejante. En la narración de los hechos que rodearon su sometimiento final a las autoridades civiles consignó sus motivos para transigir con las imposiciones legales. La captura tras cinco meses de estar escondido, su reducción a prisión en la cárcel pública, la notificación del lugar a seguir para su confinamiento y las sanciones monetarias lo llevaron al desistimiento de su negativa inicial.41 El eje de su argumentación consistió en excusarse tras este tipo de coacciones. Estas “circunstancias excepcionales”, según él, fueron las verdaderas causales para su asentimiento de las leyes de tuición y desamortización; se trató de un forzamiento. Muy cerca de estas premisas estuvo también el presbítero José Tomás Santodomingo, quien acogió la ley de policía nacional en materia de culto: “porque fui reducido a la cárcel y luego mandado al confinamiento”.42
Ahora bien, la contención estatal de los clérigos por la vía de la coerción tuvo un cimiento real más allá de las posibles exageraciones de los curas en aras del alcance de la dispensa de sus extravíos. Se convirtió en un determinante del deslinde de los religiosos frente a las orientaciones de los gobernantes eclesiales. El extrañamiento -o la amenaza de este-, el encarcelamiento y las puniciones económicas se erigieron en herramientas judiciales taxativas para la imposición de la soberanía civil, el ejercicio de poder y la reducción de los privilegios eclesiásticos. Suficientemente diciente es lo acontecido con el presbítero Manuel María Martínez, quien, conforme a su testimonio, accedió a la firma del sometimiento solamente cuando un funcionario del despacho de la gobernación le previno: de negarse tendría que entregar el pasaporte para trasladarse fuera del territorio colombiano.43 Esta “única circunstancia y el derecho único de conservación” le “obligaron a firmar la dilijencia”,44 subrayó en su nota a Pedro Forero, secretario de la vicaría. Del mismo modo, es categórico el presidio por más de cuarenta días del presbítero Juan Antonio Araújo hasta el pago de la fianza impuesta; su delito gravitó en la observancia imperfecta de las leyes, pues atendió la ley de policía, pero desacató la desamortización.45
No obstante, el clero encontró la salida para rehuir y soslayar el despliegue de fuerza del gobierno civil. Sin importar la intensidad de este, los presbíteros encontraron y se valieron de algunos artefactos brindados por la institucionalidad secular en pos de la conquista de sus objetivos. En repetidas oportunidades se sirvieron de la figura contemplada en el código de policía que habilitaba la postergación de la presentación en los despachos destinados a tomar la juramentación. La clave radicó en el aplazamiento de la refrendación formal de su plegamiento a los encargos estatales, con lo cual posponían la delicada decisión de tener que abjurar de alguno de los poderes.
Los clérigos adujeron inconvenientes de salud para ir a las oficinas encargadas de la oficialización de la anuencia con los decretos y leyes señalados. La virtud de este alegato radicaba en convertir la inasistencia a dicha reunión en un mero atraso del descargo y esclarecer cualquier tentativa de interpretarlo como repudio a la norma. Bajo esta lógica procedieron los presbíteros Juan A. Arango y Ramón González, quienes se excusaron de su concurrencia al llamado del gobierno so pretexto de padecimientos físicos. Según ellos mismos, estaban “indispuestos” de salud, afirmación que les libró de la cárcel y multas que en cambio pagó el párroco Manuel J. Ordóñez.46 Si bien es cierto que el uso de este artificio solo dilataba el asunto, pues para nada eximía la aquiescencia frente a la normativa, sí facilitó el tratamiento de los religiosos de las problemáticas nacidas de su posición.
Ya para terminar y a propósito de la complejidad de la trama que se pretende mostrar, adquiere relevancia el caso del recién nombrado Ramón González. Su trayectoria sintetiza varios de los supuestos de este artículo: integró el grupo de sacerdotes liberales del Magdalena, tuvo un activismo político fuerte que le acarreó discrepancias reiteradas con sus colegas y superiores, preconizó algunos planteamientos del liberalismo, juramentó la sujeción a las autoridades civiles, se valió de los procedimientos institucionales para escudar sus transgresiones a las prescripciones episcopales y, a la postre, tranzó con la jerarquía católica y conservó su membresía en la asociación eclesiástica.47
Miembro de la logia masónica Amistad Unida,48 se desempeñó en los puestos de examinador sinodal del obispado y superintendente del cantón de Santa Marta; además, ejerció su tarea evangelizadora en el curato del sagrario de la catedral. En el año de 1863, primero cedió a la desamortización y unos meses después a la policía de cultos; en noviembre de ese año se retractó. Sus explicaciones para estas conductas señalaron la admisión tardía de las medidas en cuestión y, exclusivamente, después de ser promulgada su expulsión de la capital del Magdalena. Es obvio, entonces, el ir y venir de González entre los dos poderes. A la burocracia civil le cumplió, aunque se tomó su tiempo. Al obispo Romero le expuso sus intentos fallidos de evasión a las órdenes del ejecutivo hasta que fue constreñido a suscribirlas, por lo que buscó enmendarse.49
Hasta aquí la historia de Ramón González no difiere de lo sucedido con otros clérigos, sin embargo, su proceso estuvo marcado por algunas particularidades. Como pocas, dos de sus solicitudes de indulgencia se denegaron. En la perspectiva de las autoridades católicas la versión del presbítero careció de credibilidad y generó desconfianza respecto a su devoción con la Iglesia. Tras una efímera temporada en detención, retornó a su beneficio prontamente sin haber cancelado fianza. Con sutilezas inculpó al obispado por las vicisitudes afrontadas, pues a su parecer juró la Constitución de la república y la ley sobre policía de cultos “sin tener ninguna instrucción del prelado en que se diera al clero de la diócesis la regla de conducta, que debiera observar”.50 Por añadidura, dejó entrever sus vacilaciones sobre la valoración de los obispos como los indicados naturales para la protección de la institución católica y equiparó el juramento antiguo del patronato con el contemporáneo con lo cual retó la interpretación de la jerarquía católica, que los estimó opuestos. No contento se mantuvo en el servicio a los fieles estando suspenso y, ya rescindido, acogió la circular del gobierno nacional mediante la cual se autorizaba la residencia de los curas en el país bajo la condición de particulares.
El sumario contra el párroco se prorrogó hasta el año próximo de 1864, cuando el presbítero José Antonio Cuello lo denunció por la supuesta autoría de una conspiración en su contra. En concepción del demandante, su prisión desde hacía doce días sin seguírsele ningún juicio y sin habérsele “notificado absolutamente nada” era una treta diseñada por González con la pretensión de parar la notificación de su suspensión e, inclusive, formuló sus sospechas alusivas a la existencia de una confabulación para arrebatarle la correspondencia que llevaba consigo durante el desembarque del vapor en el que se desplazaba.51
Aun con este expediente, el presbítero Ramón González insistió en una segunda retractación. La nota escrita al provisor vicario general denostaba de la inspección de cultos al mismo tiempo que reconocía su sumisión al episcopado y al sumo pontífice: “si alguna cosa hay acorde para mi es que el que no está unido a su obispo y a la cátedra romana, está fuera de la iglesia”.52 A la sazón, el obispo reafirmó su posición de desestimar la petición del clérigo en un pliego de nueve puntos que desglosó los equívocos reiterativos de este y, entre los cuales, resaltó su indecisión y titubeos para escuchar la voz del pastor diocesano. Para Romero era “incuestionable que los santos obispos sucesores de los apóstoles en el ministerio y la jurisdicción hayan recibido el pleno poder de conservar y defender los derechos de la iglesia católica”.53 Sin embargo, la aparente firmeza de esta resolución episcopal dio un giro en la parte final: se le concedieron diez días a González para convencer a las autoridades eclesiásticas de la sinceridad de su retractación.
En síntesis, estas y otras actitudes heterodoxas funcionaron para los clérigos en su relacionamiento con los agentes gubernamentales y la jerarquía eclesiástica. Los sacerdotes buscaron la conservación de los medios de subsistencia, propugnaron por la preservación de sus papeles de intermediarios políticos y se esforzaron en la defensa de la colectividad -católica o política- con la cual se comprometieron. Todo esto a partir de la utilización efectiva de los mecanismos dispuestos por las autoridades y del aporte al fortalecimiento de los entes administrativos e institucionales de ambos gobiernos. Evidentemente, esto fue posible por el uso conveniente que hicieron los curas de su libre albedrío y los resquicios de las regulaciones.
La clerecía, objeto de estudio, lejos estuvo de formar parte de un cuerpo homogéneo en sus respuestas a los retos impuestos por el reformismo liberal de la segunda mitad del siglo XIX en los Estados Unidos de Colombia. Al igual que en otras circunscripciones eclesiásticas en donde se dieron procesos similares, los religiosos de la diócesis de Santa Marta actuaron de manera diversa, de acuerdo con la multiplicidad de sus posiciones políticas e intereses personales, así como en correspondencia a los contextos en que ejercían su labor. Lejanos del reduccionismo que durante algún tiempo predominó al momento de explicar las actuaciones de los presbíteros, los hallazgos plasmados en este artículo confirman la existencia de un vasto espectro de estrategias exitosas para la pervivencia de los curas y la concreción de su agenda.
El análisis puntual de las luchas de los eclesiásticos por la conservación de sus fueros y competencias develaron dos asuntos significativos para entender la complejidad de la realidad estudiada. De una parte, los clérigos aprehendieron el liberalismo como repertorio ideológico de la época, ya fuese para la reafirmación de su viabilidad, para controvertirlo o para sus cometidos individuales.54 Por otra parte, la disipación de las tensiones provocadas en el marco de la conflictividad en la cual se vieron envueltos los clérigos ocurrió, la mayoría de las veces, a partir del consenso, así como gracias al manejo de los conductos regulares fijados por los sistemas normativos eclesial y civil.
En definitiva, la mirada micro a lo acaecido en la diócesis de Santa Marta con las reacciones del bajo clero a la juramentación devela cómo los sacerdotes resguardaron gran parte de sus prerrogativas, de qué manera la Iglesia se consolidó y permaneció en la esfera pública como integrante de la sociedad civil y los agentes estatales confirmaron la validez y actualidad del régimen liberal. Todos ganaron en el afianzamiento propio y coadyuvaron a la delimitación de soberanías diferenciadas para cada uno de los gobiernos: temporal y espiritual. Se trató de una construcción simultánea en donde los funcionarios católicos y estatales incidieron mutuamente en sus proyectos, y los curas fueron protagonistas especiales por su agencia.
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Adriana Santos Delgado “¡Ni tan lejos ni tan cerca! Construcción de la Iglesia en tiempos del liberalismo. La experiencia del Magdalena en el Caribe colombiano (1850-1880)”Tesis de doctorado en Historia de América LatinaUniversidad Pablo de Olavide de Sevilla2015
[2]Para un mayor acercamiento a estos planteamientos véase Brian Connaughton, “La nueva historia política y la religiosidad: ¿un anacronismo en la transición?”, Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, siglo XIX, coord. Guillermo Palacios (México: El Colegio de México, 2007) 171-195; Elisa Cárdenas Ayala, “Hacia una historia comparada de la secularización en América Latina”, Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, siglo XIX, coord. Guillermo Palacios (México: El Colegio de México, 2007) 197-211; Marcello Carmagnani, “Campos, prácticas y adquisiciones de la historia política latinoamericana”, Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, siglo XIX, coord. Guillermo Palacios (México: El Colegio de México, 2007) 31-43; Sol Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la República? Política y secularización en Chile (1845-1885) (Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2008).
[3]La crítica a este supuesto ha sido desarrollada en Roberto Di Stefano, “Las iglesias rioplatenses a comienzos del siglo XIX y la creación del Obispado de Salta”, Para una historia de la Iglesia. Itinerarios y estudios de caso, comps. Gabriela Caretta e Isabel Zacca (Salta: Centro Promocional de las Investigaciones en Historia y Antropología / Universidad Nacional de Salta, 2008) 21-36.
[4]Ana María Bidegain, dir., Historia del Cristianismo en Colombia. Corrientes y diversidad (Bogotá: Taurus, 2004); Fernán González, Partidos, guerras e Iglesia en la construcción del Estado nación en Colombia, 1830-1900 (Medellín: La Carreta Editores, 2006); Fernán González, “Iglesia y Estado desde la convención de Rionegro hasta el Olimpo Radical, 1863-1878”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 15 (1987): 91-163; John Jairo Marín Tamayo, “La convocatoria del primer Concilio neogranadino (1868): un esfuerzo de la jerarquía católica para restablecer la disciplina eclesiástica”, Historia Crítica 36 (2008): 174-193; José David Cortés Guerrero, “Las discusiones sobre el patronato en Colombia en el siglo XIX”, Historia Crítica 52 (2014): 99-122; Ricardo Arias, El episcopado colombiano: intransigencia y laicidad, 1850-2000 (Bogotá: Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales, Universidad de los Andes, 2003); William Elvis Plata Quezada, “El catolicismo liberal (o liberalismo católico) en Colombia decimonónica”, Franciscanum 51.152 (2009): 71-132.
[5]Gloria Mercedes Arango, Sociabilidades católicas: entre la tradición y la modernidad, Antioquia, 1870-1930 (Medellín: La Carreta Editores / Universidad Nacional de Colombia, 2004); Luis Javier Ortiz, Obispos, clérigos y fieles en pie de guerra. Antioquia, 1870-1880 (Medellín: Universidad de Antioquia, 2010); Patricia Londoño Vega, Religión, cultura y sociedad en Colombia: Medellín y Antioquia, 1850-1930 (Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2004).
[6]La diócesis de Santa Marta y el Estado Soberano del Magdalena fueron unidades administrativas eclesiásticas y civiles, respectivamente. Las dos jurisdicciones estaban integradas por los actuales departamentos del Cesar, la Guajira y Magdalena, ubicados al norte del país en el llamado Caribe colombiano y limítrofes con la diócesis de Cartagena y el Estado Soberano de Bolívar. El Magdalena y Bolívar fueron dos de los nueve estados que junto a Antioquia, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Panamá, Santander y Tolima conformaron los Estados Unidos de Colombia durante el régimen federal.
[7]Adriana Santos Delgado, “¡Ni tan lejos ni tan cerca! Construcción de la Iglesia en tiempos del liberalismo. La experiencia del Magdalena en el Caribe colombiano (1850-1880)” (Tesis de doctorado en Historia de América Latina, Universidad Pablo de Olavide, 2015).
[8]Para un ejemplo de los acuerdos y enfrentamientos suscitados por los cambios véase Adriana Santos Delgado, “Civilización e instrucción pública en los territorios nacionales: consensos entre liberales radicales e Iglesia católica del Magdalena”, Historia Caribe 7.21 (2012): 25-53; Adriana Santos Delgado, “Conectarse con Dios en la frontera. Impresos católicos y sociedad: la experiencia del Magdalena durante los gobiernos liberales radicales del siglo XIX”, Historia y Espacio 37 (2011): 126-146; Adriana Santos Delgado, “La prensa católica en el Estado Soberano del Magdalena: guerra de palabras y pedagogía política”, El Taller de la Historia 2 (2002): 85-100.
[9]Estas medidas formaron parte de un conjunto más amplio de leyes conocido bajo el nombre de reformas liberales, instituidas entre fines de la década de 1840 y comienzos de los años 1860. Otras leyes promulgadas fueron la supresión del fuero eclesiástico, la declaratoria de separación de Iglesia y Estado, la derogación de fueros eclesiásticos —juzgamiento de faltas civiles y criminales por tribunales civiles—, redención de censos, supresión de diezmos, nombramiento de párrocos por los cabildos municipales, impedimento a la participación política de la Iglesia y prohibición de nombramiento del clero en cargos federales. Una referencia general sobre este asunto se encuentra en Arango 17-31; Londoño 37.
[10]El trabajo de Cecilia Adriana Bautista García para México ha aportado a la comprensión de estos procesos en la región estudiada. Cecilia Adriana Bautista García, Las disyuntivas del Estado y de la Iglesia en la consolidación del orden liberal, México, 1856-1910 (México: El Colegio de México / Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo / Fideicomiso Historia de las Américas, 2012).
[11]A propósito de las dinámicas de estructuración de las iglesias nacionales, o del intento de centralización de la Iglesia desde el papado, véase José David Cortés, La batalla de los siglos. Estado, Iglesia y religión en Colombia en el siglo XIX. De la Independencia a la Regeneración (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2016); Marín 174-193.
[12]La Unión es una denominación abreviada de los Estados Unidos de Colombia, cuya existencia se formalizó en 1863.
[13]La noción de bisagra y del papel articulador de los curas se toma de María Elena Barral, De sotanas por la Pampa. Religión y sociedad en el Buenos Aires rural tardocolonial (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2007).
[14]Algunas investigaciones que abordan la capacidad de respuesta del bajo clero en la coyuntura del reformismo liberal son Ana María Buriano Castro, Navegando en la borrasca. Construir la nación de la fe en el mundo de la impiedad: Ecuador, 1860-1875 (México: Instituto Mora, 2008); Mónica Adrián, “Estrategias políticas de los curas de Charcas en un contexto de reformas y conflictividad creciente”, Andes. Antropología e Historia 11 (2000): 135-160; Valentina Ayrolo, “El clero y la vida política durante el siglo XIX. Reflexiones en torno al caso de la provincia-diócesis de Córdoba”, Para una historia de la Iglesia. Itinerarios y estudios de caso, comps. Gabriela Caretta e Isabel Zacca (Salta: Centro Promocional de Investigaciones en Historia y Antropología / Universidad Nacional de Salta, 2008) 119-133.
[15]José Romero y Pedro Acosta, “Auto por el cual se declara suspenso al presbítero Santiago Plazarte”, Cartagena, marzo 11 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 412.
[17]José Romero, “Comunicación del Obispo José Romero a Julián Senegal, cura propio de la parroquia de Tenerife”, Cartagena, marzo 11 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, ff. 422-423.
[18]Luis Álvarez, “Informe al señor Provisor Vicario General de la Diócesis de Santa Marta”, Riohacha, abril 20 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 428.
[20]“Acusación al Presbítero Pedro Barbosa por su participación en el combate de la Camarona”, Río de Oro, junio 4 de 1877. AEM, Santa Marta, t. 110, ff. 308-310.
[21]Para desvirtuar los cargos abiertos en su contra por el obispado, Barbosa pidió el testimonio escrito de varios pobladores de Río de Oro a quienes se refirió como amigos: Domingo Sánchez, Antonio Durán y Blas Arévalo. “Acusación al Presbítero Pedro Barbosa” f. 309.
[22]Pedro V. Forero, “Circular contra la conducta indigna del presbítero Brochero”, Santa Marta, mayo 28 de 1877. AEM, Santa Marta, t. 110, f. 65. William Elvis Plata Quezada ubica a este clérigo dentro del grupo de sacerdotes liberales de la Costa Atlántica colombiana junto a Eusebio Flórez, Francisco Calvo, José Inés Ruiz, José Manuel Uruero, Antonio María Amézquita, Manuel María Alaix, José Maria Aiguillón, Manuel Fernández Saavedra y Gervasio García. Plata 71-132.
[23]José Antonio Cuello, “Circular para protestar por la conducta en contra de la Iglesia del presbítero Brochero”, Cerro de San Antonio, junio 11 de 1877. AEM, Santa Marta, t. 110, f. 79.
[24]“Representación del presbítero Gregorio Antonio Brochero al general Fernando Ponce”, Barranquilla, mayo 20 de 1877. AEM, Santa Marta, t. 110, ff. 82-83.
[25]“Informe de Manuel José Ordoñez al Vicario General de la Diócesis”, Santa Marta, julio 26 de 1862. AEM, Santa Marta, t. 86, ff. 48-55.
[26]José Antonio Acosta, “Informe a José Romero”, Santa Marta, agosto 3 de 1862. AEM, Santa Marta, t. 86, f. 59.
[27]Pedro Acosta, “Representación a la Asamblea del Estado”, Ocaña, agosto 28 de 1871. AEM, Santa Marta, t. 103, f. 193.
[30]Las instrucciones y actuaciones del obispo fueron precisas en este sentido. En una carta al vicario de Ocaña le hizo saber del abandono que algunos sacerdotes de Convención, Río de Oro y la misma Ocaña hicieron de “sus beneficios por los acontecimientos políticos”. De esta forma, autorizó el reemplazo inmediato de cada uno de ellos y afirmó su extrañeza debido al empeño con que se advirtió que “cualquiera que sean las circunstancias los sacerdotes deben permanecer en sus puestos”. “Carta del Obispo al vicario de Ocaña”, Santa Marta, abril 30 de 1877. AEM, Santa Marta, t. 104, f. 199.
[31]“Retractación del presbítero Felipe B. López”, Brotaré, diciembre 19 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 440.
[32]“Retractación de Matías J. Linero”, Santa Marta, 31 de enero de 1865. AEM, Santa Marta, t. 89, f. 170.
[33]“Absolución de Matías J. Linero”, Santa Marta, 3 de febrero de 1865. AEM, Santa Marta, t. 89, f. 171.
[34]José Romero, “Pastoral del Provisor Vicario General de la Diócesis de Santa Marta Dr. José Romero”, Cartagena, noviembre 8 de 1863. BNC, Bogotá, Colección de Sala, sala 2, doc. 8373 pieza 8; José Romero, “Nos el Dr. José Romero, Presbítero, Examinador Sinodal, Provisor Vicario General por el Ilustrísimo Señor Vicario Apostólico de la Diócesis, Dr. Vicente Arbeláez. A nuestro Clero y Fieles”, Cartagena, noviembre 8 de 1863. BNC, Bogotá, Fondo Pineda, f. 326.
[35]“Retractación de Manuel María Martínez”, Valledupar, enero 30 de 1865. AEM, Santa Marta, t. 89, f. 175.
[36]“Retractación de Manuel María Martínez”, Riohacha, enero 24 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 89, f. 173.
[39]“Retractación de Domingo José Fernández”, Piñón, octubre 14 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 191.
[40]“Retractación del presbítero Miguel G. Celedón”, Fonseca, octubre 28 de 1866. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 281.
[41]“Retractación de José de Jesús Gómez”, Barranca, julio 25 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 195.
[42]“Retractación de Manuel de la Cruz Ribón”, Ocaña, enero 12 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 451.
[43]“Retractación de José Santodomingo”, Pueblo Viejo, septiembre 27 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 239.
[44]“Retractación de Manuel María Martínez”, Riohacha, enero 24 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 89, f. 174.
[45]“Retractación de Manuel María Martínez”, Riohacha, enero 24 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 89, f. 173.
[46]“Retractación de Juan Antonio Araujo”, Riohacha, enero 24 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, ff. 252-254.
[47]“Informe de Manuel José Ordoñez, vicario del Sagrario a José Romero”, Santa Marta, julio 31 de 1862. AEM, Santa Marta, t. 86, f. 55.
[48]“Diligencia contra el presbítero Ramón Gonzales, cura del Sagrario de la Catedral”, Santa Marta, noviembre 30 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, ff. 220-236.
[49]Gilberto Loaiza Cano, “La masonería y las facciones del liberalismo colombiano durante el siglo XIX. El caso de la masonería de la Costa Atlántica”, Historia y Sociedad 13 (2007): 65-89.
[50]“Retractación de Ramón Gonzales”, Santa Marta, noviembre 27 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 235.
[52]“Comunicación y denuncia de José Antonio Cuello contra el presbítero Ramón Gonzales”, Santa Marta, marzo 12 de 1864. AEM, Santa Marta, t. 88, f. 231.
[55]María Elena Barral, “Ministerio Parroquial y conflictividad política en la campaña de Buenos Aires en la década de 1820”, Para una historia de la Iglesia. Itinerarios y estudios de caso, comps. Gabriela Caretta e Isabel Zacca (Salta: Centro Promocional de Investigaciones en Historia y Antropología / Universidad Nacional de Salta, 2008) 140.