Es lugar común considerar a México tierra de refugio. El asilo concedido a los republicanos españoles y a Trotsky, la tolerancia de facto a la dirigencia del Movimiento 26 de Julio y el exilio sudamericano de la década de 1970 así lo avalan. Menos conocida es la historia que recupera, con abundante y variado material documental, el libro de Sebastián Rivera Mir, Militantes de la izquierda latinoamericana en México 1920-1934. Prácticas políticas, redes y conspiraciones, volumen donde se entrecruzan personajes de la talla del cubano Julio Antonio Mella, el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, el boliviano Tristán Marof y el nicaragüense Augusto César Sandino con decenas de militantes combativos que el autor roba al olvido.
El libro rebasa los estrechos márgenes de la historia diplomática y los algo más holgados de la historia de la inmigración para instalarse en una historia global de la izquierda latinoamericana, que conecta las diversas historias nacionales con el hilo de una izquierda variopinta en tránsito por México, pero con la expectativa revolucionaria colocada en sus países de origen las más de las veces y, ocasionalmente, en ambiciosas perspectivas continentales. Así como reúne episodios de conflicto, grandes planes, traiciones y defecciones, también habla de lugares de encuentro, acciones solidarias y del mestizaje ideológico de las distintas siglas partidarias y dirigentes políticos a fuerza del contacto frecuente, intenso y obligado con el mosaico de las izquierdas latinoamericanas. Asimismo, el volumen destaca la impronta de la Revolución mexicana en la concepción ideológica y en la estrategia política de las izquierdas, por lo que el camino de regreso de los militantes hacia sus respectivos países permitió la proyección de aquella hacia el resto de América Latina. Por último, Rivera Mir documenta una historia propiamente mexicana, que habla de las instituciones recién creadas, la emergencia de las organizaciones sociales de la posrevolución y la conformación de un espacio cosmopolita por parte de un Estado reputado justo de lo contrario.
Cada capítulo de Militantes de la izquierda abre la puerta a un mundo singular y extenso dentro del cual se producen múltiples interacciones entre las izquierdas latinoamericanas, los órganos gubernamentales y, eventualmente, el comunismo mexicano. Los 15 años de los cuales se ocupa muestran el cambio de la mirada estatal hacia los exiliados, de una simpatía inicial a la mera retórica gubernamental conforme el Estado posrevolucionario fue afianzándose y la Doctrina Estrada proscribió la injerencia mexicana en los asuntos de otros países. Las oleadas del exilio de militantes de izquierda fueron básicamente masculinas, en pequeños grupos, si bien algunos lo hicieron individualmente. En los años veinte México no poseía instancias adecuadas para hacerse cargo de la inmigración política, por lo que las acciones gubernamentales fueron casuísticas en lo que los estudiosos denominan “técnicas de hospitalidad”; esto es, procurarles empleo, alojamiento, transporte, seguridad y vigilancia. No fue de ninguna manera sencillo porque la suerte de estos migrantes dependía mucho de las simpatías políticas, fueran estas dentro de las organizaciones (los sindicatos, por ejemplo) o de las inclinaciones ideológicas de los generales revolucionarios de las entidades respectivas. De haber sinergia, esto repercutía en las selecciones futuras. Así, como indica Rivera Mir:
cuando cierto grupo lograba tener preminencia en algún lugar, ya fuera por su cantidad o, aún más importante, por sus relaciones con las autoridades gubernamentales, no sólo actuaba como polo de atracción para otros emigrados, sino que representaba un freno para que llegaran militantes de fracciones divergentes (p. 77).
Estos pasajeros en tránsito ambicionaban regresar a su país abanderando una revolución o, cuando menos, deponer a un dictador. En la medida que los militantes de la izquierda latinoamericana estaban en México por la persecución política, y no por gusto, los espiaron y hostigaron los órganos policiales de sus países de origen. Ello los obligó a adiestrarse en formas de comunicación que les permitieran preservar la confidencialidad acerca de asuntos importantes para sus organizaciones, más si el objetivo era conspirar para derrocar a los gobiernos de sus respectivos países o promover la revolución. De esta manera, las izquierdas latinoamericanas deberían diferenciar claramente el discurso intramuros del lenguaje público y someterse permanentemente al escrutinio del grupo, pues “quien resultaba sospechoso o no encajaba en sus prácticas políticas fácilmente podía sufrir el ostracismo en el interior de la comunidad de emigrados: el exilio dentro del exilio” (p. 111). Al mismo tiempo, como estaban insertas en el espacio político mexicano, estas izquierdas podían ser también víctimas de los conflictos políticos internos, la desavenencia entre organizaciones mexicanas amigas, el enfrentamiento de alguna de estas con el Estado o del fulminante artículo 33 constitucional.
Los militantes políticos latinoamericanos se confundieron con los estudiantes de sus respectivas nacionalidades que concurrieron a las instituciones mexicanas acicateados por las becas que instituyó el presidente Álvaro Obregón o por la simple urgencia de abandonar su país. Confundidos en ocasiones por los órganos de seguridad, o porque en realidad eran indistinguibles en el espacio de sociabilidad dentro del cual actuaban, los estudiantes latinoamericanos padecieron también la vigilancia burocrática implementada por los propios centros educativos. En este medio eran particularmente peligrosos los militantes políticos, ya que podían reclutar simultáneamente a los jóvenes latinoamericanos y a los muchachos mexicanos para actividades de apoyo logístico, recaudación de fondos o eventos propagandísticos. La porosidad del mundo estudiantil, su proclividad al activismo y el debate y el contacto intergeneracional permitieron el sincretismo de distintas tradiciones políticas, las comparaciones históricas más allá de las fronteras nacionales y el flujo transnacional de las ideas, además de la experiencia directa de una revolución triunfante.
Periódicos, editoriales y agencias de noticias también acogieron a los inmigrantes políticos. Aquí las condiciones eran distintas porque se requerían conocimientos técnicos y el trato era con profesionales. Los medios impresos, además, eran altamente valorados dentro de la cultura comunista, razón por la cual no había gran disposición a compartirlos con los fuereños, si eso no conllevaba un beneficio evidente. El dominio de alguna lengua extranjera o una capacidad probada en la edición representaban buenas credenciales para entrar en el medio. Lo mismo valía para los periódicos nacionales que ofrecían mejores ingresos y mayor visibilidad a las plumas latinoamericanas, aunque los exponía a rencillas con los periodistas mexicanos que demandaban los puestos de trabajo. Los libros sirvieron para reforzar ideológicamente a los militantes, propagar la literatura comunista y en ocasiones desataron el debate entre los grupos de inmigrantes por tal o cual caracterización de la realidad latinoamericana, o por la estrategia para conseguir la victoria. Un producto subsidiario de las imprentas partidarias fueron los panfletos y octavillas distribuidos en las calles y en los mítines con información muchas veces desconcertante para los transeúntes, refractarios a los intríngulis políticos allende el Suchiate.
El capítulo final trata de la polémica de Antonio Mella con Víctor Raúl Haya de la Torre que, por referencia a otros asuntos, se adelantó a lo largo del libro. De alguna manera fue “la polémica” planteando, tanto por la calidad de los oponentes como porque sintetizaba los debates de la época, la disyuntiva obligada entre reforma o revolución, que confrontó a la izquierda antimperialista con el comunismo. Los partidos comunistas, alineados con la Komintern, tildaban de pequeñoburgués el planteamiento aprista, un engaño al proletariado. En respuesta, el partido de Haya de la Torre veía en los comunistas a emisarios extranjeros que mecánicamente querían aplicar el sistema soviético en el subcontinente. Como bien observa Rivera Mir:
los alcances de la disputa entre Mella y Haya de la Torre significaron, a corto plazo, un parteaguas político a nivel continental. En el fondo esta reyerta sirvió tanto para canalizar divergencias previas que venían esbozando los militantes de la izquierda a lo largo de la década, como para dar origen a nuevos conflictos y rearticulaciones políticas e ideológicas en el escenario latinoamericano (p. 357).
El agrarista colombiano Julio Cuadros Caldas apuntaló la postura de Haya de la Torre, mientras José Carlos Mariátegui en consonancia con Mella la caracterizó como “pequeñoburguesa”. Sin embargo, en el terreno más concreto de la disputa por ganar espacios en el Estado mexicano, el aprismo claramente ganó la batalla al dirigente comunista cubano.
La clausura de este ciclo del exilio político por el cambio de las condiciones mexicanas forzó a los militantes políticos latinoamericanos a buscar refugio en Estados Unidos y Europa. Incluso quienes llegaron en los tempranos años veinte abandonaron el país a pesar del arraigo personal y político logrado en tres lustros. No obstante esta pérdida, la izquierda latinoamericana ya no era la misma ahora que iniciaba una nueva travesía, pues, como se lee en el exhaustivo estudio de Rivera Mir:
los militantes que pasaron por México, sin lugar a dudas, difundieron por el continente conceptos como la reforma agraria, el antimperialismo, el indoamericanismo, entre otros. Esta difusión, a diferencia de las anteriores, tuvo la riqueza de haber sido adquirida a través de la experiencia, lo cual le dio una profundidad que difícilmente se hubiera obtenido sin la vivencia personal (p. 413).