Este libro ofrece “una historia de las mujeres desde las prácticas criminales”. Para ello, la autora combina enfoques sumamente variados que enriquecen y densifican su análisis, entre los que figuran la historia del derecho, del control social, la historia social, la historia urbana y, con un mayor énfasis, la de género. Es importante advertir al lector que acuda a sus páginas en busca de un estudio monográfico sobre el fenómeno de la delincuencia femenina que encontrará un cuadro bastante más amplio.
Con respecto al estudio histórico del delito como campo historiográfico, la lectura de este libro debiera complejizar las explicaciones de fenómenos recurrentes en la contemporaneidad. Más allá de esta interpretación, debe decirse que plantea problemas de género y trasgresión con base en un sustento riguroso: 355 procesos judiciales, una revisión de leyes, datos censales, partidas de reos y prensa, registros cinematográficos, discursos y saberes de funcionarios, criminólogos, antropólogos y médicos.
Con base en ese soporte la autora muestra la creciente urbanización del Distrito Federal, fenómeno que supuso una notoria presencia de mujeres en ámbitos laborales y el ensanchamiento de trabajos burocráticos feminizados. Esto tensó actitudes moralistas que, a pesar de los cambios sociales, machacaron “esquemas tradicionales de género” postrados en el binomio domesticidad-maternidad como imperativo patriarcal. El corte final obedece a la reforma penitenciaria que concentró a las reclusas de Lecumberri en la llamada “Jaula de Oro” de Iztapalapa: una cárcel que solamente recluía mujeres.
El libro está conformado por tres apartados que se componen de capítulos que desbrozan en forma estructurada los temas siguientes: 1) el contexto social de la delincuencia femenina y la producción de imaginarios en torno a ese fenómeno; 2) las manifestaciones de la criminalidad femenina relacionadas, por un lado, con el lenocinio, los delitos de contagio, delitos sexuales como rapto, estupro y violación, atentados al pudor y corrupción sexual de menores, así como el papel de mujeres en el comercio de drogas prohibidas, y, por otro lado, con crímenes pasionales o aquellos que tuvieron como base el binomio amor (desamor) y violencia; 3) desplaza la atención a la justicia y la penalidad. Muestra ante todo la negociación durante los juicios, el papel que desempeñó la clase social y otras estrategias, los goznes para negociar entre jueces, tribunales y magistrados y, por último, las “narrativas de la justicia” cuando el testimonio resultaba de una mezcla de histrionismo, veracidad y conveniencia.
Así, la primera parte del libro escenifica la capital mexicana durante el período del “milagro”. Debe advertirse que la historia social urbana para este momento es todavía incipiente y la autora reconstruye a la sociedad ponderando cifras estadísticas con las letras de Chava Flores. De particular interés resulta el papel de la delincuencia en los discursos sobre “la organización espacial” de la urbe; la autora identifica el noreste de Ciudad de México como el rumbo de mayor incidencia criminal en donde se concentró el 64% de los abortos, violencias y delitos sexuales. Algunos factores de orden urbano son agudamente subrayados por Santillán, como la mayor densidad de población, las formas de habitar en las vecindades y los rumbos de comercio sexual. Esto se complementa con la proliferación de espacios de sociabilidad desordenada como los cabarets, que se multiplicaron durante ese período pasando de 36 a 151, y las 143 salas de cine que en 1952 vendieron casi 75 millones de localidades. Así, el número de cantinas, pulquerías, cervecerías, restaurantes, fondas, figones, cabarets, rechimales, salones y academias de baile, casinos, clubes y centros recreativos registrados en 1938 alcanzaban la cifra de 2,626 y para 1940 se incrementaron a 3,595, mientras que en 1944 eran ya 4,618. El nuevo reglamento de 1944 contuvo y estabilizó la cifra en 3,500 hasta 1955.
De igual importancia es la caracterización de los medios de comunicación y los miedos que estos explotaban. Como bien señala la autora:
La necesidad de entender -o evidenciar- el crimen y los peligros de la ciudad, se vinculaban con la profesionalización y proliferación desde los años treinta de una prensa dedicada al crimen y a los asuntos policiacos; en tanto el cine mexicano, en pleno esplendor en la década de los cuarenta, fue encontrando en el crimen un tópico cada vez más recurrente (pp. 50-51).
La segunda parte se ocupa de las prácticas delincuenciales femeninas y de delitos perpetrados por mujeres y “distintas formas de ser mujer, ya sea por transgredir el ideal o por esforzarse en adecuarse al mismo” (p. 71). Resulta de interés que, a pesar de las regulaciones, las mujeres continuaron desempeñándose en espacios de sociabilidad como “empresarias, cantantes, bailarinas, acompañantes, meseras, ficheras, enganchadoras y/o comerciantes de su cuerpo”. Aparecen igualmente los delitos contra mujeres, de las “madres criminales” que renunciaban a su maternidad debido a la precariedad económica que vivían y cometían infanticidio o aborto. Ambas prácticas también se relacionaron, en algunos casos, con la necesidad de ocultar lo que la moralidad consideraba deslices, en ocasiones apoyadas de parteras que como la Descuartizadora de la Roma practicaron un importante número de legrados. Santillán desplaza su atención después a la “maternidad criminal”, expresada por medio de casos de abandono y robo de infantes, para finalizar la segunda parte con el escrutinio de la violencia interpersonal y verbal.
La tercera y última parte, dedicada a la justicia, el castigo y la negociación, se centra en los procesos de impartición de justicia en los que identifica “narrativas judiciales”, estrategias para atemperar las penas en retóricas que apelaban a la benevolencia de los jueces -que la autora atinadamente califica como “paternalismo jurídico”-. Benevolencia que encontraba sus límites cuando las indiciadas se alejaban del ideal femenino, mostraban una sexualidad abierta, desplegaban un comportamiento aguerrido o violento y cuando, supuestamente, carecían de sentimientos maternos.
En síntesis, Santillán logra mostrar algo que pudiera entenderse como una serie de prácticas para subsistir, las cuales resultaron en delito a causa de la presión fincada en estereotipos de género, o bien por la necesidad de conservar un empleo o por originarse como respuesta a la violencia y vulnerabilidad social:
mujeres que, en un afán por cubrir las expectativas y las funciones sociales asignadas por el estereotipo, encontraban alternativas a través de actos delictivos, por ejemplo, el infanticidio para no perder un empleo, el aborto para aparentar una honra intacta, el robo de infantes para convertirse en madre o las agresiones contra la amante del cónyuge para preservar su familia o el amor de la pareja (p. xxx).
Esto que pudiera describirse como una paradoja es, seguramente, motivo de reflexiones que trascienden el recorte cronológico de este estudio, pues tiene un alcance explicativo contundente y hondo.
Ahora bien, otro aporte que considero destacable se refiere a cómo las “disparidades de género” fueron empleadas como herramientas para negociar por parte de las inculpadas. Cabe mencionar que Santillán muestra cómo en los alegatos se reiteraron la fragilidad física, el “desequilibrio emocional”, la protección de la honra y, finalmente, la precariedad económica. Esto aporta una lectura social sobre cómo se despliegan en la práctica todos esos acicates de control social formal e informal, así como la posibilidad de leer con rigor los expedientes judiciales.
Para terminar, tomaré algunas muestras de la capacidad explicativa de la autora. Tocan estos ejemplos a una aguda sensibilidad histórica para armar, con fuentes y un diálogo interdisciplinario, explicaciones, a mi modo de ver, complejas. Uno de estos se refiere al empleo del concepto de “controles informales”. En este sentido, las presiones sociales de la familia, la comunidad, los medios de comunicación desempeñan un papel importante en este libro. Por su parte, género está lejos de representar una categoría estática. Dos o tres muestras bastan para convencernos de ello. En primer lugar, evidencia la subjetivación que algunas mujeres experimentaron del deber ser machacado en el ethos social y cultural de un México moderno pero recatado. Pueden mencionarse aquí casos en los que las mujeres buscaron salvaguardar su honra y reputación ocultando su embarazo o que lo interrumpieron, o bien mujeres que abortaron en repudio al padre por su precariedad económica y su desamparo como proveedor. Esto tensionó las prácticas con el deber ser. En este sentido, y en segundo lugar, figuran mujeres que cometieron delitos debido a la presión social que suponía ser madres (al maternalismo, si acaso es válida la expresión). Estas mujeres robaron infantes para satisfacer un deseo personal, deseo bastante subjetivo es cierto, pero que en buena medida se nutría de los discursos y representaciones que consustanciaban mujer con maternidad.
En tercer lugar, la autora muestra la experiencia de mujeres que definitivamente afirmaron otras feminidades dentro de la carrera delictiva. La Nacha o Lola la Chata que de “verdulera” se convirtió en “emperatriz del hampa” en su papel de cabecilla en el trasiego de drogas. Figuran casos menos célebres de mujeres que se decía tenían pelo en pecho y, por último, mujeres que explotaban sexualmente a otras mujeres. Así, en combinación con la clase social y la edad, el uso de la categoría de género es sumamente enriquecedor para nuestro conocimiento histórico de la sociedad.
Esos tres ejemplos son suficientes para afirmar que Santillán rehúye de explicaciones unívocas en esta historia de las mujeres tejida por medio de sus prácticas criminales. Además, muestra que la historia de la transgresión y del delito son parte de un campo sumamente dinámico.