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TRASHUMANTE | Revista Americana de Historia Social 23 (2024): 241-245. ISSN 2322-9675
Herman Paul,
Historians' Virtues. From Antiquity to the
Twenty-First Century. New York: Cambridge University Press,
2022, 66 pp.
Octavio Spindola Zago*
¿Es la historia un saber constatativo o la suya es una naturaleza discursiva?
¿Cuál es el estatuto de cientificidad de los enunciados producidos por la
disciplina histórica respecto de los principios de generalización, explicación, cau-
salidad o descripción?, ¿lo que media la elaboración de conocimiento sobre el
pasado es el aparataje metodológico que posibilita la crítica de fuentes, o tal efecto
es dado por la dimensión representacional de la operación historiográfica?, ¿cómo
definir lo verdadero y lo verosímil en el campo de la historiografía?, ¿qué posi-
ción ontológica asume la escritura de la historia referente al pasado, el presente
y el futuro? Cuando tenemos en nuestras manos una obra sobre teoría y práctica
historiadora, tales son las cuestiones que suelen ocupar las reflexiones vertidas
en sus páginas. Es el caso, entre tantos otros, de La llamada del pasado 1 escrito por
Hermann Paul, doctorado en Países Bajos con la dirección de Frank Ankersmit.
Sin embargo, la reciente aportación de Paul a la colección Elements in Historical
Theory and Practice, editada por Daniel Woolf para el sello editorial de Cambridge
University Press, presenta un viraje tan interesante como sugerente. Historians’
Virtues. From Antiquity to the Twenty-First Century no hace objeto de su análisis los
procedimientos internos y externos de la interpretación histórica, que parte de
una determinada hipótesis y sigue con una serie de inferencias deducidas de las
fuentes y sujeta a falsación.Tampoco tematiza los acuerdos epistemológicos, tácitos
o explícitos, instituidos entre los historiadores y las audiencias. Lo que la lectora y
el lector hallarán a lo largo de este libro es una novedosa disertación sobre la cate-
goría de “virtud” en la historia de la historiografía. Un recorrido longitudinal por
las discusiones sobre lo que, en determinadas coordenadas espaciales y temporales,
se ha considerado una virtud que debe tener quien aspira a elaborar estudios his-
* Profesor, Universidad Iberoamericana (Puebla, México).
1. Hermann Paul, La llamada del pasado. Claves de la teoría de la historia (Zaragoza: Institución Fer-
nando el Católico, 2016).
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tóricos de calidad. El objetivo de Paul, para formularlo en términos ricoeurianos,
es historiar la “constitución de uno mismo”,2 operada por quienes ejercen pro-
fesionalmente la historia. El historiador, sujeto que enuncia su práctica simultá-
neamente a ejecutarla, se vuelve en este libro un actor social de su propia historia.
La finalidad de este texto es “intenta[r] explicar por qué las cualidades persona-
les de los historiadores eran importantes en contextos tan diversos como la China
imperial temprana, la Francia del siglo XVII y la América posterior a la Segunda
Guerra Mundial” (p. 5). Dado que existe un consenso respecto a que el oficio
de historiar trasciende los métodos y la heurística, la cuestión de las cualidades
de un historiador no es accesoria. Desde el siglo XVIII, Edward Gibbon sugería
familiarizar a los historiadores con la vida fuera de la academia para aumentar su
habilidad de empatizar con las personas del pasado; E. P. Thompson llamaba a
cultivar la desconfianza y la ingenuidad; y John Tosh, recientemente, espera que los
historiadores trabajen no flojamente, sino con cuidado; no ingenuamente, sino de
forma crítica. Jadunath Sarkar, por su parte, ha denunciado los sesgos nacionalistas
por falta de una actitud de autovigilancia, y Gerda Lerner insta a desestructurar el
espíritu de competencia que prima en la organización institucional de la disciplina
para favorecer un modo comunitario de trabajo académico.
Con este preámbulo, Paul larga velas y emprende su travesía. El supuesto teóri-
co del libro consiste en tratar a la “virtud” como una categoría analítica que refiere
no a destrezas técnicas (como leer latín o identificar la letra procesal encadenada) o
habilidades cognitivas (una buena memoria), sino a “rasgos de carácter” (definición
minimalista de Rosalind Hursthouse y Glen Pettigrove) que distinguen a un buen
historiador: honestidad, cautela, ingenio, empatía, responsabilidad, compromiso,
laboriosidad, creatividad. La estructura capitular sigue un ordenamiento cronoló-
gico: desde el mundo mediterráneo en la época clásica hasta los Estados Unidos
del siglo XXI, pasando por las culturas historiográficas de la China imperial y la
Inglaterra de la modernidad temprana, lo mismo que la Francia dieciochesca y la
Alemania decimonónica. Los casos elegidos por el autor tienen pretensiones de re-
presentatividad para mostrar que la definición y jerarquización de las “constelacio-
nes de virtudes” no solo cumplen una función pedagógica y de ética profesional,
además legitiman a quien enuncia al delimitar un círculo de nosotros y negar ese
reconocimiento a “otros” (mujeres, católicos, colonizados, etc.) por su incapacidad
para poseer las cualidades necesarias en el desempeño de la profesión.
Con este norte en el rumbo, el primer y el segundo capítulo versan sobre las
categorías de virtud y vicio como formas lingüísticas utilizadas en el discurso his-
tórico para articular ideales historiográficos. El tercer acápite observa las virtudes
tal como son efectivamente aplicadas en el plano de la práctica. Es decir, se pasa
del lenguaje al performance de las virtudes. El cuarto apartado atiende los procesos
de evaluación de la calidad del trabajo de colegas, probando que tal despliegue no
respondía a criterios de precisión y objetividad, sino, en realidad, a estándares de
2. Paul Ricoeur, Historia y narratividad (Barcelona: Paidós, 1999).
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virtud socialmente aceptados. El poder discursivo del lenguaje de las virtudes tenía
un efecto profundamente tangible por cuanto justificaba la exclusión de la práctica
profesional a sujetos “a quienes se percibía carentes de la capacidad disposicional
para desarrollar virtudes como la minuciosidad y la imparcialidad” (p. 38). El quin-
to capítulo se interroga por el declive en el uso del término entre los historiadores
a partir de la segunda mitad de la pasada centuria y su desplazamiento por concep-
tos como “temperamento científico”. Desde entonces, afirma Paul, se ha pasado
de imputar virtudes al autor infiriéndolas de su obra, a adjetivar la ejecución del
trabajo de investigación y su modo de exposición.
El primer capítulo, “The Historian’s Character”, exhibe que el legado griego y
romano más importante para la historia de la historiografía es la convicción de que
los motivos virtuosos o viciosos, reflejo de una disposición mental, en términos
aristotélicos, eran factores cruciales para explicar el comportamiento humano. Las
virtudes fueron fuente de polémica entre autores clásicos, desde Flavio Josefo y
Dionisio de Halicarnaso hasta Séneca y Cicerón, quienes buscaban salvar recu-
rriendo a tres distintas estrategias discursivas: demarcando los contornos del histo-
riador ideal, como lo hizo Luciano de Samosata en Cómo ha de escribirse la Historia;
presentándose a sí mismos como narradores confiables, a la manera de Tucídides
en su Historia de la guerra del Peloponeso; o criticando a otros historiadores pasados
o presentes que no alcanzaron los estándares de virtuosismo anhelados, siendo éste
el caso de Polibio amonestando a Timeo de Tauromenio o a Plutarco haciendo lo
propio con Heródoto. Sea cual sea la estrategia adoptada, Paul atiende en ella no
un mero enunciado metodológico tanto como un recurso retórico del historiador
en cuestión para alcanzar un efecto de autoridad.
Uno de los presupuestos que abren paso a la polémica por las virtudes es que el
oficio del historiador ha implicado más que contar una historia verdadera sobre el
pasado. Se esperaba que fuera moralmente edificante y políticamente útil. “What
Virtues, Which Aims?”, el segundo apartado de la obra, tematiza el acomodo de la
escala de virtudes, observando cómo en momentos primaba la imparcialidad sobre
el amor a la patria, la legibilidad estilística antes que la objetividad, o la minuciosi-
dad por encima del discernimiento moral. Tales ponderaciones resultan evidentes
en dos coordenadas distintas. La época de la China imperial, cuando Liu Xie, en su
libro La mente literaria y la talla de dragones, recriminaba a Sima Qian por no atener-
se al canon confuciano en su práctica historiadora, celebrando en contrapartida a
Ban Gu. Similar trato recibió San Beda en la Inglaterra del siglo XVI a manos de
William Geaves, Degory Wheare y Edward Bolton, que, sin escatimar su esmerada
construcción de la historia del reino, señalaban su incapacidad de imparcialidad.
De acuerdo con Paul, si con Qian el problema era no haber legitimado moralmen-
te a la dinastía reinante en sus estudios históricos, Beda era leído por sus sucesores
protestantes como crédulo al otorgar un lugar central al relato de los milagros
medievales en su Historia eclesiástica del pueblo inglés.
Que los disensos en torno a las virtudes requeridas para la investigación histó-
rica no han derivado exclusivamente de la multiplicidad de significados atribuible
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a cada una, sino de los distintos propósitos adjudicados a la labor historiadora, se
ahonda en el tercer capítulo, “Discourse Meets Practice”. El objetivo del apartado
es indagar “cómo el lenguaje de la virtud en los historiadores se relaciona con
las realidades cotidianas de recopilar fuentes, tomar notas o dar clases” (p. 24).
Advirtiendo que es un error inferir la práctica (los hábitos virtuosos que los histo-
riadores efectivamente manifiestan) del discurso (los rasgos de carácter que dicen
cultivar), Paul esboza tres estrategias metodológicas para dar respuesta a su pregun-
ta: recurrir a los ensayos, libros o notas de investigación enfatizando lo que revelan
sobre las virtudes o vicios de su autor; contrastar el ideal retórico modelado por
el historiador con sus obras; o examinar la evaluación que contemporáneos hacen
de sus colegas en las reseñas de libros. Esta triada analítica es aplicada a un caso de
la Francia ilustrada: hasta qué punto Louis-Sébastien Tillemont vivió a la altura de
la virtud, por él mismo formulada, de un erudito concienzudo cuya tarea no era
complacer a los lectores con una prosa pulida, sino destilar un relato verdadero de
una confusa variedad de fuentes en parte poco confiables y en parte contradicto-
rias, es interesantemente indagado a lo largo de las páginas de este capítulo.
¿Depende la virtud de una disposición natural prefigurada en los estudiantes
o en la formación escolar a través de la emulación que el aprendiz hace de su
maestro? La cuestión es desarrollada en el cuarto apartado, Who can be Virtuous?” a
partir de los casos de Georg Waitz y Heinrich Sybel. Estos historiadores, pioneros
en la institucionalización de la disciplina en Alemania siguiendo los pasos de su
mentor, Leopold von Ranke, recurrieron al lenguaje de la virtud para justificar
la exclusión de los espacios académicos de las mujeres, por escasear de las dis-
posiciones psicológicas necesarias para desarrollar virtudes tan masculinas como
la objetividad, y de los católicos, sesgados por su compromiso ideológico con la
Iglesia Romana.
What Happened to Virtue” es el apartado final de la obra. El argumento nove-
doso aquí afirma que la virtud de la objetividad ha sido desalojada por la virtud
de la transparencia. Lo apremiante actualmente, afirma Paul, no es aspirar a la
anulación del lugar de enunciación en nuestras investigaciones, sino develar la sub-
jetividad del estudioso para “desarrollar una conciencia de los propios prejuicios”
(p. 48). Lo anterior se destila de un balance realizado por el autor a partir de los
manuales de métodos publicados en Estados Unidos en el siglo XX, los códigos de
conducta de la American Historical Association y las reseñas contenidas en la American
Historical Review.
Si en La llamada del pasado a Paul le había insuflado el ánimo de trascender la es-
téril dicotomía positivismo-relativismo para, en su lugar, compendiar las “virtudes
epistémicas” precisas para dar forma a una “ética de la investigación histórica” que
permita gestionar las relaciones establecidas con el pasado; en Historians’ Virtues
la naturaleza que adquiere la “virtud” es sustancialmente distinta: no un precepto
deontológico sino un constructo histórico en sí mismo. La riqueza de la obra está
en asomar, con una prosa ligera, pero de sólido contenido, a los debates intelectua-
les centrados en la relación imputada al autor con su obra y su práctica profesional;
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estas discusiones se han ido desarrollando en el campo historiográfico en momen-
tos y lugares específicos: desde la antigüedad mediterránea y china, pasando por la
Inglaterra y la Alemania modernas, hasta la academia norteamericana actual.
¿Qué implicaciones, si las ha habido, ha tenido para la historia de la historiogra-
fía estudiar el pasado desde el sur global? ¿Ha sido el lenguaje y el performance de
las virtudes el mismo en Latinoamérica que en otras latitudes? La invitación queda
abierta para que, quienes leemos este libro desde latitudes no consideradas dentro
del ejercicio de Paul, aceptemos el desafío de historizar el compendio de virtudes
profesionales que asumimos como propio en nuestra práctica historiadora.
DOI: 10.17533/udea.trahs.n23a12