207Estudios dE LitEratura CoLombiana 53, julio-diciembre 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.354293
Editores: Andrés Vergara-Aguirre,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 20.02.2023
Aprobado: 01.06.2023
Publicado: 31.07.2023
Copyright: ©2023 Estudios de Literatura Colombiana.
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* Cómo citar esta reseña: Posada Giraldo, C.
(2023). Reseña del libro En un bosque de la
China de Jaime Cabrera González. Estudios
de Literatura Colombiana 53, pp. 207-210.
DOI:
1
consueloposadag@gmail.com
Universidad de Antioquia, Colombia
*
1
https://doi.org/10.17533/udea.
elc.354293
En un bosquE dE la C hina de
J aime Cabrera G onzález
Fairgreen Editores, Miami Beach, 2022,
688 p.
Consuelo Posada Giraldo
El “bosque de la China” será aquí un bosque litera-
rio hecho de palabras, con una metáfora que ya ha
sido nombrada por estudiosos como Italo Calvino y
Umberto Eco, quienes encuentran conexión entre
los árboles y las palabras que, reunidas, conforman
un bosque de papel. La vida de este bosque misterio-
so se apoya en las tesis sobre la literatura como un
juego combinatorio porque con el número finito de
letras de un alfabeto se puede construir un número
infinito de mensajes.
Y desde el prólogo, el narrador declara abierto
el juego: “no solo cuento la historia inicial que tiene
por espacio un bosque narrativo, sino que planto
un bosque de textos con más de cien cuentos”. Se
trata de exprimir el título de la canción para sacarle
jugo y esperar a que caigan cosas; es decir, sacudir la
expresión musical “En un bosque de la China, para
ver qué cae, para recoger las imágenes que se le van
pegando, las frases, las ideas y los temas que se pue-
den ir amarrando” (p. 16), al estilo de las propuestas
juguetonas de Raymond Queneau para la creación
de textos literarios.
Y ese juego arranca desde el fragmento inicial:
En un bosque de la China, que suena a frase inacabada.
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La mutilación aparente del título contiene ya presupuestadas todas las segundas partes
que están allí metidas. Para empezar, la china que se perdió y el encuentro posterior
con un hombre que también está perdido. En un bosque de la China se identifica, para los
lectores, como un fragmento de una canción popular que resuena en la memoria colectiva
de la gente del Caribe: “En un bosque de la China, la chinita se perdió. Como yo andaba
perdido, nos encontramos los dos”.
Las historias comienzan con la inmigración asiática que desembarcó en Barranquilla.
Aquí se cuenta la llegada de los chinos, en un pasaje que parece parte de un sueño: “¿qué
de dónde vinieron? Que por el estrecho de Behring, que en goletas panameñas. Que si-
guiendo las huellas de las vacas de los que dicen que vinieron de Galapa”. Desde el otro
lado del planeta vinieron. Se insinúa que hicieron un hueco en la tierra y se tropezaron
con Datan y Abiram, a quienes se los tragó la tierra en tiempos bíblicos (p. 43).
Y sigue con la atmósfera chinesca, dibujando sus hortalizas, sus restaurantes y tan-
tísimas tiendas, sus lavanderías y sus granjas, sus largos caminos alineados, las casitas de
madera y de zinc montadas sobre pilotes, las piletas de agua con peces, su manera de
regar con una vara en los hombros y a los lados dos latas de manteca con agujeros en el
fondo, el típico sombrero cónico y los hombres sin camisas, con pantalones, descalzos,
flacos, amarillos, sobre todo amarillos (p. 45).
Esta presencia china será una de las líneas permanentes y en todo el libro estarán las
historias de los dos personajes del comienzo de la canción: una china y un hombre per-
didos. Y también encontramos a los chinos de la infancia del autor que, además, fueron
sus vecinos en el edificio O.K. Gómez Plata, de Barranquilla. Y después, los chinos de
verdad, los que comen con palitos y estudiaron en el Colegio Americano.
Párrafos y párrafos dedicados a su lengua, a su fisionomía, a su comida, a la enumeración
detallada del bello mundo gastronómico de los chinos; la descripción resulta casi un poema
con las menciones de la cebolla, el cebollín, el perejil, el apio, los tomates, las acelgas.
Y hasta los grillos chinos tiene historias, poemas y juegos de palabras que sirven
como ornamento a muchas de las páginas del texto. En el comienzo de un capítulo se da
una descripción fisiológica de un grillo, su forma, su tamaño, sus colores, se describen
sus movimientos y el sonido agudo que el grillo macho utiliza para llamar en las noches
a la pareja perdida en el bosque. Cada vez que aparecen los juegos con las variaciones
de las sílabas gra gre gri, gro, se presenta el letrero: cantos grillorianos, para jugar con la
similitud de los cantos gregorianos (pp. 69-70).
209Estudios dE LitEratura CoLombiana 53, julio-diciembre 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.354293En un bosquE dE la China de Jaime Cabrera González
El gran acierto de la obra está en el discurso. Quiero decir en la narración, en
la manera de contar las historias, porque el protagonismo lo tienen las palabras, el
enunciado, y no la acción. Aquí lo esencial es la forma del lenguaje y no su contenido;
con los versos sueltos y fragmentos de canciones familiares, se va armando un tejido
de voces que se convierte en una simpática acuarela de la oralidad de Barranquilla. Así
hablamos en Barranquilla, así se arrastran las frases para que contengan los adornos
que hacen parte de los versos que todos hemos oído o cantado pero que, en todo caso,
los hemos aprendido de memoria de tanto oírlos y repetirlos. Entonces, la materia
es la palabra, la palabra oral, oída en la calle. El autor recita una retahíla maravillosa
agregando fragmentos de canciones, versos populares, frases diarias que quedan como
residuos de refranes, de dichos callejeros. Y es importante que estos fragmentos de
textos, ya sean cantos, poemas, adivinanzas, o trabalenguas, hagan parte de una oralidad
compartida culturalmente por todo el grupo. Esto es lo que le da resonancia a las pala-
bras del narrador. Los pedazos de cada canción están allí para que el lector agregue la
parte que falta gracias a la enciclopedia cultural colectiva que, en términos de Umberto
Eco, nombra un conjunto de saberes compartidos por toda la comunidad, por lo que la
recepción del lector estará siempre asegurada. De manera que si el lector encuentra la
frase “Usted no puede pasar”, expresada por la persona que controla la entrada a una
fiesta, pensará enseguida en la contraparte de ese verso “la fiesta no es para feos”, que
en algún momento todos cantamos y bailamos.
La riqueza de los versos populares y los valores de la palabra oral, de la voz viva,
han deslumbrado a muchas voces de la literatura y las letras. En Cuba, Alejo Carpentier
cita versos de romances oídos en los juegos infantiles en plena ciudad de La Habana
y demuestra su parentesco con viejos romances andaluces. Cuando hablamos de ro-
mances antiguos, nos referimos a las largas tonadas populares en el siglo xv en España,
que llegaron con la Conquista y se quedaron en América. Recordemos que la lengua
española unificó el contenido de las tradiciones orales de las colonias hispánicas y los
cantos populares moldearon los nuevos cantos regionales. En esta búsqueda de unión
entre nuestras canciones y la tradición hispánica, Carpentier encuentra una conexión
entre algunos ritmos musicales y el romance. Para él, las guarachas que hablan de gatos
en Cuba serían reminiscencias del difundido romance Don Gato, que se encuentra por
toda la América Hispánica. Todavía en La Habana de hoy se escuchan fragmentos de
romances españoles. Así, cada que alguien dice la expresión “eran las tres de la tarde”,
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el otro responde: “cuando mataron a Lola”. Concepción Teresa de Alzola explica este
fenómeno como un remanente del conjunto de romances que comenzaban citando un
crimen y anotando la hora del día. Esta integración de las canciones a la vida y al sentir
de la comunidad se vive en el Caribe nuestro. Todavía miro con ojos de recién llegada
a mujeres y hombres que, sentados y olvidados, en los buses urbanos de Barranquilla
acompañan en voz alta la canción de la radio.
Cito un pequeño recuento sobre la pervivencia, aunque sea fragmentada de las
canciones: en un libro, de los que a veces intercambiaba con el escritor Ramón Bacca,
interesado también en la oralidad, tenía anotado con su puño y letra, en la solapa, el
texto de una canción popular: “El día que la mataron, Rosario estaba de suerte, le pa-
garon tres balazos y solo uno era de muerte”.
Entre nosotros los versos que han alimentado la tradición se quedan viviendo
en los cantos y alguna vez traté de explicar el éxito de algunas canciones nuevas en
las que aparecían estrofas de épocas remotas. “Tamarindo seco, se le caen las hojas.
Agua derramada, no hay quien a recoja” es una estrofa presente en los cancioneros
de la época colonial que encontramos en los viejos archivos españoles y que llegaron
a Hispanoamérica. Sus versos se incorporaron en una canción de las últimas décadas,
compuesta por Joe Arroyo, que en el Caribe colombiano gustó y se quedó, porque el
público se entusiasmaba con los versos, la oía, la cantaba y la bailaba. Entonces, es lícito
pensar que el éxito de los nuevos cantos está ligado a la resonancia que estos versos
tienen en la memoria colectiva.
La fascinación del narrador por las formas sonoras del lenguaje, en la obra de Jai-
me Cabrera, produce un goce que nos hace sonreír como lectores y algunas veces nos
arrancan carcajadas. El lector siente que el lenguaje sería una “mamadera de gallo”, una
tomadura de pelo, donde el emisor sabe que su mensaje no es serio y está buscando la
risa como respuesta. Por esto el narrador de primera persona afirma “haber convertido
este libro en un juego literario sonoro verbal y visual” (p. 16). En un pasaje aparece la
policía para imponer el orden y es necesario, para los presentes, saber responder con la
contraseña correcta. Si el policía dijo “juventud”, el santo y seña de la respuesta es “flaca
y loca”. Y si dice “coroncoro, se murió tu mae”, la respuesta, según el código musical,
debe ser “déjala morir”. Esta es una muestra del juego y el goce como un divertimento
incluido en la lectura de estas páginas.