227Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.350718
Editores: Andrés Vergara Aguirre,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 02.08.2022
Aprobado: 24.11.2022
Publicado: 31.01.2023
Copyright: ©2023 Estudios de Literatura Colombiana.
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* Cómo citar esta reseña: Salazar
Echavarría, A. (2023). Reseña del libro
Ensayos de historia intelectual. Incursiones
metodológicas de Diego Alejandro
Zuluaga Quintero y Luis Fernando
Quiroz Jiménez (Eds.). Estudios de
Literatura Colombiana 52, pp. 227-231.
DOI:
1
asalazar@cmq.edu.mx
El Colegio Mexiquense, A. C., México
Ensayos dE historia intElEctual.
incursionEs mEtodológicas
Diego AlejAnDro ZuluAgA Quintero y
luis FernAnDo QuiroZ jiméneZ (eDs.)
Foco, Medellín: 2021, 161 p.
Alexander Salazar Echavarría
Uno de los retos que enfrenta cualquier disciplina
incipiente es el de definir con claridad sus límites y
posibilidades de conocimiento. La historia intelectual
se ha venido planteando como un campo de estudios
en el que convergen diversidad de temas y problemas
bajo un enfoque novedoso que la aleja de las formas
tradicionales de hacer historia. Esta flexibilidad que
quizá sea su mayor riqueza es también su principal
reto, porque ante tanta variedad pueden disolverse los
principios básicos que la definen como disciplina y
convertirse de ese modo en un concepto general, más
o menos vacío, que puede ser utilizado sin rigor, cual
si fuese un comodín. Si a ello le sumamos que es una
disciplina que se expande con cierto éxito entre los
países latinoamericanos con dinámicas y prácticas par-
ticulares en cada caso, el peligro de una desconexión
entre las diferentes historias intelectuales “nacionales”
aumenta, pero también lo hacen las posibilidades de una
disciplina con una articulación realmente continental.
En este sentido, el libro colectivo Ensayos de historia
intelectual. Incursiones metodológicas acierta al ofrecer no
estudios en la disciplina, sino una problematización
del enfoque a través de la reflexión sobre sus métodos.
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El libro en cuestión, cuya edición académica estuvo a cargo de Diego Zuluaga
Quintero y Luis Quiroz Jiménez, presenta siete ensayos que asumen el reto de re-
flexionar en torno a investigaciones particulares con el foco puesto en los conceptos,
la metodología, las fuentes y las motivaciones personales a la hora de elegir un objeto
de estudio. La presentación de los editores se ubica en la necesaria discusión sobre
la pertinencia de una disciplina que se ocupa de temas que ya han sido y son tratados
por la historia de las ideas: la ciencia, los pensadores y el conocimiento. La respuesta
la encuentran en el abordaje: la historia intelectual “supera” la historia de las ideas
“mediante diversos desarrollos metodológicos, ofreciendo miradas diferenciadas sobre
el objeto de estudio: ya no solo las ideas en sí mismas, sino ellas en relación con sus
productores o reproductores, dejando lejos la concepción de grandeza o heroicidad del
pasado que se investiga” (p. 7). Algunos de estos “diversos desarrollos metodológicos”
son explorados en los capítulos.
Los editores proponen la división del libro en dos partes: la primera “enfoca el carácter
social de la producción intelectual mediante tres nociones sociológicas: sociabilidades,
rituales de interacción y afinidades electivas” (p. 10). En este primer grupo se reúnen los
ensayos de Juliana Vasco, Diego Zuluaga y Sandra Jaramillo. El segundo se centra en “la
historicidad de la producción de las ideas, poniendo al servicio de aproximaciones bio-
gráficas los anteriores conceptos y otros más; tales como: progreso indefinido, invención,
autobiografía, intelectual transeúnte, cultura jurídica” (p. 11). Allí encontramos los textos
de Juan Guillermo Gómez, Gildardo Castaño, Rafael Rubiano y Alejandro Londoño. El
énfasis de los primeros capítulos en el carácter social de la producción intelectual valida
la tesis más o menos conocida de que las ideas no son ejecuciones de seres aislados, sino
de comunidades que cuentan con sus espacios, rituales y artefactos. La segunda parte,
centrada en la historicidad de las ideas, problematiza con éxito la biografía como instru-
mento de la historia intelectual, establece vínculos entre la investigación y los avatares
del investigador, y le otorga al campo de estudios fuentes poco visibles.
Desde el aspecto más general, el libro es una invitación a la reflexión sobre las fuentes:
¿Qué tipos de fuentes pueden utilizarse en la historia intelectual y cuáles son los métodos
más adecuados para su tratamiento? ¿Qué conceptos son operativos para intentar una
interpretación coherente de las fuentes, en muchos casos dispersas? ¿Cuáles son las ideas
que nos trasmiten esas fuentes y qué nos dicen de los agentes que las produjeron? Es
así como Juliana Vasco reconstruye la “vida y funciones” de cuatro sociedades literarias
229Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.350718Reseña de Ensayos dE historia intElEctual. incursionEs mEtodológicas 229Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.350718
de Antioquia. Sus fuentes van de las revistas literarias y culturales, que ya tienen cierta
tradición en los estudios literarios e históricos, a otras que requieren un nivel mayor de
perspicacia como las escrituras públicas, actas, reglamentos y anuarios. La autora propone
la idea de sociabilidad, que más que una metodología, entiende como una “herramienta
de análisis e interpretación” (p. 17). Diego Zuluaga elige la correspondencia del crítico
colombiano Rafael Gutiérrez Girardot por cuanto considera las cartas como una “herra-
mienta fundamental” y “fuente de información privilegiada para entender la dinámica de
la vida cultural y erudita del pasado” (p. 31). Para otorgarle un sentido a sus más de tres
mil piezas, Zuluaga se vale de la idea de rituales de interacción, que retoma de Randall
Collins, y de los campos de Pierre Bourdieu. Sandra Jaramillo recurre a publicaciones
periódicas, memorias y novelas autobiográficas para reflexionar sobre la “afinidad elec-
tiva” entre el filósofo Estanislao Zuleta Velásquez y el historiador Mario Arrubla Yepes.
En esfuerzos separados, pero con metas similares, Juan Guillermo Gómez, Gildardo
Castaño y Rafael Rubiano buscan reconstruir la vida de dos intelectuales colombianos:
Gutiérrez Girardot, en el caso del primero, y Baldomero Sanín Cano, en el caso de los
dos últimos. La tarea asume para los tres cierto carácter monumental, que reconocen con
sencillez, pero curiosamente por causas contrarias. Gómez “naufraga” en el “océano de
documentos” que componen el archivo de Gutiérrez Girardot que él mismo en compa-
ñía de su grupo de investigación llevan años construyendo: correspondencia, artículos,
libros, mecanuscritos, informes diplomáticos, grabaciones, etc. Mientras que Castaño
y Rubiano deben partir de la escasez de documentos; su tarea consiste en reconstruir
una figura que llega al presente a través de rastros, menciones, referencias. Castaño
abre rutas de reconstrucción del pasado, de la “trama” de una vida, con ingeniosas
conexiones entre fuentes dispersas y reducidas. Rubiano reflexiona sobre la manera en
que la materialidad de la investigación y las circunstancias del investigador determinan
su objeto de estudio: nos relata su encuentro con Sanín Cano en Argentina que lo llevó
a su vez a una nueva faceta del intelectual colombiano. En el último capítulo, Alejandro
Londoño explora las posibilidades del expediente criminal para la historia intelectual;
esta aproximación establece una valiosa conexión entre el mundo editorial y el judicial
al mostrar los procesos de censura llevados a cabo por el poder y las fuerzas intelectuales
emergentes que defendían la libertad de prensa.
La apertura a una variedad mayor de fuentes es una de las consecuencias de abor-
dar el estudio del pensamiento y la cultura no desde sus productos terminados, como
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si fuesen unidades cerradas, sino desde su producción. Esta divergencia de las formas
tradicionales de hacer historia de las ideas parte del presupuesto de que los contextos
de producción determinan en gran medida las ideas mismas, por lo que su exclusión
llevaría a una visión parcial de los fenómenos. Pretende además evitar el juicio de prác-
ticas intelectuales a partir de modelos ideales, como bien lo señala Jaramillo: su interés
radica en “cómo han sido las dinámicas intelectuales, antes que en especular cómo
debieron haber sido o, más aún, lamentarse o excusarse porque no hayan sido de una
determinada manera” (p. 54). Cuestiona además la idea misma de cultura como objeto
de estudio. El capítulo de Alejandro Londoño es el más provocador en este sentido.
Tomar el expediente criminal como una fuente digna de la historia intelectual es un reto
a la forma tradicional de entender términos como “cultura” o “pensamiento”. En efecto,
¿qué equivalencia puede haber entre las obras cumbre, clásicas, aquellas que deben ser
recuperadas y actualizadas por los investigadores, con la seca y estéril documentación
judicial y los sórdidos agentes que la soportan? Londoño demuestra que este tipo de
fuentes son privilegiadas en cuanto transmiten el imaginario de determinada comunidad
lectora, esto es, sus expectativas de lectura, aquello que desde el plano moral se permite y
está prohibido, y esclarece, de este modo, las dinámicas de censura que aplica esa misma
comunidad para obligar un tipo específico de lectura. Y en este punto, sobra señalar la
importancia de dichas prácticas para entender la cultura de lo impreso.
Si hubiera que reprocharle algo al libro sería que no hay ningún acercamiento al “es-
pectáculo”, a la gran industria editorial o cultural en general. Es la gran ausencia, a pesar
de que el enfoque desde la producción que propone la historia intelectual no excluye
unas prácticas culturales y de pensamiento en favor de otras. Las contadas veces que se
menciona, se lo hace a modo de negación. Y eso es problemático por varias razones, la
principal porque el “sentido espectacular”, del que se distancia Zuluaga en favor de la
“posición secundaria” de Gutiérrez Girardot (p. 46), y “el heroísmo hollywoodense”,
como llama Gómez García a la industria cultural norteamericana, tienen un impacto cada
vez mayor sobre nuestra cultura, muy superior a las prácticas de cierta élite intelectual.
Es en este punto en el que se hace difícil no pensar en un aire de reivindicación como
presupuesto del libro. No se trata de reclamar la inclusión de todas las prácticas cultu-
rales en un solo tomo, tarea evidentemente imposible. Es más una cuestión de pensar
la investigación en historia intelectual desde la historia intelectual, es decir, desde la
producción de las ideas, los agentes que las producen, y el contexto de dichos agentes.
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Algunos de los autores llegan a sugerirlo con clarividencia: Castaño relata su transición
del “orgullo ingenuo del reclamo” a la “simple voluntad de conocer” en la selección
del objeto de estudio (p. 105). Gómez García reconoce que “hacemos de la escritura
histórica reclamo y reivindicación, o sea justicia y falsas demandas, presentándonos
en el colmo del púlpito de la época como árbitros imparciales del pasado” (p. 93) y se
pregunta cómo establecer la debida distancia del investigador con sus fuentes.
Si vamos más allá, una hojeada del índice evidencia que estos investigadores se
ocupan de prácticas intelectuales víctimas de una progresiva extinción. No me refiero
a que su número esté disminuyendo, que sería un cálculo complejo; hablo más bien
de que la recepción de dicha tradición letrada se ha visto relegada a los estudios de
especialistas para especialistas; a que las olas tecnológicas, que están transformando la
manera en que las ideas se producen y circulan, unidas a políticas culturales en deuda
con la tradición letrada, que han privilegiado, ambas, la temida “norteamericanización”
de la cultura, dificultan aún más dicha recepción. La pregunta que queda abierta es si,
al lado de estas prácticas “marginales”, no sería necesario estudiar esa gran industria,
que impone sus prácticas, canales y contenidos, para de ese modo entender las tensio-
nes entre lo establecido y lo marginal y encontrar soluciones que superen la escueta
negación o aprobación.
En síntesis, el libro es, en primer lugar, una invitación a cuestionar las fuentes y las
rutas metodológicas y conceptuales que usamos para comprenderlas. Es, en segundo
lugar, un intento de abordar los fenómenos culturales desde parámetros más amplios,
que se ocupen de agentes y procesos invisibilizados por las prácticas editoriales domi-
nantes. Es, en tercer lugar, una pregunta por el legado cultural de una élite letrada que
se fosiliza con una rapidez extraordinaria debido al impacto de los desarrollos informá-
ticos y las políticas culturales imperantes. Es, en última instancia, una propuesta que
enriquece la comprensión de la historia intelectual desde su problematización como
campo de estudio.