185Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
* Cómo citar esta conferencia: Escobar
Mesa, A. (2022). ¿Por qué leer y releer
Cien años de soledad? Estudios de Literatu-
ra Colombiana 52, pp. 185-197.
DOI:
1
aescobar1974@yahoo.es
Université de Montréal, Canadá
Editores: Andrés Vergara Aguirre,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 04.12.2022
Aprobado: 19.01.2023
Publicado: 31.01.2023
Copyright: ©2023 Estudios de Literatura Colombiana.
Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los
términos de la Licencia Creative Commons Atribución –
No comercial – Compartir igual 4.0 Internacional
¿Por qué leer y releer
C ien años de soledad?
Why you should read and re-read
onE HundrEd YEars of soLitudE
Augusto Escobar Mesa
A propósito de los cuarenta años del Premio Nobel
de Literatura para su autor, hoy volvemos a pregun-
tarnos: ¿qué tiene Cien años de soledad que ha logra-
do franquear todas las fronteras, ser leída y gustada
por personas de los más diversos orígenes étnicos,
religiosos, ideológicos, económicos, culturales, y
sigue divirtiendo y fascinando a los lectores? Miles
de ensayos se han escrito y se siguen escribiendo
sobre esa novela que continúa suscitando nuevas pre-
guntas, motivaciones, expectativas. Estudiosos de la
literatura y de la política, pasando por antropólogos,
sociólogos, psicólogos, filósofos, historiadores de las
mentalidades, expertos dedicados a la religión, a la
economía, a la ética, a la estética, a la ecología, etc.,
se han interesado por el imaginador de Macondo
para mostrar cómo en la novela se recrea un complejo
universo puesto al descubierto en toda su desnudez.
Cien años de soledad es, en fin, el derecho y el revés de
la condición humana.
¿Por qué leer y sobre todo releer una novela como
Cien años de soledad de García Márquez implica tantos
riesgos? Tal es reto el que asumo en este ejercicio de
celebración del cuadragésimo aniversario del Nobel
*
1
https://doi.org/10.17533/udea.
elc.352461
186
Augusto Escobar Mesa
Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, eISNN 2665-3273, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
para el autor, y a 55 años de aparición de la novela. ¿Por qué esta obra, siendo única,
cada vez que se relee revela otras más? Esta podría ser la síntesis de mi experiencia como
relector de la novela. Cuando a mediados de los sesenta apenas comenzaba a incluirse la
literatura latinoamericana en los programas de letras en las universidades colombianas,
me llegó por azar Cien años de soledad, aunque según lo dijo Leibniz desde el siglo xvii,
y muy posteriormente lo demostró Borges en sus entramados e ingeniosos cuentos, el
azar no existe sino que es un cruce de variables o factores en un momento determinado
o, en otros términos y siguiendo a los dos pensadores, solo es nuestra “ignorancia” de
las causas que generan un hecho o realidad. Y digo que me leí por casualidad la novela
porque un profesor de un curso de literatura de la Licenciatura en Filosofía y Letras nos
leyó los primeros párrafos de varias novelas latinoamericanas para que escogiéramos una,
la que más nos hubiera gustado por ese umbral textual inicial. Comenzó con la lectura
de La vorágine (1924) del colombiano José Eustasio Rivera (1946):
Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó
la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental,
ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador
cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal,
que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama
sobre el leño que la alimenta (p. 11).
Esto me recordaba, a priori, a un coletazo de las novelas románticas al estilo de la inolvida-
ble María (1867), pero, por la forma, la novela tenía un tinte neorrealista bajo el prisma de
un poeta modernista, por las imágenes y metáforas utilizadas y un cierto alambicamiento.
Y digo neorrealista porque esa Violencia con mayúscula preanuncia la vida de un prota-
gonista que seguro debe enfrentar conflicto tras conflicto a todo instante, y la violencia
posiblemente lo atrapa sin compasión alguna. De ahí ese profundo lamento inicial como
destino aciago. Pero yo no quería saber nada de violencia porque recientemente la había-
mos padecido y a diario los periódicos mostraban imágenes siniestras de la barbarie entre
liberales y conservadores. Esa apocalíptica palabra, la Violencia, me remitió de inmediato a
un panfleto de crónica roja semanal que se vendía como pan caliente, Sucesos sensacionales,
y en el que se relataban y mostraban las tantas formas del cuerpo victimizado los ca-
sos más truculentos de lo que pasaba en los bajos fondos de la sociedad y cuyos dueños
del periódico, uno después de otro, paradójicamente, terminaron suicidándose. Como
no quería leer una novela que radiografiara lo visto y vivido en el país como una herida
abierta, esperaba que el segundo texto fuera más interesante. Este comienza así:
187Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
Cien años de soledad?
—Te digo que no es un animal... Oye cómo ladra el Palomo... Debe ser algún cristiano... La mujer
fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.
— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una
cazuela en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano. La mujer no le contestó; sus sentidos
estaban puestos fuera de la casuca (Azuela, 1966, p. 7).
Es el inicio de la primera, más conocida y quizá, por ser la primera sobre el tema, la más
auténtica novela sobre la revolución mexicana, Los de Abajo (1915), porque había sido
escrita en el momento mismo de los hechos, así que tiene tanto de testimonio como de
historia, autobiografía y ficción. Por el lenguaje utilizado registros peculiares del habla
mexicana y la forma inicial, en mi limitada opinión oscilaba entre un relato costum-
brista y el realismo descriptivo, lo que me dejaba con la expectativa de esos personajes
que según dicen se aproximan, los federales afines al gobierno dictatorial, y esto
implicaba, tal vez, un riesgo para los habitantes del caserío, los de abajo, posiblemente
simpatizantes de los revolucionarios. Por simple gusto, ese comienzo no me atraía por-
que era muy parecido a la mayoría de las novelas colombianas que se negaban a entrar
a la modernidad. Igual sensación tuve con la siguiente iniciación de El mundo es ancho
y ajeno (1941) del peruano Ciro Alegría (1971):
¡Desgracia!
Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la
canaleta leve de su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin
dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero fulguró en
el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera.
¡Desgracia! (p. 25).
La única diferencia que intuía con respecto a los dos textos anteriores, y otros que nos
leyó el profesor, era que parecía que el protagonista iba a ser un indígena y eso podría
ser diferente, porque este tipo de personajes estaba ausente en la literatura latinoameri-
cana, salvo para idealizarlo o caricaturizarlo como ocurre en Facundo (1845) de Domingo
F. sarmiento, Cumandá (1879) de Juan León Mera o Aves Sin Nido (1889) de Clorinda
Matto de Turner, entre otras obras. El otro inicio que me llamó la atención fue el de
Pedro Páramo (1955) del mexicano Juan Rulfo (1955), que se anuncia así:
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo.
Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo
haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo —me
recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte”.
Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo
aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas (p. 7).
188
Augusto Escobar Mesa
Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, eISNN 2665-3273, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
Y me adelanto un poco a los hechos diciendo por qué no escogí esta novela que me
atrajo con su estilo de frases cortas, concisas, impactantes y con muchas cosas elididas,
y fue que un compañero de la clase que era un lector empedernido de literatura y al que
todos envidiábamos, o por lo menos yo, porque mientras todos pasábamos enloquecidos
preparando los exámenes, él se paseaba leyendo “cosas del otro mundo”, eso decía, y,
para colmo de nuestra rabia, era el mejor de la clase. Así que él ya había leído Pedro Pá-
ramo y cuando le pregunté de qué trataba, me dijo algo que no recuerdo con exactitud,
que era dizque “sobre un pueblo de muertos o de muertos en vida, manejados por un
padre, Pedro Páramo, que era dueño de vidas y bienes, y en todo lo que tocaba, como
el rey Midas, dejaba una estela de muertos”. Esto me espantó porque volvía la Violencia
con sus caminos llenos de calvarios, de carretas de bueyes cargados de cadáveres, de
cruces por doquier. Claro que ese inicio de novela me seguía llamando la atención, sobre
todo esa primera frase tan contundente que sugería muchos aspectos sobre ese padre
que seguro un día abandonó a su esposa y a su hijo, y quizá esto generó un profundo
resentimiento, tal vez por eso la madre en su agonía deseaba por encima de todo que
lo buscara para vengar su orfandad. Con la información que me dio mi compañero, me
acordé de repente de la novela El día señalado (1964) de Manuel Mejía Vallejo, que había
leído recientemente y había sido muy acogida por los lectores y en la que también se
relata la historia de un abandono paterno y las funestas consecuencias para su hijo por
este hecho. Pero esto es asunto de otro costal.
El último ejemplo que el profesor nos leyó fue Cien años de soledad (1967) de Gabriel
García Márquez. Y confieso mi ignorancia: no había leído nada suyo y no sabía quién
era realmente como escritor. Creo que igual les pasó a mis compañeros, ya que solo tres
escogimos esta novela para nuestro ensayo, entre ellos nuestro estimado sabihondo en
todo. Recordemos cómo se anuncia Cien años de soledad:
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de re-
cordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una
aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo
era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con
el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa
cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos
(García Márquez, 1967, p. 9).
Cuando escuché esas primeras líneas fue una gran sorpresa, quizá como la que tuvo el
padre de la genealogía Buendía con ese nigromante venido de allende el mar o de tierras
189Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
Cien años de soledad?
lejanas y desconocidas para quedar seducido y atrapado. Digo asombro con lo escucha-
do porque después de haber leído algunas obras clásicas y los habituales narradores y
poetas que eran casi obligatorios en los pénsum de letras, nunca había visto que en tan
breve líneas iniciales pasaran tantas cosas que parecían tener relación entre sí, aunque en
realidad eran totalmente disímiles, incluso anacrónicas por el quiebre de la tradicional
línea cronológica. La sensación fue paradójica porque me veía obligado, y de sopetón, a
enfrentarme a un universo de supuestos de los que no tenía la menor intuición a lo que
me llevaría. Recuerdo que no veía la hora de tener la novela para comenzar a leerla, y
por suerte llegaban pronto las vacaciones de Pascua. Pero antes, cuando me puse en la
tarea de conseguirla, un obstáculo vino tras otro y cada vez me alejaba de ese entorno
exuberante de la obra. Primero, porque la única librería de tercera de mi pueblo, que
era más bien una papelería con libros escolares, no tenía ni idea de la existencia del
autor y menos de tal novela, así que había que encargarla. Dos días más tarde, porque
yo estaba ansioso, el librero me dijo que había consultado con otro de la capital, y que
dizque la novela estaba agotada porque “todo el mundo estaba comprándola” y que era
la “primera vez que eso ocurría con una obra de un escritor colombiano”. Además, me
contó que “la gente la compraba sin saber de qué se trataba y después la regalaban o
vendían en alguna anticuaria porque no entendían ni mu”. Mi librero gesticulaba como
un culebrero y, muerto de la risa, agregaba: “Ahí estamos pintados los colombianos.
Cualquier cara pintada nos deslumbra”.
Pero el problema más grave era que yo había solicitado ese libro y no tenía la plata,
pues mi padre era uno de los tantos carniceros de tercera que trabajaba bajo una tolda
de tela barata en una plaza que se improvisaba en un mercadillo los fines de semana y,
además, era avaro como él solo porque, hasta tenía razón, debía sostener a nueve hijos,
más él y su mujer, y siempre a cualquier familiar que venía de visita y se quedaba semanas.
Además, cada vez que yo le pedía para pagar la escasa matrícula de la universidad o un
libro obligatorio era la de Troya porque, según él, y a contravía de su deseo, me había
metido a estudiar una carrera que “no servía pa nada” y me iba “a morir de hambre des-
pués”, o iba a “terminar de ayudante de carnicero”. Así que tuve que alquilarme como
empaquetador de todo durante varios fines de semana en una tienda de mala muerte
que tenía un vecino, y había que aguantarle la retahíla de malas palabras que, “porque
sí o porque no”, fue lo poco que alcanzó a aprender el pobre, no en los dos primeros
años de primaria que tuvo que repetir, sino del lado de la vida. Lo más terrible era que
190
Augusto Escobar Mesa
Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, eISNN 2665-3273, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
había que soportarle las nalgadas que me propinaba cuando pasaba y me daba una rabia
que ni imaginar, pero nada podía hacer para tener el dinero suficiente para mi libro,
salvo inventarme algo para esquivarlo cada vez que se aproximaba. Visto desde ahora,
la mayoría de los adultos machos en esa época y en todas las que le preceden padres,
tíos, dueños de cualquier pequeña o gran empresa, finqueros ricos, administradores de
cualquier negocio, en fin, toda esa jauría falocrática eran acosadores, algunos perversos
e incestuosos, y era cosa común, incluyendo a religiosos y curas; pero jamás se hablaba
de esto en los púlpitos, más bien todo el mundo callaba porque nos habían enseñado por
siglos y milenios que siempre estábamos al borde de caer en el infierno por la eternidad
ante la más mínima infracción moral o remordimiento. Y el problema era que vivíamos
con la conciencia lastrada desde que un tipo, en el origen, dizque mordió una simple
manzana y nos condenó para siempre como si fuéramos nuevos Prometeos… Volviendo
a las vacaciones de aquel momento, creo que fueron unas de las mejores como lector,
no por mi tacaño taita ni por el tendero mala leche que, según su hermana, era “más
boquisucio que reja de alcantarilla”, sino porque todas las tardes me iba a una colina
del barrio vecino y, allí, debajo de un laurel frondoso, avanzaba en mi viaje por la mejor
de las aventuras: Cien años de soledad.
Cuando empecé a leer la novela por primera vez, confieso que fueron más las ve-
ces que retrocedía que las que avanzaba para saber qué había pasado, quién era el que
hizo tal o cual cosa o quién era quién y no el otro, o para intentar confirmar algo que
siempre terminaba en duda. En realidad, como en las grandes obras, era más lo que se
me escapaba que lo que creía haber intuido, pero había que terminar la lectura y fue
ciertamente con un sabor agridulce, porque tenía la certidumbre de haber compren-
dido menos de lo que deseaba, pero estaba seguro de que volvería sobre su lectura en
otra ocasión. Así que realicé mi primer ensayo sobre la novela tratando de ver cómo se
codeaban lo sagrado y lo profano desde una perspectiva de la fenomenología, teoría de
moda en el momento, pero tenía más claridad sobre el asunto filosófico que sobre el
estético y sus sentidos camuflados, porque era una novela que en realidad no se dejaba
asir: rebotaba aquí y allá cada vez que releía unas páginas o capítulos. Estoy seguro
de que al final el profesor me puso un 3,8/5,0, no porque hubiera hecho un ensayo
más o menos decente, sino porque al ver mi letra garabateada no quiso ponerse en el
trabajo de descifrar aquello con lo que posiblemente ni yo mismo tenía la certeza de
haber dado en el palo.
191Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
Cien años de soledad?
En esa época una máquina de escribir era un lujo, por eso la mayoría escribíamos
nuestros trabajos a mano; además, mi grupo estaba compuesto por estudiantes de clase
media tendiendo hacia la baja como la mía, y también baja y muy baja, gracias a que
algunos de estos, por fortuna, se empecinaban en estudiar con alguna beca o la ayuda
de alguien generoso. Los únicos que presentaban sus trabajos a máquina, porque tenían
quién se los hiciera, eran el hijo de un farmaceuta y el hijo del dueño de varios buses,
pero los dos se disputaban los últimos puestos en todo. Creo que mi letra indescifra-
ble en ese momento era la réplica exacta de lo que había sido la lectura de la novela,
un “meterme en camisa de once varas” que no me dejaba más alternativas: o asumía el
desafío de volver a leerla en otra ocasión o me olvidaba de ella como si hubiera sido
una pesadilla. Opté por lo primero, porque me había atrapado.
Cuando llegué al cuarto año de mi licenciatura me preguntaba, como les pasaba casi a
todos, si debía hacer la tesis sobre un tema filosófico o literario, pero me ganó la apuesta
por la literatura. Tras meses de limbo mental como le ocurría también a la mayoría sin
decidirme por una o varias obras literarias de un mismo autor, o una o varias de distintos
autores sobre una línea temática común, un día me acordé de que tenía bien guardado
como un tesoro mi Cien años de soledad, porque en mi casa nunca hubo un libro de más,
fuera de los que nos obligaban a estudiar en las instituciones educativas, y menos una
novela. Una vez terminados los cursos, al final del año esos libros los heredaban otros
de la familia o los regalábamos, y los cuadernos eran el blanco predilecto para prender
los sancochitos o contaminar las rastrojeras del vecindario. Así que Cien años de soledad
ganó la pelea sin que yo pudiera imaginar lo que vendría. Recuerdo haber releído más
de una vez la primera página por lo condensado de la información y porque la circuns-
tancia del hombre del paredón no se dilucidaba páginas adelante; luego, esa situación
me espoleaba aún más y las expectativas se acrecentaban. La sensación era que mientras
más leía, más me aferraba al texto y más me dejaba por fuera por las muchas cosas que
sucedían, una reales y otras imaginarias, o tan inverosímiles que una vez metido en el
texto todo se volvía natural como la vida de todos los días, o eran tan reales que parecían
inventos de narradores populares, o eran lo uno y lo otro porque así era el diario vivir
de los colombianos y lo sigue siendo, es decir, el lugar del despelote social y político,
el país de todo lo imposible, la suma de las paradojas. Hoy, Harold Pinter (2006) nos
ilustra esto con mayor claridad: “No hay distinciones concretas entre realidad y ficción,
ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa; puede
192
Augusto Escobar Mesa
Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, eISNN 2665-3273, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
ser al mismo tiempo verdadera y falsa. Creo que estas afirmaciones tienen sentido y se
aplican a la exploración de la realidad a través del arte” (p. 21).
Así que mientras más me adentraba en el texto, más preguntas surgían. Era un frenesí
por saber quién es quién en esa genealogía de nombre repetidos, de seres dementes,
temerarios, guerreros, bastardos, delirantes, solitarios, pero con una iluminación que los
hace singulares e irrepetibles. Cada uno se entroniza y ejerce un poder que se expande
en su entorno y deja su marca. Aunque debajo de esa existencia trágica que arrastran
como estrellas fugaces, se revelan seres profundamente humanos, con una pata anclada
en la realidad y la otra en el reino de las sombras. Claro que esto que digo ahora no lo
vi en esa primera lectura, sino después.
La primera reacción con la lectura de Cien años de soledad, reitero, fue la de una
gran curiosidad porque quería saber de manera definitiva, entre muchas cosas, quiénes
son esos personajes iniciales y si ellos mantienen su protagonismo; si en el transcurso
del primer capítulo se cuenta el fin de ese hombre en el paredón; igualmente, si ese
mundo que se anuncia en estado de limbo o de paraíso deriva de algo real o es com-
pletamente ficticio; también, cómo se combina ese mundo originario con la imagen de
violencia sugerida en las dos primeras líneas, porque los mundos míticos son cosa de
ficción, pero el fenómeno de la violencia era cosa reciente en la historia colombiana,
porque acabábamos salir de la peor década de violencia partidista del siglo xx que
había dejado millares de víctimas a la vera de los caminos y un resentimiento profun-
do en la conciencia de los partidarios de ambas colectividades políticas, y de otras.
Para hacerle trampa al texto y a mí mismo como lector, miré al azar algunos inicios
de capítulos –sin llegar al que buscaba– y luego fui al final del libro para saber si se
hablaba de ese tal Aureliano Buendía, pero allí nada se decía de él. No obstante, sin
duda lo que más me enganchó del texto fue observar que el autor se había atrevido
alterar de manera intencional toda la cronología fabular desde las primeras líneas del
relato, es decir, que en cuatro cortos párrafos introduce cinco tiempos, situaciones y
momentos distintos. Primero, la historia comienza por la mitad (in medias res) pero,
de inmediato, se proyecta (prolepsis) hacia un futuro, “Muchos años después…” y,
no contento con eso, dentro del mismo breve párrafo, con la intención de sacudir
al lector del letargo de la forma clásica, retrocede a una especie de tiempo primero
donde el personaje recuerda la tarde cuando “su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Luego, en el segundo párrafo la historia retrocede al comienzo de Macondo, “era
193Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
Cien años de soledad?
entonces una aldea de veinte casas de barro…”, a la manera cronológica de relato
tradicional (analepsis).
El párrafo que sigue es aún más inaudito: “El mundo era tan reciente, que muchas
cosas carecían de nombre”; en este caso el relato se remonta a los orígenes de todo,
casi a la manera de una cosmogonía (ab ovo). Y para rematar y seguir desacomodando
al lector, en el cuarto párrafo recurre a un ir y venir de los personajes y de la historia,
es decir, a un eterno retorno (a la manera de Heráclito): “Todos los años, por el mes
de marzo…”. Otra de las virtudes de ese primer capítulo es que, al margen de la forma
de apariencia compleja, lo que se relata es completamente accesible a cualquier lector,
porque habla de cosas cotidianas que pasan en un pueblo aislado, anónimo, sin división
de trabajo, como muchos pueblos que aún hoy viven casi al margen del tiempo por el
abandono del Estado, de sus instituciones y, sobre todo, de sus dirigentes. Hablando
de esa asequibilidad de la novela a cualquier lector, Vargas Llosa lo confirma cuando
sostiene que es “un libro lleno de atractivos para un lector refinado, culto y exigente,
o para un lector absolutamente elemental que solo sigue la anécdota. Es un caso muy
raro que un libro pueda ser leído por tan distintos lectores” (Manrique Sabogal, 2017).
Repito, porque me impresionó y me sigue impresionando, cuando me enfrenté a
la primera página no sabía si avanzar o abandonar, porque tantas cosas que sucedían
a la vez me dejaban fuera. Recordé en ese momento algo que oportunamente había
dicho Cortázar (1971) sobre el cuento, y era que este debe atrapar al lector desde las
primeras frases, ser contundente como un golpe fulminante: “en ese combate que se
entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mien-
tras que el cuento debe ganar por knockout” (p. 406). Y también recordé algo similar
dicho por Poe (1995) un siglo antes: “Si su primera frase no tiende ya a la producción
de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso” (p. 17). O sea que
ese inicio tiene un estilo parecido al de los buenos cuentos y García Márquez era ya
un maestro en el oficio con sus 23 relatos publicados. Cortázar (1971) insiste en que
el comienzo de un relato (íncipit) debe ser “incisivo, mordiente, sin cuartel desde las
primeras frases” (p. 406), no deben tener nada gratuito ni decorativo y menos retórico.
Debe evitarse la adjetivación o solo la indispensable y a la medida de cada sustantivo,
y eso lo veo en esos tres párrafos inaugurales que tienen una gran tensión y mantienen
la atención del lector, porque en ellos no solo cuenta los temas abordados sino, sobre
todo, su tratamiento, y de ahí deriva la gran fuerza y dinámica del relato. Ese universo
194
Augusto Escobar Mesa
Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, eISNN 2665-3273, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
de sentidos que se anuncia en el umbral de la novela entrevé ya una obra distinta, com-
pleja, plurisignificativa. Desde su íncipit se insinúa el sendero a emprender por parte
del lector, pero uno lleno de fosos, enigmas, esfinges e iluminaciones; además, es una
invitación a franquear esos primeros obstáculos para alcanzar el puente que lo llevará
a pasajes de un reino inexplorado y maravilloso.
El oficio del lector frente al texto es pues el de un viaje a la manera de Alicia en el
país de las maravillas donde todo está por descubrir y todo es sorprendente, en el que no
hay lugar para la pausa ni la tregua, porque la intensidad y tensión del relato obligan a
seguir sin acomodos para saber que vendrá una nueva e inesperada aventura y la que sigue
y la de más allá, como en Don Quijote, a la espera de que otros delirantes, paradójicos y
pantagruélicos personajes aparezcan, pareciéndose entre ellos pero marcados con signos
distintivos y únicos; en fin, es un texto con capas y entramados de sentidos que no se
deja atrapar de forma definitiva, como sucede con las grandes obras. De ese modo me
atrapó, y luego de relecturas de la novela durante meses, fue una pelea de nunca acabar
hasta que pude terminar mi tesis en la que intentaba mostrar, desde la fenomenología,
que el espacio y el tiempo tenían un tratamiento afín a los grandes mitos universales y
a ciertas obras clásicas.
La tesis fue bien valorada. A mis veintidós años y sin tener todavía el título en
la mano me dieron la oportunidad de dictar un seminario sobre la novela. Después,
dicha tesis sería publicada con el nombre de Imaginación y realidad en Cien años de
soledad. Estudio fenomenológico del espacio, el tiempo y el mito. Luego de todas esas ex-
periencias de lector iniciado, en cada nueva ocasión que vuelvo a la obra es como si
fuera la primera vez y no deja de cuestionarme. Sin duda alguna, al igual que con las
obras maestras, la de García Márquez no pudo haberse construido de la noche a la
mañana. El mismo escritor lo confirma en una entrevista en la que cuenta que empe-
zó a escribir la novela a los diecisiete años y le llevó veinte años de estar rumiando
una idea que le costó, previamente, tres novelas, veintitrés cuentos, centenares de
crónicas periodísticas para foguearse en el oficio y encontrar el tono, la forma y el
estilo que le diera satisfacción:
Tenía todo el material, veía cuál era la estructura, pero no encontraba el tono. Es decir, yo mismo
no creía lo que estaba contando. […] Y el indicio para uno saber si lo van a creer o no es, primero
que todo, creerlo uno […]. […] busqué y busqué hasta que pensé que el tono más verosímil era el de
mi abuelita que contaba las cosas más extraordinarias, más fantásticas, en un tono absolutamente
natural que yo creo es lo fundamental de Cien años de soledad, desde el punto de vista del oficio
literario (Escobar Mesa, 1981, p. 230).
195Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
Cien años de soledad?
La publicación de Cien años de soledad en 1967 sorprende con su aparición y a posteriori
por n circunstancias: primero, porque ninguna otra obra de un escritor latinoamericano
había tenido la suerte de que su primer tiraje de ocho mil ejemplares en Buenos Aires,
cifra respetable en su momento, se agotara en casi un mes y le siguieran otras reedi-
ciones tanto dentro como fuera de ese país, hasta contarse en el presente más de cien
ediciones y reediciones, sin contar las piratas, que no han sido pocas. Segundo, ninguna
otra novela en español, salvo Don Quijote (1615) en todos los casos, ha sido traducida a
tantas lenguas, más de treinta. Tercero, tampoco una novela en español había alcanzado
en una sola edición un tiraje de un millón de ejemplares hasta superar en la actualidad
los cincuenta. Cuarto, ninguna novela en español ha sido de inmediato y a posteriori tan
valorada por escritores y críticos hispanoamericanos y extranjeros reconocidos de los
más diversos países, como Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Milan Kundera, Mario Vargas
Llosa, Norman Mailer, Pablo Neruda, Salman Rushdie, Mo Yan y Toni Morrison, entre
muchos otros. Incluso a finales de 1999 y comienzos del tercer milenio, luego de con-
sultas con expertos y escritores, algunas editoriales y periódicos hicieron el inventario
de las novelas más representativas del siglo xx y siempre figuraba Cien años de soledad.
Aún más, fue reconocida como una de las obras más icónicas del milenio y la segunda
más importante en español después de Don Quijote. Quinto, el éxito sorprendente de
dicha novela, que rápidamente llegó a las librerías de toda América y otros continentes,
hizo que las obras de un grupo importante de escritores latinoamericanos, reconocidos
en sus países pero muy poco fuera, comenzaran a ser conocidas, leídas y reeditadas.
Casi que podría decirse que Cien años de soledad fue la caja mágica para que naciera
el llamado boom literario latinoamericano hasta llegar a ser reconocido como el más
importante fenómeno literario de un continente, en una época dada, que incidió en el
ámbito literario universal.
Aunque “toda comparación es odiosa”, como se lee en La Celestina (1499) de Fernando
de Rojas, son miles los ensayos, centenares las tesis de grado, decenas los libros que se
han escrito sobre Don Quijote, Hamlet, la Divina comedia, la Biblia, Madame Bovary, Ulises,
por solo citar una cuantas y valiosas obras de la literatura universal; lo mismo podemos
decir de Cien años de soledad porque sobre esta, como sucede con aquellas obras, nadie
ha dicho la última palabra y tampoco se dirá, porque las grandes obras no se agotan
ni se dejan asir con la interpretación de los lectores del momento por más agudas que
sean las explicaciones que se den. Son, Eco nos lo recuerda, “obras abiertas” que tienen
196
Augusto Escobar Mesa
Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, eISNN 2665-3273, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
la virtud de ser únicas, icónicas, irrepetibles, que no dependen de ningún lector ni de
una cultura particular, aunque recreen la suya. Así como fueron representativas para
los lectores de la época y el lugar que las vieron nacer, siguen vigentes para los lectores
de cualquier tiempo y cultura particular. Son obras epifánicas que tienen el poder de
la seducción porque siempre están hablando e interpelando a los lectores. Son obras
redondas a las que nada puede agregárseles, pero cada vez que se las lee, se abren y emi-
ten una luminosidad que encanta y es siempre cambiante. Celebrar cincuenta años de la
aparición de Cien años de soledad es recordar una obra que tiene un aliento de eternidad y
seguirá alimentando y regocijando el imaginario de sus lectores. García Márquez (2014),
con motivo del Nobel, se refirió a la descomunal pelea entre la ficción y la realidad:
[…] los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no
es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía
de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el
amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin
y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra (p. 213).
Pero quien mejor define este juego entre lo real y lo ficticio es Antonio Tabucchi (2014)
cuando, refiriéndose a lugares míticos como el Yoknapatawpha de Faulkner o el Macondo
de García Márquez, afirma: “Siempre he leído con admirado asombro a los escritores
que han inventado un mundo paralelo, una comarca imaginaria propia que coincide con
otra real y que, siendo idéntica a la real pero no siendo la real, es respecto a esta ajena
y diversa: es esa, pero sin serlo” (p. 234).
Referencias bibliográficas
Alegría, C. (1971). El mundo es ancho y ajeno. Buenos Aires: Losada.
Azuela, M. (1966). Los de abajo. México: Fondo de Cultura Económica.
Cortázar, J. (1971). Algunos aspectos del cuento. Cuadernos Hispanoamericanos 255, pp. 403-416.
Escobar Mesa, A. (1981). Imaginación y realidad en Cien años de soledad. Estudio fenomenológico del espacio,
el tiempo y el mito. Medellín: Pepe.
García Márquez, G. (1967). Cien años de soledad. Buenos Aires: Sudamericana.
García Márquez, G. (2014). La soledad de América Latina. Cuadernos Americanos 148, pp. 209-214.
Manrique Sabogal, W. (7 julio 2017). Vargas Llosa: “García Márquez funcionaba más como un artista”.
WMagazín, https://wmagazin.com/relatos/vargas-llosa-garcia-marquez-funcionaba-mas-como-un-ar-
tista/#el-lugar
Pinter, H. (febrero 2006). Arte, verdad y política. Casa del tiempo 85, pp. 21-27.
197Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352461
Cien años de soledad?
Poe, E. A. (1995). La unidad de impresión y El objetivo y la técnica del cuento. En L. Zavala (Comp.). Teorías
del cuento I. Teorías de los cuentistas (pp. 13-18). México: UNAM.
Rivera, J. E. (1946). La vorágine. Bogotá: ABC.
Rulfo, J. (1955). Pedro Páramo. México: Fondo de Cultura Económica.
Tabucchi, A. (2014). Voyages et autres voyages. París: Gallimard.