115Estudios dE LitEratura CoLombiana 54, enero-junio 2024, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.354060
Editores: Paula Andrea Marín Colorado,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 26.06.2023
Aprobado: 08.12.2023
Publicado: 31.01.2024
Copyright: ©2024 Estudios de Literatura Colombiana.
Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los
términos de la Licencia Creative Commons Atribución –
No comercial – Compartir igual 4.0 Internacional
* Artículo derivado de un libro en curso so-
bre archivos en el Boom latinoamericano.
Parte de la documentación utilizada en este
artículo fue obtenida durante una estancia
de investigación en la Biblioteca Firestone
de la Universidad de Princeton. Mi agrade-
cimiento a Friends of the Princeton Uni-
versity Library por otorgarme la beca que
hizo posible esa visita.
Cómo citar este artículo: Wong Cam-
pos, A. (2024). El destino epistolar de
García Márquez Estudios de Literatura
Colombiana 54, pp. 115-132.
DOI:
1
wongcampos@gmail.com
Universidad Nacional Mayor de San
Marcos, Perú
E l dEstino Epistolar dE G arcía
M árquEz
The Epistolary Destiny of García
Márquez
Augusto Wong Campos
Resumen: Mediante el acceso al epistolario de Gabriel García
Márquez entre 1961 y 1971, es posible ahora entender en qué
consiste lo que aquel llamó el destino de su “literatura episto-
lar”: una desmitologización tanto de su obra como de su bio-
grafía. Lejos de ser decepcionante, el resultado es una versión
en el género doble del testimonio y la “no ficción”, comple-
mentaria de historias y mitos en circulación permanente. Se
abordan tres mitos y su posible desmitificación: el del escritor
pauperizado, el de Cien años de soledad como generación espon-
tánea y el del autoproclamado antiintelectualismo del autor.
Palabras clave: Boom latinoamericano, Epistolarios, García
Márquez, Plinio Apuleyo Mendoza, Narrativa colombiana.
Abstract: Through access to the Gabriel García Márquez cor-
respondence between 1961 and 1971, it is now possible an un-
derstanding of what the author named the destiny of his “epis-
tolary literature”: that of the demythologization of his work
and his lifetime. Far from being dissappointing, the end result
is an adjacent version of myths and stories told over the de-
cades, a version in the double genre of testimony and nonfic-
tion. Three myths are intended to be dispelled: that of the pau-
perized writer, One Hundred Years of Solitude as a spontaneous
generation work and the self-proclaimed anti-intelectualism of
the author.
Keywords: Latin American Boom, Correspondence, García
Márquez, Plinio Apuleyo Mendoza, Colombian Fiction.
*
1
https://doi.org/10.17533/udea.
elc.354060
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Augusto Wong Campos
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Introducción
Las cartas enviadas y recibidas por correo postal fueron una necesidad intrínseca para
la conformación del Boom de la novela latinoamericana. Que Gabriel García Márquez
fue uno de los participantes más tenaces en los intercambios epistolares es un hecho
que solo ha podido conocerse en detalle en estos últimos años, gracias al levantamiento
de restricciones sobre cartas suyas o con la venta de estas a universidades. Sus inter-
cambios con tres de los colegas con los que García Márquez presidió el Boom (Julio
Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa) se han publicado en el libro Las cartas
del Boom (2023). El grueso de los materiales con que se construyó aquel libro está archi-
vado en la Firestone Library de la Universidad de Princeton. La Universidad de Texas
en Austin contribuyó a ese epistolario en una mínima proporción, pero conserva otro
conjunto importante de correspondencia: la que García Márquez envió a su compadre
y confidente, el escritor Plinio Apuleyo Mendoza, y a dos miembros del Grupo de Ba-
rranquilla, Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas. A partir de aquellos materiales
tanto publicados como inéditos, las siguientes páginas buscan reconstruir y comprender
lo que García Márquez llamó el destino de su “literatura epistolar”. Ese destino podría
dividirse de varios modos —lo biográfico, lo político, lo literario—, y aun subdividirse
en otros tantos más, pero en estas páginas solo nos ocuparemos de cómo su quehacer
literario pasó del radio colombiano al radio latinoamericano y cómo ese proceso se
transparenta en sus cartas éditas e inéditas.
El protagonismo de Gabriel García Márquez en el Boom de la novela latinoameri-
cana no necesita ninguna ratificación. Desde hace décadas, es conocimiento recibido
y propagado en escuelas y universidades, inscrito en enciclopedias mil y un dato que es
prácticamente subtítulo de su nombre junto al de Premio Nobel. Pero en estos últimos
años el acceso público a sus cartas privadas ha hecho posible una mayor comprensión
de su quehacer y legado, al ratificar, matizar o desmentir muchos de los mitos, las ideas
y las posturas alrededor del Boom y de García Márquez como protagonista.
Ya hecho escritor célebre y asediado tras Cien años de soledad, en pleno tráfago
dedicado a escribir cartas privadas y públicas, García Márquez le escribe este co-
mentario irónico a Carlos Fuentes el 2 de noviembre de 1968: “por lo visto, nuestro
verdadero destino está en la literatura epistolar” (Cortázar, Fuentes, García Márquez
y Vargas Llosa, 2023, p. 277). La ironía se ha convertido en profecía autocumplida en el
siglo xxi, gracias a su correspondencia repartida en repositorios universitarios. García
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El destino epistolar de García Márquez
Márquez como personaje y obra no es explicable solo como destino individual sino
comunitario, miembro de una literatura que empezó en un radio colombiano durante
la década de 1950 para extenderse y consolidarse en un radio latinoamericano en la
década siguiente. Lo que podríamos sintetizar como su “destino epistolar” completa
cuanto faltaba a su obra y a la comprensión de su vida, no para contradecirla sino
para enriquecerla, añadiéndole capas de realidad testimonial que, lejos de cerrar dis-
cusiones, abre otras tantas. Una de ellas, la de contribuir a desmitologizar el contexto
de producción de sus libros para entenderlos mejor, es de cuanto me ocuparé en las
siguientes páginas, en especial respecto a su obra entre fines de los años 50 y mediados
de los 70, es decir, entre la publicación de El coronel no tiene quien le escriba y El otoño del
patriarca. Podrá apreciarse que su interés en la divulgación, recepción y traducción de
estos libros y de su propia imagen como figura literaria fue, menos que un accidente,
el resultado de una ingente labor de alianzas amicales y literarias, mediatizadas por
la comunicación epistolar.
El mito del escritor pobre: 1961-1964
Desde que nació en 1927 y hasta que cumplió 28 años, García Márquez había vivido en
distintas ciudades de Colombia y se había labrado fama de columnista y reportero en
diarios de Cartagena, Barranquilla y Bogotá. Su éxito en esta labor hizo que el diario El
Espectador lo enviase en 1955 como su corresponsal estrella a Europa, y desde entonces
no volvería más a residir en su país de modo permanente.
Son años clave en la formación de García Márquez. Tras su partida del país en
1955 y hasta el año 1961 en que empieza su epistolario superviviente dirigido a amigos
colombianos, García Márquez había peregrinado por diversas ciudades de Europa, la
urss, Venezuela, Cuba y Estados Unidos, por motivos de trabajo o por curiosidad o
por ambos a la vez. Era autor además de cuentos publicados en la prensa con alguno
ganador de un premio municipal, y de dos novelas de poca extensión, La hojarasca y El
coronel no tiene quien le escriba, que habían tenido buena recepción local entre entendidos
pero poca resonancia fuera del país.
En el exterior, García Márquez ejerció a fondo la comunicación epistolar. Lo que
ha sobrevivido de esas cartas consiste de lo siguiente: 48 al escritor y periodista Plinio
Apuleyo Mendoza, 25 a Álvaro Cepeda Samudio y 10 a Germán Vargas, fechadas entre
1961 y mediados de la década de 1970.
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El contenido de las cartas a sus amigos del Grupo de Barranquilla, Cepeda Samudio
y Vargas es, en general, expeditivo, pero contribuye en ocasiones de modo decisivo a
completar vacíos de datos y opiniones de la época. Sin embargo, son las 48 cartas de García
Márquez a Mendoza las que revelan mejor las experiencias de García Márquez en sus
considerados años de oscuridad —es decir, en los que no escribió literatura constante y,
según la leyenda, hasta pensaba abandonarla—, entre 1961 y 1964. Con Mendoza, García
Márquez no se frena: una docena de esas cartas son verdaderos reportes testimoniales
de cuatro a siete páginas. Gracias a las cartas a esos tres corresponsales, podemos ras-
trear el camino de García Márquez en sus propias palabras hasta su primera aparición,
en 1965, en la correspondencia ya publicada titulada Las cartas del Boom. Mendoza es el
epítome de lo que, en la introducción a aquel libro, se describe como “corresponsales
a veces más íntimos y en algunos casos más constantes que sus compañeros del Boom”
(Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, 2023, p. 19).
Tras discusiones y decepciones en su empleo como periodista de Prensa Latina, la
agencia de noticias de la reciente Revolución cubana, que lo había llevado por Bogotá,
La Habana y Nueva York, García Márquez renuncia y el 26 de junio de 1961 llega a
Ciudad de México. A Cepeda le comenta sobre su búsqueda de trabajo el 23 de mayo de
1961: “Quién sabe de qué carajo, porque lo que es de periodismo ya me corté la coleta.
Será de intelectual” (García Márquez, s.f.a, s.p.).
Así ocurrió, poniéndose en contacto con amigos residentes en México mientras
arreglaba sus papeles para conseguir un empleo estable. Tras visitar a Fernando Benítez,
entonces director de México en la Cultura, escribe para este suplemento una nota —que
ha llegado a ser célebre— sobre el suicidio de Ernest Hemingway. A Mendoza le escribe
el 10 de junio de 1961:
Hice una nota breve, teniendo el brazo muy frío para este género de cosas, y aunque a mí no me gustó
nada, a ellos parece que les gustó y la echaron muy bien. Parece que eso fue una suerte, pues hay mucha
gente que llega y se pasa años esperando que le publiquen algo en el suplemento.
Este hecho me ha convertido, por ahora, en los cenáculos literarios, en “el tipo que escribió la nota
sobre Hemingway”, y me está sirviendo de carta de presentación (García Márquez, s.f.d, s.p.).
Un mes después, el 9 de agosto de 1961, le confirma que “ya soy amigote de ‘la crema
de la intelectualidad’”. Contratado por Max Aub, escribe y conduce 32 charlas sobre
literatura colombiana en un programa radial de la unam: “son un desarrollo en detalle
de mi tesis en Acción Liberal, pero con un nuevo matiz: la literatura colombiana ha sido
un reflejo fiel de la clase dirigente. Échale cabeza y verás que acomoda perfectamente”
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El destino epistolar de García Márquez
(García Márquez, s.f.d, s.p.). Esto es, se propuso una ampliación de un manifiesto ar-
tístico que había publicado poco antes, el titulado “La literatura colombiana, un fraude
a la nación” (1960). Siete meses después, el 20 de marzo de 1962, le comenta a Cepeda
esa experiencia: “El programa de literatura colombiana en la universidad terminó apo-
teósicamente, con una lectura a tres voces de ‘Los soldaditos’. Todos los sabiecitos de
aquí, empezando por los tres actores que lo leyeron, están esperando la novela” (García
Márquez, s.f.a, s.p.). La novela se publicó ese mismo año con el título de La casa grande. 1
En lo inmediato, sin embargo, sus tratos con los intelectuales no le dieron el sus-
tento diario que necesitaba para sí mismo, su esposa, su hijo y otro más que nacería
en abril de 1962. Para eso, al mismo tiempo que su programa radial, en septiembre de
1961 obtuvo un puesto bien asalariado de “asesor técnico y consejero editorial de la
dirección general” en dos revistas de contenido doméstico, Sucesos y La Familia. A Ce-
peda le confiesa el 20 de marzo de 1962 que, puesto que el dueño de esas publicaciones
era el exitoso productor cinematográfico Gustavo Alatriste, el trabajo de revistero es
“lo que tenía que ser: un pretexto para acercarme al cine” (García Márquez, s.f.a, s.p.).
Tomó la precaución de que su nombre no apareciera en los créditos de aquellas revistas
sin valor cultural pero, con las finanzas estables gracias a ellas, le escribe alborozado
a Mendoza el 4 de abril de 1962: “He vuelto a leer como en los buenos tiempos —y
en especial todo lo relacionado con la Revolución mexicana— y a escribir como en los
buenos tiempos, cuentos fantásticos de los cuales no estoy todavía muy seguro” (García
Márquez, s.f.d, s.p.).
Menos de seis meses después, la situación económica boyante en las revistas había
tenido el efecto paradójico de empantanar su oficio de narrador. En una carta sin fecha,
de alrededor de septiembre de 1962, escribe:
Como puedes imaginar, no estoy escribiendo nada. Hacía como dos meses que no destapaba la máquina
de escribir. No sé por dónde empezar, y me preocupa la idea de que, al fin y al cabo, ni volveré a es-
cribir nada ni llegaré a ser rico. Nada compadre: estoy bastante jodido, víctima de la buena situación
(García Márquez, s.f.d, s.p.).
Ocho meses después, su suerte había cambiado: el productor Alatriste se dejó convencer
de las aptitudes de guionista de García Márquez, le hizo dejar las revistas y lo contrató
solo para desarrollarle historias. A Mendoza le dice el 17 de abril de 1963: “aquí me
1 La Fonoteca Alejandro Gómez Arias de Radio unam me informó, en junio de 2023, que no cuenta en su colec-
ción con grabaciones de estos programas. El primer capítulo de La casa grande se tituló al final “Los soldados”.
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Augusto Wong Campos
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tiene usted, compadre, convertido en esa cosa en que nadie creía: en un escritor pro-
fesional” (García Márquez, s.f.d, s.p.). Un escritor profesional pero de guiones de cine
en los cuales trabajaría siempre en tándem. Desde mayo de 1963 y durante el siguiente
año se dedicaría a trabajar en el guión de lo que sería Tiempo de morir (que trabajará con
Carlos Fuentes) y en “La Gloria Secreta”, que permanece inédito en los archivos del
coguionista Jaime Humberto Hermosillo. El cine sería una serie de ilusiones perdidas
o frustradas, de guiones varios que al filmarse no se plasmarían según sus sueños, como
Pedro Páramo o El gallo de oro, o que serían encarpetados para siempre.
Pero el dinero es otra historia y el comienzo de esa labor no fue decepcionante
como lo fue en el final. Sus reportes epistolares de 1963 hablan de un tiempo de bonan-
za económica que iba de la mano con una productividad creativa en cine y esperanzas
en literatura, una historia distinta del mito de pobreza y frustración permanentes que
circulan sobre este periodo. García Márquez se da el lujo de descartar una adaptación al
cine de su primera novela, La hojarasca, y, como le cuenta a Mendoza el 1 de septiembre
de 1963, “sigo sin hacer nada más que escribir, escribiendo cosas que me gustan, y con el
ojo puesto en Hollywood […]. Esta tranquilidad de espíritu me ha producido un cambio
que te sorprenderá: a las seis de la mañana estoy completamente despierto, trabajando
muy bien, y sin los trastornos nerviosos de antes” (García Márquez, s.f.d, s.p.).
Casi un año después, en su misiva del 1 de julio de 1964, la situación se mantiene
inmutable:
Ya tuve que hacer calendario para trabajar guiones de cine y creo que el año entrante, como el próximo
semestre, lo tengo resuelto en principio. Es un trabajo que me gusta, lo hago en la casa y no me distrae
de mis preocupaciones de la novela (García Márquez, s.f.d, s.p.).
La leyenda ha preferido dar crédito a quienes vieron ocasionalmente en ese 1964 a
García Márquez, como el crítico Emir Rodríguez Monegal (2003, p. 670) y el escritor
José Donoso (2021, p. 113), y han impuesto la historia de un escritor que tocaba fondo.
Antes del acceso a la correspondencia, la historia solo podía respaldarse en la memoria
y buena fe de testigos. Los recuerdos consiguieron así imponerse como lectura unívoca
y oficial no de un año sino del periodo entero. Para ejemplos de esto, escribe Mendoza
(1984) en sus memorias: “Después de nuestra experiencia cubana, habían llegado para
nosotros tiempos duros” (p. 108). Y en la misma página, sobre los años mexicanos:
“Aunque yo no fui testigo de aquella época suya […] uno adivinaba, entre líneas, la realidad
de apartamentos todavía con un par de sillas y camas plegables, de apuros de fin de
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El destino epistolar de García Márquez
mes, de trabajos irrisorios” (p. 108, subrayado mío). Solo de paso y sin querer admitirlo,
comenta luego que “él empezaba ya a navegar en una situación de prosperidad” (p. 110).
Collazos (1983) en su biografía menciona: “ha sido un escritor en crisis” (p. 117). Dasso
Saldívar (2014) transmite un testimonio de Álvaro Mutis: “él dijo por esa época que no
volvería a escribir y que se iba a dedicar solo a eso [al cine]” (p. 461). Gerald Martin
(2009) también sigue ese camino en la biografía canónica del colombiano: “a pesar de
que gozaba de una seguridad económica y una respetabilidad antes desconocidas, tras
la cordialidad impostada García Márquez cada vez se sentía más infeliz. Duele verlo en
las fotografías de este periodo: irradia tensión y estrés” (p. 330, subrayado mío).
Es una batalla entre los recuerdos de testigos y el documento más inmediato de un
epistolario. El propio García Márquez parecía más interesado en reportar el final de su
experiencia en el cine que el viaje entero. En 1972 afirmaba:
Nada de lo que hacía en las películas era realmente mío. Fue una colaboración en que se incorporaban
las ideas de todos: las del director, las de los actores. Estaba muy limitado en lo que podía hacer y pude
apreciar entonces que, en la novela, el escritor tiene un control completo (García Márquez, 2001, p. 578).
Lo que parece más verosímil es que no habría por qué considerar falsos uno ni otro
punto de vista: como en los años posteriores a Cien años de soledad, García Márquez
alternaría momentos de “brazo caliente” y “brazo frío”, de euforia y de desaliento
intermitentes en su trabajo creador. Abreviar su trayectoria de estos años a un solo
círculo depresivo es simplificar cuatro o cinco años en que García Márquez estaba más
bien construyéndose como escritor latinoamericano con altos y bajos: de un lado, su
testimonio epistolar está lejos de ser la historia de un hombre con apuros económicos
inclementes que apostó a Cien años de soledad como su única tabla de salvación, y de
otro lado está también lejos de la de un hombre rico en lo económico y miserable en lo
literario, muy contradicho en sus cartas por las frecuentes menciones a traducciones y
adaptaciones al cine de sus libros.
Las traducciones de García Márquez, por ejemplo, no son una historia que empiece
con Cien años de soledad. Desde que, en 1962, Carmen Balcells empezó a representarlo en
el rubro de lenguas extranjeras, es evidente que cuanto ella le escribía era un surtidor
de buenas noticias que hacían un contrapunto balsámico a cualquier contratiempo de
García Márquez en el cine o en el avance de sus proyectos literarios. Sus cartas a Men-
doza hacen frecuente mención de traducciones en proceso o en proyecto: El coronel…
en francés y en italiano en las cartas de noviembre de 1962, del 17 de abril de 1963 y
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del 1 de julio de 1964; La mala hora en italiano en la de noviembre de 1962, en inglés
en la del 1 de julio de 1964, y el 8 de diciembre de 1963 hace este comentario que no
deja lugar a dudas: “ya firmé contrato con Julliard para La mala hora (Ce village de merde)
y se vendieron opciones del Coronel para traducción al alemán y para todos los libros a
Mondadori, en italiano. ¿De qué puedo quejarme?” (García Márquez, s.f.d, s.p.).
Frente a estos testimonios epistolares, es preferible encontrarle el punto medio
al acercarse a esos años, y, en la línea de lo que dice en el mismo libro Gerald Martin
(2009, p. 330) o luego Santana-Acuña (2020, p. 120), señalar que lo que buscaba García
Márquez entonces era más bien algo que no había intentado y que por ende lo hacía
padecer: una novela con las dimensiones de las que publicaban Carpentier y sus colegas
de lo que se llamaría, desde 1966, el Boom.
El mito de la generación espontánea: 1965-1966
Para mediados de 1965, el deterioro de la industria del cine y sus despilfarros que no se
concretaban acabarían por desmoralizarlo, pero para entonces ya estaba embarcado y
zarpando en el trabajo aplazado de Cien años de soledad.2 Su correspondencia intensa con
Carlos Fuentes, el gran factótum del Boom de la novela latinoamericana, y quien junto
a Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa firman el epistolario a cuatro voces titulado Las
cartas del Boom, nos ayuda a disipar dudas sobre cómo el novelista colombiano cimentó
su posición, una vez que alcanzó la estabilidad y hasta bonanza económica que comparte
en sus cartas a Mendoza y Cepeda.
Gracias a Las cartas del Boom, puede decirse con fundamento que el Boom tiene un
padre fundador, el mexicano Carlos Fuentes, y un orden cronológico cuyo punto de
arranque puede situarse en 1964. Si se conocían de paso desde que García Márquez se
estableció en México, solo afianzaron su amistad en el trabajo conjunto del guión de
El gallo de oro, y luego con el guión de Tiempo de morir. La primera mención que hace
Fuentes de García Márquez en Las cartas del Boom está en el lugar más significativo, en la
carta del 29 de febrero de 1964 donde Fuentes le explica a Mario Vargas Llosa que son
cuatro las novelas más importantes que ha leído en los últimos meses y que piensa escribir
sobre ellas: previsibles eran El siglo de las luces, La ciudad y los perros y Rayuela; la novela
impredecible que añadió a ellas fue El coronel no tiene quien le escriba (Cortázar, Fuentes,
2 En carta a Mendoza del 27 de junio de 1966, le informa que el cine mexicano se encuentra en “una crisis muy
compleja” pero tenía ahorros suficientes para terminar la novela.
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El destino epistolar de García Márquez
García Márquez y Vargas Llosa, 2023, p. 81). Es prueba contundente de la amistad que
ya unía a Fuentes y García Márquez, además de una presciencia increíble puesto que
El coronel… no contaba con las características de las otras novelas al no ser de ambición
totalizante (era como destacar Aura en vez de La muerte de Artemio Cruz), además de no
ser El coronel… una novela reciente sino de varios años antes, que Fuentes destacaba como
del año anterior amparado en que acababa de reeditarse en México (noviembre de 1963).
Fuentes (1964) habría de explicitar estas ideas más allá de una carta unos meses
después, en un texto —un acta de fundación— que publicó en las páginas de La Cultura
en México con el título “La nueva novela latinoamericana. Señores no se engañen, los
viejos han muerto: viven Vargas Llosa, Cortázar, Carpentier”. El texto contiene, además
de estudios sobre los mencionados en el título, una extensa mención a las obras com-
pletas de García Márquez que hace válida la suposición de que solo la había leído en
fecha reciente —o releído con más atención, que sería lo mismo—, bajo el contexto de
lo que llamaba “la nueva novela latinoamericana” (p. i), que dos años después empezaría
a popularizarse con el nombre de Boom. Esta serie de acontecimientos es relevante por
cuanto muestra que García Márquez no era un improvisado en ese marco, y que Cien
años de soledad es, lejos del rapto de la inspiración de un momento, una consecuencia de
años de trabajo y reflexión con intelectuales amigos. Curiosamente, ocurrían en el mismo
1964 en que Monegal y Donoso veían a García Márquez como “un hombre torturado”.
El 1 de julio de 1964, García Márquez le demuestra a su compadre Mendoza que
ha tenido conversaciones con Fuentes, al enumerarle los mismos libros que Fuentes
promovía en cartas y manifiesto pero cambiando en su lista (nobleza obliga) El coronel…
por La muerte de Artemio Cruz. “La idea es que los novelistas latinoamericanos, preci-
samente por no tener la preocupación de sus mercados, como ocurre a los europeos y
gringos, son los únicos que escriben lo que les da la gana”(García Márquez, s.f.d, s.p.).
Mendoza no está convencido, sin embargo, de que esas novelas sean de una calidad
pareja. El objeto de su crítica es Rayuela de Cortázar y aunque se han perdido los tér-
minos exactos de lo que dijo, se conserva la réplica de García Márquez, sin fecha, de
alrededor de octubre de 1964:
De acuerdo con lo que me dices de Rayuela. Carpentier y Vargas Llosa tienen el hígado mejor puesto.
Pero la tesis es que las tres novelas, publicadas en un mismo año, fueron algo así como lo mejor que se
publicó en el mundo […]. Ahora tenemos agallas: estamos disparando proyectiles de largo alcance,
que dan en el blanco, como lo hicieron Carpentier y Vargas Llosa, o que no dan, como le sucedió a
Cortázar (García Márquez, s.f.d, s.p.).
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Es decir, ese desnivel era irrelevante frente a la ambición de estos nuevos novelistas y
lo que venían consiguiendo por ese camino. Era el camino que García Márquez desea-
ba seguir desde su primer manuscrito de novela, el llamado “La casa”, y para el que el
fenómeno del Boom abría perspectivas de una buena recepción.
En octubre de 1965, Carlos Fuentes se mudó de México a Europa, donde perma-
necería hasta enero de 1969. Ello permitió que la comunicación entre él y García Már-
quez, hasta entonces basada en encuentros personales de “pachangas dominicales”, se
espaciara, pero permitió en cambio que hoy contemos con una muestra minuciosa de
esos diálogos en la forma de una serie de cartas que García Márquez le escribió desde
México durante los meses de redacción y publicación de Cien años de soledad.
La primera aparición de García Márquez en Las cartas del Boom es el 30 de octubre
de 1965 (Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, 2023, p. 112) y en ella le
anuncia, entre otras cosas, el título de su obra maestra. Si bien Fuentes “fue capaz de
guiar y preparar al colombiano, aún inexperto y vacilante, para el papel que le tocaría
desempeñar en el vastísimo drama latinoamericano” (Martin, 2009, p. 329), al mismo
tiempo ambos estaban en carriles distintos de su desarrollo. En 1965, Fuentes estaba de
vuelta de la gloria y del tipo de literatura que García Márquez aún estaba persiguiendo.
¿Cuál era ese “tipo de literatura”? García Márquez buscaba tender todos los puentes hacia
el lector, que le había sido esquivo y se reducía a un público selecto pero minoritario;
Fuentes, después de conseguir cruzar todos esos puentes con sus primeros cuentos y
novelas hasta 1962, buscaba romperlos todos, inventándose unos nuevos, desafiando
al lector a seguirlo en otro tipo de experiencias, distintas de las que por costumbre
otorgaba la “novela burguesa” que por esos años se declaraba “en vías de extinción” (el
asunto ocupa varios párrafos de su texto de 1964). Santana-Acuña (2020, p. 153) lo ha
explicado con exhaustividad si bien a veces de modo algo determinista: García Márquez
tomó conciencia de que su obra solo podría cristalizar de acuerdo con sus deseos con
una novela de las dimensiones de La región más transparente o La muerte de Artemio Cruz.
Unas dimensiones tanto demográficas (personajes cuyo número balzaciano compitiera
con el registro civil), cartográficas (la mayor conquista del espacio terrestre) y formales
(una técnica y una estructura que se ofrecieran nuevas como consigna). Hasta 1965, la
obra de García Márquez era la profundización de una vertiente más bien clásica de lo
fantástico o de lo rabelesiano, y él era plenamente consciente de ello, como señala a
Mendoza el 4 de abril de 1962, al referirse como “cuentos fantásticos” a lo que sería
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El destino epistolar de García Márquez
años después —en 1972— La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela
desalmada. Los cuentos de “El mar del tiempo perdido” y “Los funerales de la Mamá
Grande” apuntan hacia Cien años de soledad pero son un modelo a escala de esta novela, y
aunque merecerían hoy incluso ser defendidas como obras maestras por derecho propio,
lo que consolidaba a un narrador en la década de 1960 era un factor no solo cualitativo
sino cuantitativo, es decir: solo una novela de las dimensiones descritas tenía, si no la
certeza, al menos las mejores opciones de darle la proyección y notoriedad que deseaba.
Después de sus libros de 1962, Fuentes recorrió el camino inverso: su narrativa se
circunscribió a la dramatización de teorías en boga (ideas de Lévi-Strauss, Foucault,
Octavio Paz), construyéndose más sobre ideas que sobre emociones, lo que como
resultado más notorio lo despojó de ese lector popular que lo siguió hasta La muerte
de Artemio Cruz. El éxito de Fuentes hasta 1962 lo alcanzó García Márquez en 1967,
pero es sabido que ese clímax lo complació tanto como lo desafió —el mismo caso de
Fuentes—, y pasó los siguientes ocho años tratando de escribir una novela en sentido
opuesto a la que le dio ese éxito. Se lo reportó así a tres amigos epistolares. A Vargas
Llosa el 12 de noviembre de 1968: “Me parece que mi próxima novela será víctima del
éxito de la anterior. La estoy haciendo deliberadamente hermética, densa, compleja,
para que solamente la soporten quienes se hayan tomado el trabajo previo de aprender
literatura, es decir, nosotros mismos y unos pocos amigos” (Cortázar, Fuentes, García
Márquez y Vargas Llosa, 2023, p. 282). A Mendoza en carta sin fecha, alrededor del
verano de 1970: “quiero darme el lujo de no publicarlo mientras no lo hayamos es-
cudriñado y discutido mucho entre muy pocos amigos. De todos modos, no será un
libro de gran público” (García Márquez, s.f.d, s.p.). A Germán Vargas el 14 de julio
de 1970: “Es algo muy distinto de todo lo anterior, que va a defraudar a los lectores
noveleros de los libros anteriores, pero que no me hará quedar mal con mis amigos”
(García Márquez, s.f.b, s.p.).
Así es que, si García Márquez y Fuentes hicieron búsquedas literarias por caminos
a ritmos distintos en los años 60, después coincidirían en que no tenían que perseguir
al lector sino exigirle a este que los persiguiera a ellos en sus propias búsquedas, sin
importar cuán solipsistas fuesen estas. Las novelas resultantes, Terra nostra y El otoño
del patriarca (ambas de 1975), tienen más de manifiestos que de narraciones, son más
“casos de estudio” que novelas para leer compulsivamente. Consolidadas como placeres
de happy few, sus cualidades están inmersas en la plástica, en el verbo como objeto que
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exige detenimiento y reflexión, que se niega a la impulsividad comunicante de novelas
previas suyas que representaban experiencias más familiares.
El desvío que hemos tomado para describir los caminos de García Márquez y Fuentes
hasta los años 70 tiene un propósito desmitificador: si se creó el mito de que García
Márquez por generación espontánea había escrito una novela de importancia, fomentada
por el propio autor con la historia de una epifanía en la carretera a Acapulco, luego
él mismo quiso contrarrestar la impresión de que era autor de una sola novela con un
resto prescindible. Lo que deseaban tanto Fuentes como él, entonces, no era una obra
que fuese repetición sino continuidad. Cien años de soledad en ese marco no podía ser
un objeto de generación espontánea, un eslabón perdido, sino un libro encadenado a
una obra anterior y posterior.
El mito del antiintelectual: 1967-1971
La discusión intelectual con citas cultas e ideas elaboradas, el hombre encerrado en su
gabinete de corcho… nada de eso se asocia a García Márquez. Porque su agente, la pro-
videncial Carmen Balcells, decía que era un genio. Un artesano que aprendió a hacerlo
todo a mano sin estudiar ni asistir a clases. El salto de esa caracterización a declararlo
un antiintelectual tomaba apenas un paso y es un rol que le encantaba jugar al propio
García Márquez, como le confesó a Vargas Llosa el 21 de octubre de 1969: “una de mis
diversiones más sanas es confundir a la posteridad con los datos más contradictorios,
y utilizo como instrumento a los periodistas” (Cortázar, Fuentes, García Márquez y
Vargas Llosa, 2023, p. 313).
Desde que escribió las setecientas páginas de García Márquez: historia de un deicidio,
nunca dejó Mario Vargas Llosa (1971) de señalar la cualidad antiintelectual del colom-
biano: “Su inteligencia, su cultura, su sensibilidad tienen un curiosísimo sello específico
y concreto, hacen gala de antiintelectualismo, son rabiosamente antiabstractas” (p. 81).
Bien entrado el siglo xxi, su opinión se mantuvo invariable y hasta organizaba eventos
para difundirla: “no era un intelectual, funcionaba más como un artista, como un poeta,
no estaba en condiciones de explicar intelectualmente el enorme talento que tenía para
escribir. Funcionaba a base de intuición, instinto, pálpito” (Vargas Llosa, 2017, s.p.).
La opinión de Vargas Llosa adquiere relevancia a la hora de discutir el intelectua-
lismo de García Márquez porque si este se consideraba “cónsul personal” de Fuentes
(Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, 2023, p. 211), desde 1967 Vargas
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El destino epistolar de García Márquez
Llosa haría todos los méritos para ser procónsul de García Márquez hasta el extremo
de convertirse en el autor de la primera biografía canónica y primer estudio crítico
canónico. La correspondencia entre ambos no hace sino ratificar que su relación era
de orden intelectual.
Los años más intensos entre el colombiano y el peruano van de 1966 a 1971. Las
cartas que han sobrevivido son solo las de García Márquez pero estas abundan en
reacciones al presumible entusiasmo y angustias de su contraparte peruana respecto a
ideas, proyectos y experiencias en común. Son comunicaciones que se entrelazan a la
perfección con las que García Márquez tiene con Fuentes porque comparten las mismas
coordenadas del oficio y el mismo destino. García Márquez no solo acepta ideas de
Vargas Llosa, las propone o converge con ellas.
Es cierto que García Márquez evadía las reuniones de intelectuales: se perdió de
varias que hicieron cierto ruido y a las que estuvo invitado, como la de noviembre de
1964 en Chichen Itzá, el del pen Club en Nueva York de junio de 1966 y el Segundo
Congreso Latinoamericano de Escritores en México de marzo de 1967. Sin embargo, no
dejaba de discutir las consecuencias de cada uno de estos encuentros en su correspon-
dencia o en reuniones fuera de ellos, y del último mencionado comentaría a Mendoza
el 17 de marzo de 1967:
[…] al margen del congreso, me he estado viendo con mucha gente: el poeta Guillén, igualito a como
lo dejaste en el Grand Saint Michel; Fernández Retamar, Carpentier, Otero Silva, Ángel Rama, Mario
Benedetti, Juan Liscano y otros más que ahora no recuerdo. Hemos pasado muy buenos ratos y yo
me he llevado la sorpresa de que mis libros se están leyendo en América. Todos los conocen. Aparte
de estas agradables borracheras, creo que nada se sacará de este congreso ni de ningún otro: todos
tienen la tendencia a lograr la unidad de los escritores por encima de las ideologías políticas, es decir:
la apolitización del escritor, y este es el peor negocio que podemos hacer en un continente donde los
mejores escritores son de izquierda (García Márquez, s.f.d, s.p.).
Otra era sin embargo su posición frente a los encuentros universitarios. El que se dividió
en dos días en la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, en septiembre de 1967,
de García Márquez con Vargas Llosa —quien a mediados de 1966 acababa de empezar a
trabajar como profesor en el King’s College de Londres— venía preparándose desde un
año antes, con el escritor colombiano como el primer interesado y con la Universidad
Nacional de Colombia, en Bogotá, como posible sede de una serie de conferencias
(Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, 2023, p. 156). A Mendoza, el 24 de
agosto de 1966, le explicó la importancia que tenía para él el medio universitario: “el
caso es que la universidad, que nunca me había interesado, me llama más la atención,
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y me preocupa, a medida que me vuelvo viejo. Necesito, eso sí, preparar un cañonazo:
algo que levante roncha” (García Márquez, s.f.d, s.p.).
Su entusiasmo con los eventos académicos se iría apagando. Pueden rastrearse
algunos eventos que mermarían ese entusiasmo: la publicación casi sin su permiso
de su diálogo público con Vargas Llosa en Lima, el robo de cartas suyas por parte de
universitarios en 1967, la decepción por la traición obrera a los universitarios franceses
durante Mayo del 68, los ecos de un acoso que padecieron Cortázar y Vargas Llosa en
la Cité Universitaire de París en abril 1970… Los universitarios pasarían a sus ojos, de
ser su objeto del deseo, aliados suyos, a un público al que temer, y con quienes tendría
en lo sucesivo una relación cautelosa.
En 1971 tuvo dos pruebas de fuego con ellos. En abril, tras el primer manifiesto
contra la encarcelación del poeta Heberto Padilla en Cuba, Mendoza firmó a nombre
de García Márquez ante la ausencia de este de Europa; García Márquez hizo pública
esa firma no consentida pues no estaba de acuerdo con los términos y se lo explicó en
carta a Mendoza desde el Caribe, el 17 de abril de 1971:
[…] los firmantes habituales de esos telegramas de protesta escritos en el Quartier Latin somos el
hazmerreír de las universidades latinoamericanas […]. Y se refieren, en especial, a uno que mandamos
al gobierno venezolano en favor de alguien que en realidad no estuvo preso nunca. ¡Si vieras cómo se
burlan de eso los venezolanos!
Ponte en mi lugar en relación con la carta sobre Padilla: al ver que yo la firmaba, los universitarios,
intelectuales y demás, han venido a pedirme información sobre el caso, pues suponen que yo tengo
mucha. Si no —piensan— no hubiera firmado. He tenido que hacer toda clase de maromas para no
quedar como un pendejo (García Márquez, s.f.d, s.p.).
Podría especularse que los universitarios eran su público prioritario entonces, si se con-
sidera además que en junio de ese mismo año aceptó el único doctorado honoris causa de
las decenas que le ofrecerían en las décadas siguientes, el de la Universidad de Columbia.
Según él, se preguntó “¿Qué hago yo en una academia de letrados con toga y birrete?” y
admitió que “ahora me alegra muchísimo no solo el haberlo aceptado, sino que además
sea para mi país y para la América Latina” (Guibert, 1973, p. 336). Ejercería el mismo
criterio al recibir el Premio Nobel, tras el cual tampoco aceptó ningún premio más.
Su posición frente a la mayor tentación del escritor, los oropeles, merecería re-
conocerse por sí misma como un triunfo de su carácter intelectual. Era una posición
bien meditada y expresada en distintos momentos de su epistolario. Una copia de una
carta a su editor y traductor en Seuil, Claude Durand —a propósito del premio a la
mejor novela extranjera a Cien años de soledad, 20 de enero de 1970—, ha sobrevivido en
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El destino epistolar de García Márquez
las cartas que vendió Mendoza y allí declara casi un lema: “Pienso que los escritores
estamos en el mundo solo para escribir, que no es decente que confundamos nuestra
obra con nuestra persona” (García Márquez, s.f.d, s.p.).
La misma regla intentaba extenderla a los escritores del porvenir. Al suspenderse
el premio Biblioteca Breve 1970, del que era jurado, sentencia en una carta a Mendoza,
alrededor de marzo de ese año:
La pausa no le viene mal al concurso: absolutamente todas las obras presentadas estaban escritas de
prisa para llegar a tiempo. Es el caso de un certamen que ha llegado a tener tanto prestigio que le está
ocasionando un grave perjuicio a los escritores nuevos (García Márquez, s.f.d, s.p.).
Tampoco se guardaba la autocrítica a haber cedido a tentaciones similares en el pasado,
como cuando recordaba su premio Esso en los términos menos halagadores. A Cepeda
el 25 de junio de 1969: “un concurso cuya gloria se funda precisamente en demostrar
que la novela colombiana es una mierda” (García Márquez, s.f.a, s.p.).
Se pasa demasiado por alto que García Márquez estaba lejos de ser un intruso en la
literatura más intelectual cuando entre sus interlocutores no solo estaba Carlos Fuen-
tes, autor de varias novelas eruditas, sino uno de los escritores latinoamericanos más
exigentes en ese sentido de cualquier tiempo, el argentino Julio Cortázar, además de
otro escritor argentino de nota: un —en apariencia— improbable interlocutor, Ricardo
Piglia (2019), quien ha dejado en sus diarios un recuento de pugilismo intelectual con
el colombiano en Buenos Aires, en 1967 (pp. 372-373). Podríamos continuar, pero la
discusión ameritaría mayor espacio.
Legado latente
En vida, García Márquez se esmeró en controlar cuanto se publicaba con su nombre.
El 7 de febrero de 1968 se espantaba y resignaba ante la publicación de su diálogo en la
UNI de Lima: “en el futuro me cuidaré mucho de no dejar estos hijos espurios flotando
por el mundo” (Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, 2023, p. 253). Más
tarde pediría disculpas por “las trampas a la fe” que se cometían en libros donde su
nombre aparecía como único autor de contenidos que eran en realidad multitautorales,
como El olor de la guayaba, una entrevista de Mendoza (García Márquez, 2003, p. 616).
La misma actitud controladora asumió con sus cartas. Le dijo a Mendoza: “El
descubrimiento de que mis cartas eran también una mercancía me causó una depre-
sión terrible, y nunca volví a escribirlas” (García Márquez y Mendoza, 1982, p. 126).
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Mendoza respetó esa tácita prohibición porque vendió las suyas a la Universidad de
Texas en Austin solo un año después de fallecido García Márquez, aunque ya les había
sacado el máximo provecho para un mismo libro de recuerdos editados hasta de cuatro
modos distintos (Mendoza, 1980; 2000; 2009; 2013), el último incluso transcribiendo
una decena —y alguna más— de las 48 cartas que recibió.
Nada de ello invalida que careciera de una conciencia de archivo epistolar. Es cierto
que, antes y después de la década de 1960, se encuentran posiciones más bien antagó-
nicas a esa preservación, como en la frase citada de 1982 o en esta de alrededor de 1957
a Guillermo Cano: “Las cartas privadas resultan ridículas cuando se publican” (García
Márquez, s.f.c, s.p.). Pero en los años 60, que fue su década epistolar, su posición fue
siempre de buen humor y de clara conciencia de que allí podía quedar más de una página
valiosa, cuando no algunos libros importantes para la historia y la literatura colombiana
y latinoamericana. A Fuentes, el 7 de diciembre de 1966, le dice: “Me acaba de llamar la
Macedonia para decirme que la carta que te escribí a través de ella no llegó a su destino.
Ya la encontrarán los arqueólogos cuando estén ordenando nuestras obras completas”
(p. 181). A Mendoza, sobre cartas robadas por universitarios en su cuarto de hotel de
Bogotá: “habían desaparecido mis cartas de Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes y otros
mafiosos. Nadie sino ellos pudo llevárselas. Me imagino que esto es lo que Schopen-
hauer llamaba la gloria” (9 de marzo de 1968). Cuando Fuentes le bromea que guarde
una carta suya “para la Universidad de Harvard” (Cortázar, Fuentes, García Márquez y
Vargas Llosa, 2023, p. 273), García Márquez le contesta en el mismo tono: “el autor de
esta carta certifica que ella es apócrifa, y no es por tanto vendible a Harvard” (p. 279).
Su hartazgo llega a fines de la década. A Mendoza, ante cartas que debe escribir
para declinar un cargo diplomático y una “ceremonia de coronación” en Francia, le
dice el 22 de enero de 1970: “Por lo visto, la vida se me irá en contestar mensajes”
(García Márquez, s.f.d, s.p.). Es probable que fuese en la década de 1970, acaso en la
mudanza/vuelta de Barcelona a México, que García Márquez y su esposa destruyeran
o terminaran de destruir lo que quedaba de su archivo epistolar, si es que este existía
como en 1967 le comentaba a Mendoza al perder parte (¿todo?) de aquel. Por suerte,
otros corresponsales además de Mendoza, como Fuentes y Vargas Llosa, conservaron
sus cartas y las archivaron en universidades. Los herederos de García Márquez han
interpretado la voluntad del autor de un modo consecuente: puesto que toda su obra
será alguna vez patrimonio de todos, no tiene sentido someter a restricciones inéditos
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El destino epistolar de García Márquez
o textos ocultos en hemerotecas que, de un modo o de otro, circularían en ediciones
piratas o como citas textuales en textos académicos y periodísticos. En la década de
1970 y 1980, fue una decisión que el propio autor tomó cuando permitió la recopilación
en libro de cuentos y artículos suyos sepultados en la prensa colombiana y venezolana.
El acceso al epistolario implica una desmitificación que no hace sino enriquecer la
obra de García Márquez. Una vez despejados los mitos —o al menos abierta la posibilidad
de discutirlos, si son inerradicables—, queda aquello del destino de su “literatura epis-
tolar” que, tomado en su sentido último, es uno solo: no referido al de García Márquez
como individuo creador sino como miembro de un conjunto de escritores de una gene-
ración. Una generación, la del Boom de la novela de los años sesenta, que, aunque larga,
cuenta con cuatro autores canónicos: Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez.
Son los nombres con sitios “en propiedad”, como reconocieron Donoso (2021, p. 128)
y, a regañadientes, Ángel Rama (1981, p. 83), quien los discutía escribiendo sin descanso
sobre ellos y carteándose con ellos. Es un destino en conjunto cuyo fin llegó a mediados
de la década de 1970 y que hoy, a pesar de encomiables iniciativas individuales y aun
editoriales, no ha podido retomarse o encarnar en otros escritores. El más resonante
de los últimos tiempos, Roberto Bolaño, brilla en una posteridad que es la del clásico
pero no el de la literatura haciéndose en un presente como en los tiempos del Boom.
Su presencia es el de una estrella distante y solitaria, sin pares y con muchos epígonos,
acaso porque la reunión de talentos y circunstancias no puede fabricarse, como tanto
se le acusó al Boom y su orquesta de por lo menos una docena de escritores.
Las cartas que escribió García Márquez nos dan el testimonio de su vida contada
por él mismo y así se convierten, del modo más vívido posible, en ese segundo tomo de
memorias que no consiguió escribir, el de sus años posteriores a 1955. El retrato está
lejos de resultar desangelado aunque los curas no leviten ni las bellas asciendan al cielo,
y más bien se inscribe en la veta realista que caracteriza varios de sus libros mayores, de
ficción como El coronel no tiene quien le escriba o periodísticos como Relato de un náufrago.
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