Traducción e historiografía en México: Nuestro ‘ser histórico’ a través de la cortina de hierro 1

 

Resumen:

Aunque la difusión del marxismo en México por medio de traducciones, sobre todo del inglés y del francés al español, puede rastrearse desde fines del siglo XIX, durante la Guerra Fría, las lenguas entre las que se traduce y los discursos que circulan junto con las traducciones se diversifican. Así, durante la primera mitad del siglo XX, periodo en el que florecieron las industrias editoriales latinoamericanas, ocuparon un lugar especial las traducciones de obras marxistas-leninistas que, publicadas bajo la égida de la Academia de las Ciencias de la Unión Soviética, difundieron su programa ideológico. En México, a partir de fines de los años treinta, el Fondo de Cultura Popular (FCP) se sumó a los esfuerzos internacionales de difusión cultural de la Unión Soviética. En este artículo analizaré la manera en que estas traducciones contribuyeron a reproducir ciertos discursos políticos e ideológicos. Tomando en cuenta, por una parte, los vínculos entre traducción y militancia, y por la otra, la instrumentalización a la que se somete la escritura de la historia, el artículo sugiere que estas traducciones escenifican las batallas políticas e ideológicas de la época, particularmente, en el terreno de la historiografía.

Palabras clave:

traducción, historiografía, Guerra Fría, marxismo soviético, Hispanoamérica, Alperovich, Ortega y Medina, Gregory Oswald


Abstract:

Although the translation of Marxist works in Mexico can be traced back to the end of 19th century, especially from French or English into Spanish, during the Cold War years the languages involved in these translation practices, as well as the discourses that went along with them, changed significantly. During the first half of the 20th century, a boom for many Latin American publishing houses, translations of Marxism-Leninism works published by the Academy of Sciences of the Soviet Union had an important role to play, that is, they disseminated and promoted the ideological agenda of the Soviet Union. In Mexico, at the end of the 1930s, Fondo de Cultura Popular (FCP) contributed to the international campaign for promoting Soviet publishers’ endeavors. In this article, I will examine the contribution of these translated works to the dissemination of ideological and political discourses. Considering, on the one hand, the relationship between translation and political agency, and on the other, the instrumentalization of the writing of history, I contend that these translations shed light on the ideological and political debates of the day, particularly on those taking place in the field of historiography.

Keywords:

Translation, historiography, Cold War, Soviet Marxism, Latin America, Alperovich, Ortega y Medina, Gregory Oswald

Résumé :

Bien que la diffusion du marxisme au Mexique, grâce aux traductions de l’anglais et du français vers l’espagnol, remonte à la fin du XIXe siècle, pendant la Guerre froide les langues parmi lesquelles on traduit, tout comme les discours circulant avec ces traductions se diversifient. Pendant la première moitié du XXe siècle, période où les maisons d’édition latino-américaines connaissent un grand essor, les traductions d’œuvres marxistes-léninistes occupent une place particulière. Les traductions, publiées sous l’égide de l’Académie des sciences de l’Union soviétique, en particulier, contribuent à diffuser son programme idéologique. C’est ainsi que dès la fin des années 1930, El Fondo de Cultura Popular (FCP), au Mexique, se joint aux efforts internationaux qui favorisent la diffusion culturelle de l’Union soviétique. Dans cet article, nous analyserons la manière dont ces traductions ont contribué à reproduire certains discours politiques et idéologiques. Prenant en compte, d’une part, les rapports entre traduction et militantisme, et d’autre part, l’instrumentalisation à laquelle est soumise l’écriture de l’histoire, nous proposons que ces traductions représentent les batailles politiques et idéologiques de l’époque, notamment dans le domaine de l’historiographie.

Mots-clés :

traduction, historiographie, Guerre froide, marxisme soviétique, Amérique latine, Alperovich, Ortega y Medina, Gregory Oswald


1. La cortina de hierro como frontera

El recurso a la traducción para la difusión de ideas a través de las fronteras lingüísticas y nacionales es en nuestros días un hecho consabido. Tan es así que, desde fines del siglo pasado, a la par de los estudiosos de la traducción, los estudiosos de la historia intelectual se interesan por las traducciones por su valor heurístico y documental, y dirigen sus esfuerzos a desempolvarlas para mostrarlas a la luz de sus contextos de producción; vinculándolas a las agendas culturales, políticas e ideológicas de sus productores.

Por una parte, desde la historia intelectual, Leonhard (2013) replantea la traducción como método de análisis y experiencia historiográfica. De acuerdo con el autor, integrar el factor traducción a la operación historiográfica permite abordar campos y grupos semánticos; construir una dimensión comparativa que se manifiesta sobre todo en las transferencias culturales y traducciones y, finalmente, examinar las zonas de intraducibilidad entre distintos vocabularios o tradiciones. Como ejercicio de importación y nivelación, las traducciones muestran que “en palabras lingüísticamente iguales o similares subyacen experiencias, intereses y expectativas fundamentalmente diferentes” (Leonhard, 2013, p., 387). De manera semejante, al dar cuenta de la transformación que llevó de la historia de las ideas a la historia intelectual, Grafton ha señalado cómo “hoy, los historiadores de las ideas consideran entre sus herramientas los métodos para el análisis formal de lenguajes, tradiciones y la intersección de campos lingüísticos y de contextos más amplios” (2006, p. 26). Ampliar de esta manera el repertorio de herramientas metodológicas también ha dado lugar a la tendencia conocida como “giro material” [material turn], el cual caracteriza a proyectos historiográficos “menos centrados en la lectura de los textos que en aquella de los objetos” (Ibid.). Entre estos objetos, el libro y su historia -y la de sus traducciones- se convierte en un punto de contacto para historiadores y estudiosos de la traducción. La coincidencia es posible porque en ambos campos de estudio podemos observar un interés cada vez menos centrado en los textos y más orientado hacia el examen de sus funciones y significados sociohistóricos. Al dotar a los documentos de una materialidad lingüística y cultural adicional, las traducciones se convierten, pues, en fuentes de la historia intelectual.

Por otra parte, además del interés que han dedicado a la historia de la traducción, los traductólogos también se han interesado por integrar las fronteras a la reflexión histórica, pues, sin excepción, las prácticas traductoras se sitúan en contextos fronterizos. Así, se ha subrayado su papel como puente entre culturas; como vehículos de importación y exportación de bienes simbólicos, pero también como espacios liminares en los que tienen lugar la negociación de conflictos y la producción de representaciones culturales. En ese sentido, Pym (1996) se ha referido a la traducción y a los traductores como fenómenos fronterizos, pues no solo suelen situarse en las fronteras, sino que son ellos mismos representantes del límite entre dos sistemas culturales. En otros términos, la presencia misma de los traductores puede interpretarse como un símbolo de otredad, pues solo se reconoce la necesidad de la traducción ante la falta de inteligibilidad que un “otro” representa. La figura del traductor es en sí una marca fronteriza desde la cual se articulan discursos y se construyen representaciones.

Sin dejar de lado la advertencia de Tymoczko (2003), según la cual la esencialización de la frontera como “tercer espacio” o “espacio intermedio” sitúa al traductor en un espacio de excepción y descontextualiza el resultado de su acción, me parece importante retomar la idea de la traducción y del traductor como fenómenos fronterizos, por la dimensión relacional que emerge, casi de manera inmediata, al adoptar esta perspectiva. En las relaciones múltiples en que se insertan las traducciones y los traductores se evidencia cómo su intervención contribuye a repensar las fronteras, no como límites territoriales fijos, sino como líneas provisionales, móviles e inestables; como “zonas de interacción” y “espacios dinámicos de conflicto” construidos social e históricamente (Alonso Araguás, 2012, p. 39). Desde esta perspectiva, los traductores desempeñan una doble función, pues son a la vez productos y productores de fronteras.

La cortina de hierro que se tendió entre los países del bloque comunista y los países capitalistas durante la Guerra Fría constituye uno de los casos paradigmáticos de la doble función de las traducciones y los traductores. El término mismo, cuyo primer significado teatral precede a la carga política e histórica que hoy transmite, se estabiliza en el discurso de Winston Churchill del 5 de marzo de 1946:

De Stettin en el mar Báltico a Trieste, en el Adriático, una cortina de hierro ha dividido al continente. Detrás de esa línea, quedan todas las capitales de los antiguos estados de Europa central y del Este. Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía; todas estas famosas ciudades y las poblaciones de su entorno quedan en lo que debo llamar la esfera soviética, y están sujetas, de una manera u otra, no solo a la influencia soviética sino a un grandísimo control, en muchos casos cada vez mayor, de Moscú (Churchill, 1946, mi traducción)2.

Además de anunciar oficialmente el comienzo de la Guerra Fría, el discurso de Churchill cumplió con la función de marcar una línea fronteriza que, a pesar de tener referencias geográficas precisas, no solo se definió a partir de estas. La mención de una “esfera de influencia soviética” dejaba la puerta abierta para que esta línea se trazara dondequiera que fuera necesario hacer frente a dicha influencia. Así, aunque geográficamente ambos bloques podían señalarse con claridad en los mapas, siempre cabía la posibilidad de que la oposición se reprodujera en coordenadas inusitadas del mapa geopolítico de la época, de manera tal que la oposición también dio lugar a procesos de semantización que produjeron representaciones tanto geográficas como ideológicas de ambos bloques.

Aunque los regímenes comunistas favorecieron la circulación internacional de obras que difundían y promovían la ideología soviética -una difusión que es difícil imaginar sin pensar en la traducción, pues el propio bloque soviético se constituyó sobre un universo pluricultural y heteroglósico- el papel de la traducción en la difusión de esta ideología ha sido poco estudiado (Popa, 2013). Tampoco se ha prestado suficiente atención a la intervención de los traductores en los procesos de semantización que, reproduciendo las respectivas representaciones discursivas, contribuyeron a fortalecer el límite entre ambos hemisferios.

Uno de los ejemplos más claros del papel desempeñado por la traducción y los traductores en dicho contexto es, tal vez, la fundación de las Ediciones Cooperativas de los Obreros Extranjeros en Moscú en 1931. Desde esta editorial, el régimen soviético promovió la traducción y difusión al español, entre otras lenguas, de obras inscritas en la línea del marxismo-leninismo (Filosofía en español). A esta iniciativa editorial se integraron durante sus respectivos exilios Wenceslao Roces y Vicente Pertegaz, reconocidos traductores del marxismo al español3. La labor de esta editorial se prolongó hasta bien entrados los años setenta, bajo el sello de Editorial Progreso, nombre que adoptó a partir de 1939. La circulación de estas traducciones alcanzó el ámbito hispanohablante latinoamericano, pues como el propio Roces relata, al exiliarse en México a partir de 1942 se encontró con muchas de ellas. Al reproducir un discurso marxista leninista más allá de los límites a los que el discurso de Churchill confinaba la esfera de influencia soviética, concretamente en el contexto latinoamericano, estas traducciones reprodujeron la cortina de hierro, desplazándola a otra geografía y contribuyendo a consolidar la presencia de los partidos comunistas locales y los esfuerzos de la URSS por extender su esfera de influencia en la región.

La revolución cubana de 1959 es otro de los acontecimientos históricos que contribuyó a dicho desplazamiento. También en este contexto puede observarse el papel de la traducción, en particular, a través de la política lingüística que el régimen revolucionario adoptó una vez instituido. Así, si en los años anteriores a la revolución, la educación pública incluyó la enseñanza del inglés como única lengua extranjera en sus programas de estudio, a partir de 1961, el ruso, el alemán y el francés compitieron con el inglés (Corona y García, 1996)4, con el fin de facilitar la cooperación con países “aliados” y de resistir la influencia de Estados Unidos. A pesar de que no siempre se alinearon con la ortodoxia soviética, las traducciones de la teoría crítica rusa al español, publicadas por Desiderio Navarro, en la revista Criterios, durante los años setenta también son muestra de ello (Colón Rodríguez, 2011). La prioridad otorgada a la traducción entre las lenguas de los países del bloque soviético y el español, así como la resistencia a una relación equivalente con el inglés, contribuyó a cerrar la cortina de hierro sobre la ventana a través de la cual Estados Unidos miraba hacia el Caribe.

Un estudio de la circulación y traducción al español de obras soviéticas en Latinoamérica está aún pendiente. Ante la imposibilidad de emprender un trabajo de tal magnitud en este espacio, estas páginas se proponen contribuir al tema, arrojando luz sobre el papel de algunas de estas traducciones en el debate historiográfico que, durante los años sesenta, opuso a historiadores situados a uno y otro lado de la cortina de hierro. Antes de abordar el tema, sin embargo, me parece necesario dedicar el siguiente apartado a situar las traducciones y el debate en el contexto de las relaciones ruso-mexicanas del siglo XX.

2. Traducción y militancia

La relación entre México y la Unión Soviética no carece de importancia hemisférica si recordamos que México fue el primer país del continente en dar reconocimiento diplomático a la Unión Soviética (Richardson, 1988). Para corresponder al gesto, la embajada soviética abrió sus puertas en el país en 1924 y, ese mismo año, se fundó la Sociedad de Amigos de la Unión Soviética. Como parte de sus actividades de representación diplomática, la embajada “ofrecía recepciones, proyectaba películas soviéticas recientes y subsidiaba a editores que desearan publicar traducciones de obras literarias rusas y soviéticas” (Ibid., p. 101). A su regreso a Moscú, en 1928, el ex embajador soviético Stanislav Stanislavovich Pestkovsky publicó Istoriia Mexikanskikh Revoliutsii y Agrany Vopros i Krestianskoe Dvizhenie v Meksike; el primero bajo el seudónimo de Andrei Volski y el segundo, bajo el de D. Ortega. El mismo año se tradujeron al ruso algunos fragmentos de Los de abajo de Mariano Azuela en la revista Vestnik Inostrannoi Literatury, y se publicaron dos volúmenes con la traducción de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. Además, la visita de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros a Moscú, también a fines de los años veinte, despertó la curiosidad de los intelectuales y artistas rusos por el país (Ibid.). Para los años sesenta el cuerpo diplomático soviético en México era el más numeroso después del de Estados Unidos (Schmitt, 1965).

Por su parte, el comunismo mexicano de la primera mitad del siglo XX fue un movimiento profundamente dividido. En ese periodo tres partidos adoptaron una perspectiva comunista: el Partido Socialista Obrero (1917), el Partido Comunista Mexicano (1919) y el Partido Obrero-Campesino Mexicano (1950). De estos, el Partido Comunista Mexicano (PCM) fue el más longevo, pues sobrevivió hasta 1981, fecha en la que se fusionó con otros grupos políticos para formar el Partido Mexicano Socialista. Durante los años veinte, por medio de Editorial Popular y de la publicación periódica El Machete, el PCM difundió entre los trabajadores lecturas que promovían una “educación marxista,” entre las que se encontraban, por ejemplo, los Principios del comunismo de Engels (Loyo, 1991). También desde el gobierno cardenista (1934-1940), una vez anulada la prohibición impuesta por Plutarco Elías Calles, se promovió la educación socialista y, por medio de la Secretaría de Educación Pública, se difundieron ampliamente impresos situados en esa línea. “Testigos de la época cuentan que el Departamento de Educación fue bombardeado con peticiones de material. Los escritos básicos de Marx, Lenin y Stalin fueron reproducidos por millares y repartidos en bibliotecas ambulantes que llegaban a lugares apartados” (Ibid., p. 179).

La relación entre la producción de estos impresos y las organizaciones que los promovían vincula estrechamente las tareas de traducción, edición e impresión a la militancia política. El vínculo entre militancia y traducción es un interés constante de los estudiosos de la traducción (Simon, 2005; Tymoczko, 2000 y 2010; Baker 2010), pues como lo ha señalado Tymoczko, la “parcialidad” que conduce a la acción política es una característica frecuente de las traducciones. De acuerdo con la autora, esta parcialidad no debe entenderse necesariamente como un defecto, pues permite que las traducciones y los traductores “participen de la dialéctica del poder, del proceso continuo de producción de un discurso político y de estrategias de cambio social” (2000, p. 24).

La motivación política de los traductores y de las iniciativas editoriales que hicieron posible la circulación de obras traducidas en la línea ideológica socialista está presente incluso en traducciones que preceden el contexto de las relaciones ruso-mexicanas. El Manifiesto comunista, por ejemplo, circulaba ya en 1884 en las páginas de El Socialista, publicación periódica con la que Plotino Rhodakanaty, figura clave del socialismo mexicano decimonónico, tuvo estrechos vínculos (Gil Villegas, 2001). Además, es importante señalar que con frecuencia muchas de las traducciones que circulan ya en el siglo XX en México fueron publicadas en España por la editorial Cenit (Vargas Lozano, 1984) o, a partir de los años treinta, por las Ediciones Cooperativas de los Obreros Extranjeros en Moscú, como mencioné anteriormente. El hecho de que Rafael Carrillo, secretario general del Partido Comunista Mexicano (PCM) durante los años veinte, haya dado cuenta de que, para hacerse con la traducción de Juan B. Justo del primer tomo de El capital, hubo de encargarse de que se la enviaran desde Argentina (Musacchio, 1982), evidencia tanto la estrecha relación entre traducción y militancia, como la circulación internacional de estas traducciones y su importancia para el movimiento comunista de la época.

A partir de los años cuarenta, Editorial Popular se convirtió en Fondo de Cultura Popular (FCP)5. En su ensayo sobre el comunismo mexicano de la primera mitad del siglo XX, Schmitt (1965) menciona a la editorial como uno de los órganos de propaganda del PCM. De acuerdo con el autor, el FCP distribuía también un boletín bibliográfico, Cultura Popular, que listaba traducciones y originales publicados en México y el extranjero, los cuales podían obtenerse en su librería. Además de las sucursales del entonces Distrito Federal (La Mercantil, Exposiciones Editoriales y Librería del Economista), el autor da cuenta de librerías en las ciudades de Guadalajara y Monterrey. Una referencia más sobre los vínculos entre las tareas editoriales y militantes puede encontrarse en el estudio de Rivera Mir (2016) sobre la Editorial América. De acuerdo con el autor, una red de editoriales, que incluía a Editorial Popular, Ediciones Fuente Cultural y a la propia Editorial América, diversificó las labores de propaganda y difusión del PCM, dirigiéndose a “públicos diferenciados,” al tiempo que compartía “prensas, traductores y originales”. Lo anterior puede también confirmarse en el colofón de muchos de los volúmenes del FCP, en los cuales se incluye la mención “impreso en los talleres de Editorial América.” A esta red editorial se sumaron las traducciones publicadas posteriormente por Ediciones Los Insurgentes, Dialéctica, Grijalbo y Joaquín Mortiz.

Conviene detenernos un poco más en las publicaciones del FCP, puesto que entre ellas se encuentran traducciones importantes para el presente estudio. El catálogo incluía tanto los estatutos del Partido Comunista Mexicano y algunas obras de sus miembros, como traducciones de autores soviéticos o inscritos en la perspectiva socialista soviética6. En cuanto a las traducciones se refiere, estas pusieron en circulación en español obras del pensamiento filosófico y político soviético como Marxismo y revisionismo, de Lenin (1958), o El desarrollo de la concepción monista de la historia, de Plejanov (1958), y otras pertenecientes al ámbito de la economía, como Economía política. Manual de divulgación, de Petr Nikitin (1970); el teatro, como El teatro soviético, de Guennadi Osipov (1955) y la aeronáutica, como Los vuelos interplanetarios, de Ario Abramovich Sternfeld (1957). Los tirajes de estas obras oscilaban entre los 3000 y los 5000 ejemplares, pero muchos de ellos se reimprimieron y reeditaron numerosas veces con distintos sellos editoriales, por lo cual es difícil calcular con exactitud cifras de circulación7. Los aparatos críticos de muchas de estas obras permiten reconstruir una rica trama intertextual constituida por traducciones al español publicadas por las editoriales argentinas Cartago y Lautaro, o por Editores Pueblos Unidos de Montevideo y, a la vez, arrojan luz sobre los traductores, verdaderos artífices de un discurso comunista latinoamericano.

Así, aunque hay traducciones en las cuales no se identifica al traductor, hay muchas otras de cuyas páginas legales emergen trayectorias biográficas estrechamente vinculadas a la militancia política. A pesar de la escasa información biográfica y de que quedan pocas huellas de la manera en que estos traductores se enfrentaban a la tarea de traducir estas obras, no queda duda alguna de la participación de algunos de ellos en la militancia comunista mexicana e internacional. Armando Martínez Verdugo, Alejo Méndez García, José Santos Valdés, traductores del ruso al español, ocuparon posiciones de liderazgo en el PCM. José Santos Valdés (1905-1990) participó activamente en el sindicato magisterial. En 1935, redactó el manifiesto de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México y también fue autor de libros de pedagogía (Hernández Navarro, 2010). Alejo Méndez García aparece en la historia del partido como uno de los renovadores del Comité Central del PCM, a partir de los años cincuenta. Armando Martínez Verdugo es uno de los impulsores del Movimiento Comunista Mexicano que recientemente propuso reagrupar a los comunistas mexicanos (Muñoz, 2013). L. Vladov, firma recurrente en las traducciones de obras de la Academia de las Ciencias Rusas de Moscú, es el único traductor ruso que firma algunas de estas traducciones al español, por lo que puede conjeturarse que traduce desde Moscú. Adolfo Sánchez Vázquez, icono de la renovación del marxismo en México y uno de los traductores más frecuentes, militaba en esos años en la célula del Partido Comunista Español que se había formado en México tras el exilio republicano que se inicia en 1939. Allí fue responsable del grupo de intelectuales y también fue su representante en el V Congreso del partido, celebrado clandestinamente cerca de Praga en 1954 (Rodríguez de Lecea, 1995). La bailarina, actriz y escritora armenia, Armén Ohanian, tradujo junto con María Teresa Francés, Alejo Méndez y Makedonio Garza La Revolución mexicana de 1910 y la política de Estados Unidos, de Moisei Samuilovich Alperovich y B. T. Rudenko (1966). En los años treinta, Ohanian conoció en París al diplomático mexicano Makedonio Garza, con quien se estableció en México. Ambos militaron en el PCM y participaron activamente en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (Musacchio, 2017). María Teresa Francés, por su parte, es descrita en las memorias de Dolores Ibárruri, secretaria general del Partido Comunista Español, como “una amable traductora que fue vertiendo al ruso lo que yo decía”. Vladimir Trávkin (2010) la señala como “una de las mejores redactoras y correctoras de estilo” y da el siguiente dato sobre sus antecedentes: “hispano-soviética o mejor dicho, una de las niñas y niños españoles que fueron mandados por sus padres a mi país para salvarles de los bombardeos indiscriminados de la aviación franquista contra la población civil”.

Además de apuntar hacia algunos de los artífices del discurso comunista soviético en español, estas traducciones revelan un latinoamericanismo soviético en plena ebullición en los años de la Guerra Fría. Si bien este interés por América Latina está presente desde principios del siglo XX, para la intelectualidad rusa, solo con la revolución cubana de 1959, “América Latina se convirtió en sujeto de la historia y de la revolución social” (Schelchkov, 2002, p. 207)8. Uno de los antecedentes más importantes de lo anterior fue el estudio de las independencias hispanoamericanas publicado por V. M. Mirosevskii a principios de los años cuarenta. Posteriormente, las revistas Voprosy istorii y Novaia noveishaia istorii empezaron a publicar investigaciones sobre historia latinoamericana. La atención dedicada a la región se oficializó con la fundación del ILA (Instituto de América Latina), fundado en 1961, como parte de la Academia de las Ciencias de la URSS y con la publicación de Latinskaia Amerika, a partir de 19699. El desarrollo de un corpus de trabajos soviéticos sobre América Latina parece haber respondido al discurso que pronunció, en una reunión de historiadores en 1962, Boris Nikolayévich Ponomariov, secretario del comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). De acuerdo con Ponomariov, “los historiadores socialistas no solo interpretarían al mundo sino que ayudarían a transformarlo” (Oswald, 1965, p. 693). Para lograr tal cometido era preciso conocer:

1) El significado de las experiencias de la Unión Soviética y los estados satélites, en la construcción del socialismo soviético; 2) la historia de los movimientos comunistas y laboristas en la América Latina; 3) la cuestión agraria y la historia de los movimientos campesinos en la América Latina; 4) el papel de los Estados Unidos en la América Latina; 5) la influencia de la revolución urbana en los movimientos revolucionarios en la América Latina; 6) el papel de los partidos socialistas latinoamericanos y 7) el papel de la burguesía nacionalista en los países latinoamericanos (Ibid., p. 694).

Como consecuencia de la agenda establecida desde el comité central del PCUS, el latinoamericanismo soviético dedicó especial atención a los procesos revolucionarios latinoamericanos. “Todos los autores se declaraban partidarios del ‘método marxista sistemático-comparativo,’ que era un ajuste doctrinario de la realidad existente a la interpretación social del marxismo soviético” (Schelchkov, 2002, p. 210). Las guerras de independencia del siglo XIX y las revoluciones mexicana, guatemalteca y boliviana del siglo XX se consideraron como revoluciones burguesas inconclusas o parciales que preparaban el camino para una revolución definitiva, la socialista. Muchos de estos estudios filtraban las opiniones negativas del propio Marx con respecto a una región a la que consideraban atrasada por el lastre de vestigios feudales que aún persistían. La revolución cubana, que “no encajaba en los marcos de la concepción general de la revolución socialista” suscitó muchas reservas y solo hacia fines de los años setenta y principios de los ochenta fue reinterpretada en sus propios términos (Ibid.).

Entre los movimientos revolucionarios que atrajeron la atención de los estudiosos soviéticos, la revolución mexicana ocupó un lugar especial10. Algunas de las obras publicadas en ese contexto fueron traducidas al español y puestas en circulación por la red de editores vinculada a la militancia comunista mexicana de la época. Obras como La intervención extranjera de 1861-1867 en México, de Aleksandre Borisovich Belenkii (tr. María Teresa Francés, 1966); México en la encrucijada de su historia: la lucha liberadora y antiimperalista del pueblo mexicano en los años treinta y la alternativa de México ante el camino de su desarrollo, de Anatol Shulgovski (tr. Armando Martínez Verdugo, 1968); La Revolución mexicana. Cuatro estudios soviéticos de Boris Timofeevich Rudenko, Moisei Samuilovich Alperovich y Nikolai Matveevich Lavrov (tr. Arnoldo Martínez Verdugo y Alejo Méndez García, 1960) y La Revolución mexicana de 1910 y la política de Estados Unidos, también de Alperovich y Rudenko (tr. Armén Ohanian, Makedonio Garza, Alejo Méndez y María Teresa Francés, 1960) dan cuenta del creciente interés de la intelectualidad soviética por el estudio de la historia, la economía y la organización política mexicana. Sin ser necesariamente soviéticas, a estas obras se sumaron también otras que reprodujeron miradas extranjeras alineadas con la lectura comunista que concebía a México y Latinoamérica como territorios amenazados por el imperialismo. México insurgente de John Reed (tr. Miguel Díaz Ramírez, 1954) y la antología Hitler sobre América Latina: El fascismo alemán en Latinoamérica (traductor anónimo, 1966), ambas publicadas por el FCP, son dos ejemplos de lo anterior.

3. “Nuestro ser histórico” a través de la cortina de hierro

Además de responder al programa político e ideológico de los partidos comunistas, la publicación en ruso de estudios soviéticos sobre América Latina y su posterior traducción al español en México desempeñaron un claro papel en el contexto de la Guerra Fría, pues en ese conflicto, “los contrincantes eligieron medir fuerzas usando a terceros en el ancho mundo periférico” (Meyer, 2004, p. 95) y, como Alperovich, uno de los latinoamericanistas soviéticos, reconoció años después:

En el clima de la ‘guerra fría’ que iba cobrando fuerza, acompañada de la ofensiva ideológica en masa -interesada en desenmascarar las ‘intrigas del imperialismo estadounidense’ en todos los rincones del globo terrestre; en desarraigar el ‘objetivismo burgués’, el ‘cosmopolitismo apátrida’ y otros males- surgió la idea de jugar ‘la carta latinoamericana’ (1995, p. 679)11.

El estudio de la historia mexicana, y en particular, el de su revolución, fue uno de los campos de batalla en los que historiadores rusos polemizaron con historiadores estadounidenses con el objetivo de desenmascarar la política intervencionista de Estados Unidos y de construir una lectura histórica de la región a partir de la perspectiva del marxismo soviético. Así, en 1959, Iosif Romuladovich Grigulevich Lavretskii12 publicó en la revista Voprosy istorii una reseña que cubría los números de la Hispanic American Historical Review (HAHR) publicados durante los años 1956-1958. En su reseña, Lavretskii denunció las incursiones historiográficas estadounidenses en la región y la pretensión de los historiadores estadounidenses de justificar las acciones intervencionistas de su país, ocultando sus intereses imperialistas en América Latina.

J. Gregory Oswald, historiador estadounidense de la Universidad de Arizona, tradujo la reseña de Lavretskii al inglés y la publicó en HAHR como “A Survey of the Hispanic American Historical Review”, precedida de la introducción “A Soviet Criticism of the Hispanic American Historical Review” (1960). La introducción de Oswald alertaba sobre el uso político que los historiadores soviéticos hacían de la historia en los términos siguientes:

Soviet scholars are busily rewriting the history of the world […]. This observation is based upon the declared intention of the Soviet Union to rally the un-committed areas of the world -including Latin America- to the acceptance of the Soviet-style socialism. One of the means employed in this campaign is the Soviet interpretation of the history in these areas. History in the Soviet tradition is a branch of politics (Oswald, 1960, p. 337).

El historiador estadounidense no se contentó con la traducción y publicación de esta reseña y su respectiva advertencia. Tuvo también la diligencia de enviársela a Juan A. Ortega y Medina en México, quien a su vez la tradujo al español y la publicó en 1961 en Historiografía soviética iberoamericanista13. Con dicho volumen y con las traducciones del debate entre Oswald y los soviéticos, publicadas en la revista Historia Mexicana en 1963 y 1965, Ortega y Medina entró a una polémica en la que, decía, se jugaba “nuestro ser histórico” (1961, p. 37).

La escritura traductora atraviesa Historiografía soviética iberoamericanista de principio a fin, pues no solo incluye la traducción de la reseña de Lavretskii ya mencionada, sino también aquella del ensayo bibliográfico del profesor y latinoamericanista alemán, Manfred Kossok, “Estado de la historiografía soviética referente a América Latina”. A las traducciones de Kossok y de Lavretskii siguieron dos capítulos con “abordajes críticos” del propio Ortega y Medina, en los cuales hacía sendas críticas de La Revolución mexicana. Cuatro estudios soviéticos de Rudenko, Alperovich y Lavrov y de La Revolución mexicana de 1910 y la política de Estados Unidos, de Rudenko y Alperovich, ambas obras traducidas y publicadas en México a principios de los años sesenta.

Así, no solo son traducciones los dos primeros capítulos de Historiografía soviética iberoamericanista, sino que la traducción está en el centro de la crítica emprendida por Ortega y Medina, en los dos últimos capítulos. Al compilar estos trabajos en español, en el orden preciso que ocupan en el volumen, Ortega y Medina reconstruyó un escenario internacional en el que la revolución mexicana se convertía en un objeto en disputa entre dos idiomas y tradiciones discursivas: el imperialismo estadounidense y el marxismo soviético. Por un lado, presentó un panorama historiográfico escindido entre las lecturas estadounidense y soviética de la revolución mexicana y, por el otro, contestó el resultado de dicha reinterpretación a partir de dos textos concretos. Como traductor e historiador, Ortega y Medina no era en absoluto ajeno a las implicaciones de la escritura historiográfica, ni de su traducción y, en esa medida, alertó, en la introducción del volumen, sobre lo que estaba en juego ahí:

[D]ebemos permanecer atentos y estar alerta a las inevitables repercusiones exteriores e interiores que produce este dramático coloquio historiográfico en el que, aun sin quererlo, nos estamos jugando o, por mejor decir, se están jugando, nuestro ser histórico. Es obvio que los más interesados en investigar y en escribir sobre nuestra historia seamos nosotros mismos; esta tarea ineludible y perentoria es la única que puede liberarnos del colonialismo intelectual extraño que nos amenaza. Nuestra parcela histórica debe ser cultivada preferentemente por nosotros, y nuestra cosecha y frutos son los que deben servir a la digestión cultural de los otros (1961, p. 10).

Traducir, en este caso, se volvió una tarea necesaria para la defensa de un territorio y de una herencia cultural que se reclamaban como propios y sobre los cuales pretendía ejercerse una suerte de monopolio interpretativo, como si la validez del texto fuente usado para la traducción de la historia mexicana solo pudiera sancionarse por una escritura hecha desde la perspectiva y el idioma mexicanos. La “inopia” del ruso y de otras lenguas extranjeras para la defensa de un territorio historiográfico cuya soberanía estaba en riesgo no pudo sino producir gran desazón y un llamado urgente a evitar que la historia mexicana se narrara echando mano de “traducciones propagandísticas” como las criticadas en la segunda parte de su libro14. Allí, la crítica textual y su traducción parecen fundirse en un ejercicio cuyo objetivo principal es corregir la representación construida por los historiadores soviéticos de la historia de México.

Tomando como punto de partida sus propias traducciones de los artículos de Kossok y Lavretskii, Ortega y Medina no vacila en señalar que, en el caso del primero, las dificultades principales “consistían en el típico lenguaje político marxista (pobre, filológicamente inadecuado, pero sin embargo efectivo como lenguaje de masas), y en equivalencias ya sancionadas en español” (1961, p. 15). La reseña de Lavretskii, misma que, por su desconocimiento del ruso, debió traducir desde la versión en inglés proporcionada por Oswald, “refleja, según parece, el contenido del ruso, e incluso deja sin limar todas sus asperezas” (Ibid., p. 16). Para el historiador hispano-mexicano, en ambos casos la dicción es desde el principio poco satisfactoria e impropia, pues tanto el texto alemán como el texto en inglés son “tributarios de los términos político-históricos consagrados por los rusos” (Ibid., p. 15).

Ortega y Medina fue igualmente categórico con respecto al estilo de La Revolución mexicana. Cuatro estudios soviéticos:

Hay que advertir algo que, por lo demás, todo el mundo sabe, y es que los rusos no tienen pelos en la lengua y no disimulan ni eufemizan sus críticas. Su lenguaje va desde la franqueza hasta la grosería y siempre está al servicio de su verdad histórica, lo cual explica igualmente sus aciertos y sus desaciertos (Ibid., p. 126).

Por si fuera poco, el tono de los relatos que resultan de la ciencia histórica soviética es tan esquemático y plano que “leyendo a un autor se han leído a todos” (Ibid., p. 24). La crítica de Ortega y Medina a esta obra no es la única ni la primera, por cierto. Lucila Flamand hizo lo propio, en la reseña que publicó en Historia Mexicana. La autora no perdió allí la oportunidad de señalar que, tal vez por la prisa de que apareciera precisamente para los festejos del décimo quinto aniversario de la revolución de 1910, la publicación apareció “plagada de errores tipográficos (disculpables en otros libros, pero no en los de propaganda), gramaticales (por una traducción pobre o por estar mal escrito en el original), geográficos e históricos” (1961, p. 670). La fecha de publicación de esta obra sugiere efectivamente una de las constantes subrayadas por la historiografía soviética de estos años, a saber, las semejanzas y paralelismos que se defienden entre los procesos revolucionarios ruso y mexicano; un contraste que Ortega y Medina se aprestó a contestar en sus repetidas críticas a los trabajos de los soviéticos.

Si para Rudenko el fracaso del movimiento obrero mexicano se debió a “la influencia ejercida por los elementos anarquistas y mutualistas” (Ortega y Medina, 1961, p. 136), para el historiador hispano-mexicano esta interpretación solo era posible a partir del a priori de la ortodoxia marxista según la cual el anarquismo es enemigo del proletariado. A partir del mismo principio, Lavrov descalificó y subestimó la importancia del papel desempeñado por los hermanos Flores Magón y justificó la destrucción de los grupos anarquistas por las tropas gubernamentales por el hecho de que estos no tuvieran vínculos con “las amplias masas trabajadoras”. Al señalar que para el autor soviético “los fracasos individualistas y anarquizantes, por muy heroicos que hayan sido, no cuentan” y que su análisis “rechaza o ignora las repercusiones emocionales que provoca todo fracaso revolucionario” Ortega y Medina denuncia la falta de sensibilidad del autor soviético e incluso apunta hacia las circunstancias que condujeron a su propio exilio en México veinte años antes. En fin, la crítica que hizo a los ensayos bibliográficos de Alperovich resumió con elocuencia el esquematismo de la selectiva operación historiográfica soviética. Esta consistiría en la transposición de un relato estructurado de antemano cuyos actores van siendo reemplazados, de manera que se “dispone así su escenario y [se] hace desfilar por él a cada autor obligándolo a recitar la parte que le corresponde en el tema propuesto” (Ibid., p. 152).

Esta crítica coincide además con aquella de Flamand a propósito del uso de las fuentes en la historiografía soviética. Así, si para la historiadora, los autores “leyeron a lo sumo quince libros sobre la revolución mexicana para lectores que la desconocen totalmente; sacaron sus propias conclusiones y escribieron sus artículos,” (1961, p. 670), para Ortega y Medina:

[L]a preferencia por las obras históricas norteamericanas obedece en los historiadores soviéticos a que ellas les proporcionan, aunque parezca paradójico, más elementos de juicio para combatir al imperialismo norteamericano que las mexicanas; y comprendemos que sea así supuesto que lo que caracteriza a aquellas […] es la esperanza de vindicar el imperialismo (1961, p. 37).

En el último capítulo de Historiografía soviética iberoamericanista, Ortega y Medina se ocupa de La Revolución mexicana de 1910 y la política de Estados Unidos debido a su reciente publicación y a su “éxito asombroso entre el público y en las ventas”15. A pesar de reconocer que esta segunda obra, corrige muchas de las deficiencias e imprecisiones de la primera e incluso presenta, en su segundo capítulo, “un dechado de experiencia histórica para toda Iberoamérica” (Ibid., p. 179), Ortega y Medina reitera las críticas de fondo hechas al primer libro. La más importante, el “contenido intencional” de la obra, esto es, la descalificación de la revolución mexicana, efectuada por los soviéticos a partir de su comparación con la revolución rusa. En sus propios términos:

Como la revolución mexicana resulta a todas luces heterodoxa […] por haberse adelantado en el tiempo a la rusa (octubre de 1917) -aunque para salvar el obstáculo se la hace políticamente tributaria de la revolución moscovita de 1905, de acuerdo con el muy cuestionado testimonio histórico del profesor Jesús Romero Flores-, hay que cargarle la mano al movimiento obrero, haciendo destacar ante todo su orientación anarquizante (Ibid., p. 172).

Para Ortega y Medina, el relato y los personajes incluidos en esta segunda obra reiteran el mismo esquematismo denunciado en la obra anterior. El embajador estadounidense es el “Mefistófeles ideal”, quien en los años de la revolución sustituye un caudillo por otro ante la imposibilidad de encontrar a aquel que no busque sacudirse el imperialismo estadounidense, así sea recurriendo al inglés, alemán o japonés. Ortega y Medina disiente de la interpretación soviética que atribuye el fracaso de estos primeros líderes revolucionarios a sus intereses clasistas. (Ibid., p. 183). En su conclusión, el autor reconoció la contribución soviética a “nuestra historiografía” e invitó a “nuestros historiógrafos marxistas, que hasta la fecha no han podido darnos una obra de conjunto tan bien trabajada y montada como esta” a cumplir con “la obligación social e histórica de elaborar una interpretación marxista de nuestra historia: empero desde México” (Ibid., p. 193.)

Las críticas de Ortega y Medina llegaron a las lecturas de los autores soviéticos criticados. De ello da cuenta la contracrítica publicada por el propio Ortega y Medina en 1965, en el Anuario de Historia de la Universidad Nacional. En esa ocasión, el historiador hispano-mexicano hizo referencia a una reseña de Historiografía soviética iberoamericanista, publicada por Y. G. Mashbits en 1962 en la revista Voprosy istorii16. De acuerdo con Ortega y Medina, su autor subrayaba la buena recepción en México de los trabajos de los historiadores latinoamericanistas soviéticos, basándose no solo en reseñas publicadas en la prensa de la época, sino también en el libro en que Ortega y Medina hacía una crítica acérrima de la historiografía soviética. Tal vez esta fue la razón por la cual la reseña de Mashbits devolvía la crítica afirmando que Ortega y Medina malinterpretaba “las finalidades perseguidas por los historiadores soviéticos” (Ortega y Medina, 1965 [1988], p. 141) y hacía una crítica parcial a la historiografía soviética basada solo en algunos de sus trabajos; acusando de paso a los soviéticos de hacer como los estadounidenses al deformar la historia de México en correspondencia con intereses ideológicos y, finalmente, negándose a aceptar que la revolución mexicana “fue reemplazada por el desarrollo evolutivo del capitalismo” (Ibid., p. 145). La reseña de Mashbits concluía afirmando su deseo de que “no haya que esperar mucho para que llegue un tiempo en el que muchos latinoamericanos puedan leer las investigaciones soviéticas, en sus originales, y para que se traduzcan al español y al portugués mayor número de trabajos soviéticos” (Ibid., p. 146).

La réplica de Ortega y Medina a estas críticas fue contundente y mostró de nuevo con creces su sensibilidad con respecto al trabajo de traducción. En la primera parte de su respuesta, reprendió a Mashbits por traducir los sustantivos “Iberoamérica” e “Hispanoamérica” y sus respectivos adjetivos recurriendo al binomio “Latinoamérica” y “latinoamericano.” Estas traducciones “impropias,” “deshuesan la historia de estos países al declarar nominalmente inoperante a uno de sus elementos constitutivos: lo hispánico.” (Ibid.). El autor aclaraba también que no se trata de reivindicar una hispanidad castiza, sino de evitar disolver:

[U]n vínculo imprescindible que permitirá (ya lo está permitiendo) a los pueblos iberoamericanos reconocerse, reencontrarse y defenderse unidos de las poderosas presiones y arremetidas imperialistas de coloso norteamericano; por consiguiente todo lo que tienda a debilitar o enajenar el valor de esa valiosa vinculación es facilitar el camino de las fuerzas absorbentes del capitalismo industrial y financiero estadounidense (Ibid., p. 150).

En cuanto a la deformación ideológica de la escuela historiográfica soviética, Ortega y Medina le recordaba a Mashbits que la objeción no se dirigía contra el método del materialismo histórico, sino contra la interpretación dogmática impuesta por el partido-Estado soviético; interpretación que impedía a los historiadores reconocer las particularidades de la nación mexicana, más allá de “la trabazón económica” y de su pujante burguesía de principios del siglo XX. Para Ortega y Medina, los soviéticos no alcanzaban a vislumbrar que “México en particular e Iberoamérica en general están constituidos por una raza, una cultura y una historia mestizas” (Ibid., p. 154).

Ortega y Medina reitera, en fin, que estadounidenses y soviéticos coinciden en “dar a entender que el ejemplo revolucionario mexicano resulta inútil e inoperante para el resto de Iberoamérica” (Ibid., p. 157). Ante lo cual queda por fin claro que para el historiador mexicano “nuestro ser histórico” era precisamente la revolución mexicana, concebida como una experiencia política que no solo debía interpretarse y traducirse en sus propios términos, sino que podía servir de guía para el resto de las repúblicas hispanoamericanas. Así, no sorprende que en esta contrarréplica insistiera en las mismas palabras con las que concluyó el prólogo de su Historiografía soviética iberoamericanista:

Ni oficial ni institucionalmente y aún menos en lo particular nos hemos preocupado porque nuestra voz y nuestras obras repercutiesen con ecos dirigidos allende el Suchiate. Empero algún valor ha tenido y tiene todavía nuestra Revolución cuando, a pesar de nosotros mismos, sigue siendo una esperanza redentora para los otros (Ibid., p. 158).

La esperanza de redención para los vecinos al sur del río Suchiate venía efectivamente muy a tiempo en un contexto en el que “las contrarrevoluciones y golpes de Estado [parecían] ser la tónica para el resto de Hispanoamérica” (Ibid.), pues a pesar del fracaso que se le atribuía a la revolución mexicana, tanto soviéticos y estadounidenses ahora parecían preferirla.

Era, por demás, comprensible que Ortega y Medina defendiera la herencia revolucionaria, pues precisamente fue la construcción discursiva de la revolución mexicana como un movimiento social progresista la que permitió a los gobiernos mexicanos oponerse a Franco, dar asilo a los republicanos españoles y definir una posición “neutral” en el contexto internacional de la Guerra Fría. La revolución fue efectivamente una de las piedras de toque que permitieron al régimen posrevolucionario mexicano tomar distancia de cierta “reacción” y, al mismo tiempo, ejercer un “anticomunismo discreto” (Meyer, 2004, p. 104). En el caso de Ortega y Medina, sin embargo, no parece haber sido solo cuestión de alinearse con una ideología, ya sea estadounidense, soviética, o en el caso mexicano, nacionalista, sino de creer, como muchos de los republicanos españoles que se exiliaron en México, que no todo estaba perdido y que la batalla también debía librarse en el campo de la historia.

4. Consideraciones finales

En el contexto de la Guerra Fría que dividió al mundo en dos bloques hubo zonas en las que, efectivamente, la guerra no fue tan fría (Meyer, 2004). En estas páginas he querido sugerir que algunas de las batallas de dicha guerra se llevaron a cabo precisamente al calor de las traducciones y de las polémicas que estas desencadenaron. El debate sobre los usos y abusos de la escritura historiográfica y de su traducción no solo arroja luz sobre los posicionamientos políticos de historiadores situados en puntos estratégicos del mapa geopolítico internacional, sino también sobre la concepción con la que cada uno emprende el quehacer historiográfico. ¿No era legítimo pensar que la historia es inseparable de una práctica política y que como tal puede convertirse tanto en arma de defensa como en cañón de guerra? ¿Dónde queda la frontera entre el quehacer científico historiográfico “objetivo” y la vida o la militancia política? ¿Hasta qué punto las traducciones acometidas por unos y otros contribuyeron a desplazar esta y otras fronteras?

La intervención de los traductores, tanto en el seno de proyectos editoriales internacionales, como los emprendidos desde Moscú, como aquellos más estrechamente vinculados a una militancia política local, como el del Fondo de Cultura Popular, no solo confirma el vínculo entre traducción y militancia que ha sido señalado con tanta frecuencia por los estudiosos de la traducción, también ha permitido observar una faceta poco estudiada de la circulación de obras del marxismo soviético en Latinoamérica. Si bien, los objetivos de estas páginas han debido limitarse a la breve muestra tomada del catálogo de traducciones publicadas por el FCP, me parece importante reconocer la necesidad de prolongar estas observaciones al ámbito latinoamericano para reconstruir la red editorial y de traductores que contribuyó a forjar el discurso marxista latinoamericano que dominó buena parte de las luchas políticas en el continente. Por partir del estudio de circulación material de estos discursos, investigaciones de esta naturaleza coinciden con el giro material en la historia intelectual, contribuyendo, por ende, al conocimiento de la traducción no solo como vehículo de transmisión, sino como materialidad lingüística y documental en la cual se concretan discursos políticos e ideológicos.

Me parece importante además subrayar la manera en que la labor del historiador y la del traductor se entretejen en la polémica historiográfica que he retomado en estas páginas. Desde los historiadores soviéticos interesados por reconstruir las historias latinoamericanas con la perspectiva soviética, pasando por Oswald, quien desde la Hispanic American Historical Review (HAHR) permite a Ortega y Medina acceder al discurso historiográfico soviético -no sin el respectivo filtro estadounidense-, hasta el propio Ortega y Medina y la labor de traducción y crítica que emprende para defender “nuestro ser histórico”, la escritura de la historia parece inevitablemente ligada a la traducción. En este sentido, los autores soviéticos, Oswald y Ortega y Medina se convierten en seres fronterizos, cuyas voces van surcadas por representaciones que entran en conflicto. La historia y la traducción se revelan como escrituras necesariamente situadas en espacios liminares -entre el presente y la lectura del pasado, entre proyectos ideológicos y políticos, entre lenguas y seres históricos-; espacios cuya inestabilidad da lugar a prácticas decisivas para la definición, siempre provisional, de las fronteras. Así, por las traducciones que emergen de este debate también salen a la luz aquellos que emprendieron tareas traductoras; personajes escindidos por exilios y destierros, cuyas voces contribuyeron a dotar a los polos antagónicos de vocabularios y discursos. La historia es, a fin de cuentas, tanto una cuestión de vencidos y vendedores, como de autores y traductores. Así, no siempre será escrita por los vencedores, pues siempre existe la posibilidad de que se cuente en otra lengua y, en otros términos. La traducción, como lo afirmó Jiménez Tovar (2017) con respecto a la historia, es ciertamente un quehacer inquietante.

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[1]Este trabajo da continuidad a la investigación doctoral (Regards sociologiques sur la traduction philosophique, Mexique 1940-1970, Université d’Ottawa, 2012) que tuve la oportunidad de profundizar durante la estancia de investigación que realicé en el Colegio de México en la primavera de 2016.

[2]“From Stettin in the Baltic to Trieste in the Adriatic, an iron curtain has descended across the Continent. Behind that line lie all the capitals of the ancient states of Central and Eastern Europe. Warsaw, Berlin, Prague, Vienna, Budapest, Belgrade, Bucharest and Sofia; all these famous cities and the populations around them lie in what I must call the Soviet sphere, and all are subject, in one form or another, not only to Soviet influence but to a very high and in some cases increasing measure of control from Moscow”. No carece de interés señalar aquí que el término “Iron curtain” se ha traducido al español ya como “telón de acero”, ya como “cortina de hierro”. El Corpus de Referencia del Español Actual de la Real Academia de la Lengua Española registra 10 ocurrencias para el término “cortina de hierro”, para el cual cita sobre todo fuentes latinoamericanas. Por otra parte, 76 ocurrencias de “telón de acero”, sobre todo en fuentes españolas, permiten concluir que el uso latinoamericano da preferencia a “cortina de hierro”, mientras que en España se ha dado preferencia a “telón de acero”.

[3]Wenceslao Roces participó en dicho proyecto editorial entre 1934 y 1936, cuando debió exiliarse a Moscú durante la dictadura de Primo de Rivera (Vargas Lozano, 1984). El exilio de Vicente Pertegaz es posterior a la caída de la república española en 1939 (Castillo Ferrer, 2013).

[4]En 1961 abrió sus puertas el instituto de idiomas Maximo Gorki, que ofreció un curso de tres años para maestros de ruso. Del mismo modo, a partir de 1962, el Instituto de Idiomas Extranjeros Pablo Lafarga abrió sus puertas en la Habana para formar a intérpretes y traductores del ruso al español. Posteriormente incluyó en sus programas el inglés, el francés y el alemán (Ibid., p. 94).

[5]Musacchio (1982) afirma que el escritor mexicano Alejandro Martínez Camberos y el venezolano Salvador de la Plaza fundaron el FCP durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Los volúmenes que he podido consultar datan de los años cuarenta. La Biblioteca Nacional de México conserva algunos títulos; otros pueden encontrarse aún en las librerías de viejo de la Ciudad de México. El pie de imprenta de algunos ejemplares de fines de los años sesenta los sitúa en el número 37 de la avenida San Juan de Letrán del Centro Histórico, en el entonces Distrito Federal.

[6]A falta de un catálogo completo de publicaciones del FCP, solo podemos especular sobre la proporción que ocuparon las traducciones con respecto a los originales. Así, de un total de 36 títulos publicados entre 1940 y 1970, que conserva el catálogo de la Biblioteca Nacional de México, 19 son traducciones. Aunque es probable que el número de traducciones haya variado con los años, coincido con la afirmación de Rivera Mir (2016) con respecto a Editorial América, según la cual este tipo de iniciativas editoriales recurrieron a la publicación de traducciones “hasta poder producir textos originales”. Así, es muy probable que el FCP haya recurrido a las traducciones no solo para poner en circulación obras que se alineaban con el PCM, sino también para fortalecer su presencia editorial.

[7]Los manuales de Nikitin (Economía política) y de Afanasiev (Economía política del capitalismo), por ejemplo, en sus múltiples reediciones y reimpresiones alcanzan tirajes de más de 150 000 ejemplares por título (Musacchio, 1983).

[8]La revolución cubana marcó también el comienzo de una etapa nueva en los estudios latinoamericanos estadounidenses. Recordemos que fue precisamente este acontecimiento el que dio pie a la creación de la Latin American Studies Association en 1966 (Cline, 1966). Para un documentado recuento de la manera en que algunos intelectuales estadounidenses “tradujeron” los primeros años de la revolución cubana en la prensa y las revistas culturales, puede consultarse el estudio de Rafael Rojas (2016).

[9]Para fomentar el diálogo con estudiosos hispanohablantes, a partir de 1974 la revista empezó a publicar América Latina en la cual traducía al español artículos selectos (Jiménez Tovar, 2017).

[10]Así lo muestra la respuesta de Gregory Oswald a la publicación en la que Slezkin criticaba a los historiadores estadounidenses, pues se citaba allí una nutrida bibliografía de los artículos, libros y reseñas publicadas por investigadores rusos sobre temas de historia, trabajo, política y economía mexicanos. Esta respuesta se publicó en traducción al español en 1965 en las páginas de la revista Historia mexicana. Por el papel que desempeñó en esa revista, me parece plausible afirmar que fue el propio Ortega y Medina el que tradujo la respuesta de Oswald.

[11]“Por lo que a mí se refiere, continuó Alperovich, en el clima espiritual más libre de la época posestaliniana, me fui convenciendo poco a poco de que la mayoría de las notas críticas de los colegas extranjeros eran argumentadas y legítimas” (1995, p. 687).

[12]Lavretskii (1913-1988) fue un agente soviético condecorado en la URSS en 1941. Ocupó cargos diplomáticos en México, Argentina, Costa Rica, Italia y Yugoslavia. Alperovich lo describe como un “hombre regordete y lozano, de pintoresca apariencia que parecía hacendado brasileño, [un] políglota que dominaba ocho idiomas” [y que] “fue trasladado a México para preparar la operación del asesinato de Lev Davidoich Trotsky, en 1939” (Alperovich, 1995, p. 680).

[13]El historiador y traductor Juan Antonio Ortega y Medina (1913-1992) se exilió en México en 1940, tras la derrota de la república en la guerra civil española. Allí, terminó estudios de historia y se convirtió en profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su biógrafa lo describe como “un traductor impecable del alemán, en primera instancia y, luego, del inglés”, el cual “no se conformaba con ofrecer una versión en español de los textos, sino que los anotaba y en muchos casos prologaba con una acuciosidad notable” (Meyer, 2007, p. 26). Del alemán tradujo autores del campo de la historia como Becher, Humboldt, Ranke, Koppe, Pfandl, Schiller y Winckelmann. Del inglés tradujo a Penny y a Gillinghan.

[14]Además de buscar contestar el uso y abuso de “nuestro ser histórico” en la refriega historiográfica, con este trabajo, Ortega y Medina también satisfizo su constante curiosidad por descubrir a través de la mirada del otro, un ángulo inusitado de nuestro pasado e identidad. De acuerdo con Meyer, “resulta por demás significativo su esfuerzo por rescatar, salvaguardar y tomar consciencia del valor de los textos extranjeros. Pretendía aprehender, capturar el discernimiento ajeno para luego, con habilidad, conducir a sus lectores, a veces ignorantes, otras sensibles, por los vestigios que nos han dejado las obras de viajeros, diplomáticos y críticos” (2007, p. 26).

[15]En ruso la obra apareció en 1958, en Moscú, editada por la Editorial de Literatura Económica y Social. Después de su primera edición en español, en México, en 1960 (Colección “Pasado y Presente de México”), se reimprimió en 1966. El tiraje en cada caso fue de 5000 ejemplares. En 1984 llegó a su décimo segunda reimpresión, pero con el sello editorial de Ediciones de Cultura Popular, con un tiraje de 3000 ejemplares, más sobrantes para reposición. La portada de la primera edición del volumen reitera el papel que los autores soviéticos, Rudenko y Alperovich, atribuyen a Estados Unidos en la revolución mexicana. Así, en la más típica tradición de la gráfica popular mexicana, se representa a Victoriano Huerta sentado en la silla presidencial, aconsejado por el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, y a Madero y Pino Suárez asesinados, como resultado del oscuro incidente de la historia mexicana conocido como la decena trágica. En las portadas posteriores, se optó por reproducir el retrato de uno de los hermanos Flores Magón.

[16]Como en el caso de la primera reseña, fue Gregory Oswald quien le hizo llegar a Ortega y Medina el texto en inglés y el original ruso.

[17]Cómo citar: Castro, N. (2018). Traducción e historiografía en México: Nuestro ‘ser histórico’ a través de la cortina de hierro. Mutatis Mutandis. Revista Latinoamericana De Traducción, 11(1), 52-74. Recuperado a partir de https://revistas.udea.edu.co/index.php/mutatismutandis/article/view/330791