No es fácil, en el espacio de un ensayo, abarcar la individualidad de un traductor con todo su contexto histórico y cultural para, a partir de ella, juzgar su trabajo; sin embargo, es éste el objetivo al que apunta este artículo y que encuentra sus razones en el enfoque hermenéutico planteado por Antoine Berman en su libro Pour une critique des traductions: John Donne, publicado en 1995. El teórico francés propone una metodología para la crítica de las traducciones que parte de la consideración del sujeto traductor en sus tres dimensiones: “posición traductora”, “proyecto de traducción” y “horizonte traductor”. Se trata de tres conceptos elaborados por Berman en la obra citada, que corresponden a otros tantos elementos imprescindibles para un exhaustivo preanálisis de la obra traducida: por posición traductora se entiende “la postura del traductor frente a la traducción”, su concepción de la actividad traductora misma, la cual comprende su relación con la lengua tanto extranjera como materna; como hablante y como escritor; dicha posición se manifiesta en la realización de un proyecto de traducción, es decir en una “manera de traducir” y en las elecciones estilísticas y editoriales que darán forma concreta a la obra en la lengua meta (estas elecciones comprenden la decisión de traducir toda la obra original o sólo una parte, incluir introducciones o notas, incluir el texto confrontado, etc.). Finalmente, la posición traductora y el proyecto de traducción se funden en el concepto más amplio de horizonte, punto central de la teoría crítica de Antoine Berman: “En una primera aproximación, puede definirse el horizonte como el conjunto de parámetros lingüísticos (langagiers), literarios, culturales e históricos que ‘determinan’ el sentir, la acción y el pensamiento de un traductor1” (Berman, 1995, pp. 74-80).
Bajo esta óptica, se ha procedido a analizar dos traducciones del poema “Canto notturno di un pastore errante dell’Asia”, de uno de los más grandes poetas de la literatura italiana y universal: Giacomo Leopardi. Su vida y su obra se funden y se completan en versos y prosas que dan prueba de una de las personalidades más íntimamente contemplativas y sensibles del Romanticismo europeo; una sensibilidad no sólo filosófica y pasional, sino también poética, de las que el “Canto notturno” es una de sus máximas expresiones. El poema forma parte de la colección Canti, la única obra en versos del poeta italiano, cuya versión definitiva fue publicada póstumamente en 1845 por el editor Le Monnier. Los estudios y los trabajos críticos que se han publicado sobre el autor son innumerables, así como las ediciones y reimpresiones de su obra a lo largo de los años2.
Poco conocido y esporádicamente leído en Hispanoamérica durante el período de censura y exilio de los intelectuales liberales románticos hasta 1828 (Camps, 2012), el poeta italiano empezó a ser traducido a partir de la segunda mitad del siglo XIX inspirando, junto con los mayores autores europeos de la época, a una generación entera de artistas en el continente americano. Entre ellos, el crítico y poeta colombiano Antonio Gómez Restrepo (1869-1947), importante figura de la vida política y literaria de Colombia, cuya actividad diplomática lo llevó a Italia donde, en 1929, tradujo los Cantos de Leopardi. En su versión, reeditada en 2002 por la Pontificia Universidad Católica de Perú, Gómez Restrepo aparta su vocación humanística para dar prueba de una sensible afinidad con el espíritu y la poética de sus contemporáneos románticos. A ésta se comparará otra traducción, la del profesor y poeta mexicano José Luis Bernal Arévalo (1950-), publicada por la editorial La Veleta (Granada, España) en 1998, en ocasión de las celebraciones del segundo centenario leopardiano. Su trabajo fue llevado a cabo en colaboración con la doctora Mariapia Lamberti, que editó los Cantos y aportó al traductor una ayuda fundamental para la interpretación de los textos y del particular estilo de Leopardi, lo cual resulta en una traducción que respeta hasta el extremo la forma del poema original.
A pesar de que la traducción de Bernal fue publicada en España, se han elegido las versiones de los dos literatos hispanoamericanos porque dan muestra de dos acercamientos esencialmente opuestos a la traducción, que son a su vez el reflejo de dos personalidades únicas y separadas en el mismo continente por casi un siglo. De hecho, como se ha dicho al principio, la crítica que aquí se presenta no se funda en el análisis anónimo y superficial de los textos traducidos, sino de la subjetividad de los dos traductores que parte de su contexto histórico y cultural para llegar a los caracteres que definen dos maneras diferentes de concebir la lengua, la poesía, el texto y la traducción. Después de haber presentado los dos protagonistas de la comparación que se llevará a cabo a lo largo de estas páginas, se define de manera sucinta pero funcional el panorama artístico y cultural en Europa y en Hispanoamérica, en el cual se proyectan la obra y las intenciones traductoras de Gómez Restrepo. Se ha tratado de retejer el lazo que une la historia y la política de un país con su devenir artístico, sacando de las antologías las palabras de los autores más significativos de una época. La atención dirigida a la poética de Leopardi y a los aspectos formales de su “Canto notturno”, en cambio, constituye la base para descifrar las intenciones de José Luis Bernal, profesor y poeta contemporáneo en un México en que se han borrado los caracteres de una tendencia artística bien definida. En su conjunto, el método seguido y las argumentaciones expuestas siguen los preceptos del mencionado teórico francés y la idea de que la crítica de un texto (traducido) sólo es posible a partir de las razones que lo han generado.
José Luis Bernal Arévalo nació el 26 de noviembre de 1950 en la Ciudad de México. Su formación y su actividad académica se llevaron a cabo entre dos grandes instituciones capitalinas: la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se dedicó al estudio de las letras italianas para más tarde fungir como profesor de literatura y traducción de la misma lengua, y El Colegio de México, donde fue profesor de español y becario en el Programa para la Formación de Traductores (ahora Maestría en Traducción). Su pasión por la lengua, la literatura y la cultura italianas se concretaron en una larga carrera docente en la UNAM y en una notable abnegación como italianista y latinista que acompañó siempre a su actividad de poeta. Como versificador, Bernal se distingue en su generación por la manera de experimentar, a lo largo de toda su obra, con la unidad métrica y la simetría rítmica: desde la regularidad de los versos de las primeras colecciones, Lo humano inútil (1981) y Expurgatorio (1985), endecasílabos y heptasílabos en su mayoría, hasta las libertades métricas de su poemario El cordero y el lobo (1992). A pesar de las cambiantes preferencias formales, los temas y el tono de los poemas de José Luis Bernal son constantes y remiten a cierto pesimismo, a una desilusión frente al espectáculo de la decadencia moral de la sociedad contemporánea que lo acercan (de manera mucho más medida y atenuada) a la sensibilidad de Giacomo Leopardi. Los separa una relación diametralmente opuesta con el signo poético: mientras que Leopardi aprovecha al máximo las potencialidades semánticas de las palabras estirando y diluyendo sus límites sin nunca transfigurarlos, la palabra de Bernal es el reflejo de un manejo de la palabra en el poema (la cual deja de significar, sino que “engendra las significaciones”) que es propio de su generación (Higashi, 2015). Su traducción de los Cantos es un trabajo en estrecho contacto con la doctora Mariapia Lamberti (distinguida profesora de letras italianas y españolas en la UNAM), el “avisado guía y corrector estudioso de la obra leopardiana” necesario a la producción de una obra que busca “la máxima correspondencia con el texto de partida” (Lamberti, en Leopardi, 1998, pp. 10-11).
Nacido en Bogotá en 1869, Antonio Gómez Restrepo participó activamente en la vida literaria de su país que, en las últimas décadas del siglo XIX, experimentaba el regreso de una corriente neoclásica dentro del más amplio panorama romántico. Fue iniciado por su padre al estudio, el cual muy pronto el joven Gómez Restrepo proseguiría de manera autónoma, llevado por una extraordinaria pasión por las letras, y que nunca dejaría hasta los últimos años de su vida, cuando ni una enfermedad de la vista le impedirá dedicarse a su más grande obra como crítico e historiador: la Historia de la literatura colombiana (quedada incompleta, en cuatro volúmenes). Junto a su pasión de letrado, a lo largo de toda su vida se dedicó a la actividad política y diplomática que, desde los cargos de ministro de Educación y subsecretario de Relaciones Exteriores en su país, lo llevaron a Europa, donde entró en contacto con los mayores escritores españoles de la época, como Núñez de Arce, Campoamor, Valera y Pardo Bazán (Bonilla, 1942), hasta llegar a Italia, más especificadamente a Roma. Es aquí donde, en 1929, a cien años de cuando las inquietudes y las desilusiones llevaron a Leopardi a emprender la creación del “Canto notturno di un pastore errante dell’Asia”, el letrado colombiano tradujo los Cantos. Su erudición y gusto por los clásicos lo acercan a la figura del poeta italiano, aunque grande es la diferencia que los separa desde el punto de vista psicofilosófico: hombre humilde, modesto, aunque enérgico en su labor de crítico, Gómez Restrepo es muy distante de los anhelos de infinito y de las profundidades pasionales de Leopardi. Gómez Restrepo regala a Colombia la obra de un autor que apenas se estaba dando a conocer en el continente americano (a través de las traducciones de los cubanos Juan Clemente Zenea y Diego Vicente Tejera, o la del argentino Calixto Oyuela, por ejemplo) desde lo alto de una erudición y una sensibilidad poética que le aseguran una indudable competencia de la lengua italiana, así como el dominio del arte de sus contemporáneos en la predilección de una versificación clásicamente elegante.
Si al hablar de Romanticismo se suele pensar en los grandes espíritus europeos como Goethe, Byron o Víctor Hugo, es porque en el viejo continente ese movimiento no sólo permeó en todos los ámbitos sociales, intelectuales y artísticos del siglo XIX, sino también porque nació y se consolidó en las ideas y tratados de teóricos y filósofos que fundaron las bases de la nueva sensibilidad liberal. Mientras en Francia Jean-Jaques Rousseau despertaba las conciencias del pueblo mostrándoles los límites en los que la sociedad civilizada encerraba las libertades individuales y sacudiendo las mentes cuadradas de los razonables ilustrados, en Alemania se iba formando el germen intelectual del Romanticismo en la corriente artística del “Sturm und Drang”: el filósofo Johann Gottfried Herder, junto con los dos grandes escritores Goethe y Schiller, fueron los primeros en desarrollar un nuevo modo de pensar el cual rompe con la tradición ilustrada, que pretendía ordenar el mundo y todo conocimiento (incluso el artístico) según los cánones de la razón, para en cambio desatar los potenciales de los sentimientos individuales, las pasiones irracionales, la cultura popular y de todo ese mundo espiritual que escapa de las leyes racionales y de la explicación científica (Bernofsky, 2005). La situación política alemana de la segunda mitad del siglo XVIII, extremadamente fragmentaria e inestable (Sánchez Hernández, 1998), fue el terreno ideal para que el movimiento del “Sturm und Drang” persuadiera profundamente a la población germánica y que Las penas del joven Werther (1774) inflamara los pechos de la clase burguesa frente al espectáculo frío de la actitud demagógica de los príncipes y despertara en ellos el anhelo de libertad tanto política como ideológica. En la última década del mismo siglo, en la ciudad de Jena, los hermanos Schlegel junto con el filósofo Johann Gottlieb Fichte y los escritores Novalis y Schelling elaborarán sus ideas alrededor de la recién nacida cosmovisión, ganándose el título de “románticos de Jena”.
A pesar de que fue en Europa donde el movimiento romántico cimentó sus bases filosóficas e intelectuales, no es menos legítimo hablar de Romanticismo en Hispanoamérica ya que, en ambos casos, esa nueva sensibilidad nació de un sentimiento de opresión de igual relevancia aunque de diferente naturaleza: en el primer caso se trataba de una más íntima rebelión a la rigidez del sistema ilustrado, que aniquilaba las pasiones bajo los dictámenes de la razón; en el otro, tres siglos de opresión colonial fueron más que suficientes para que los pueblos del Nuevo Mundo reaccionaran impulsados por una necesidad liberal y republicana que en parte les era inspirada por los sucesos europeos de fines del siglo XVIII. Son estos los aspectos fundamentales que moldean las tradiciones literarias de la época en los dos continentes y que las relacionan entre sí. Entre 1808 y 1810, animados por las noticias de la Revolución Francesa, de los derechos del hombre que con ella se reivindicaban y de la caída de la monarquía en España, el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla en México y Simón Bolívar en la América del Sur organizaron los movimientos armados que, si bien no lograron de inmediato sus objetivos, dieron principio a un período revolucionario que por un lado apuntaba a emancipar las tierras americanas de la presencia española y, por el otro, a nivelar las diferencias de clase que se habían ido creando durante las últimas décadas de la colonización, entre las ricas familias de mercaderes y hacendados y la clase más pobre de la población formada por indios, esclavos y simples trabajadores despojados de sus derechos en los recovecos de una sociedad plutocrática. Sin ahondar más en la cuestión histórica, lo que se quiere poner en relieve aquí es el proceso de adquisición de una consciencia independentista que, empezada con las reformas borbónicas de fines del siglo XVIII, en México tomará forma a partir de 1810 para extenderse hasta el siglo XX. En los mismos años, en América del Sur, después de varias tentativas de liberar los territorios de la Nueva Granada de la presencia española, el joven militar de formación rousseauniana Simón Bolívar (Sánchez-Albornoz, 1985) logra instaurar un sistema republicano en los actuales estados de Colombia, Bolivia, Venezuela, Ecuador, parte del Perú y de la América Central.
Ahora bien, lo que cabe destacar es la repercusión que los movimientos revolucionarios tuvieron en los intelectuales y literatos hispanoamericanos de la época: con la independencia tuvieron que encararse con su más grande logro y consecuencia, es decir el peso de la identidad, nacional e individual. Es inevitable que tales cambios llevaran consigo la revalorización de la identidad nacional dentro del ámbito mundial y tomas de consciencia de carácter ontológico por parte de los miembros de las nuevas realidades sociales, realidades ahora tangibles de las que se vuelven miembros activos y en las que pueden reivindicar su lugar y sus derechos. No es mera coincidencia que, en México y en Colombia, los portavoces del movimiento romántico en la literatura fueran en primer lugar políticos y que en esos países dicho movimiento tomara a menudo las formas de la literatura patriótica y nacionalista. En su Historia de la literatura hispanoamericana, José Miguel Oviedo habla así del nuevo fenómeno literario, símbolo de la emancipación política de los países de América Latina:
El romanticismo parecía hecho a la medida de un tiempo y una actitud espiritual tentados por lo nuevo, lo audaz y lo original - un nuevo comienzo en todos los aspectos creadores. Las jóvenes generaciones hispanoamericanas, nacidas a partir del siglo XIX, se encontraron con países que eran aún más jóvenes que ellas y que podían modelar según sus sueños y aspiraciones. Esa ola de entusiasmo y optimismo en el orden social se conjugó con el paradigma literario romántico, que venía a liberar las potencias dormidas de los pueblos y a inspirar una búsqueda de lo propio. Nuestro primer nacionalismo literario es romántico y de él arranca la concepción, todavía aceptada hoy en términos generales, que nos permite hablar de «literatura mexicana» o «literatura argentina» como entidades discernibles y diferenciables por sus rasgos específicos (Oviedo, 1997, p. 16).
Al espíritu nacionalista, tanto en Colombia como en México, no tardaron en añadirse las inquietudes espirituales de los románticos europeos: mientras que durante el período de la colonia el predominio y las restricciones españolas se extendían hasta el campo de la literatura, con la independencia se abren las fronteras a la importación de obras francesas, inglesas y alemanas. En México, después de largos períodos de censura de toda obra y pensamiento liberales y románticos, empezaron a difundirse legítimamente los libros de los autores europeos y a publicarse sus traducciones en una sociedad feraz de esa corriente renovadora de allende el mar (Dauster, 1956); en Colombia, bajo las mismas influencias, José Eusebio Caro fue el iniciador de una corriente literaria cuyas características oscilan entre “rebeldía y egocentrismo; melancolía y nostalgia del pasado y ansia invencible de infinitud y de eternidad; [...] y, sobre todo, musicalidad más bien que plasticidad, y contemplación emocionada de la naturaleza” (García Prada, 1937, p. 22).
Como ya se ha mencionado, el movimiento romántico nace de una necesidad, del anhelo de libertad tanto espiritual como política. Con respecto a la segunda, Jean-Jaques Rousseau fue el hombre que encarnó el ideal del liberalismo y que con sus escritos estableció las bases ideológicas de la Revolución y dio inicio a una tradición romántica que en Francia difícilmente se descostará de la crítica política y social. Junto con Rousseau, la escritora francesa Mme. de Staël presentó a los lectores franceses las obras de Kant y, con ellas, fomentó un espiritualismo que sería indispensable para la renovación social, política y literaria (Moore, 2005). De tales bases teóricas florecieron las obras de los dos más grandes románticos franceses: François-René de Chateaubriand y Víctor Hugo. Si del segundo destacan los caracteres populares y de activismo social (cuya novela Los miserables es el ejemplo más claro), predomina en los poemas de Chateaubriand la naturaleza, y con ella lo sublime (inspirados por sus viajes en el nuevo continente) y la soledad del hombre sin que el autor abandone su interés por la historia, la religión y la política, que se manifiesta plenamente en su escrito Essai sur les révolutions (1797) y que asume a menudo notas melancólicas y catastróficas (Moore, 2005). Afín al espíritu del escritor francés es el de George Gordon Byron, ora por sus versos a la naturaleza y a la soledad (compárese el poema "There is a pleasure in the pathless woods", con el del francés "La forêt"), ora por el compromiso político. Su lírica fue un modelo para los escritores europeos: en España lo retomará José de Espronceda, que cantará a la patria como a la muerte, a la guerra como al amor y a los paisajes interiores del espíritu.
Otro modelo del romanticismo europeo y respuesta más evidente a la frialdad de los versos ilustrados es la exaltación de las pasiones y de los sentimientos humanos, que se tornan dolorosos y que ahondan en profundidades filosóficas como es el caso de la ya citada obra de Goethe, Las penas del joven Werther. El tema, así como la forma de la novela epistolar, fue retomado en Italia por Ugo Foscolo, gran poeta y precursor del Romanticismo en la península. De su sabor clásico, sus sentimentalismos patrióticos y sus evocaciones de los héroes de un pasado ilustre desprenderá la poética de Giacomo Leopardi. Este último llevará al extremo el dolor del espíritu humano frente a la inmortalidad de la naturaleza y la vanidad de la existencia; su angustia se manifiesta a lo largo de toda su poesía, en reflexiones que nunca dejan de ser profundamente, íntimamente pasionales.
Los literatos americanos cultivan los gérmenes de un movimiento artístico de orígenes extranjeros en un territorio quizás más fértil que el europeo, tanto por los fervores patrióticos de unas naciones que apenas vislumbran su nacimiento, como por el asombroso espectáculo de la naturaleza del Nuevo Mundo, tierra “fecunda de animales y de vegetales desconocidos al viejo hemisferio: cosas indudablemente románticas3” (Visconti, 1943). Estos dos grandes temas, el patriotismo y la naturaleza, encuentran entre los líricos hispanoamericanos una vasta articulación: los retratos costumbristas, como los del mexicano Guillermo Prieto; los himnos nativistas e indigenistas de los colombianos Gutiérrez González y Epifanio Mejía o del mexicano Ignacio Rodríguez Galván, entre otros; las notas melancólicas de los cantos al destierro, a la patria lejana, a las ciudades y a los pueblos de las nuevas naciones, a valles y cascadas cuyos autores, innumerables, tienen en la figura del cubano José María Heredia su maestro e inspirador. Simultáneamente, estuvo siempre presente en la literatura del siglo XIX una corriente romántica más propiamente pasional e introspectiva: los sentimientos y las penas de amor llegan a su ápice con Manuel Acuña, mientras que varios autores dieron prueba de profunda sensibilidad al tratar temas como la muerte, la vanidad de la condición humana, así como la noche en cuanto fuente de inspiración para ese estado de ánimo típico de los espíritus europeos de la época, el cual se encarna máximamente en las figuras de los dos poetas colombianos Rafael Pombo y Rafael Núñez. El poema “A la luna” de Diego Fallón, cuyas virtudes son descriptivas más que profundamente filosóficas, es el emblema de una tradición temática en la poesía romántica que más tarde evolucionará con las composiciones nocturnas de José Asunción Silva y en los versos del argentino Leopoldo Lugones.
Frente a esta pluralidad de temas, con respecto a las formas adoptadas por los poetas hispanoamericanos de la época, la discusión se limita grosso modo a la división entre clásicos y románticos. A finales del siglo XVIII, el ambiente literario virreinal se alimenta todavía en gran parte de la obra de los clásicos peninsulares, mientras que empiezan a aparecer las traducciones de los autores franceses, ingleses y alemanes, ora publicadas en las revistas culturales que justo nacían en esos años de transición seglar, ora por mérito de poetas americanos, que de sus viajes a Europa traían obras y conocimiento para difundirlas en el continente (como el mencionado Tejera, traductor de Goethe, Heine, Longfellow y Leopardi) (Lazo, 1979). La presunta nobleza de los versos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos de la tradición clásica española, así como la elegancia de las formas griegas y latinas, fueron el punto de partida del cual se fueron delineando formas más libres y conformes con la exuberancia sentimental de los nuevos espíritus románticos. A la independización política corresponde una independización literaria, que por temas y formas contribuye a cortar el lazo que mantenía a las recién nacidas naciones hispanoamericanas bajo la asfixiante presencia española. Un ejemplo de esta evolución e independización de las formas es evidente en la vida y la obra de José Eusebio Caro, padre del Partido Conservador Colombiano y del movimiento romántico en su país, el cual “después de independizarse, muy pronto, del influjo de resonancias neoclásicas que se esparcían en silvas y canciones, cantos de anárquica polimetría acentuada por los románticos, reaccionó contra esto tratando de buscar nuevas formas” (Lazo, 1979, p. 62). Fue contra esa “anárquica polimetría” que fueron fijándose en la poesía colombiana formas nuevas como el hexámetro y eneasílabo, así como la particular atención a los juegos rítmicos y musicales. Contra los excesos del liberalismo romántico, a finales del siglo XIX, volvió a formarse una corriente neoclásica, la cual retomaba las formas clásicas europeas y que contaba, entre sus exponentes, a humanistas como Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo y el poeta, crítico y traductor Antonio Gómez Restrepo.
En Italia, por el sentimiento siempre vivo de descendencia del mundo latino y por el culto literario a los grandes autores del siglo XIV, el Romanticismo tardó en manifestarse oponiendo a ese culto de los clásicos, más que a la cultura ilustrada, la exaltación de la modernidad y de la cultura popular: la razón y el progreso siguen manteniendo su carácter virtuoso; por esta razón, en la península, el movimiento romántico asumió una naturaleza controversial y, en ciertos aspectos, contradictoria.
Convencionalmente suele fijarse la fecha de nacimiento del Romanticismo italiano en el año 1816, cuando fue publicado en Italia el ensayo de Mme. de Staël Sobre la manera y la utilidad de las traducciones, en el cual la escritora francesa exhorta a los literatos italianos a abandonar su tendencia casi patológica a la imitación de los clásicos para abrirse a las literaturas europeas contemporáneas, fuente de nueva inspiración y de nuevos ideales (Garofalo, 2005). El ensayo de Mme. de Staël tuvo una impresionante e inmediata repercusión y llevó, dos años más tarde, a la fundación de la revista Il Conciliatore alrededor de la cual se reunieron los mayores promotores del movimiento romántico italiano: Di Breme, Borsieri, Berchet y Ermes Visconti, entre otros. Con ellos, la historia toma el lugar de la mitología, la cultura popular sustituye los paisajes idílicos de la antigüedad, la modernidad y el progreso se imponen a las virtudes y a los ideales clásicos.
Es curioso que Giacomo Leopardi, considerado el más grande lírico romántico italiano, sea el que más criticó las ideas que se difundían en Il Conciliatore y que eran el fundamento de la nueva corriente literaria: curioso por el lugar de primera importancia de Leopardi con respecto a dicha corriente, pero coherente con la educación fundamentalmente clásica del poeta. Nacido en 1798 en el pueblo de Recanati, la infancia de Leopardi estuvo caracterizada por una extraordinaria abnegación en los estudios filológicos a los que dedicaba la mayor parte de sus días en la biblioteca paterna. A partir de los once años leyó a Homero, compuso sonetos y escribió ensayos sobre temas clásicos, a los trece tradujo en octava real la Ars poetica de Horacio, mientras que se publicaron entre 1816 y 1817 sus traducciones del primer libro de la Odisea y del segundo libro de la Eneida. Fue por este amor exclusivo a los escritores y a la cultura griega y latina que Leopardi sintió la necesidad de participar en el debate entre clásicos y románticos: en respuesta al ensayo de Mme. de Staël, argumentó la grandeza de la literatura italiana, legítima descendiente de la latina, y de su independencia con respecto a las demás tradiciones europeas; en 1818, con el artículo “Discorso di un italiano intorno alla poesia romantica” (enviado a Il Conciliatore y nunca publicado), criticó a los románticos acusándoles de promover una poesía que por querer ser contemporánea era plana y racional. Leopardi reafirmaba la obligación de la poesía de imitar la naturaleza, la cual evocaría en el lector ese sentimiento primitivo que se sirve de la imaginación para despertar emociones profundas y recuperar el carácter divino del arte. Denostaba el carácter filosófico de los románticos italianos, que en sus elucubraciones intelectuales sacrificaban el contacto real con la naturaleza y el sentimiento; reprobaba las referencias a la modernidad, por ser efímera, y a los hechos contemporáneos, por ser fruto del hombre y no de Dios; en suma, defendía la supremacía del mundo de las ideas, de la fantasía y de las pasiones primitivas frente a la frialdad de la ciencia y la civilización, en una oposición entre razón y naturaleza que se tornará uno de los puntos centrales de toda su actividad poética y postura existencial.
En su obra Canti toda su producción poética se reúne siguiendo un orden casi perfectamente cronológico y, al mismo tiempo, ideológico: de la composición “All’Italia” (1818) a “La ginestra o il fiore del deserto” (1836) es perceptible el tránsito de los ideales patrióticos y de las formas clásicas y elegantemente canónicas hasta las profundidades sentimentales del espíritu del poeta que piden una expresión puramente personal, íntima y desgarrada. Todos esos años de segregación en la casa por amor a la erudición, días y noches dedicados al estudio infatigable, afectaron irremediablemente la salud física de Leopardi y produjeron en su ánimo el sentimiento de aislamiento que a menudo lo enfrenta a solas con la naturaleza: dolor y sensibilidad, pero sobre todo la punzante conciencia de ellos, de la infeliz condición humana y de la futilidad de todas las cosas, ahondan el poeta en un estado de melancolía que si antes le había hecho contemplar la idea del suicidio como único remedio (véase los poemas “Bruto minore” y “Ultimo canto di Saffo”), se volvería con los años su única compañera de vida (De Sanctis, 1905).
Las primeras composiciones en verso de Leopardi son el desahogo de la indignación de un espíritu clásico frente a la situación política y cultural italiana, fragmentada y decaída después de los sucesos napoleónicos: son poemas que exhortan al patriotismo y a las virtudes morales, escritos con un destacado rigor formal. Pero son las composiciones conocidas como “idilios”, escritas entre 1819 y 1821, las que más entrañan el quid de la poética leopardiana, aquellas en que predominan los temas de la reminiscencia, la infinitud y profundidad de espacios y sentimientos, la inquietud del hombre frente a la calma de la naturaleza. Lo indefinido se vuelve en Leopardi el carácter propio y esencial de la poesía: palabras como “lejano”, “antiguo”, “profundo”, “noche” y “nocturno” son altamente poéticas por remitir a ideas vastas e indefinidas; “eterno”, “muerte”, “mortal”, “inmortal” por evocar ideas universales e inasibles (Puppo, 1988). En el período que separa los “idilios” de los “grande idilios” (o “cantos pisanos-recanatenses”), escritos entre 1828 y 1830 y de los cuales forma parte el “Canto notturno di un pastore errante dell'Asia”, Giacomo Leopardi abandona casi completamente la producción en verso para dedicarse a las composiciones en prosa llamadas Operette morali en las que el autor aprovecha la sátira para exponer su moral y su filosofía. Este periodo coincide también con el de los viajes de Leopardi que, después de haber sufrido durante veinticuatro años la soledad y la marginalidad intelectual del pueblo, puede por fin participar de la vida literaria italiana en Roma, Milán, Florencia, Bolonia y Pisa; su experiencia, sin embargo, es extremadamente decepcionante: la bajeza moral de las grandes ciudades y la frivolidad de su gente no hace más que consolidar las inquietudes del poeta y aumentar sus penas. Los “grandes idilios” son el resultado de su toma de consciencia y de estas grandes decepciones; en ellos, los grandes temas de los “idilios” se reafirman con el tono de trágicas, desesperadas sentencias, son las conclusiones de un hombre resignado y definitivamente desilusionado.
La evolución señalada -que va de las formas y las referencias clásicas de “All’Italia” y los demás cantos patrióticos hasta el “Canto notturno di un pastore errante dell’Asia” y las últimas composiciones de Leopardi-, coincide con una progresiva pérdida de interés por lo social, indirectamente proporcional al sentimiento de su estado interior y al de la condición humana universal. Mientras que en su "Discorso" Leopardi afirmaba que el poeta imita la naturaleza, diez años más tarde esa naturaleza es completamente interiorizada en el sentimiento y él mismo cambia de opinión, afirmando que el poeta se imita a sí mismo (Puppo, 1988). Del primer periodo de la poética leopardiana (el de las llamadas canciones civiles) emergen las influencias de otros autores y escuelas literarias, los puristas Monti y Giordani en la forma; Parini, Alfieri y Foscolo en las ideas; los clásicos griegos y latinos como fuente de referencias y virtudes humanas. Sin embargo, a partir de los primeros idilios de 1819, el estilo de Leopardi toma un carácter marcadamente personal e introspectivo, lejano, con respecto a formas y temas, de cualquier canon y referencia tanto clásica como moderna; todo esto hizo que a menudo Leopardi fuera incomprendido por sus mismos contemporáneos, que lo tachaban de pesimista y misántropo. Es emblemática la premisa del editor de los primeros diez cantos, publicados en Bolonia en 1824, quien se expresa así sobre la obra del poeta:
Son diez Canciones, y más de diez extravagancias. Primero: de diez Canciones, ni una es amorosa. Segundo: no todas y no del todo son de estilo petrarquista. Tercero: no son de estilo ni arcádico ni frugoniano; […] en fin, no resemblan a ninguna poesía lírica italiana. Sexto: están todas llenas de lamentos y de melancolía, como si el mundo y los hombres fueran una triste cosa, y como si la vida humana fuera infeliz. […] Verbigracia: que tras el descubrimiento de América, la tierra nos parece más pequeña de cómo nos parecía antes; que la Naturaleza habló a los antiguos, es decir los inspiró, mas sin revelarse; que entre más descubrimientos se hacen de las cosas naturales, más aumenta frente a nuestra imaginación la nulidad del Universo; que todo es vano en el mundo salvo el dolor; que el dolor es mejor que el tedio; que nuestra vida no es buena sino para despreciar la vida misma; que la necesidad de un mal consuela de ese mismo mal a los espíritus vulgares, mas no a los grandes; que todo es un misterio en el Universo, salvo nuestra infelicidad (Leopardi, 2005, pp. 328-329)4.
Recanati, su pueblo natal, fue para Leopardi cárcel y lugar de quietud a un tiempo, y no ha de sorprender que sea ahí donde el poeta pudo componer sus idilios antes y los “grandes idilios” después. El idilio leopardiano es de una naturaleza sustancialmente antitética con respecto al significado tradicional de este tipo poético: solo frente a la naturaleza, el poeta no se abandona a la amena contemplación, no se trata del descanso del hombre fatigado por la vida o del alma simple de un pastor que reencuentra la paz espiritual en la tranquilidad del paisaje; al contrario, esos momentos de soledad hacen que el poeta se contemple a sí mismo, su caduca situación existencial, su tedio (De Sanctis, 1905). De esta vuelta de perspectiva nace el espíritu romántico; de tanta sensibilidad el romanticismo de Leopardi. El adjetivo “grandes” con el que se suele definir las composiciones del segundo momento idílico es debido a la magnitud categórica y a las ciegas profundidades que alcanzan las penas del poeta: la naturaleza inerte, la juventud perdida y la melancolía pasajera se vuelven ahora, desatadas por las mismas visiones, en naturaleza mortífera, futilidad de la vida humana y tedio como condición dolorosa e ineludible.
Leopardi escribe el “Canto notturno di un pastore errante dell'Asia” entre los años 1829 y 1830, de regreso a Recanati después de las experiencias en Pisa y en Florencia. En el poema se versifican las máximas conclusiones de la contemplación interior del poeta; contemplación interior, sí, pero cada vez desatada por el contraste con el mundo exterior, tanto moral como físico, lo que pone en contacto el pensamiento de Leopardi con la filosofía sensista. El “Canto notturno” representa un viaje espiritual que parte de la contemplación de la luna, a través de la cual un yo lírico universal compara la breve vida de un pastor con la inmortalidad del astro, hasta interiorizarse y encarnarse en la figura del mismo pastor que, a la vista de su rebaño, contempla el tedio que de él lo separa y que no lo abandona.
El poema se divide en seis estrofas más o menos largas (de 21 a 43 versos, 10 la última), en cada una de las cuales se alternan irregularmente endecasílabos y heptasílabos entretejiendo reflexiones que desembocan en conclusiones de tono solemne y apotegmático. La rima es esporádica y sólo en los últimos versos de cada estrofa se hace más regular, para escandir y dar relevancia a esas sentencias que dan al poema el vago tono de una ballata y que definen el tema de cada sección. Se trata propiamente de reflexiones: el poema es el relato de una experiencia contemplativa que se plantea al principio con un juego de ambivalencias, entre la inmortalidad de la luna y la mortal condición del pastor, que continúa a lo largo de todo el poema y que se resuelve con dos etéreas preguntas:
Pero no basta plantear la pregunta, el poeta ahonda el dedo en la llaga enfocando la mirada sobre el pastor y la segunda estrofa renquea en un polisíndeton entre sus penas. Cabe destacar el uso del léxico con el que Leopardi describe el “vecchierel bianco, infermo”, así como todo lo que concierne al ser humano, en oposición a la luna, “giovinetta immortal”: el pastor es “lacero” y “sanguinoso”, su fin es el “abisso orrido, immenso” de la muerte, prueba “pena” y “tormento”; en cambio, la luna es “silenziosa” y “candida”, “eterna peregrina” de la bóveda “smisurata” y “superba”. Del relato del fatal nacimiento del hombre, en la tercera estrofa, se asiste en la cuarta a una total identificación, una encarnación del yo lírico con el pastor: consciente de la futilidad de su vida, el hombre se enfrenta con la inmensidad de las cosas celestes y los versos se pueblan de esos términos vagos y evocativos que, como antes se ha señalado, constituyen para Leopardi la esencia íntima de la poesía, su capacidad de abrir en las ideas horizontes trascendentales (“eterna”, “supremo”, “infinito”, “lontano”, “profondo”, “innumerabile”, etc.).
Mientras que los demás “grandes idilios” presentan temas aislados (“A Silvia”, la fragilidad del ser humano; “La quiete dopo la tempesta”, la Naturaleza malévola; “Il sabato del villaggio” la esperanza y el tedio), en el “Canto notturno” Leopardi abarca la condición humana en todas sus dimensiones, celeste y terrena, exterior e interior: mortalidad y tedio. Tras los ojos del pastor, el yo lírico baja la mirada, de la luna hacia su rebaño, y aunque ahora su mudo interlocutor, como él, es mortal, no puede apaciguar sus penas: lo que duele no es la condición humana en sí sino su conciencia, la condena a ser pensante, razonable y constantemente presa del tedio. Hay sólo el tiempo de librarse en una efímera ilusión, antes de que el poeta, el hombre vuelva a caer sobre su última sentencia:
Como se ha visto, en el “Canto notturno” el léxico apunta a lo vago, a lo indefinido, a la ruptura de los límites no tanto semánticos, sino racionales; a través de la palabra, el dolor del poeta extiende sus límites conceptuales y deícticos: cuando el elemento léxico es relativo a la luna, remite a la idea de infinito, de inmortalidad y de silenciosa paz cósmica; cuando es relativo al pastor, consigue romper los límites personales y extender el concepto a todos los hombres, a la condición humana en general. Leopardi explota las potencialidades del lenguaje poético haciendo hincapié en la indefinición del significado y de las imágenes evocadas, así como en la ambigüedad interpretativa propia de la poesía; en esta perspectiva, puede decirse que el lenguaje poético es un antilenguaje, abierto, irracional, el cual amplía el horizonte semántico y coloca al lector en esa dimensión fuera del tiempo y del espacio propia de la poesía y del arte en general. En las traducciones, cerrar ese horizonte sería una limitación a dichas potencialidades poéticas y equivaldría a dar al poema una fijeza y una superficialidad que originalmente les son ajenas. El trabajo en simbiosis entre traductor y editora, así como el profundo conocimiento de la lengua italiana por parte de José Luis Bernal desembocan en una versión capaz de reproducir las ambigüedades presentes en el original, respetando su imaginario y los matices lingüístico-estilísticos de Leopardi. Un ejemplo de todo esto se encuentra en los versos 87-88 del “Canto notturno”, donde el poeta yuxtapone las palabras “profondo”, “infinito” y “seren”: las tres, clasificables como adjetivos o sustantivos, se confunden (es difícil establecer cuál es el sustantivo y cuáles los adjetivos que lo califican) y crean esa libertad interpretativa que contribuye a dar la sensación de indefinición esencialmente significativa para el poema.
Limitando la posibilidad de sustantivación a las palabras “infinito” y “seren”, ya que sería inusual que el nombre “profondo” fuera seguido por dos adjetivos no separados por coma o conjunción, la traducción de Bernal recoge el juego semántico del original a pesar de que altera el significado de la palabra “seren” la cual resulta ser, en calidad de sustantivo, un falso cognado: la acepción italiana de “cielo sereno, sin nubes” corresponde, en español, a la de “humedad de que durante la noche está impregnada la atmósfera5”. Cuando es el “infinito” el sustantivo al cual se refieren los demás adjetivos, la traducción de Bernal reproduce fielmente el lenguaje poético de Leopardi; cuando el núcleo de la frase nominal es el “sereno”, en cambio, se produce una alteración semántica que no afecta de manera sustancial el poema, ya que la contemplación del poeta toma lugar en un contexto nocturno y el “aire infinito” que precede dicha frase de cierta manera compensa la pérdida de la acepción italiana. Más significativas son las soluciones tomadas por Gómez Restrepo. El traductor colombiano opera esa limitación interpretativa, la cual tiene como efecto el de definir la imagen evocada por el poeta en la elección de traducir como “cielo azul” la unidad nominal “infinito sereno”. Además de la ambigüedad, el texto pierde profundidad en el momento en que el “seren” encuentra su correspondiente nominal en el “cielo”, cuyos atributos “profondo” e “infinito” se vuelven un “abismo” no tan infinito, sino que rompe su profundidad en el “azul” del éter. Los cambios aquí son importantes (como la soledad “immensa”, ahora “profunda”) y parecen encontrar su razón en las intenciones eufónicas del traductor colombiano, el cual crea dos rimas y simetrías rítmicas en el tercer y último verso del pasaje. Con respecto al léxico, otras elecciones tomadas por Gómez Restrepo parecen menos justificables; en su traducción se registra una general atenuación de la intensidad semántica, la cual confirma una brecha entre la sensibilidad del traductor y la del poeta italiano, una más retórica y despreocupada, la otra pasional y desesperada: adjetivos como “mortale” y “supremo” cambian en “triste”, un llano “deserto” en “verde”, la soledad “immensa” en “profunda”, etc. Su razón puede hallarse, trascendiendo el plano del léxico, en la atención a cuestiones que abarcan la métrica: en su versión, Gómez Restrepo mantiene la regularidad silábica del verso, mientras que la fidelidad al texto italiano y a la palabra “mortal” (tan significativa para Leopardi) hace que Bernal en dos ocasiones renuncie sorprendentemente a la unidad heptasilábica:
Lo que hace extraordinario el poema de Leopardi es la magnitud y el peso que toma en sus versos la condición humana y que el poeta logra elevar al mismo nivel de la luna, para que allí la oposición entre las dos asuma caracteres absolutos y los dos términos confronten su respectiva hondura y sublimidad. El recurso que hace posible esta comparación es propiamente gramatical y consiste en el uso de la forma infinitiva de los verbos, ora canónica ora sustantivada. Véase el siguiente fragmento, en el cual la mortalidad del hombre rompe los límites individuales y a un tiempo desvanece aquellos temporales en la sucesión de seis infinitivos (cuatro sustantivados y dos en su forma verbal):
Es preciso aquí abrir un paréntesis relativo a las propiedades exclusivas de cada lengua, las cuales complican la tarea del traductor cuando se trata de aspectos fonéticos, de la estructura silábica de las palabras o, como en este caso, de la mayor o menor discreción de las categorías gramaticales (asunto que nos remite al caso de la palabra “sereno”). El hecho en sí no conllevaría grandes problemas si las propiedades gramaticales de una palabra, sobre todo en poesía, no implicaran matices semánticos a un nivel más amplio (Luján Atienza, 1999): la abundancia de sustantivos y adjetivos suele dar al poema un ritmo pausado, estático, de puras imágenes; mientras que los verbos por definición dan dinamismo al poema, las imágenes cambian y se relacionan entre sí y con el contexto en que se mueven, dependiendo en gran parte del tiempo verbal que las anima. El italiano y el español parecen compartir el mismo grado de aceptación con respecto a la sustantivación de los adjetivos, precedidos por un artículo o un adjetivo determinativo o posesivo (existen “il bello di tutto ciò” e “il grosso della questione”, así como “el azul del cielo”, “lo bueno es que” y “mi pequeño”, etc.), así como con respecto a la sustantivación de los infinitivos. Sin embargo, dejando a un lado consideraciones de difícil comprobación y que requerirían amplios análisis de tipo estadístico, lo que es relevante aquí es el tratamiento de estas formas por parte de los traductores puesto que dan cuenta tanto de dos diferentes estilos traductores como (y por consecuencia) de dos acercamientos al poema original. En el “Canto notturno”, lo que se sustantiva es un estado universal, donde la inasible potencia del verbo al infinitivo, precedido por un artículo o un adjetivo determinativo, asume la dolorosa fisicidad de la condición humana. Ahora bien, en la traducción de Bernal, lo que destaca no es sólo el respeto de las formas del poema original, tanto en la elección del léxico como de las estructuras sintácticas, sino también la voluntad de preservar el tono arcaizante del estilo de Leopardi. Esta voluntad justifica también el uso que el traductor mexicano hace a lo largo del poema de formas como “do” o “vos” para devolver a su composición el anacronismo de la composición leopardiana y encuentra su razón en las palabras de la editora de los Cantos, Mariapia Lamberti, que en una nota sobre la traducción habla así del trabajo llevado a cabo por José Luis Bernal:
De allí que cualquier traducción que pretendiera ignorar este estilo voluntariamente arcaizante y latinizante que Leopardi elabora en los Canti [...] falsearía no sólo la poesía leopardiana, sino la intención explícita del autor. [...] El traductor, italianista y latinista, ha respetado el estilo áulico, clasicista y arcaizante de Leopardi, volcando en él todo su conocimiento de la lengua española literaria (Lamberti, en Leopardi, 1998, pp. 10-11).
En su versión, los infinitivos mantienen sus determinantes y el mismo lugar que Leopardi les asigna en la construcción semántico-gramatical de la oración y de su conjunto; se trata de una elección que cumple con las intenciones del traductor, cuyos infinitivos sustantivados remiten a otros poemas de otras épocas: vienen a la mente Jorge Manrique y sus “Coplas por la muerte de su padre”, en las que aparecen los versos “nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / qu’es el morir”; o las palabras de Góngora, “repetido latir, si no vecino, / distinto, oyó de can siempre despierto” (del poema “De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado”).
Muy distinto es el acercamiento de Gómez Restrepo, el cual apunta, más que a conservar el estilo arcaizante de Leopardi, a rescatar la naturaleza romántica del poema insertándolo en el panorama de la poesía colombiana de los años que median entre los siglos XIX y XX. El afán de reproducir una composición conforme con los cánones poéticos de sus contemporáneos, junto con la formación humanística del traductor (la cual le impide forzar los límites de la regla gramatical), cancelan las notas arcaizantes del original y dan como resultado una versión que no se aparta de la regularidad formal, del uso fluido de la lengua, así como de algunos de los rasgos característicos de su propia obra poética: cinco de los infinitivos de Leopardi se vuelven en cuatro sustantivos (dos, “il patir nostro” e “il sospirar”, se juntan en “la oculta razón de nuestra pena”), mientras que sólo uno (“el partir de la tierra”) mantiene su naturaleza gramatical original; reaparece el adjetivo “triste” y casi todos los sustantivos son acompañados por un adjetivo que los califica6.
Considerado a un nivel celular, de puras imágenes y unidades léxicas, no se llega a abarcar la esencia del “Canto notturno”, el cual funda su potencia en un juego de antítesis que se extienden del nivel sintáctico oracional al nivel de la composición estrófica. En el poema de Leopardi abundan las figuras retóricas del quiasmo y del paralelismo, enriquecidas por figuras por repetición como la anáfora y el polisíndeton, las cuales disponen, refuerzan y exasperan la oposición entre hombre y naturaleza, mortalidad e inmortalidad antes, y entre hombre y animal, beata inconciencia y tedio después. Por su naturaleza, en estos tipos de figuras sintácticas el orden recíproco de los elementos léxicos que las componen es de principal relevancia. Como se ha dicho, estos recursos retóricos aparecen con frecuencia en el “Canto notturno”, constituyen su esencia; se tomarán en cuenta aquí sólo algunos de los más significativos y que pueden arrojar más luz sobre las posturas de los dos traductores. Véanse los dos fragmentos que siguen, en los que se confrontan los dos extremos existenciales que sustentan el poema:
Si se considera la equivalencia silábica como un elemento más para añadir fuerza a la oposición (los paralelismos de Leopardi se dan siempre entre versos del mismo tipo, heptasílabos en este caso), la traducción de Gómez Restrepo pierde intensidad en la mayor extensión del segundo verso endecasílabo, además de no hacer corresponder perfectamente los elementos que marcan el ritmo semántico de la figura retórica (en el primer caso, “alla tua vita.../la vita...” traducido como “...tu vida a la existencia”). No puede decirse que Gómez Restrepo, traductor, crítico y poeta, no reconozca o no sea sensible a las figuras retóricas utilizadas por el autor italiano; más bien parece evidente que sus prioridades están dirigidas a los aspectos musicales del poema, como el ritmo y la rima (en el ejemplo 4, corresponden las dos rimas originales “sento-contento” y “frale-male” con las colombianas “presiento-contento”, “desvalida-vida”).
Las razones traductológicas de José Luis Bernal llevan al autor mexicano a una transposición íntegra de los recursos retóricos de Leopardi, pero siempre dentro de los límites de la unidad métrica. La palabra italiana ogni, anafóricamente repetida, carga el verso de una pesadumbre esencial a su significado y al sentimiento del poeta; es esta una palabra que por sus propiedades vocálicas (la o inicial y la i final permiten juntar sus dos sílabas a la última de la palabra que la precede o la primera que la sigue) se presta a las necesidades sintéticas impuestas por la métrica, mientras que los equivalentes españoles cada y todo no gozan de las mismas propiedades. Se trata de otro caso en que el sistema lingüístico dirige las decisiones del traductor, que de todos modos rescata lo más posible las intenciones del poeta italiano:
Lo que se suele identificar como el “espíritu del poema”, aunque encuentre en las elecciones léxicas y los recursos retóricos su representación formal, se manifiesta a través de matices más sutiles y de índole interpretativa como, por ejemplo, la presencia del yo lírico, su postura frente a los otros objetos que componen el imaginario (físico y conceptual) del poema, el ritmo de la enunciación, etc. En la poesía romántica, el yo lírico ocupa un lugar fundamental por los caracteres ideológicos en los que se funda una sensibilidad completamente interiorizada: la nueva relación que se establece entre sujeto y objeto, identificable con el concepto de einfühlung (empatía, identificación), disuelve el espíritu del hombre romántico hasta fundirlo con el mundo circunstante y lo vuelve en un receptor profundo y sensible a la infinitud de la naturaleza, así como a la vanidad de la existencia y de la sociedad humanas (Chávez, 1972). Esta ausencia de filtros entre el hombre y el mundo coloca al “yo” en una posición única y central, absoluta, desde la cual las pasiones se expanden hasta ocupar todo el horizonte sentimental y poético; este einfühlung es para Leopardi una condición de vida y en su canto empatiza con la luna, con el pastor y su rebaño para interiorizarlos y sentir en ellos el abismo existencial que los separa. En el decurso del poema, el yo lírico se manifiesta de diferentes maneras (desde una posición anónima, de alcance universal en las primeras tres estrofas, se encarna luego, en las últimas tres, en el pastor) pero siempre está presente. En el tono pausado y rendido del “Canto notturno”, varios “io” se alternan a otros tantos “tu” no dejando nunca de resaltar una antítesis primordial.
Más que el número de apariciones de tales pronombres (que, si bien puede ser de alguna manera significativo, queda un rasgo de relativa importancia dentro del más amplio contexto discursivo), es interesante notar cómo se presenta y expresa en las dos traducciones ese “yo” leopardiano tan característico de una personalidad particularísima y contemplativa. En su traducción, José Luis Bernal transporta a Giacomo Leopardi al territorio hispanohablante por medio de un apego casi impecable a las formas del poema original, tanto en el léxico como en la sintaxis: el respeto de las ordinaciones paratácticas e hipotácticas, así como de la puntuación (perfectamente idéntica salvo en raras ocasiones) alteran la musicalidad y el ritmo del verso, pero no transfiguran la esencia del desarrollo argumental del poema. No puede decirse lo mismo de Gómez Restrepo, en cuya versión, más que a una recreación del poema italiano, se asiste a una reelaboración del yo lírico. Con el traductor colombiano, los versos se subsiguen fluidamente debido a una tendencia a evitar las fórmulas aforísticas de Leopardi en favor de unidades sintácticas más largas, se privilegia la narración al aislamiento de la imagen poética y el ritmo se acelera gracias a cambios en la puntuación que a menudo parecen ser sistemáticos: el punto se vuelve en punto y coma, el punto y coma en coma, mientras que la coma en varios pasajes desaparece. Esta rapidez corresponde a una nueva personalidad que no duda en desbordarse en exclamaciones, como corresponde a la tradición romántica colombiana: desde los líricos de estirpe más formalista, como Joaquín Ortiz, Eusebio Caro (en su primer período) y Julio Arboleda, hasta los poetas filósofos y más sentimentales como Julio Flórez, Rafael Núñez y Pombo, el recurso de la exclamación es ampliamente compartido y apunta, entre los poetas del primer grupo, a alcanzar su característico “tono de oratoria grandilocuente”, mientras que entre los segundos responde a esa “sentimentalidad ficticia dirigida a impresionar por lo agudo de sus notas” (Lazo, 1979, p. 92). El Leopardi del “Canto notturno” es un hombre desilusionado y rendido a su condición, su canto es una contemplación íntima del propio dolor y el mundo exterior solamente existe en cuanto espejo para su alma afligida; el yo protagonista del “Canto nocturno” de Gómez Restrepo, en cambio, no ha perdido la esperanza y guarda vitalidad en su frasear ágil, externa sus quejas en exclamaciones que parecen ser gritos dirigidos a pedir auxilio, comprensión y gracia:
Es interesante notar cómo en sus diferentes y opuestas posturas, ninguno de los dos traductores da cuenta con sus propias palabras del poema del autor italiano: por un lado, las declaradas intenciones traductoras de Bernal tienen por objeto la reproducción del estilo de Giacomo Leopardi, en sus rasgos lingüísticos ora arcaizantes ora personales, y cubren por completo el idiolecto y las preferencias poéticas del traductor mexicano; por el otro, el “Canto nocturno” de Gómez Restrepo, por los temas y por su renovada forma, se inserta de manera casi imperceptible en la tradición literaria del Romanticismo colombiano, sin embargo lo hace con un estilo que en ciertos aspectos es ajeno al del traductor. En su obra poética, el carácter elegante y humanista de Gómez Restrepo se entremezcla con una vena romántica que sin embargo no va más allá de cierta sensibilidad púdica, muy lejana del profundo y doloroso abandono de Leopardi; en sus poemas el tono se suaviza, trata temas de sabor clásico y en sus versos elegantes no aparecen las exclamaciones y el fervor propios de los románticos más apasionados. Gómez Restrepo, estimado crítico y admirador de sus predecesores y contemporáneos, parece renunciar a su propia voz para encomendarse en cambio a la de otros líricos de su generación, cuya sensibilidad y preocupaciones filosóficas ahondan hasta rozar las del poeta italiano; encuentra en José Eusebio Caro el modelo formal que tiende “al verso discursivo y cierta morosidad retórica” (Oviedo, 1997, p. 99), en Fallón los ademanes del diálogo lunar, mientras que en la obra de autores como Rafael Pombo, por ejemplo, un espíritu sumamente afín al de Leopardi. Mientras que otros autores importaban de Europa sólo las formas de la estética romántica y los temas que más podían alimentar la sed de patriotismo y justicia social, en Pombo reaparecen las pasiones y las penas de los más contemplativos autores alemanes, contemplación hecha hombre en Italia en la figura de Giacomo Leopardi:
Puede considerarse (aunque haya más opiniones al respecto) la “desaparición” del traductor como el más alto logro de su trabajo. Sin embargo, aunque Bernal se oculte detrás del estudio filológico y el apego a las formas del texto fuente, es justamente este (a veces excesivo) respeto por la lengua de Leopardi lo que quita autenticidad al “Canto nocturno” del traductor mexicano y hace que en esa falta de naturalidad en la lengua revele su presencia; la misma desaparición ocurre con Gómez Restrepo, quien se sirve de las palabras de sus contemporáneos para reelaborar el poema en español. En los estudios de traducción, las discusiones dicotómicas sobre lo que es más preciso rescatar en el texto meta (forma o significado del original, cultura fuente o cultura meta, traducciones domesticantes o extranjerizantes) han llegado en los últimos años a resolverse en la idea del texto traducido como obra de arte independiente, íntegra y autosuficiente, lo cual devuelve al traductor su subjetividad y el reconocimiento de su labor en cuanto trabajo de artista (al respecto, véase las reflexiones de Antoine Berman o de Jiří Levý7, por ejemplo). Desde esta perspectiva, tanto la de José Luis Bernal como la de Antonio Gómez Restrepo son versiones en las cuales no se da espacio a la creatividad y donde los dos traductores, ambos poetas, aniquilan su subjetividad: el primero por probar una obligación hacia el estilo y la lengua particulares de Giacomo Leopardi (su traducción es un homenaje al poeta italiano más que un poema brindado a la comunidad de lectores hispanohablantes); el segundo, al contrario, reelabora un poema que bien podría considerarse una pieza de la tradición lírica de Colombia, una composición que, dando muestra de claros rasgos típicos de la tradición romántica hispanoamericana y apartándose de la voz del poeta original, parece un hallazgo de biblioteca caído de alguna antología de líricos colombianos o de un volumen de la obra de un Núñez o un Pombo.
El enfoque hermenéutico en que se centran las consideraciones de Antoine Berman, en su libro Pour une critique des traductions : John Donne, ofrece las bases metodológicas para un acercamiento a la crítica de las traducciones que tiene el mérito de dar un paso hacia adelante con respecto a la tradición que lo precede. En particular, mientras que los Estudios Descriptivos de la Traducción (EDT) -los cuales encuentran su sistematización en el mapa elaborado por el teórico James Stratton Holmes y su aplicación en la llamada escuela de Tel Aviv- siguen teniendo un enfoque exclusivamente textual, con Antoine Berman es la figura del traductor el fulcro del cual emana toda investigación. Con Berman, la crítica se funda en la subjetividad del traductor en cuanto ser histórico y cultural, además de rescatar la creatividad y la autonomía del mismo y de su texto: el análisis parte de la individualidad del sujeto traductor que en su tarea se refleja en tres dimensiones (“posición traductora”, “proyecto de traducción” y “horizonte de traducción”) funcionales para un análisis global e íntegro de su trabajo. Las preferencias lingüísticas y estilísticas del traductor (en su obra traducida o autógrafa), su relación con el autor original y su lengua, el contexto cultural e histórico en que lleva a cabo su trabajo, la relación que tal contexto guarda con el género literario en cuestión, con sus cánones formales y con el mismo género de la traducción, son todas cuestiones de principal importancia para un acercamiento justo, coherente y completo a la crítica del texto traducido.
Es en esa dirección que se ha desarrollado la crítica propuesta en este artículo, para dar cuenta de dos traducciones, de dos traductores, que guardan una relación radicalmente diferente con respecto a las lenguas italiana y española, a la concepción de la actividad poética y al contexto histórico-cultural en que los textos metas se presentan. La posición traductora de José Luis Bernal, explicitada por la editora al principio de su publicación de los Cantos, está dirigida hacia el respeto total y el rescato del estilo y de la palabra de Leopardi, a través del más esmerado estudio de la obra del autor y su identidad lingüística. La versión de Bernal, publicada en 1998, resulta libre de cualquier influencia histórica o cultural del siglo XX, así como de cualquier intención creativa del traductor: detrás de tales premisas, los Cantos reescritos por Bernal son una versión fosilizada de la obra del poeta italiano, impecables en su fidelidad a la forma y en ella inmutables en el tiempo y en el espacio (que se publiquen en España, en México, en Argentina o en Colombia, en cualquier época, no cambiaría la naturaleza única del texto original y, por ende, la del texto del fiel traductor). Hijo de una “generación de ruptura” que a partir de la segunda mitad del siglo XX divide a los poetas mexicanos de toda tradición precedente (Higashi, 2015), Bernal no siente el vínculo nacional y brinda al público hispanohablante una obra que poco tiene a que ver con él y que más bien, completa de texto confrontado, es la evidencia de la devoción de un hombre, de un traductor y de un poeta a Giacomo Leopardi.
A unos cien años de la independencia de un país que apenas va encontrando su identidad literaria, la posición y el horizonte traductor de Antonio Gómez Restrepo no son y no pueden ser los mismos de su colega mexicano. Además de las consideraciones estilísticas surgidas de la comparación de las traducciones arriba expuesta, en la edición de los Cantos de Gómez Restrepo no hay notas que den cuenta del proceso de traducción y tampoco el texto original confrontado: todos estos son elementos que confirman la voluntad del traductor de reproducir una obra que sea clasificable como colombiana, que sea una pieza más en la construcción de una literatura nacional, la cual sigue encontrando en los autores europeos una fuente de inspiración temática para una versificación que refleje lo más posible la autonomía de la recién nacida tradición literaria colombiana (Camps, 2012). Sin duda el peso de una personalidad como la de Gómez Restrepo en la Colombia de su tiempo, sobre todo en cuanto crítico e historiador literario, fue garantía del valor de la obra tanto original, por el mérito de haber sido tomada en consideración por el poeta y letrado colombiano, como traducida, por las competencias poéticas y lingüísticas del mismo humanista.
El objetivo de la crítica que se ofrece en este artículo no es el de emitir juicios de tipo valorativo, sino demostrar la centralidad del sujeto traductor (no sólo como ente histórico, sino también como subjetividad interpretativa) y del contexto histórico-cultural en el cual desenvuelve su trabajo. No se trata del afán de devolver al traductor una visibilidad a menudo negada y reclamada, sino de reconocer en el texto traducido la integridad que resulta de un universo interpretativo que mira al texto fuente de la misma manera en la que el autor original interpretó su propia realidad, tanto exterior como interior, para concretizarla en la obra. Las teorías de Antoine Berman, junto a las de muchos teóricos (el ya mencionado Jiří Levý, entre otros) marcan el camino hacia la consideración del proceso de traducción como una labor que transciende las simples y limitantes elecciones normativas que constituyen sólo una mínima parte del horizonte del traductor.
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[2]La edición que se ha utilizado para este trabajo es la de 2005, publicada por Einaudi y editada por Niccolò Gallo y Cesare Garboli.
[5]Real Academia Española. (2014). Sereno. En Diccionario de la lengua española (23.a ed.). Recuperado de http://dle.rae.es/?id=XezRJJK
[6]Al revisar la poesía de Gómez Restrepo, es inmediatamente evidente, en su versificación elegante y el estilo retórico, la tendencia a enriquecer el verso acompañando prácticamente todos los sustantivos con un adjetivo o una subordinada adjetiva como, por ejemplo, en su poema "Los ojos": "Ojos hay soñadores y profundos / que nos abren lejanas perspectivas; / ojos cuyas miradas pensativas / nos llevan a otros cielos y a otros mundos" (en García Prada, 1937, p. 420).
[7]Del teórico checo se señala el libro The Art of Translation publicado, en la traducción al inglés de Patrick Corness, en 2011.
[8]Como citar: Franzetti, R. (2018). Contemplar el horizonte: Dos traducciones hispanoamericanas del »,» ®,® §,§ ­, ¹,¹ ²,² ³,³ ß,ß Þ,Þ þ,þ ×,× Ú,Ú ú,ú Û,Û û,û Ù,Ù ù,ù ¨,¨ Ü,Ü ü,ü Ý,Ý ý,ý ¥,¥ ÿ,ÿ ¶,¶ Canto notturno di un pastore errante dell’Asia »,» ®,® §,§ ­, ¹,¹ ²,² ³,³ ß,ß Þ,Þ þ,þ ×,× Ú,Ú ú,ú Û,Û û,û Ù,Ù ù,ù ¨,¨ Ü,Ü ü,ü Ý,Ý ý,ý ¥,¥ ÿ,ÿ ¶,¶ de Giacomo Leopardi. Mutatis Mutandis. Revista Latinoamericana De Traducción, 11(1), 208-233. Recuperado a partir de https://revistas.udea.edu.co/index.php/mutatismutandis/article/view/330794