La participación ciudadana con enfoque territorial es uno de los componentes más destacables del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera (en adelante Acuerdo Final) suscrito entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP. El acuerdo creó cerca de setenta espacios de participación ciudadana, en su mayoría con alcance local y regional, que se suman a los 125 ya existentes en el país, en asuntos diversos como la planeación y ejecución de las políticas públicas, el diálogo social, el control político de las instituciones y la interlocución permanente entre los ciudadanos, los sectores sociales y el Estado (Guarín, Tovar, Guerrero y Amaya, 2017; Ministerio del interior, 2016). Su incorporación en el Acuerdo Final descansa sobre la idea de que la construcción de la paz y la superación de las causas del conflicto requieren la inclusión de los ciudadanos y los sectores sociales en los procesos políticos locales, así como de la construcción del desarrollo económico, la convivencia y la reconciliación “desde abajo”. Por eso, entre sus objetivos básicos no solo se encuentran la “terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, sino también aspiraciones más concretas, como el fortalecimiento de la “transparencia” de las instituciones, la generación de “confianza” ciudadana y la “promoción de una cultura de tolerancia, respeto y convivencia” (véase: Acuerdo, Introducción).
El énfasis que pone el Acuerdo en la participación ciudadana con enfoque territorial satisface sin duda las exigencias normativas de democratizar y optimizar los procesos de planeación, ejecución y seguimiento de las políticas públicas a nivel local. La participación, por una parte, fortalece la igualdad política de los ciudadanos, permitiéndoles expresar y contrastar sus opiniones públicamente, e incidir en el contenido de las decisiones que los afectan (Martí, 2006, p. 208; Hübner-Mendes, 2013, p. 17). Por otra parte, puede ayudar a desactivar algunos de los problemas que a menudo se citan como causas de la violencia y el subdesarrollo de algunos territorios, como la centralización, la exclusión política, la ausencia de Estado, la corrupción y la falta de transparencia. Por ello, en general, cabría esperar que la implementación efectiva de los mecanismos de participación en el posconflicto contribuya a legitimar el ejercicio del poder político y a generar desarrollo y bienestar en los territorios.
Tras la firma del Acuerdo, sin embargo, subsisten problemáticas que amenazan permanentemente la implementación de los mecanismos e imponen nuevos retos a las instituciones públicas (Guarín et al., 2017). Por una parte, la violencia que se ejerce todos los días contra los líderes sociales, los defensores de derechos humanos, las autoridades indígenas y los miembros de los medios de comunicación alternativos obstaculizan el ejercicio del liderazgo social que se necesita para que la participación ciudadana en los territorios sea exitosa. Por otra parte, la estructura del Estado, centralizada en la práctica, puede hacer que la planificación territorial y participativa pierda autonomía frente a las entidades públicas del orden nacional. Finalmente, el diseño de la oferta participativa estatal, que actualmente incluye cerca de doscientos espacios de participación, contribuye a que la efectividad de los mecanismos sea reducida.
En este trabajo se analiza la naturaleza de los espacios de participación creados por el Acuerdo Final, sus posibles contribuciones a la legitimación del ejercicio del poder político a nivel territorial y los retos que debe afrontar (y afronta) en el posconflicto. En la primera parte, se analizan las principales características de los mecanismos, relacionadas con sus finalidades, funciones y estructura, tal como fueron creadas en el Acuerdo y la normativa que lo desarrolla. En la segunda parte, se evalúa la importancia normativa y práctica de los mecanismos para alcanzar los objetivos básicos del Acuerdo, con base en categorías normativas que destacan el valor intrínseco e instrumental de la participación y la deliberación ciudadana. Finalmente, en la tercera parte, se describen los principales retos que afronta actualmente la implementación exitosa de los mecanismos en las zonas afectadas por el conflicto armado, el narcotráfico y la debilidad institucional.
El fortalecimiento de la participación ciudadana es uno de los componentes transversales del Acuerdo Final. No solo constituye uno de los compromisos centrales del segundo punto, sobre la participación política y la “apertura democrática para construir la paz”, sino que además es un instrumento común para la implementación de todos los compromisos asumidos por las partes y, en su momento, para la construcción misma del Acuerdo. Entre sus características principales, que pasamos a explicar detalladamente a continuación, se encuentran su naturaleza territorial, deliberativa, consultiva y relativamente institucionalizada.
En primer lugar, los mecanismos no han sido diseñados como procedimientos para la toma de decisiones jurídicamente vinculantes, sino para la deliberación ciudadana y el alcance de compromisos políticos. Como señala expresamente el Acuerdo, los espacios de participación “en ningún caso pretenden limitar las competencias de ejecución de los gobernantes, ni las competencias de órganos colegiados (Congreso, concejos y asambleas)” (punto 1.2.4). Por tanto, en el posconflicto, la aprobación y ejecución de las políticas públicas siguen siendo competencia exclusiva de las autoridades nacionales y locales, a través de los procedimientos previstos en la Constitución y la ley para la expedición de leyes, decretos, ordenanzas y acuerdos. En este sentido, el procedimiento democrático para la toma de decisiones políticas sigue siendo fundamentalmente representativo, pero con un componente deliberativo importante: los ciudadanos no toman directamente las decisiones, pero expresan en el foro público sus opiniones, preferencias y objeciones, con el propósito de comprometer políticamente a las instituciones del Estado y exigirles la rendición de cuentas.
En segundo lugar, los mecanismos tienen un marcado carácter territorial y multisectorial. En ellos participan, por lo general, los miembros de las comunidades regionales o locales para discutir problemas igualmente regionales o locales. De esa manera, el rol de las autoridades nacionales se reduce casi siempre, al menos idealmente, a labores de coordinación, financiación y apoyo técnico a las entidades territoriales. Muchos mecanismos promueven, además, la participación multisectorial, en la que el ciudadano no solo ejercita sus derechos de participación a título personal, sino también en calidad representante de sectores sociales diversos. Precisamente, la normativa prevé una serie de medidas que pretenden garantizar la participación efectiva de muchos sectores sociales organizados y no organizados en la gestión de las políticas públicas a nivel nacional y territorial. Entre ellos, se encuentran los campesinos, indígenas, afrodescendientes, víctimas del conflicto armado, defensores de derechos humanos, empresarios, estudiantes, servidores públicos, comunidades religiosas, sindicalistas, entre otros. Tan solo el Consejo Nacional de Paz, Reconciliación y Convivencia, creado por el Decreto 885 de 2017, incluye entre sus miembros a los representantes de más de 100 sectores de la sociedad civil y del Estado. Algo similar sucede con otros espacios de participación, creados con anterioridad al Acuerdo pero que desempeñan un papel importante en el posconflicto: los Consejos Municipales de Desarrollo Rural (12 miembros), los Comités de Justicia Transicional (14 miembros) y los Consejos Territoriales de Planeación (36 miembros). Como señalan Madridejos Ornilla y Salinas Coy (2018): “Es a través del fortalecimiento de estas redes intersectoriales de trabajo, expresadas en espacios formales e informales de participación y decisión, las que pueden liderar y mantener las apuestas territoriales en el medio y largo plazo” (p. 12).
En tercer lugar, los mecanismos de participación tienen en su mayoría un carácter institucionalizado, pues no son producto de la organización espontánea de la ciudadanía, sino de la regulación y promoción de las instituciones del Estado. Precisamente, el Acuerdo concibe la participación ciudadana como un elemento estructural de los procesos políticos para la materialización de los compromisos asumidos por las partes, y no como una aspiración abstracta que orienta la terminación del conflicto y la construcción de la paz. De ahí que, en sus seis puntos, protocolos y anexos, el Acuerdo señale de manera concreta cerca de setenta mecanismos de participación que acompañan en diversas etapas el proceso de implementación. Muchos de esos mecanismos vienen regulándose paulatinamente a través de actos administrativos y normas con fuerza de ley, lo que refuerza su carácter institucionalizado. Con esto, el Acuerdo no desconoce la importancia que tiene la participación espontánea -no institucionalizada- de los ciudadanos durante el posconflicto, pero -como señalan la Guarín et al. (2017) - es claro que “tiene su énfasis en la participación de tipo ‘inducida’, es decir, en la promoción de espacios institucionales a través de los cuales se busca que la ciudadanía se vincule a la gestión gubernamental e incida en los asuntos de interés público” (p. 8).
En cuarto lugar, no todos los mecanismos de participación tienen la misma naturaleza, si tomamos en cuenta su grado de formalización y sus finalidades. Existen mecanismos altamente formalizados, que requieren una regulación legislativa amplia y el desarrollo de estatutos propios. Entre ellos se encuentran, por ejemplo, las instancias de participación para la elaboración de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y la instancia de consulta para los grupos étnicos en el marco de los PDET (punto 1.2.4 -Decreto 893/2017-); el consejo nacional y los consejos departamentales y municipales de alimentación y nutrición (punto 1.3.4); la comisión nacional de garantías de seguridad (punto 3.4.3); la instancia nacional de participación sobre la intervención integral frente al consumo de drogas ilícitas (punto 4.2.1.3); la comisión nacional de diálogo sobre el proyecto de ley de garantías y promoción de la participación ciudadana (punto 2.2.1); la comisión de seguimiento del sistema integral de seguridad para el ejercicio de la política (punto 2.1.2.1); comisión de seguimiento y evaluación del desempeño del sistema integral de protección y de los avances en el desmantelamiento de organizaciones criminales (punto 2.1.2.1); la instancia especial de alto nivel con pueblos étnicos para el seguimiento de la implementación de los acuerdos (6.1.12.3) y el Consejo nacional para la reconciliación y la convivencia, hoy fusionado con el Consejo Nacional de Paz (punto 3.4.7.3.4 y Decreto 885 de 2017).
Por otra parte, también se encuentran mecanismos menos institucionalizados que no requieren una regulación legal o reglamentaria detallada, ni el desarrollo de estatutos propios. Se trata de ejercicios de participación en los que la ciudadanía dialoga directamente con las entidades del Estado, exponiendo sus opiniones, intereses y necesidades en los procesos de planeación, ejecución, seguimiento y control de las políticas públicas. Entre ellos se encuentran, por una parte, una amplia variedad de mecanismos de diálogo entre sectores sociales y las autoridades públicas, como las instancias de concertación de las zonas de reserva campesina (ZRC) (punto 1.1.10), los mecanismos de conciliación y resolución de conflictos de uso y tenencia de la tierra (punto 1.1.8) y los mecanismos de interlocución directa con las comunidades para construir acuerdos para la erradicación de los cultivos (punto 4.1.4). De igual manera, el Acuerdo incluye mecanismos de participación en los procesos de construcción de los planes y programas que hacen parte de los compromisos, como el plan nacional de electrificación rural (punto 1.3.1.3), el plan nacional de vías terciarias (punto 1.3.1.1) y el plan de apoyo a la creación y promoción de veedurías ciudadanas y observatorios de transparencia (punto 2.2.5). Finalmente, el Acuerdo establece una serie de mecanismos que garantizan el control permanente de la ciudadanía, como la creación de Sistema General de Información Catastral (punto 1.1.9), de un registro de organizaciones sociales (punto 2.2.1) y de un portal web que contenga mapas de seguimiento de los programas (punto 6.1.5).
En el marco del liberalismo democrático contemporáneo, no es difícil hallar buenas razones de moralidad política que justifiquen la implementación de mecanismos de participación y deliberación ciudadana. La participación, materializa los ideales clásicos de la autonomía y la igualdad política de los ciudadanos y hace parte, junto con las libertades civiles clásicas, de los pilares básicos de la legitimidad del poder del Estado. Cuando los ciudadanos deliberan y deciden, en igualdad de condiciones, sobre los asuntos que afectan a la comunidad, los procedimientos políticos adquieren un valor intrínseco que legitima, al menos prima facie, las decisiones adoptadas (Bayón, 2002, p. 106; Martí, 2006, p. 208). Por esa razón, en el posconflicto, donde es necesario tomar decisiones políticas que afectan profundamente a los miembros de las comunidades, la participación ciudadana fortalece la legitimidad del proceso en un sentido puramente ético. Esa legitimidad puede resultar potenciada, además, por las particularidades de algunas de las instancias de participación creadas por el Acuerdo, como su carácter territorial, deliberativo y pluralista.
En primer lugar, muchas de las instancias de participación descansan en la idea de que los problemas locales y regionales deben ser decididos por las personas que resultarán directamente afectadas por las decisiones, en el marco de sus territorios, y no en instancias nacionales o supranacionales que involucren la intervención de personas e intereses ajenos. Esto potencia la autonomía e igualdad política de los ciudadanos en los espacios democráticos y contrarresta los conocidos problemas de escala o incongruencia, en los que “no hay correspondencia perfecta entre el círculo de los decisores políticos y el de los receptores de las decisiones adoptadas” (Bayón, 2008, p. 30). De esta manera, los espacios de participación en el posconflicto pretenden hacer frente a los problemas de legitimidad, sustrayendo algunas decisiones de las competencias de los órganos territorialmente centralizados, y autorizando a las autoridades locales para que decidan, en un marco de deliberación ciudadana, sobre los asuntos que afectan a la población. Como señala Bayón (2008), en la teoría política:
Hay al menos una razón prima facie a favor de la idea de que el buen gobierno democrático exige una pluralidad de lugares de decisión y en contra, por lo tanto, de la visión estatalista de la democracia y de su pretensión de que la política democrática debe tener lugar en el seno de una única unidad soberana. (p. 31)
En segundo lugar, los mecanismos de participación creados en el marco del Acuerdo, han sido diseñados en su mayoría como foros de deliberación ciudadana y no principalmente como procesos de decisión mediante voto. Aunque la mayoría de las veces, como veremos en la siguiente sección, se le atribuye a la deliberación democrática un valor fundamentalmente instrumental, que contribuye a producir mejores decisiones políticas, aunque también se le puede atribuir un valor moral o intrínseco que fortalece la legitimidad prima facie del procedimiento. La deliberación permite materializar, igual que el voto, la autonomía y la igualdad política de los ciudadanos, ya que asume que las creencias de cada ciudadano poseen un mismo valor en el debate público y que pueden ser expresadas, fundamentadas, escuchadas, respaldadas y objetadas por los demás en el foro. Como señala Martí (2006, p. 208), la deliberación respeta las “preferencias individuales”, “las motivaciones personales”, “las razones de cada uno en favor de una determinada alternativa” y “considera a los individuos agentes racionales y autónomos, capaces de fundamentar sus preferencias políticas en… razones que puedan ser aceptadas por otros sujetos racionales y autónomos” y “de defender dichas preferencias, intercambiando sus razones con las de los demás”.
En tercer lugar, las instancias de participación ciudadana creadas en el marco del Acuerdo tienen un acentuado carácter pluralista. La inclusión de vastos sectores sociales permite que el proceso de formulación, ejecución, control y evaluación de las políticas públicas materialice, nuevamente, los principios de la autonomía política e igual dignidad de los ciudadanos. En últimas, las decisiones adoptadas en los espacios de participación, aunque por lo general no sean vinculantes, pueden reflejar de mejor manera la voluntad real de la ciudadanía, neutralizar el poder de las élites locales y proporcionar mayor legitimidad al proceso político. Como señala el Acuerdo, la construcción de la paz:
[…] requiere de una ampliación democrática que permita que surjan nuevas fuerzas en el escenario político para enriquecer el debate y la deliberación alrededor de los grandes problemas nacionales y, de esa manera, fortalecer el pluralismo y por tanto la representación de las diferentes visiones e intereses de la sociedad. (Gobierno de Colombia y FARC-EP, 2016, p. 7)
Como puede observarse, el carácter territorial, deliberativo y pluralista de estos mecanismos satisface las exigencias normativas básicas para atribuirle legitimidad a un proceso democrático de toma de decisiones. Por su puesto, estos mecanismos no son propiamente espacios para la toma de decisiones políticas, sino ante todo espacios de deliberación en los que los asistentes, especialmente las autoridades públicas, asumen compromisos jurídicamente no vinculantes (pero sí políticamente obligatorios, y de los cuáles deberá rendir cuentas) con base en la deliberación conjunta y los consensos adoptados por la mayoría.
Para justificar la implementación de mecanismos de participación ciudadana, podemos acudir no solo a principios de moralidad política como la autonomía y la igualdad de los ciudadanos, sino también a su valor instrumental, es decir, su capacidad para alcanzar bienes social y políticamente valiosos. El pensamiento político moderno suele atribuirles a los procesos democráticos -de representación o participación- la capacidad de producir mejores decisiones para satisfacer las necesidades y conciliar los intereses comunes y privados de los miembros de la comunidad. A esa capacidad para generar buenas decisiones se suman otras, igualmente importantes, como la estabilidad del sistema político, la consolidación de la paz, la seguridad jurídica, la confianza en las autoridades públicas y la protección de las libertades civiles básicas.
Como se mostrará en los siguientes apartados, los espacios de participación ciudadana pueden contribuir al logro de los objetivos básicos de terminar el conflicto y consolidar una paz estable y duradera, en al menos tres frentes distintos: la disminución de la conflictividad social, el fomento del desarrollo social y económico en los territorios y la consolidación de la gobernabilidad democrática. Por supuesto, la participación no es por sí misma un medio suficiente para alcanzar estos objetivos, por lo que debe complementarse con las demás políticas creadas en el Acuerdo. Además, se encuentra limitada por una serie de obstáculos estructurales que ponen en duda su implementación y eficacia. En todo caso, el diseño institucional que ha dado el Acuerdo a los espacios de participación parece ajustarse muy bien a las necesidades de los territorios y permite afirmar que una implementación adecuada puede contribuir definitivamente al logro de los objetivos básicos del Acuerdo.
Los espacios de participación pueden ayudar a desactivar dos de las causas estructurales de la conflictividad en los territorios rurales: la mala gestión del territorio, que facilita el surgimiento de actores que monopolizan las rentas ilegales, y la baja confianza de los ciudadanos en las entidades del Estado. El mismo Acuerdo reconoce que una de las causas del conflicto es la incapacidad del Estado para gestionar adecuadamente el territorio, es decir, para distribuir ordenadamente los recursos, las personas y las actividades productivas en un marco institucional que promueva el desarrollo, el bienestar de la población y el respeto por la legalidad. Como señala Rojas-Naranjo (2016):
Existe un fracaso de la política de gestión del territorio que se evidencia en la profundización de los conflictos territoriales, existiendo una ruptura entre los objetivos planteados y las acciones emprendidas, en muchas ocasiones, debido a la coaptación del Estado por parte de actores legales e ilegales, y a través de prácticas clientelistas y/o violentas. (p. 143)
Ese fracaso es dramático en asuntos como la informalidad de la propiedad rural, la elevada concentración de tierras, la minería ilegal, los cultivos ilícitos, los altos índices de pobreza, el poco acceso a la educación e instrucción de la población, la ausencia de servicios básicos y el atraso en infraestructura que auspician el surgimiento de numerosos actores ilegales que, amparados en ocasiones por el Estado, se disputan violentamente los recursos (Defensoría del Pueblo, 2018, p. 12; Rojas-Naranjo, 2016).
Esta mala gestión de territorio está relacionada sin duda con la incapacidad del Estado de monopolizar la creación y ejecución de las políticas públicas, que ha sido considerada por algunos autores como una de las causas históricas del conflicto. En Colombia, la ausencia del Estado ha hecho que, en vastas zonas del territorio nacional, el poder sea ejercido de facto por grupos armados ilegales que se disputan las rentas ilegales y que la ciudadanía no tenga confianza en las instituciones públicas. Durante las últimas décadas, los intentos por desplazar a los agentes violentos de los territorios, basados sobre todo en la intervención militar, han fracasado sistemáticamente. Como señalan Holmes et al. (2006) “una presencia estatal significativa es algo que Colombia históricamente no ha proporcionado de manera uniforme en todo el país, debido a la debilidad institucional y al territorio escabroso” (p. 159), por lo que existe “una relación entre la presencia del Estado y la violencia”. Esta idea es consistente con las conclusiones de algunos estudios empíricos, como el de Goldstone et al. (2004), según los cuales la ausencia de instituciones funcionales en los territorios es un factor varias veces más importante que la pobreza o la desigualdad en la generación de violencias: “El impacto de ‘hacer las instituciones correctas’ sobre los riesgos de una crisis política violenta es generalmente de cinco a diez veces mayor que el impacto de los niveles de pobreza o comercio” (p. 432).
En ese contexto, la participación ciudadana ha sido pensada correctamente como un instrumento para canalizar las diferencias entre los miembros de la comunidad y generar consensos que vinculen pacíficamente a todos los involucrados. El Acuerdo reconoce expresamente en su Introducción que “la participación y el diálogo entre los diferentes sectores de la sociedad contribuyen a la construcción de confianza y a la promoción de una cultura de tolerancia, respeto y convivencia en general” (Gobierno de Colombia y FARC-EP, 2016, p. 7). Los ciudadanos pueden discutir sobre los asuntos que han generado las disputas violentas durante décadas y alcanzar consensos. Entre los asuntos más importantes se encuentran, por ejemplo, la formalización de la propiedad rural y la transparencia de la información catastral y registral (punto 1.1.9); los mecanismos de planificación de los usos del suelo rural y el ordenamiento del territorio; la conciliación y resolución de conflictos de uso y tenencia de la tierra (punto 1.1.8); la delimitación de las áreas de especial protección ambiental (punto 1.1.10); la construcción y ejecución de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) (punto 1.2.3); la construcción y mejoramiento de la infraestructura productiva en los territorios (punto 1.3.1); entre muchos otros. A esto se suma el carácter pluralista de los mecanismos de participación, que incluyen a muchos sectores de la sociedad civil, cuyos intereses y necesidades a menudo contrastan y generan violencias en los territorios: empresarios, campesinos, indígenas, afrodescendientes, sindicalistas, etc.
De igual manera, una correcta implementación de los mecanismos de participación ciudadana puede fortalecer la confianza de los ciudadanos hacia el Estado. El enfoque territorial de la participación permite generar consensos y compromisos sobre las necesidades y los intereses específicos de los ciudadanos, por lo que su valor político y su utilidad para gestionar los conflictos pueden ser evaluados de manera directa y más cercana al ciudadano. Por supuesto, la confianza ciudadana en el Estado no surge con la mera implementación de mecanismos de participación, sino con la satisfacción de las expectativas que el ciudadano pone en el proceso político, es decir, con el funcionamiento efectivo del proceso (deliberación, consenso y compromiso) y el alcance de los objetivos inicialmente planteados (paz, desarrollo, bienestar).
Históricamente, el diseño y la ejecución de las políticas públicas en las zonas rurales han estado fuertemente limitados por la centralización que, en la práctica, afecta el proceso de toma decisiones en el Estado colombiano. Aunque las políticas de desarrollo han sido aplicadas tradicionalmente por las autoridades locales, y son ellas las que deben rendir cuentas, son a veces las autoridades nacionales las que diseñan sus aspectos centrales, bajo modelos homogéneos que no toman en cuenta las necesidades, intereses y capacidades concretos de los territorios. En ese contexto, las demandas de la población asentada en las zonas periféricas, sobre todo, las minorías étnicas, no son a veces consideradas por las élites nacionales, regionales y locales como oportunidades para optimizar los procesos de planeación y ejecución de políticas, sino como un obstáculo para el modelo oficial de desarrollo económico. Como señala Feola (2016): “El Estado colombiano ha sido en su esencia un proyecto centralizador y distante de sus ciudadanos, los cuales no han sido adecuadamente incluidos en un imaginario nacional compartido” (p. 56). Esa indiferencia pudo haber contribuido al fracaso sistemático de la planeación del desarrollo en un país que cuenta con climas, población, sistemas productivos, geografía y culturas distintas. En un país como Colombia, señalan Madridejos Ornilla y Salinas Coy (2018):
Donde las vocaciones productivas, las dinámicas territoriales y las manifestaciones culturales son tan diversas, las políticas centralistas no han sido capaces de integrar las visiones locales y comunitarias, lo que ha agudizado el distanciamiento entre regiones periféricas y Gobierno nacional, y limitado considerablemente el crecimiento de las apuestas de desarrollo que surgen desde el nivel subregional. (p. 8)
Precisamente, los mecanismos de participación en el posconflicto materializan en cierto grado las necesidades de autonomía e inclusión que se requieren para la planeación del desarrollo en un país diverso. Por una parte, atienden a la necesidad de crear espacios de deliberación y decisión política en el territorio, ampliando las oportunidades de planeación de los ciudadanos y las entidades públicas locales, y reduciendo en cierto grado la injerencia excesiva de los poderes centrales. En este sentido, permiten construir el desarrollo territorial desde abajo, mediante la formulación ciudadana de planes y programas que toman en cuenta las necesidades, intereses y fortalezas de los actores locales, y que serán posteriormente -en lo posible- aprobados y ejecutados por entidades u organismos locales obligados a rendir cuentas. Y, por otra parte, los procesos favorecen la inclusión de (casi) todos los sectores sociales, particularmente de los sectores económicos, cuyo conocimiento del mercado y las oportunidades productivas locales pueden favorecer la adopción de planes de desarrollo exitosos. Como señalan Madridejos Ornilla y Salinas Coy (2018):
Son los territorios, a través de una base social organizada y una agenda consensuada de desarrollo, los que adquieren un papel protagónico en la canalización de necesidades y demandas, y en la identificación de los potenciales endógenos y las apuestas competitivas. (p. 8).
El mejor ejemplo de todo esto es quizá la implementación de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), previstos en el punto 1 del Acuerdo, cuya finalidad es “lograr la transformación estructural del campo y el ámbito rural, y un relacionamiento equitativo entre el campo y la ciudad” (punto 1.2.1). En la primera etapa, los PDET se están implementando en diecisiete territorios golpeados por la pobreza, el conflicto armado, la debilidad institucional y el narcotráfico (Decreto 893 de 2017). Además, están fundados en un modelo participativo y territorial de planeación. Por una parte, los representantes de diversos sectores sociales pudieron intervenir en las etapas de construcción, implementación y seguimiento de los PDET a través de mecanismos creados por entidades estatales, y los grupos étnicos pudieron hacerlo -además- a través de un “mecanismo especial de consulta para su implementación, con el fin de incorporar la perspectiva étnica y cultural en el enfoque territorial” (Decreto 893 de 2017, art. 12). Por otra parte, aunque todo el proceso se encuentre coordinado por la Agencia de Renovación Territorial, que tiene un carácter nacional, es obligatorio que lo haga “en articulación con las entidades nacionales, territoriales y las autoridades tradicionales de los territorios de los pueblos, comunidades y grupos étnicos” (Decreto 893 de 2017, art. 7). En este sentido, las autoridades naciones están llamadas a desempeñar únicamente funciones de coordinación, financiación y apoyo técnico a las entidades territoriales y organizaciones sociales locales, transfiriendo capacidades y recursos que garanticen un proceso de planeación y ejecución exitosas.
Finalmente, es importante destacar que el éxito eventual de los mecanismos de participación puede disminuir los índices de pobreza y desigualdad de la población, que históricamente dieron origen a ciertos tipos de violencia en Colombia, y desincentivar el uso de la violencia para adueñarse de recursos naturales y cultivos ilícitos, que es uno de los principales factores que han ayudado a perpetuar el conflicto. El desarrollo económico de las regiones requiere la ordenación del territorio, la adecuada distribución de los recursos naturales, la formalización de los procesos productivos y el cuidado del medio ambiente, que pueden convertirse en alternativas viables para la generación de ingresos e incidir en la pérdida de interés por las actividades ilícitas. Por supuesto, la desaparición de actividades como el narcotráfico y la explotación ilegal de recursos naturales será difícilmente una consecuencia natural del desarrollo económico: en ese caso, es necesaria la intervención efectiva del Estado, que garantice la seguridad de las personas, la vigencia de los derechos humanos y el respeto por el medio ambiente.
El conflicto armado ha incidido sin duda en la desinstitucionalización del Estado en los territorios rurales, donde el poder político suele estar capturado por grupos que se disputan el control sobre las rentas ilegales, o incapacitado para ejercer un control efectivo sobre el territorio y la población. Como consecuencia, la ciudadanía no suele percibir las instituciones públicas como un instrumento adecuado para atender sus problemas, intereses y necesidades, y las autoridades públicas no se sienten obligadas a rendir cuentas. A esto se le suman fenómenos extendidos como la corrupción y la falta de transparencia en la gestión pública. Según cifras del Barómetro de las Américas (2018), la confianza de los ciudadanos en las ramas del poder público es relativamente baja: un 24.6 % de confianza en el Congreso, un 30 % en el sistema de justicia y un 44.2 % en el presidente en 2018 (Observatorio de la Democracia, 2018, p. 61). A esto se suma un grado de satisfacción significativamente bajo con el sistema democrático, por debajo del 40 % (Observatorio de la Democracia, 2018, p. 43), y un conjunto de actitudes hostiles hacia los principios y valores democráticos. Con base en un estudio estadístico de percepción, el Barómetro de las Américas sostiene que: “En 2014 y 2016, las actitudes promedio de los colombianos son aquellas que se asocian con una democracia en riesgo, donde los ciudadanos no apoyan el sistema político y tienen bajos niveles de tolerancia política” (Observatorio de la Democracia, 2018, p. 51). Y, aunque en 2018 hubo una “leve mejoría”, concluye que “las actitudes del colombiano promedio son favorables a una situación de estabilidad autoritaria” (Observatorio de la Democracia, 2018, p. 51).
La participación ciudadana puede contribuir significativamente a superar este problema, mejorando la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas, el control sobre las entidades públicas locales y las prácticas de rendición de cuentas. A mediano y largo plazo, también contribuiría a disminuir los índices de corrupción y el poder de las élites locales -legales e ilegales-. Como señalan Cooper, Bryer y Meek (2006), la experiencia en ciertos contextos ha mostrado que los espacios de participación y deliberación ciudadana promueven la confianza mutua entre los ciudadanos y el gobierno, la eficacia y competencia de los ciudadanos, la sensibilidad (responsiveness) del gobierno ante las necesidades e intereses de los gobernados y la legitimidad del Estado (p. 80). Guarín et al. (2017), por su parte, sostienen que “si la ciudadanía se vincula directamente a la toma de decisiones públicas, la gestión del Estado será más afín a las necesidades de la gente y estará menos expuesta a la captura por parte de intereses particulares” (p. 8).
La promoción, el ejercicio y la efectividad de la participación ciudadana en el posconflicto pueden verse afectados por una serie de factores asociados a las condiciones particulares de los territorios en materia política y de orden público, y al diseño institucional de los mecanismos de participación. Entre los factores asociados al territorio se destacan, especialmente, la permanencia de varias formas de violencia y conflictividad social, derivadas de las disputas de grupos armados por las rentas ilegales (narcotráfico, minería ilegal, extorsión, despojo de tierras), como se explicará en las siguientes secciones. Y entre los factores asociados a la capacidad del Estado, pueden destacarse, especialmente, la falta de coordinación entre las entidades nacionales y locales, las debilidades institucionales de las entidades locales para diseñar y ejecutar planes y programas, así como el diseño de algunos mecanismos de participación que tienen una importancia central.
Sin duda, el mayor riesgo para la implementación de los mecanismos de participación ciudadana en el posconflicto es la violencia ejercida contra los líderes sociales en todo el territorio nacional, especialmente en las zonas más golpeadas por el narcotráfico, la minería ilegal, la extorsión, el despojo de tierras y el tráfico de migrantes. Según Indepaz, Marcha Patriótica y Cumbre Agraria (2019, p. 1), entre noviembre de 2016 y julio de 2019 habían sido asesinados en Colombia un total de 623 líderes sociales y defensores de derechos humanos, de los cuales 21 fueron asesinados en 2016, 208 en 2017, 282 en 2018 y 80 durante el primer semestre de 2019. Además, en el mismo periodo fueron asesinados 137 excombatientes de las FARC-EP firmantes del Acuerdo. A estas cifras se suman, en 2020, 287 líderes y defensores de derechos humanos asesinados, así como 137 excombatientes (Indepaz, 2020). Aunque las cifras de líderes asesinados reportadas por el Gobierno Nacional son muy inferiores, exhiben en todo caso la tragedia que padece el liderazgo social en Colombia: 289 líderes y defensores de derechos humanos asesinados entre enero de 2016 y julio de 2019, de los cuales 61 fueron asesinados en 2016, 84 en 2017, 114 en 2018 y 30 en el primer semestre de 2019 (Consejería Presidencial para los derechos humanos y asuntos internacionales, 2019, p. 10).
En el país aún no existe un consenso extendido acerca de las causas del asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos, pero varias organizaciones coinciden en que están estrechamente relacionadas con sus actividades de liderazgo social. La Fundación Forjando Futuros (2019), por ejemplo, ha señalado que existe vínculo directo entre el liderazgo ejercido por las personas asesinadas en los procesos de restitución de tierras, en el marco de la Ley 1448 de 2011, y las amenazas y agresiones homicidas de los cuales son víctimas. Según la fundación, “los departamentos con el mayor número de agresiones contra defensores de derechos humanos son Cauca, Antioquia y Norte de Santander, regiones que coinciden con un mínimo avance en la restitución de tierras” (Fundación Forjando Futuros 2019, p. 2). Por su parte, el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (2020), en su informe anual, reconoce que “los ámbitos del ejercicio de defensa de derechos humanos más afectados continuaron siendo aquellos en los que se defienden los derechos de las comunidades y los grupos étnicos, representando el 65% de todos los asesinatos… desde 2016” (p. 4). Además, reconoce que muchos de los líderes asesinados son miembros de las Juntas de Acción Comunal (46 asesinados en 2018 y 30 en 2019), que constituye la “principal base de participación política y de promoción del desarrollo y de los derechos humanos”, así como autoridades indígenas (13 asesinados en 2019) (Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, 2020, p. 20). A esto se suman, finalmente, los hostigamientos a los periodistas que hacen parte, principalmente, de medios de comunicación alternativos (113 amenazas y 360 agresiones).
Como puede verse, estas agresiones van dirigidas principalmente contra las personas que pueden ejercer -y han ejercido- una labor significativa como representantes de sectores sociales y productivos, comunidades étnicas y agrupaciones de víctimas en los espacios de participación diseñados por el Acuerdo. Por consiguiente, el efecto inmediato de la violencia es dejar a los mecanismos de participación sin los liderazgos necesarios para convertirlos en instrumentos efectivos para la terminación del conflicto, la consolidación de la paz y la generación de desarrollo en los territorios. A corto y mediano plazo, la violencia contra los lideres también impide el surgimiento de nuevos liderazgos, aumenta la desconfianza de la ciudanía en las instituciones públicas y frustra el propósito de consolidarla, tal como sostiene la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP), Corporación Jurídica Libertad (CJL), Fundación Forjando Futuros (FFF) e Instituto Popular de Capacitación (IPC)(2019):
Es muy difícil construir paz, democracia radical, justicia y garantías de no repetición y convivencia si no se erradica el patrón de eliminación, criminalización, estigmatización de los liderazgos locales y territoriales en los que se ha basado la acumulación de riquezas para unos pocos con el apoyo del aparato estatal que como ilustramos ha sido posible por la impunidad rampante. (p. 5)
De igual manera, uno de los desafíos más grandes que afrontan los territorios para la correcta implementación de los mecanismos es la coordinación con las autoridades nacionales. Como han destacado algunos autores, el Acuerdo ha previsto un modelo de concertación y planeación “desde abajo”, cuyo eje articulador son ante todo los territorios. Sin embargo, es claro que las políticas públicas en el posconflicto son producto, al menos en su origen y aspectos básicos, de las decisiones adoptadas por las autoridades nacionales. La decisión de crear los PDET, por ejemplo, fue adoptada por las partes en el Acuerdo, y son ellas quienes han definido sus objetivos básicos y los principios que determinan su composición y funcionamiento. Más aún, la entidad encargada de coordinar la formulación de los PDET en los territorios priorizados es la Agencia para la Renovación del Territorio, de carácter nacional (Decreto 893 de 2017, art. 1). Por ello, uno de los principales retos en la implementación de los mecanismos es que las autoridades nacionales contribuyan a la generación de capacidades institucionales en los territorios, transfiriendo recursos y conocimientos, y respetando la autonomía territorial. Eso pude lograrse haciendo efectivos los principios de coordinación, concurrencia y subsidiariedad previstos en el artículo 288 de la Constitución, que ordenan a las entidades territoriales coordinar sus competencias, políticas e iniciativas para el logro de objetivos comunes.
La falta de coordinación suele materializarse en un problema que afecta directamente a los territorios: las autoridades nacionales diseñan políticas ambiciosas, cuya ejecución corresponde a entes territoriales incapaces de ejecutarlas por sí mismos. Como acertadamente denuncian Guarín et al. (2017), es usual que el Gobierno nacional asuma “una serie de compromisos que son inobjetables e inmanejables para los niveles municipal y departamental. Pese a ello, son estos gobiernos los que deben asumir la insatisfacción ciudadana frente a los eventuales incumplimientos” (p. 6). Sin embargo, el fenómeno contrario también puede suceder, especialmente en el posconflicto, es decir, que en el marco de los mecanismos de participación y planeación las autoridades territoriales asuman compromisos y diseñen políticas que no pueden implementarse sin el concurso de las autoridades nacionales.
Estos riesgos se pueden manifestar con cierta intensidad en algunos mecanismos. Los Consejos Territoriales de Paz, Reconciliación y Convivencia (CTPRC), por ejemplo, están sujetos a los lineamientos creados por el Comité Nacional, elegido por el Consejo Nacional de Paz, tal como lo establece el artículo 13 de la Ley 434 de 1998. Como órgano ejecutor del Consejo a nivel nacional, el Comité desarrolla las funciones delegadas directamente por el mismo Consejo o por el presidente de la república, lo que en la práctica, como sostienen Soto y Junca (2019) “mantiene un esquema centralista que resta fuerza a las iniciativas territoriales” (p. 13). Algo similar sucedió con los mecanismos de participación creados para la formulación de los PDET, cuya coordinación correspondió a la Agencia para la Renovación del Territorio, de carácter nacional, cuya función principal era garantizar que los PATR se armonizaran con los planes de desarrollo locales y los planes de los grupos étnicos de los municipios priorizados.
Finalmente, un diseño inadecuado de los mecanismos de participación puede hacer que su implementación fracase, no se fortalezcan las instituciones del Estado, ni aumente la confianza ciudadana. Es fundamental que los mecanismos estén orientados a producir resultados concretos, de manera que los ciudadanos valoren no solo la importancia y el respeto que hacia sus necesidades e intereses tienen las instituciones, sino también el valor del mecanismo como instrumento para la generación de bienestar individual y comunitario. En este sentido, la efectividad de los mecanismos de participación ciudadana no puede medirse con base en criterios puramente formales, tales como la creación de las instancias a nivel territorial, las reuniones periódicas, la difusión de las convocatorias, la asistencia de los miembros, el desarrollo de estatutos propios, la mera deliberación sobre temas de la agenda, o la adopción de compromisos políticos por parte de las autoridades.
Fuera de estos aspectos formales, también es fundamental que los mecanismos estén orientados a la implementación exitosa de las políticas públicas y al logro de los objetivos propuestos. Restringir el funcionamiento de los mecanismos solo a la etapa de planeación de las políticas públicas es un factor que puede contribuir a su fracaso. Como han señalado Guarín et al. (2017), eso desconocería “el potencial de la ciudadanía para implementar y hacer seguimiento a la política pública” (p. 20), y puede hacer que “la elaboración de planes se interprete como un fin en sí mismo y no como un medio para la transformación del territorio” (Guarín et al, año, p. 2017). La experiencia en otros contextos ha demostrado, como señalan Cooper et al. (2006), que cuando los mecanismos de participación no están estructurados adecuadamente:
Los esfuerzos de participación cívica pueden representar una carga indebida para los ciudadanos por el tiempo y otros sacrificios necesarios para participar. Los costos pueden aumentar y disminuir según la ubicación, la duración y el tiempo requerido y la inversión de recursos. (p. 84)
Paradójicamente, la experiencia práctica ha mostrado durante los últimos años que algunos mecanismos de participación no solo son poco eficaces para incidir en las políticas públicas, sino también para garantizar sus condiciones básicas de funcionamiento. Por ejemplo, los CTPRC, que suelen incorporar un número más elevado de representantes de sectores sociales (70 aproximadamente), suele sesionar de manera muy esporádica: en 2018, solo el 53 % de los CTPRC a nivel nacional realizó al menos una reunión, de un total aproximado de 430 (32 departamentales y cerca de 400 municipales) (Soto y Junca, 2019). Además, como señalan los mismos autores, son pocos los CTPRC que celebran el mínimo legal de cuatro reuniones anuales que estipula el artículo 5 del Decreto Ley 885 de 2017: “los Consejos se reúnen, en promedio, apenas dos veces, mientras que el número de reuniones de las otras instancias se acerca mucho más al estipulado por la normatividad respectiva” (Soto y Junca, 2019, p. 21). El panorama se torna más desalentador si tomamos en cuenta que en sus escasas reuniones los CTPRC suelen abordar temas puramente procedimentales, relacionados con el funcionamiento mismo del Consejo, y no sobre los aspectos sustanciales que justifican su existencia: contribuir al logro y mantenimiento de la paz; a la creación de una cultura de reconciliación, tolerancia, convivencia y no estigmatización; y a la colaboración armónica de las entidades y órganos del Estado. Es probable que sea justamente la insistencia en abordar temas procedimentales la causa de la escasa celebración de reuniones. Como sugieren Soto y Junca (2019) “la falta de constancia de los Consejos de Paz se podría superar si estos espacios pasaran de tratar asuntos procedimentales a agendas concretas de trabajo que incentiven una mayor regularidad e impacto” (p. 22).
Otro de los aspectos que puede afectar el buen funcionamiento de la participación ciudadana en el posconflicto, es su enorme dispersión. El Acuerdo establece cerca de 70 mecanismos que se suman a los 125 ya existentes en el país. Estas instancias de participación tienen en su mayoría un carácter consultivo: han sido creados para que la ciudadanía y los representantes de las entidades del Estado deliberen sobre el contenido de las políticas públicas y emitan recomendaciones a las autoridades que deben implementarlas. Además, han sido creadas con propósitos similares, como la promoción del desarrollo territorial, la terminación del conflicto, la reparación de las víctimas y la consolidación de la paz, por lo que sus funciones son en ocasiones muy similares o pueden converger en un mismo mecanismo. Incluso, el artículo 6 del Decreto 885 de 2017 define a uno de estos mecanismos, los CTPRC, como “el espacio central donde convergen en el nivel territorial todos los comités, mesas, instancias y mecanismos de participación en asuntos de paz, reconciliación, convivencia y no estigmatización”. Finalmente, su composición, aunque es significativamente variada, no parece ser incompatible en muchos casos.
Uno de los retos que deben asumir conjuntamente el Congreso, el Gobierno Nacional y las autoridades territoriales es la simplificación de la oferta participativa estatal (Soto y Junca, 2019, p. 27). De lo contrario, la dispersión puede generar la apatía de los ciudadanos hacia los mecanismos, la incapacidad de las autoridades locales para gestionarlos y, en últimas, la desinstitucionalización de la participación ciudadana. Actualmente, el Gobierno Nacional cuenta con un instrumento jurídico apropiado para efectuar esa racionalización, previsto en el artículo 80 de la Ley 1757 de 2015, que le atribuye al Consejo Nacional de Participación la potestad para “evaluar de manera permanente la oferta participativa estatal para sugerir al Gobierno Nacional la eliminación, fusión, escisión y modificación de las instancias y mecanismos de participación ciudadana existentes”. La experiencia de los últimos años ha mostrado, como señalan Soto y Junca (2019, p. 28), que es viable fusionar, por ejemplo, los CTPRC con los Comités Municipales de Derechos Humanos, y que en algunos territorios podría ser viable la fusión entre los Comités Territoriales de Justicia Transicional con los CTPRC, creados por la Ley 1448 de 2011 (art. 173). En algunos casos, incluso, podría pensarse en la concurrencia de los Consejos Territoriales de Planeación (Ley 152 de 1994, art. 34), los Consejos de Desarrollo Rural (Ley 101 de 1993, art. 61) o los CTPRC en un mismo espacio participativo.
En este trabajo se han analizado algunas características de los mecanismos de participación ciudadana previstos en el Acuerdo Final, su contribución al alcance de los objetivos principales del proceso de paz y los retos que actualmente afronta su implementación. De manera general, se puede concluir que los mecanismos de participación fortalecen (junto con los procesos políticos ordinarios) los principios de igualdad y autonomía política de los ciudadanos, y pueden contribuir -en condiciones adecuadas- a disminuir los fenómenos de conflictividad social, a mejorar los índices de desarrollo territorial y a consolidar la gobernabilidad democrática local.
Además, se ha mostrado que la implementación de los mecanismos afronta actualmente una serie de dificultades que ponen en riesgo el logro de los objetivos del Acuerdo. Por una parte, las agresiones, las intimidaciones y el asesinato permanente de líderes sociales y defensores de derechos humanos deja a la participación ciudadana desprovista de su insumo principal: el liderazgo social en los territorios. Por consiguiente, mientras subsistan estos niveles de violencia, confabulados con la impunidad e indiferencia del Estado, cualquier intento por crear una ciudadanía activa que confíe en los procesos políticos será en vano. Por otra parte, el poder político de las autoridades centrales, que siguen jugando un papel importante en la implementación de los compromisos del Acuerdo, ponen en riesgo la construcción de la paz “desde abajo”, es decir, la creación de planes y programas de desarrollo, paz, reconciliación y convivencia por y para los territorios. En este sentido, un reto que siguen teniendo las autoridades nacionales, varios años después de firmado el Acuerdo, es limitarse a desempeñar el rol que les corresponde: apoyar a los territorios con recursos, conocimientos y capacidades para que construyan autónomamente la paz y el desarrollo. Como señala Rojas-Naranjo (2016), “son las comunidades quienes deben decidir sobre sus territorios, pero es el Estado quien debe soportar, empoderar y proteger dicho proceso” (p. 142). Finalmente, algunos aspectos relacionados con el diseño de los mecanismos de participación ciudadana, como su enorme dispersión y su alcance meramente formal, pueden frustrar su implementación adecuada. En este sentido, el reto para las autoridades locales y nacionales es racionalizar la oferta participativa, e incentivar la implementación de los mecanismos en los procesos de creación, implementación y seguimiento de las políticas públicas.
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[1]Artículo de investigación. Proyecto: “Relación del nivel nacional y territorial en el sistema de justicia transicional y posconflicto a través de los Comités Territoriales de Justicia Transicional y Consejos Territoriales de Paz”, financiada por la Universidad Cooperativa de Colombia, Seccional Medellín, y adscrita el grupo de investigación Democracia, Derecho y Justicia(s).
[2]La expresión “paz desde abajo” es utilizada desde hace algunos años por estudiosos de la paz y el conflicto. En ocasiones se utiliza para referirse a un enfoque metodológico que pone énfasis en los procesos y actores locales como articuladores de la cultura de la paz, en contraste con los enfoques que estudian o desarrollan los modelos impuestos por organizaciones internacionales, Estados extranjeros o gobiernos nacionales. En otras ocasiones, se refiere directamente a las prácticas, procesos y actores locales que construyen, de forma autónoma y en contextos cotidianos, la cultura de la paz. En este escrito utiliza la expresión en el segundo sentido. Véase: Cruz y Fontan (2014, p. 137); Hernández-Delgado (2009, p. 179).
[3]Entre otros, véase: Madridejos Ornilla y Salinas (2018); Goldstone, Gurr, Marshall y Vargas (2004); Yaffe (2011); Holmes, Gutiérrez de Piñeres y Curtin (2006).
[4]Aunque los mecanismos de planeación participativa, tal como están diseñados en el Acuerdo y la normativa que lo desarrolla, son incluyentes y deliberativos, no modifican las competencias de las autoridades nacionales, regionales y locales para la adopción de las políticas públicas. Por eso, uno de los riesgos de la implementación del Acuerdo es que los programas, agencias y unidades administrativas que fomentan de desarrollo económico y construcción de paz en los territorios sean diseñados y administrados por las autoridades nacionales y aplicados a los territorios. Véase: Soto y Junca (2019) y sección 4.2.
[10]Una lista de estos mecanismos o ejercicios de participación ciudadana puede encontrarse en Guarín et al. (2017, p. 28).
[11]Debe tenerse en cuenta que la participación colectiva de los grupos étnicos, según el artículo 13 del Decreto 893 de 2017, se puede dar a través de organizaciones representativas o autoridades propias que acrediten “un reconocimiento formal y legítimo”, por lo que claramente se exigen requisitos formales.
[12]Los valores de moralidad política son aquellos valores morales que legitiman los procedimientos de deliberación y toma decisiones políticas. En los Estados democráticos, esos valores son, fundamentalmente, la igual dignidad y la autonomía política de todos los ciudadanos.
[14]Véase también Hübner-Mendes (2013): “deliberation presupposes an ethical attitude based on the presumption that all individuals deserve to be treated with equal consideration. As a matter of inter personal morality, this requires the concrete practice of respect towards every participant” (p. 17).
[15]Por gestión del territorio se entiende, en general, el conjunto de procesos y acciones realizadas por el Estado para garantizar la adecuada aplicación de las políticas económicas, ambientales, sociales y espaciales, que hacen parte de un modelo de desarrollo o de convivencia que se concibe como deseable (Véase: Rojas-Naranjo, 2016, p. 136).
[16]Según cifras del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (2019), en 2019 tan solo el 5,68 % del territorio nacional tenía información catastral actualizada, mientras que el 66,00 % del territorio tenía información desactualizada y el 28,32 % no contaba con formación catastral. Por su parte, según cifras del Departamento Administrativo de Planeación (DNP) (2015), en 2015 “solo 71 municipios (6%) tienen un grado de formalidad entre el 75 y el 100%; 276 (25%) alcanzan entre el 50 y el 75% de formalidad. El grado de formalidad de los demás municipios, 506 (45%), oscila entre 0 y 50% (p. 5).
[17]Según datos de Oxfam (2018), “en Colombia el 1% de las explotaciones [predios rurales productivos] de mayor tamaño maneja más del 80% de la tierra, mientras que el 99% restante se reparte menos del 80% de la tierra” (p. 13).
[18]Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) (2020), en 2020 “el 39% (37.138 ha) de las explotaciones [mineras de aluvión] se encuentra bajo figuras de ley carentes de permisos y el 28 % (27.589 ha) se localiza en territorios sin ninguna figura de ley” (p. 62). Esta situación es particularmente grave en las zonas más afectadas por el conflicto armado, como Antioquia, Chocó, Bolívar y Nariño.
[19]Según cifras del Departamento Nacional de Estadística (DANE) (2019), en 2019 la tasa de incidencia de la pobreza monetaria en el país fue de 35.7%, siendo significativamente más alta en las zonas rurales (47.5%) que en las urbanas (32.3%). Por su parte, la tasa de incidencia de pobreza extrema es de 9.6 a nivel nacional, con una diferencia significativa entre las zonas urbanas (6.9%) y las zonas rurales (19.3%) (pp. 28-30).
[20]Un análisis detallado de las múltiples causas del conflicto colombiano puede encontrarse en Yaffe (2011).
[23]Madridejos Ornilla y Salinas Coy (2018): “parece necesario avanzar hacia nuevos modelos de descentralización, que no solo deleguen competencias a los territorios, sino que sean acompañadas de recursos y de capacidad para la toma real de decisiones en términos de inversión y desarrollo económico” (p. 7).
[24]Como señala Yaffe (2011), “en el caso colombiano, las teorías basadas en resentimientos explican mejor el surgimiento del conflicto, y aquellas centradas en la codicia explican mejor su expansión y perpetuación” (p. 197).
[25]El registro de líderes asesinados de Indepaz es realizado, según su página web, “con información directa e inmediata de las organizaciones sociales a lo largo y ancho de Colombia que reivindican a estas personas como líderes sociales y/o defensores de Derechos Humanos” (Indepaz, 2020).
[26]Un análisis estadístico de los diferentes registros de líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados hasta 2018 puede consultarse en Rozo Ángel y Ball (2019).
[27]Véase: Madridejos Ornilla y Salinas Coy (2018); Gómez Sánchez (2012); Tovar, Amaya y Dueñas (2019).