47Estudios dE LitEratura CoLombiana 52, enero-junio 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.349625
Editores: Andrés Vergara Aguirre,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 13.05.2022
Aprobado: 24.11.2022
Publicado: 31.01.2023
Copyright: ©2023 Estudios de Literatura Colombiana.
Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los
términos de la Licencia Creative Commons Atribución –
No comercial – Compartir igual 4.0 Internacional
* Artículo derivado de la investigación “La
novela de tema indígena en Antioquia: ca-
racterización y proceso histórico”, desarro-
llada entre 2017 y 2020. Este texto, apoyado
en el acervo de datos de la investigación, fue
elaborado como producto adicional del año
sabático concedido al autor por la Universi-
dad de Antioquia durante 2022.
Cómo citar este artículo: Orrego Aris-
mendi, J. C. (2023). La historia de Je: una
evidencia de etnoficción en Los abuelos de
cara blanca (1991), de Manuel Mejía Va-
llejo. Estudios de Literatura Colombiana 52,
pp. 47-63.
DOI:
1
juan.orrego@udea.edu.co
Universidad de Antioquia, Colombia.
La historia de J e : una evidencia
de etnoficción en L os abueLos de
cara bLanca (1991), de M anueL
M eJía vaLLeJo
The Story of Je: An Evidence of
Ethnofiction in Los abuELos dE Cara
bLanCa (1991), by Manuel Mejía Vallejo
Juan Carlos Orrego Arismendi
Resumen: Es común que a los escritores que incursionan en
temas indígenas, como la mitología, se les considere antropólo-
gos. Sin embargo, esa aproximación también puede traducirse
en artificios literarios que manipulan los datos etnográficos. El
presente artículo reflexiona sobre el proyecto de compilación
y reescritura de mitos adelantado por Manuel Mejía Vallejo
(1923-1998) en Los abuelos de cara blanca (1991). El análisis se
concentra en un mito embera, la historia de la serpiente Je,
incluido en la novela, para concluir que, más que un ejercicio
‘natural’ de mímesis antropológica, a lo que se asiste es a una
apuesta de etnoficción.
Palabras clave: Manuel Mejía Vallejo, Los abuelos de cara blanca,
mitología embera, antropología y literatura, etnoficción.
Abstract: It is common for writers who venture into Native
American topics, such as mythology, to be regarded as anthro-
pologists. However, this approach may also be translated into
literary artifices that manipulate the ethnographic data. This pa-
per ponders the project of compilation and rewriting of myths
carried out by Manuel Mejía Vallejo (1923-1998) in Los abuelos de
cara blanca (1991). The analysis focuses on an Embera myth, the
story of Je, the snake, included in the novel, to conclude that,
more than a ‘natural’ exercise of anthropological mimesis, what
is being witnessed is a commitment to ethnofiction.
Keywords: Manuel Mejía Vallejo, Los abuelos de cara blanca, Em-
bera mythology, anthropology and literature, ethnofiction.
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*
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Introducción
Muchos escritores latinoamericanos, por su aproximación al mundo indígena, son recono-
cidos como “antropólogos”. Tal es el caso de Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan
Rulfo, José María Arguedas y Augusto Roa Bastos, entre otros autores. Algunos de ellos
cursaron estudios universitarios en antropología o etnología, así fuera transitoriamente:
en la tercera década del siglo xx, Asturias y Carpentier tomaron cursos de etnología en
París y se pusieron, así, bajo el influjo de profesionales como Georges Raynaud traduc-
tor del Popol Vuh al francés y André Schaeffner etnomusicólogo que participó en las
expediciones dirigidas por Marcel Graulie en tierras de los dogones, en Mali. Arguedas,
por su parte, se recibió de Bachiller en Etnología en la Universidad Nacional Mayor de
San Marcos, en 1957, y allí mismo, seis años después, presentó su tesis doctoral. Rulfo
fue funcionario del Departamento de Publicaciones del Instituto Nacional Indigenista
de México entre 1963 y 1986, mientras que Roa Bastos compiló uno de los libros insignia
de la etnografía paraguaya: Las culturas condenadas (1978). Sin embargo, hay que decir que
estos escritores son vistos como antropólogos no por esos méritos biográficos, sino por
los datos etnográficos o las plasmaciones mitológicas incluidas en sus obras de ficción.
Por paradójico que parezca, los que parecen gestos antropológicos son, a veces, todo
lo contrario: a fin de cuentas, también las imágenes falaces del mundo indígena o ancestral
o de las costumbres de un pueblo específico se antojan, a primera vista, aproxima-
ciones antropológicas. Obras como las de Carlos Castaneda y Florinda Donner, primero
aceptadas como reveladoras etnografías y luego denunciadas como ficciones incluso
tergiversaciones, son pruebas palmarias de eso. Mutatis mutandis, lo mismo ocurre con
algunos de los escritores mencionados arriba. Hombres de maíz (1949), de Asturias, propone
una trama en la que ciertos hechos contemporáneos son presentados cual si compartieran
cualidades numerológicas con hechos del pasado maya, coincidencia que es apenas una
ocurrencia literaria; de ahí que la crítica haya concluido que la novela, más que albergar
un mito, pretende parecer uno (González Echevarría, 2000). En cuanto a Carpentier, pue-
de decirse que, tras la vigorosa alegoría del “viaje a la semilla” de la cultura humana que
constituye el argumento de Los pasos perdidos (1953), se agazapan un fervor evolucionista
bastante anacrónico y una supeditación de lo etnológico a objetivos meramente estéticos,
los que, en buena parte, piden la alteración de los datos culturales (Orrego Arismendi, 2010).
Asimismo, cabe señalar que la breve monografía “Los chinantecos de Oaxaca” (1962) y la
conferencia “Donde quedó nuestra historia” (1983), trabajos específicamente antropoló-
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gicos de Rulfo, acusan problemas como la selección caprichosa de los datos y confusión
en la reconstrucción etnológica, respectivamente (Orrego Arismendi, 2008).
La narrativa colombiana de tema indígena no se encuentra a salvo de las ilusiones
antropológicas y críticas. Un caso representativo es el de la novela Los abuelos de cara
blanca (1991), de Manuel Mejía Vallejo (Jericó, 1923-El Retiro, 1998). Su trama, confor-
mada por un zurcido de mitos, cuentos y tradiciones de varias etnias americanas, ha
sido vista como promesa de revelación antropológica. El mismo autor, en la “Adverten-
cia inútil” que hace las veces de prefacio de la obra, condiciona esa lectura: dice que,
para ponerse en situación de escribir, hurgó en un acervo de fuentes que “garantizara
lo auténtico sobre nuestra gente”, y confiesa, sin más, que su aspiración es la de que su
libro “intervenga en la tarea de un nuevo descubrimiento, el de América desconocida y
profunda” (Mejía Vallejo, 1991, pp. 5, 7; el énfasis es mío). Santiago Mutis Durán uno
de los pocos comentaristas de la novela, acaso bajo el influjo de la autoproclamación de
Mejía Vallejo como divulgador de verdades antropológicas, establece un parangón entre
él y Gerardo Reichel-Dolmatoff, un científico social emblemático en la Colombia de la
segunda mitad del siglo xx: identifica el “credo” y el “legado” de ambos autores (Mutis
Durán, 1998, p. 155). Refiriéndose a una novela canónica del autor antioqueño La Casa
de las dos Palmas (1989), Alba Doris López Restrepo (2011) valora como etnográfica la
actuación de Mejía Vallejo, y tiene para sí que en la novela se incluyen concepciones de
la mitología embera. Sin embargo, al igual que en los casos de los novelistas ya referidos,
también en este podría verificarse un gesto de simulación antropológica.
Nuestro artículo, concentrado en el mito embera de la serpiente Je elemento repre-
sentativo del acervo mitológico reunido en Los abuelos de cara blanca, pretende sopesar
la posibilidad de que la novela, a pesar de su apariencia de documento antropológico,
apueste realmente por recursos miméticos o, más concretamente, de “etnoficción”.
Pero esa empresa no podrá llevarse a cabo sin antes ofrecer un marco conceptual sobre
la ligazón de los discursos antropológico y literario en América Latina. Con este texto
también buscamos aportar una nueva aproximación crítica a la obra de Manuel Mejía
Vallejo en el año de su centenario.
Mímesis antropológica y etnoficción en América Latina
En Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, Roberto González Echevarría
(2000) se aleja de las ideas de Mijaíl Bajtín para proponer que buena parte de la narra-
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tiva literaria latinoamericana no tendría un origen en las formas de la cultura popular
sino, por el contrario, en textos de la “cultura oficial” (p. 33). Para el crítico cubano, el
surgimiento de América como entidad sociocultural está marcado por la conciencia de
su singularidad de Nuevo Mundo, algo que se manifiesta como obsesión en la escritura
sobre el continente, incluso en la más temprana, cuyo tema dominante adentrándonos
ya en la subregión es “la peculiaridad diferenciadora de América Latina como ente
cultural, social y político desde el cual narrar” (p. 34). Ahora bien, lo que esto significa
es que nuestra narrativa literaria o, al menos, una que podríamos reconocer como
propiamente latinoamericana habría surgido y crecido por la influencia de discursos no
literarios que legitimaban la originalidad americana, los cuales habrían sido mimetizados
por los escritores. Pero esto, a su vez, implica la convergencia de varias fuentes en el
origen de esa narrativa, y de fuentes referidas a diversas épocas, si bien todas ellas se
encuentran en una misma característica: la de ser figuras de archivo, algo que González
Echevarría define como un “depósito legal de conocimiento y poder” (p. 32).
En los primeros siglos desde el desembarco español en América, las fuentes legi-
timadoras de la singularidad americana fueron los documentos oficiales que referían
a las características de la tierra y de sus habitantes, y a las pretensiones de posesión
y ejercicio de derechos sobre ellos: diarios, cartas, informes, deposiciones, crónicas
y síntesis historiográficas para las cuales eran nombrados, oficialmente, escribanos,
cronistas y compiladores. De ahí que Comentarios reales (1609) e Historia general del Perú
(1617), los principales libros de Inca Garcilaso de la Vega y, de paso, dos entre las
primeras y más significativas obras de la narrativa local, sean proyectos de memoria
histórica y de narrativa literaria que visten los ropajes de la relación oficial. El Inca relata
con libertad la historia de sus ancestros andinos, narra sus vivencias de niño en Cusco
y reescribe varias tradiciones de la región, al mismo tiempo que adjunta documentos
para reconstruir una historia objetiva de las guerras civiles en Perú y ofrece pruebas
sobre la lealtad de su padre al rey español. Dos siglos después, cuando se concretaron
las diversas independencias, la idea de la singularidad americana se apoyó en los diarios
de campo, reportes e informes de los exploradores científicos que recorrieron el con-
tinente, hito que significó un remozamiento de las prácticas notariales de la Colonia
y su superación; así lo sugiere González Echevarría (2000): “La exploración científica
trajo consigo el segundo descubrimiento europeo de América y los naturalistas viajeros
fueron los nuevos cronistas” (p. 36). Por eso, obras de disertación sociológica y con
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vigorosa vena narrativa como Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, y Los
sertones (1902), de Euclides da Cunha, adoptan parcialmente el formato del reporte de
viaje y del inventario de recursos naturales.
A partir de 1920, el entusiasmo positivista devino en el posicionamiento del discurso
antropológico. Pero ocurrió así no tanto como continuidad del éxito de la escritura
científica occidental, sino, acaso, por lo contrario: acabada la Primera Guerra Mundial,
el escepticismo ante el ideal del progreso occidental hizo que se mirara con atención las
prácticas y saberes de los pueblos ancestrales. En un principio, según González Echeva-
rría, la novela de la tierra adoptó las formas y desarrolló los temas de la etnografía clásica,
cuya perspectiva filológica confería relieve a los usos lingüísticos locales, las genealogías
y las comparaciones entre las culturas orales y el mundo letrado; elementos rastreables,
por ejemplo, en novelas como Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, y en
Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos. Pero estas novelas pusieron en evidencia la
brecha existente entre la perspectiva del narrador y la de los personajes, y ello, junto
a la evolución del discurso antropológico la toma de conciencia del alcance y fisuras
de su representatividad , llevó a que las novelas que buscaban mimetizarlo adoptaran
ya no la forma de los informes etnográficos dictados desde fuera, sino la de los mitos
o relatos sagrados que se enuncian como totalidad cosmogónica incuestionable. En la
apoteosis de ese proyecto imitativo, Los pasos perdidos (1953), de Carpentier, y Cien años de
soledad (1967), de Gabriel García Márquez, entre otras novelas, disponen su trama como
si fuera el relato coherente de un mito. No se pierda de vista que, si de lo que se trataba
era de mimetizar los discursos más legitimados y legitimadores sobre la originalidad
americana, el mítico resulta ser, en cierto sentido, la referencia por antonomasia.
Conviene aclarar un aspecto de la reflexión de González Echevarría. Desde su
perspectiva, la mímesis efectuada por los narradores del subcontinente no sería una
traición al discurso antropológico, sino un punto de convergencia. Dicho de otra manera,
antropología y literatura acabaron por identificarse con base en sus mismas capacidades
y limitaciones representativas. De acuerdo con el crítico, tanto en la narrativa como en
la antropología tiene lugar una crisis de conciencia en torno al conocimiento sobre y del
otro, quien, acabado el sueño en que se sumía como mero objeto de estudio, ahora asiste
a su despertar político. Para los antropólogos “recientes”, apunta González Echevarría,
la disciplina es, en algún grado, literaria: admiten que sus métodos de conocer están a
merced de la retórica, asumen que la antropología no va más allá de ser un conjunto de
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textos amarrados a épocas particulares, desconfían de la autoridad escritural y suscriben
la idea de que el discurso antropológico “significa un texto que expresa en múltiples
niveles, que nunca está fijo” (p. 212). Con todo, el encuentro de narrativa literaria y
antropología no significaría una confusión inextricable de ambas, toda vez que, según
el crítico, la primera y en ella, particularmente la novela mimetiza discursos que le
permiten parecerse a otra cosa que no sean sus formas ortodoxas. A la novela la obsede
la idea de no parecer novela repele las formas hegemónicas , y de ahí que, de buen
grado, quiera parecerse a los documentos notariales, los reportes científicos o las mo-
nografías antropológicas. Dicho con pocas palabras: la mímesis antropológica efectuada
en la literatura solo es posible porque la antropología no es, plenamente, literatura.
La certeza de que hay diferencias irreductibles entre narrativa literaria y antropo-
logía, pese a la superposición de muchos de sus gestos discursivos, no fue sofocada por
el entusiasmo posmoderno. En la primera década del siglo xxi, el antropólogo español
Joan F. Mira estableció un parangón contundente entre ambas empresas discursivas
para concluir que, más allá de que literatura y antropología puedan compartir elemen-
tos como la fluidez narrativa, la perspectiva personal y la vocación estilística, hay un
principio innegociable que separa una de otra: mientras que la literatura puede idear
mundos a placer, sin importar que estén cifrados en los códigos de una sola conciencia
individual la autorial , la antropología tiene que creer en que hay algo, fuera de la
subjetividad del investigador, cuya forma puede ser aprehendida para mostrarla a los
demás. En palabras de Mira (2007): “cuando uno hace antropología pretende ser co-
herente por lo menos con una doble exigencia: re-producir fielmente un fragmento de
la realidad humana, cultural o social o como queramos, y explicar de alguna forma esa
misma realidad” (p. 555). Algo es innegable: incluso los antropólogos más escépticos
sobre la existencia de una verdad cultural se han empeñado en hacer entender a sus
lectores las condiciones de base de esa imposibilidad.
Significativamente, la convicción diferenciadora de Mira ya había sido expresada
mucho antes, con otras palabras, en el campo de los estudios literarios: lo había hecho
Martin Lienhard en La voz y su huella. Escritura y conflicto étnico-social en América Latina
(1492-1988) (1990). Para él, los antropólogos y los escritores latinoamericanos, a la hora
de escribir sobre el otro, suelen incursionar en cinco tipos de textos: la descripción
etnográfica, la recopilación de testimonios, la antropología o etnología, los relatos fic-
cionalizados relatos de viaje, literatura indigenista y la etnoficción. Lienhard (1990),
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interesado en esta última modalidad en el décimo capítulo de su libro, la define como “la
recreación ‘literaria’ del discurso del otro, la fabricación de un discurso étnico artificial,
destinado exclusivamente a un público ajeno a la cultura ‘exótica’” (p. 290). Bien se ve,
gracias al énfasis puesto en lo artificioso de la etnoficción, que el autor tiene la fe puesta
en la objetividad o, por mejor decir, en la legítima representatividad de los otros tipos
de escritura, o al menos de algunos de ellos. Y aunque ese optimismo pudiera ser cues-
tionado en alguna medida, lo que realmente nos interesa es la explícita desconfianza con
la que Lienhard da cuenta de la última categoría: “El autor, en la etnoficción, se coloca
la máscara del otro, empresa no solo difícil sino, a todas luces, discutible” (p. 291). Se
advertirá claramente que el crítico, al ver en la mímesis una anomalía o un asalto a la
verdad antropológica, se sitúa lejos de la reflexión de González Echevarría. Con todo,
no es nuestro objetivo terciar en esa disputa, sino, una vez presentado en contexto, echar
mano del concepto de etnoficción, pues, a nuestro juicio, deja entender la dificultad de
reconocer como propiamente antropológica la obra de Mejía Vallejo.
En lo que sigue no haremos otra cosa que sustentar la interpretación de que el
escritor antioqueño practica la etnoficción en Los abuelos de cara blanca, así se trate,
apenas, del pasaje señalado en el que se relata el mito de la serpiente Je. Por supuesto,
el carácter unitario del texto literario carácter reforzado por el hecho de que esta
novela, pese a su aparente fragmentación, se ofrece como una historia global con trazas
de mito deja decir que la presencia de un solo gesto de etnoficción, por circunscrito
que esté, ya convierte la totalidad de la obra en etnoficción.
Los abuelos de cara blanca y las fuentes sobre mitología embera
La historia contada en Los abuelos de cara blanca es la de un sueño que se hace realidad.
Antel, una suerte de dios o héroe civilizador, forja en su sueño una multitud de figuras,
algunas definidas individualmente Idlar, Nam Yavarí, el mestizo Juan Paramuno y
otras genéricas, correspondientes a los representantes antonomásticos de un gran nú-
mero de etnias o lenguas americanas, tanto extintas como actuales: Azteca, Maya, Katío,
Inca, Quechua, Caribe, Chibcha, etc. A lo largo del texto se mencionan cerca de 90
grupos, unos con más frecuencia que otros. Los personajes los individualizados y los
genéricos se alternan para aportar relatos referidos a sus culturas o experiencias, ya
se trate de mitos, leyendas, cuentos, narraciones históricas o noticias de costumbres,
material que, al menos parcialmente, conforma series temáticas en los 17 capítulos de
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la novela; por ejemplo, alguna serie se ocupa de la creación del hombre, otra de las
relaciones entre seres humanos y entidades naturales, otra de la conquista española,
etc. Algunas de las intervenciones de los personajes se refieren a la figura de Antel, el
soñador, en torno a quien se fragua un sentimiento de rebeldía, cuyo desarrollo orienta
el desenlace: Antel se disuelve y las figuras de su sueño cobran realidad y autonomía.
Así sea alegóricamente, la novela funge de mito de origen de la diversidad cultural del
continente americano.
Después de las clásicas referencias centroamericanas maya, azteca, náhuatl y
andinas inca, quechua, chibcha, muisca, los katíos es uno de los grupos étnicos que
más se menciona en Los abuelos de cara blanca, lo cual equivale a decir que su personaje
representativo, el Katío, aparece frecuentemente para aportar narraciones y otros datos
culturales. No sorprende que sea de esa manera, toda vez que Mejía Vallejo nació en
una provincia antioqueña del suroeste, habitada de tiempo atrás por indígenas katíos,
a quienes, con mayor precisión, hoy se clasifica como emberas. El escritor se refiere a
ese conocimiento de primera mano en las primeras líneas de su “Advertencia inútil”:
Desde niño, cuando salía a pescar en el San Juan de más piedras que aguas en su cauce, o a pie y a
caballo por las trochas de lo que aún era selva grande, ejerció sobre mí una atracción singular ver a
los indios en sus tambos, o dedicados a tareas cotidianas de sembrar maíz y yuca, modelar vacijas [sic]
de barro y soplar la flecha en la cervatana [sic] para la caza menor. Esa curiosidad se acentuó al ir
conociendo sus costumbres, sus leyendas y su poesía, donde aparecía ante mi sensibilidad un mundo
inusitado (Mejía Vallejo, 1991, p. 5).
Las alusiones fugaces a la vida indígena, presentes en otras novelas del autor, pueden
leerse como indicios de la relación de su familia con los emberas asentados en la re-
gión. El narrador de La tierra éramos nosotros (1945) cuenta que su bisabuelo, colono
campesino, tumbó monte y abrió caminos, granjeándose el respeto de los indios, quie-
nes, cuando era viejo, “lo llevaban en hombros hasta la casa que ochenta años atrás
construyó en la ribera” (Mejía Vallejo, 1945, p. 41). Mientras tanto, en La Casa de las dos
Palmas, Efrén Herreros habla de una fábrica construida por su abuelo sobre la orilla
del río San Juan, al que los indígenas conocían con otro nombre, “Docató, Río de los
yuyos” (Mejía Vallejo, 1990, p. 30). No se pierda de vista que, en esa misma novela, el
maestro Bastidas es caracterizado como un descendiente de indios que había logrado
radicarse en Balandú y tenía, allí, un contacto estrecho con vecinos blancos. Asimismo,
en alguna de las entrevistas que concedió a Augusto Escobar Mesa entre 1979 y 1993,
Mejía Vallejo echa mano de recuerdos parecidos a los de la nota introductoria de Los
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abuelos de cara blanca: “De otro lado, yo también nací en tierra de indios. De pequeño,
en la finca, tenía amiguitos indios, pero ellos tenían una cultura con mitos muy bellos
que no era accesible a uno” (Escobar Mesa, 1997, p. 233). No deja de ser sugestiva si
no contradictoria esa confesión de ininteligibilidad cultural: se antojan bellos unos
mitos que no se entienden.
Como quiera que haya sido la fluidez del contacto de Mejía Vallejo con los emberas
y otros indígenas americanos también trató a nativos guatemaltecos , su erudición
cultural procedería, sobre todo, de la investigación documental. En la “Advertencia
inútil”, el autor se apresura en ponderar sus pesquisas en un nutrido corpus biblio-
gráfico que incluye “crónicas de Indias, memorias, anuarios, tratados de etnología y
antropología, revistas misioneras y todo lo que garantizara lo auténtico de nuestra
gente” (Mejía Vallejo, 1991, p. 5). De esas fuentes documentales procede el relato
mítico de la serpiente Je, un aporte narrativo del Katío que se inserta en los primeros
párrafos del capítulo XII. Los datos que señalan su procedencia libresca son, en buena
parte, explícitos. Sin embargo, antes de emprender esa revisión conviene ofrecer una
síntesis de su trama.
Un “indio brujo”, su mujer y sus hijos niña y niño fueron a recoger agua y leña.
En medio de la faena, la mujer vio descender un gusano rayado de azul y verde, el cual
estaba prendido a un hilo invisible: “bajó de las nubes en baba de neblina”. La mujer lo
puso en el cuenco de las manos y vio que se llenaba de agua, por lo que decidió meter
el bicho en una totuma y llevárselo. Al otro día, la totuma amaneció colmada de agua
y después el hoyo en el que metieron al gusano se convirtió en laguna. Este creció y
se convirtió en una serpiente: una tan grande como las llamadas “Je o Jepá”, el primero
de estos nombres usado por el indio para referirse, en lo sucesivo, al animal. Cuando
alguien tocaba la tambora, Je iba hasta la orilla de la laguna y abría sus fauces para
pedir comida. Un día, en ausencia de los padres, los niños jugaron a llamar a Je, solo
para que saliera, sin intención de alimentarla. Lo hicieron por tres veces, y entonces la
serpiente los engulló. Una lora lo vio todo y voló hasta donde estaban los padres, para
avisarles. El indio quiso matar a Je pero no pudo: la serpiente “se paseaba oronda por
el lago”, renuente a salir. El hombre fue hasta un lugar llamado Jebania, donde vivían
otras serpientes, en busca de ayuda; una de ellas aceptó ir con él para atraer a Je, y en
el camino se toparon con un cangrejo gigante que prometió colaborar. En el sitio de
Burité hasta donde, al parecer, llegaba la laguna encontraron a la usurpadora: salió
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del agua y el cangrejo le cortó la cabeza con sus tenazas, y siguió cortándola hasta que
dio con los cadáveres de los niños. Abatido, el padre tocó un tambor y llegó la otra
serpiente, “la amiga visitante”, a la que dijo: “Je, uada”, que significa “Vámonos, Je”.
El relato concluye con una explicación etiológica: “Por eso el lugar se llama Jeuada, en
memoria de otra desolación” (pp. 174-176).
La narración del Katío se ciñe, casi en su totalidad, al relato “Jeuada” incluido en
Mitos, leyendas y costumbres de las tribus suramericanas (1964), de María de Betania, hermana
de la congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena. En lo
sustancial, apenas difieren la descripción cromática del gusano María de Betania no
refiere sus colores , el número de recipientes en los que se lo mete la monja cuenta
que la mujer, cuando lo sacó de la totuma, lo puso en una olla, y que solo después lo
llevó al hoyo y el destinatario del llamado final del indio atribulado, puesto que ahora
no se trata de la serpiente ayudante sino de “su enemiga”, por incoherente que esto
parezca, puesto que acababa de ser despedazada por el cangrejo. Como quiera que
sea, algunos pasajes de la sintaxis de ambos relatos dejan clara su vinculación: en el de
María de Betania también se trata al indio como “brujo”, y se informa que la serpiente
se parecía a las que llamaban “je o jepá” y que sorteó los primeros ataques del padre
compungido porque “se paseaba oronda”; además de eso, el cierre de la narración se
corresponde con el de la aportada por el Katío: “Cuando el indio llamó hizo salir del
lago a su enemiga le dijo: ‘je uada (es decir, vámonos, je), y por esto el lugar se llama
Jeuada, en memoria del hecho” (Betania, 1964, pp. 65-66). Solo parece que el relato
inserto en Los abuelos de cara blanca añadiera, a favor de la sugestión literaria, la alusión
al sentimiento de desolación, así como, en las primeras de cambio, asigna al gusano los
colores verde y azul y el hecho de que bajara prendido de “baba de neblina”.
Las coincidencias son coherentes con las noticias vertidas en la “Advertencia inútil”
sobre las fuentes consultadas por el novelista antioqueño, entre las que se incluyen las
“revistas misioneras”. Aunque la monografía de María de Betania apenas se publicó en
1964 cuando la misionera frisaba en los 70 años , no se descarta que algunos relatos
hubieran sido previamente publicados en la revista de la congregación, Almas hoy Alma
Misionera, cuyo primer ejemplar circuló en abril de 1936. Sin embargo, lo más probable
es que Mejía Vallejo hubiera conocido la historia de la serpiente Je por la revisión de
Mitos, leyendas y costumbres de las tribus suramericanas, editada en Madrid con fondos de
la misma casa misionera, y, en ese sentido, obra par de las revistas de la congregación.
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Interesa particularmente una noticia suministrada por la monja en el abrebocas de
su transcripción del relato. Según ella, el motivo también se encuentra en el corpus de
leyendas chamíes otro de los etnónimos recogidos bajo el genérico emberas compilado
por el presbítero claretiano Constancio Pinto García, de quien María de Betania habría
bebido. Esto, además de la mención explícita de la fuente, queda sugerido por la similitud
general de las tramas y, sobre todo, por la repetición de algunas fórmulas sintácticas,
como aquello del pasearse “orondo” de Je por la laguna. Pero también se interponen
algunas diferencias importantes entre los relatos; en esencia, estas: al protagonista se
le distingue no como “brujo”, sino como “jaibaná”; es el hombre, no la mujer, quien
decide conservar el gusano; los padres se ausentan del tambo para ir en busca de oro al
río San Juan, y la india manifiesta su desacuerdo por dejar solos a los hijos; es el niño
quien juega a embaucar al reptil, mientras que la niña desaprueba su conducta; cuando
la lora impone a los padres del accidente, la mujer reprocha nuevamente al marido;
este, en el primer intento de acabar con la serpiente, pretende quemarle la boca con
una piedra caliente; la última trampa consiste en que el indio y la culebra de Jebanía
(Jebania en la versión de Los abuelos de cara blanca) invitan al monstruo a pasear, y es esa
la circunstancia en que se presenta el ataque letal del cangrejo, quien no corta la cabeza
de su rival sino que la ataca por la “barriga”; el padre quien, al final, no llama a ninguna
serpiente vuelve al tambo con los cadáveres de los hijos, para enterrarlos; finalmente,
la fórmula de cierre reivindica otra toponimia: “Los katíos señalan todavía hoy el sitio
en donde vivía la culebra: lo llaman ‘La batea’” (Pinto García, 1978, pp. 256-258).
La versión de Pinto se antoja más coherente, pues entre otros detalles no deja
como cabo suelto la actuación de la serpiente invitada desde Jebanía, además de que in-
forma sobre el destino último de los cuerpos de los niños; con lo cual, en cierto sentido,
se aclara la confusión del llamado a la serpiente muerta en el relato de la misionera: no
sería el cadáver de la usurpadora lo que el padre desea no es a ese cuerpo destrozado
a quien se dirige, sino los cadáveres de sus hijos, a quienes figuradamente convida al
tambo, donde los sepulta. Con todo, es más significativo que, en el relato del claretiano,
la estructura del mito gane nitidez y vigor: la distinción de que los hijos eran niño y niña,
irrelevante y nada más que retórica en la versión de María de Betania y en la del Katío,
funciona en este caso como recurrencia de la relación entre los padres, la que, a su vez,
alberga el contraste de sus opiniones sobre la situación: por un lado, la india discute con
su marido a propósito de la inconveniencia de dejar solos a los niños, y por otro la niña
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exhorta a su hermano para que no engañe a la serpiente. Asimismo, parece mediar algún
tipo de correspondencia entre el hecho de que, al principio de la historia, el gusano
fuera puesto en un hoyo, y el acto final del entierro de los niños junto al tambo, esto es,
precisamente donde estuvo el primer asiento terrestre del animal. Desde una perspectiva
etnográfica, se antoja más precisa la versión de Pinto, y no solo en cuanto a la toponimia,
sino, sobre todo, en relación con lo cultural: el presbítero habla de un jaibaná y no de un
brujo, tal como ocurre en la monografía de la monja y en la novela. Nada más esperable,
sin embargo, si se tiene en cuenta que la fuente del claretiano fue, directamente, un inter-
locutor nativo: Clemente Nengarabe, quien contaba la historia “especialmente” (p. 256).
En Relatos tradicionales de la cultura catía (1982), Luis Fernando Vélez Vélez se refiere
a las diferencias entre los textos de María de Betania y el padre Pinto, sugiriendo, de
paso, la misteriosa procedencia de la versión divulgada por la monja: “nos fue imposi-
ble saber si la mencionada autora la tomó del padre Pinto de cuyo relato se diferencia
claramente o de algún narrador” (Vélez Vélez, 2018, p. 106). Bien se ve que, a juicio de
este abogado y antropólogo, no parecen justificadas las atenuaciones formales, estruc-
turales y etnográficas señaladas arriba. A su vez, Vélez Vélez aporta otra versión de la
historia, establecida por él con base en la de Pinto y en otras versiones que el propio
Nengarabe, en otros momentos, le relató al antropólogo Luis Guillermo Vasco Uribe
y a él mismo. En el relato resultante, y en contraste con lo que ya conocemos gracias a
Pinto, vale la pena resaltar que el jaibaná se llamaba Aba Bibisamá; que el gusano tenía
rayas azules y rojas; que la mujer se opuso a que el hombre conservara vivo al animal;
que la niña imploró varias veces a su hermano, incluso con llanto, para que dejara en paz
a Jepá; que, antes de viajar por ayuda a Jebanía, el indio intentó meterse en la serpiente
para acuchillarla por dentro, y que en medio de sus esfuerzos alcanzó a ver cómo, por
la boca del animal, se asomaba uno de los niños; y que el jaibaná también pidió socorro
al demonio Antomiá, cuyos demonios auxiliares ayudaron a sacar a Jepá del río en el
que, a la sazón, medraba (pp. 104-106).
Un examen apenas superficial de los nuevos datos deja ver la ratificación o mejor,
el reforzamiento o radicalización de la estructura intuida en la versión del padre Pinto:
la oposición entre hombres y mujeres ahora se expresa con mayor intensidad, puesto
que la niña se queja en varias ocasiones, y con especial sentimiento, por la temeridad
del hermano, además de que la madre riñe con el padre no solamente por dejar solos a
los hijos, sino, también, por querer mantener a la serpiente junto a la familia. De hecho,
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este último elemento acaba siendo revelador, pues corresponde con lo que pasa entre los
niños: el padre y el hijo propician la pugna con su par femenino al buscar la cercanía de
la serpiente, que el uno pretende criar y el otro atraer; la madre y la hija apelan al valor
social del autocuidado. Muy posiblemente, este mito embera inscribe su significado en el
plano de las distinciones de género basadas en las relaciones con la naturaleza: un asunto
muchas veces resuelto en la imagen ancestral, dicotómica, del hombre cazador y la mujer
cocinera, o, mejor, del hombre-naturaleza y la mujer-cultura. Por tratarse de versiones de
segunda mano no nacidas del contacto etnográfico directo, por reducirse a resúmenes
desdibujados y por practicar modificaciones arbitrarias por razones de albedrío literario
o por otras que no quedan claras, los relatos sobre Je incluidos en Los abuelos de cara
blanca y la monografía de María de Betania no parecen detonar un mensaje cultural veraz
o, cuando menos, susceptible de ser asumido como documento o dato antropológico.
Del mito a la novela
Bien se sabe, gracias al trabajo mitográfico de Claude Lévi-Strauss (1994), que los mitos
no se presentan en relatos únicos, sino en grupos de versiones. En “La estructura de
los mitos” el célebre capítulo undécimo de Antropología estructural (1958) , el maestro
francés establece que cada mito es, en realidad, un conjunto de transformaciones: las
que surgen, por permutación, a partir de una estructura, la cual no es otra cosa que
una relación condicionada de signos. Pero se colige hay un límite que la dinámica
de las transformaciones no rebasa, o al menos no lo hacen las que pueden considerarse
como versiones estrictas de un mito; dicho de otro modo: en un mito, no todas las
permutaciones son posibles. En teoría, cada grupo de transformaciones podría organi-
zarse como una serie de relatos que va entre una versión y la que le es completamente
inversa, disponiéndose en el cuerpo versiones más o menos mediadoras y comportando,
la inversión, ciertas condiciones semióticas. Sin embargo, no nos interesa ahondar en
esa tesis, de suyo compleja: nos basta con apuntalar la idea general de que, si bien es
propio de los mitos fluir de una versión a otra, de ahí no se sigue que cada una de esas
versiones pueda disponerse de cualquier manera.
En “Cómo mueren los mitos” (1971), Lévi-Strauss volvió sobre el asunto desde una
perspectiva más reposada y con la atención puesta no tanto en lo que ocurre entre las
versiones de un mito, sino en lo que queda más allá de sus límites. Su punto de partida
es la misma idea rezumada del trabajo ya citado: que las transformaciones entre las
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variantes legítimas operan sin poner en riesgo la “materia mítica”; no obstante, ahora
advierte que, en algunos casos, la estructura puede alterarse: “Entonces esa fórmula
degenera o progresa, como se quiera, más acá o más allá de la etapa en que los caracte-
res distintivos del mito siguen siendo reconocibles” (Lévi-Strauss, 1999, p. 242). En esa
investigación, el antropólogo estructuralista aborda casos de la tradición oral de varios
pueblos indígenas del noroeste de América del Norte, y muestra cómo, al difundirse
más allá de ciertas fronteras culturales a Lévi-Strauss le interesan los desplazamientos
de los mitos en el espacio, no en el tiempo, algunos mitos se convierten en leyendas,
discursos de afirmación política o cuentos novelescos. Desgastado o incomprensible
el mensaje cifrado en una estructura cuando esta se asienta en un contexto cultural
donde es ajena, el relato, antes mítico, logra subsistir solo por obra de su distorsión;
y así, por ejemplo lo ilustra una tradición de los carrier , el desenlace de una nueva
narración prefiere apelar a un motivo más trágico y por ello sugestivo, pero estructu-
ralmente inmotivado. Se trata, para el autor, de un “castigo” que el mito se inflige a sí
mismo “por haber olvidado o mal entendido su naturaleza original y haber renegado
de sí en cuanto mito” (p. 250).1
El final más “literario” de la historia de Je incluida en Los abuelos de cara blanca la
puesta en relieve de la “desolación” del padre indio parece replicar el mismo orden
de cosas verificado entre los carrier y, por lo tanto, puede ser asumido como síntoma
de un profundo remezón estructural cuya consecuencia de fondo es la obturación de la
significación. Hay un elemento crucial que es común entre ambos casos y que legitima
su comparación: la brecha cultural. Lo que ha ocurrido con la estructura subyacente al
mito embera relatado varias veces por Clemente Nengarabe, transcrito en diversas
compilaciones mitológicas y tomado de allí para ser engastado en un texto noveles-
co configura un caso de desplazamiento cultural y, por supuesto, de degradación de
la materia mítica. Sin embargo, no debería sorprender que esto ocurra, toda vez que
el propio Mejía Vallejo, en la “Advertencia inútil”, alterna sus alardes de revelador de
verdad antropológica con manifestaciones escépticas sobre la posibilidad última de
1 A un lado de la reflexión de Lévi-Strauss sobre la transformación del mito en novela, cabe mencionar un estudio
clásico de Georges Dumézil que le es contemporáneo: Del mito a la novela. La saga de Hadingus [Saxo Gramático,
I, v-viii] y otros ensayos (1970). De acuerdo con el historiador francés, de las estructuras religiosas del mito de-
rivan las estructuras literarias de las novelas, caracterizadas estas, principalmente, porque las historias de origen
de las colectividades son reemplazadas por historias protagonizadas por pocos personajes, a quienes mueven no
“estatutos colectivos” sino su voluntad o sus pasiones (Dumézil, 1973, pp. 134-136). Asimismo, las novelas se
distinguen porque en ellas “la narración se ha tornado un fin en sí” (p. 7).
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entender al otro; se lee en un pasaje de ese prefacio: “alguna vez Miguel Ángel Astu-
rias me reiterara lo difícil que resultaba para un escritor más o menos mestizo captar
ese mundo [de otras culturas] y sus rasgos esenciales” (Mejía Vallejo, 1991, pp. 5-6).
Recuérdese, en seguida, lo dicho por el escritor antioqueño en sus conversaciones con
Augusto Escobar Mesa aquello de los “mitos muy bellos” que no le eran accesibles ,
y ya no habrá duda acerca del tratamiento dado a las narraciones ancestrales en la novela
que nos ocupa: estas, incomprensibles, solo podían ser aprovechadas como insumos
para la etnoficción, esto es, para una recreación literaria que se disfraza de mito y, por
ende, de dato antropológico.
En Los abuelos de cara blanca no solo hay conciencia de la alteración de la fuente
original, sino que se ve la mixtura de lo ancestral mítico y lo occidental novelesco
como una convergencia histórica inevitable. El sueño de Antel da vida a los narradores
indígenas antonomásticos y a un narrador occidental que, desde su propia perspectiva,
también cuenta el origen de las cosas americanas. Se trata de Juan Paramuno, un “mestizo
total” (p. 81) que tercia en la asamblea de los recitadores para contar, en un principio,
relatos de la Conquista tomados de las crónicas, o la versión de la creación del mundo
según el Génesis. Luego, ya en el cierre de la novela, Paramuno deviene en narrador
de ficción, y lo sabemos no solo porque se dice que sus palabras parecían “recuerdo
de lo que no sucedió” (p. 260), sino porque se transcribe, como su aporte narrativo,
un fragmento de prosa poética que ya no se refiere, con pretensión de objetividad, a
ningún episodio histórico, sino, con patente subjetividad, a una experiencia personal.
En esa medida, en Paramuno se aprecian reflejos especulares de la figura y la labor del
escritor, quien, partiendo de las fuentes documentales, acaba sumido sin solución de
continuidad en el ejercicio creativo de la ficción. La obra resultante, en el caso de
Mejía Vallejo, es un texto en el que, de manera inextricable, se funden motivos míticos
y ocurrencias literarias: si las fuentes de Paramuno son los libros de historia o de mito-
logía católica, las suyas han sido los tratados mitológicos.
Consideraciones finales
Difícilmente puede objetarse el ejercicio mimético del novelista o narrador que opta por
hacer de los mitos amerindios el insumo de su ficción, la cual se concentraría en reescri-
birlos: se trata, a fin de cuentas, de un gesto plausible en la génesis del texto literario, en
buena parte constitutivo de la narrativa latinoamericana contemporánea. En esa medida,
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toda ilusión sobre la veracidad antropológica de un texto literario o los méritos antropo-
lógicos de un autor es imputable si es que se tratara de eso a los lectores. Al menos es
inevitable ver las cosas de esa manera desde la perspectiva de Roberto González Echevarría.
¿Cabe Los abuelos de cara blanca a juzgar por un mito representativo de su con-
tenido en ese fenómeno mimético? Sin duda: el hecho de que aquello que tanto se
parece a un mito la historia de Je no lo sea en último término, no hace otra cosa
que confirmar la tesis del crítico cubano. No obstante, las condiciones de lectura es-
tablecidas por Mejía Vallejo en la “Advertencia inútil” acaso el principal paratexto
de la novela abren el camino a la consideración de Martin Lienhard de que sea “dis-
cutible” forjar artificios étnicos con el propósito de cumplir con las expectativas de
lectura más exotistas. En ese prefacio, el novelista antioqueño quien se identifica con
la firma “M.M.V.” (Mejía Vallejo, 1991, p. 7) anuncia que Los abuelos de cara blanca se
basa en documentos que “garantizan” un saber “auténtico” sobre los habitantes de
América, y ello al punto de ponerse, la novela, en situación de contribuir a un “nuevo
descubrimiento” del continente. Por supuesto, se dirá que incluso esas exhortaciones
hacen parte de la ficción, y sin duda es así; pero, al mismo tiempo, es innegable que de
esa manera el escritor se enmascara para hablar en lugar del otro, y que los efectos de
esa suplantación son difícilmente previsibles y, sobre todo, no son controlables. Los
lectores, en su mayoría, abordan las obras al margen de la teoría literaria, y de ahí que
pretendan acceder al mundo del otro cultural por medio de imágenes apócrifas. Más
que un descubrimiento, lo que así se perpetra es un cubrimiento de América.
Reconocemos la estrechez analítica y la poca profundidad antropológica de este
artículo: apenas consideramos el caso de una tradición oral entre las muchas que com-
ponen la trama de la novela, y a propósito del mismo el mito de Je , no puede de-
cirse que lo hayamos sometido a un análisis sistemático para establecer, con precisión,
cuál pueda ser la estructura que subyace a sus versiones propiamente etnográficas. Si
dijimos que los signos relacionados proponen una imagen de hombres y mujeres en
correspondencia con la dicotomía naturaleza/cultura, esto es apenas una intuición. Pero
creemos haber mostrado que los mitos etnográficos y los mitos zurcidos en el discurso
literario son sustancialmente distintos, sin que sea necesario juzgar en qué lado de la
ecuación reside la falacia (si es que reside en alguna parte). Y esa diferencia cualitativa
afecta fatalmente la posibilidad de estimar como plenamente antropológicas a todas las
especies narrativas comprometidas.
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