135Estudios dE LitEratura CoLombiana 53, julio-diciembre 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352688
* Artículo derivado del proyecto de
investigación “Autoficción y poéticas del
yo escritor en la novela colombiana de
inicios del siglo xxi” Código n.° 5012,
adscrito al Grupo de Investigación
Estudios interdisciplinarios en literatura,
arte y cultura (Eilac), de la Universidad del
Tolima.
Cómo citar este artículo: Vanegas Vás-
quez, O. K. (2023). Identidad narrativa
y “yo escritor” en la narrativa de Pablo
Montoya. Estudios de Literatura Colom-
biana 53, pp. 135-152.
DOI:
1
okvanegasv@ut.edu.co
Universidad del Tolima, Colombia
Editores: Andrés Vergara-Aguirre,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 15.02.2023
Aprobado: 09.06.2023
Publicado: 31.07.2023
Copyright: ©2023 Estudios de Literatura Colombiana.
Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los
términos de la Licencia Creative Commons Atribución –
No comercial – Compartir igual 4.0 Internacional
I dentIdad narratIva y “ yo
escrItor” en la narratIva de
Pablo M ontoya
L’identité narrative et le “ je écrivant ”
dans l’œuvre de Pablo Montoya
Orfa Kelita Vanegas Vásquez
Resumen: Pablo Montoya inventa un alter ego de autor que
puede leerse como metáfora del “escritor deseado”, como un
“yo auto(r)ficcional” con libre movimiento entre los libros que
lo incorporan. Este “yo escritor que se quisiera ser” entrega en
cada recorrido poético una faceta nueva de quien escribe, narra
y es narrado, así como una serie de reflexiones sobre el suceso
mismo de la escritura. Seguir la ruta narrativa de Montoya es
armar pieza por pieza la “totalidad” de un “yo escritor”. Se
identifica una identidad narrativa en continua suspensión, un
héroe en trazo permanente, que además es en cuanto narración
del acto propio de escritura.
Palabras clave: Pablo Montoya, novela colombiana, poéticas
del yo, identidad narrativa.
Résumé: Pablo Montoya invente un alter ego d’auteur, qui peut
être lu comme une métaphore de l’“ écrivain souhaité ”, comme
un “ moi auto(r)fictionnel ” avec une libre circulation entre les
livres qui l’incorporent. Ce “ moi écrivain qu’il souhaite être ”
révèle dans chaque parcours poétique une nouvelle facette de
celui qui écrit, raconte et est raconté, ainsi qu’une série de ré-
flexions sur l’acte même de l’écriture. Suivre le parcours narratif
de Montoya, c’est assembler pièce par pièce la “ totalité ” d’un
“ moi écrivant ”. On identifie une identité narrative en suspen-
sion continue, un héros en trace permanente, qui est aussi une
narration de l’acte propre d’écriture.
Mots-clés : Pablo Montoya, roman colombien, poétique du
moi, identité narrative.
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Introducción Para desarrollar un personaje, hay que seguir narrando
Frank Kermode (1979)
Gran parte de la narrativa de Pablo Montoya constituye y sostiene la presencia del
personaje escritor Pedro Cadavid como principio estético que articula diferentes preo-
cupaciones temáticas y estilísticas de su creador. Cadavid es personaje protagonista en
Los derrotados (2012), La escuela de Música (2018) y La sombra de Orión (2021); asimismo, por
inferencia lo reconocemos en el tono discursivo y la indicación de experiencias comu-
nes —viajes, publicaciones, ocupación— en Tríptico de la infamia (2014), Cuaderno de París
(2016) y en cuentos como “Réquiem por un fantasma” (2006), “Exhumación” (2006) y
“Tomás” (2010). Es evidente la intención estética del autor por seguir dando densidad a
un personaje en su proyecto creativo hasta llegar a consolidar un alter ego, un “yo escritor”,
con la viveza de lo real y siempre en continuo trazo. El relato nuevo dialoga, recuerda
y anticipa aspectos de Cadavid, lo que genera un efecto de héroe inconcluso. Montoya
pareciera apostar por la construcción de un “yo escritor deseado”, por la invención de
una figura literaria trascendental, en el sentido en que Pedro Cadavid se nutre no solo
de experiencias imaginadas, sino también de lo vivido por su creador. El personaje está
siempre “tratando de ser” en su naturaleza misma de narrador de una realidad, tanto
individual como social, inestable y huidiza. Desde la idea unamuniana acerca del carác-
ter plural del yo,1 donde preexiste un yo radical y voluntarioso, el que uno quiere ser, la
invención de un personaje como Pedro Cadavid recala en el empeño de la invención del
sí mismo del autor a partir de lo que se anhela, se está dejando o se rechaza ser. No es
el acontecer de Montoya o del país tal como ha sido lo que la escritura recompone, sino
como se hubiese deseado, temido o esquivado ser en y con ese pasado, incluso en el
futuro. Una decisión estética que, si bien está permeada por acontecimientos factuales,
ubica la escritura en el campo netamente ficcional y del deseo.
A partir de estas ideas iniciales, este artículo indaga la estructura, sentido y efecto
simbólico del personaje principal —Pedro Cadavid — de las novelas del escritor colom-
biano. Sugerimos que Montoya aprovecha recursos de la autoficción para dar forma a un
1 En el apartado II del prólogo al libro Tres novelas ejemplares y un prólogo, a partir de la reflexión de una teoría de
Oliver Wendell Homes en la que se aborda la posibilidad de tres “yoes” que nos constituyen: el que uno es, el que
se cree ser y el que los otros creen que uno es, Unamuno (2020) propone que un cuarto yo es el que se quisiera ser,
este yo deseado refugia el demiurgo del verdadero yo. Es decir, que el deseo y la voluntad produce el yo real, el yo
que nos habita en el deseo de ser y el que finalmente nos salva o nos pierde (p. 8).
137Estudios dE LitEratura CoLombiana 53, julio-diciembre 2023, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.352688Identidad narrativa y “yo escritor” en la narrativa de Pablo Montoya
protagonista ficcional que establece paralelismos autobiográficos entre autor, narrador
y narrado. Las “intromisiones” in corpore e in verbis del autor en el mundo ficcional, esto
es, la alusión intradiegética a experiencias concretas como viajes y profesión, además
del razonamiento moral y la citación de publicaciones anteriores —“autotextualidad”
(Toro, Schlickers y Luengo, 2010)—, indican el interés del escritor colombiano en en-
focar más allá de la experiencia propia, la preocupación estética-ontológica del hacer
literario y la postura misma del escritor —factual y ficcional— ante la realidad caótica
que le preocupa y reconstruye con su novelística. Montoya erige un entramado literario
a partir de un personaje de carácter auto(r)ficcional (Toro, Schlickers y Luengo, 2010).2
Ciertamente, Pedro Cadavid es una identidad autoficcional en cuanto se exhibe de
forma imprevista y metaléptica como el autor del texto que estamos leyendo —mise en
abyme aporistique (Dällenbach, 1977) — y del cual se sabe parte. Las técnicas literarias,
abiertamente expuestas, acreditan la artificialidad del relato y la complejidad de la
escritura cuando se anima a figurar lo intangible ominoso y su impacto en el estado
íntimo de quien escribe y narra.
Para el análisis dialogamos diversas categorías y conceptos propuestos por estu-
diosos interesados en la intromisión del yo en la ficción (Ricœur, 1999; Colonna, 1989;
Gasparini, 2004; Alberca, 2007; Casas, 2014, etc.). No sobra indicar que si bien nos
interesa indagar desde el ángulo de la autoficción, el personaje escritor que Montoya
construye, no circunscribimos la obra al campo autoficcional. No es propósito de este
estudio rotular las novelas en cuestión como autoficciones, porque pueden ser leídas
desde diversas gamas novelescas, incluso desde la hibridez genérica cuando se reconoce
que las tramas se nutren de varios modelos textuales a la vez: ensayo literario, crítica
estética, comentario político, cartas, etc.
Pedro Cadavid, soy yo
La creación del “personaje vivo” como resultado de la tensión entre la sensibilidad del
autor y el acto mismo de la escritura se revela en la famosa frase flaubertiana Madame
2 La propuesta del concepto auto(r)ficción traza una variante en los estudios de la intromisión del yo en la ficción
con el propósito de indagar los textos que evaden la homonimia o juegan con esta y que, además, “delatan” sin
disimulo al autor a partir de referencias intertextuales, autotextuales, o con alusiones a obras ya publicadas o
experiencias personales concretas (Toro, Schlickers y Luengo, 2010).
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Bovary, c’est moi.3 En efecto, y de acuerdo con Vouilloux (2014), cuando el escritor francés
inventa su heroína se incorpora en ella y luego se proyecta (p. 7). Esto es, que el creador
vive en su creatura en el instante mismo que la escribe, para después reconocerse en
ella. En palabras de Flaubert (2007):
Mis personajes literarios […] me afectan, me persiguen, o más bien soy yo quien está en ellos. Cuando
escribía el envenenamiento de Emma Bovary, tenía tan el sabor del arsénico en la boca, estaba tan
bien envenenado yo mismo, que me di dos indigestiones una sobre otra, dos indigestiones muy reales,
luego vomité toda mi cena (p. 562).4
De la cita se derivan diferentes situaciones; entre estas, la fuerte incidencia del personaje
creado sobre su propio creador y la conciencia de la capacidad genésica-afectiva de la
escritura. El escritor está en su personaje, mas no en el sentido autobiográfico del hecho,
sino, más bien, en el de la sensibilidad; Flaubert está en Madame Bovary en tanto siente
en ella y con ella su estado agónico. La imagen gustativa, sensorial, de la declaración
anterior deriva de un escritor lúcido frente a su obra; sabe que sus personajes son ima-
ginarios; sin embargo, se ve afectado por ellos. Como bien precisa Cheminaud (2011),
hay en la conciencia de Flaubert tal presencia de sus propios personajes que llega a
sentir sus afectos, los que él mismo ha puesto en marcha (p. 82). Creador y creatura,
en este orden, se saben entidades autónomas, el escritor siente la dicha o la desgracia
del personaje como experiencia que pertenece a “otro”, gesto en el que descansa la
autonomía de su creación. El reconocimiento de lo sensible ajeno desliga al personaje
de su creador, incluso llega a producirse el efecto ficcional de “mirarse” el uno al otro
desde la complicidad de la coexistencia literaria. La invención de Pedro Cadavid se
ubica en estas coordenadas estéticas. Pedro Cadavid, soy yo, insinúa Montoya cuando
afirma que este es un alter ego de sí mismo. La estrecha relación entre escritor perso-
naje y escritor factual se alimenta de la conciencia que cada uno tiene del otro y de la
destreza de la escritura en dar forma a una creatura independiente, si consideramos
que esta toma vida a partir de la intensidad afectiva e intelectual del propio creador.
En palabras precisas, la potencia de la vitalidad de Cadavid no está en la incorporación
de una suma de vivencias de su creador, sino en la pericia de la palabra que lo moldea,
3 Sabemos de la discusión hoy frente a la autoría o no de Flaubert de esta frase ; sin embargo, este espacio no es
el indicado para entrar en esta cuestión.
4 Mes personnages imaginaires […] m’affectent, me poursuivent, ou plutôt c’est moi qui suis en eux. Quand j’écrivais l’em-
poisonnement d’Emma Bovary, j’avais si bien le goût d’arsenic dans la bouche, j’étais si bien empoisonné moi-même, que
je me suis donné deux indigestions coup sur coup, deux indigestions très réelles, car j’ai vomi tout mon dîner (Flaubert,
2007, p. 562). Las citas de fuentes en otro idioma son traducciones propias, a no ser que se indique lo contrario.
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en la cuidadosa composición de la escritura para lograr espesor en cada pensamiento
y emoción que lo remueve.
Cadavid es una identidad de autor, pero es una que se quiere ficcional y busca to-
mar distancia de un reflejo mimético del escritor real, aunque no deja de suscitar, por
supuesto, un “efecto reflectante” (Colonna, 1989, p. 248).
Son dos los principios retóricos que se juegan en las novelas para fijar la identidad
narrativa autónoma y un pacto de lectura ficcional. El primero es narrar en estilo indi-
recto libre, y el segundo toma forma en la heteronimia. Empecemos con la explicación
del primer principio a partir de las siguientes citas:
Él sonreía con timidez, mirando hacia abajo, como si lo avergonzara el destino de su padre. Tuvo la
sospecha de que retomar el ritmo de sus estudios musicales iba a ser arduo. Temía que le llegara una de
esas abulias ingratas que sobrevienen en los duelos, pero Cadavid superaba los obstáculos con relativa
facilidad (Montoya, 2018, p. 305).
[…] le estrechó la mano a Cadavid con entusiasmo. Le dijo: Maestro. Él se sorprendió y le pidió que
lo llamara Pedro. El joven explicó que lo admiraba porque era un escritor. Él no supo qué responder
e inesperadamente se sonrojó (Montoya, 2021, p. 229).
Las citas indican un narrador en tercera persona contando en pretérito indefinido no
solo aspectos manifiestos del comportamiento de Pedro, sino también aquellos que no
vemos: “temía que le llegara una de esas abulias ingratas” o “Él no supo qué responder”.
Lo que pasa en la vida de Cadavid lo sabemos desde el punto de vista de una tercera
voz que integra la palabra y los pensamientos de Cadavid en el tejido de la narración.
Es decir, y reflexionando con Ricœur (1999, pp. 215-230), la identidad de Pedro se erige
desde la integración del discurso del narrador en tercera persona que asume el del perso-
naje escritor al prestarle su voz, mientras que tal narrador se pliega al tono de Cadavid.
Es un juego narrativo que fusiona la intención referencial de la tercera persona con la
intención reflexiva de la primera persona del relato, es decir, de Cadavid. Así entonces,
estamos frente a un narrador, en apariencia extradiegético, que da la ilusión de establecer
una relación de efectividad con lo narrado y poner ante el lector una conciencia cuasi
omnipresente que medita, revisa y juzga todo acto y pensamiento. De igual forma, como
se indagará más adelante, este “narrador simbiótico” articula reflexiones y digresiones
acerca de la verdad del yo y la capacidad de realidad de la escritura.
De otro lado, y en relación con el segundo principio retórico, la heteronimia,
Montoya “bautiza” su alter ego como Pedro Cadavid. Este personaje comparte con su
autor los estudios en el Liceo Antioqueño, la formación musical en Tunja, la migración
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a París, el escribir una novela sobre el exilio, otra sobre Caldas y una más acerca de
La Escombrera.5 Mas, aun cuando existen estas situaciones comunes entre creador y
creatura, el hecho de llamarse Pedro Cadavid autentica una autonomía que, si bien se
equipara con la identidad del autor, la heteronimia libera, incluso, busca negar el yo del
creador. De esta manera, la intención ficcional de la escritura toma fuerza. El nombre
propio, como sugiere Alberca (2007), “no es una simple etiqueta, sino que está ínti-
mamente ligado a la construcción de nuestra propia personalidad, individual, familiar
y social” (p. 3). Denominarse entonces de forma diferente al autor ratifica un carácter
fictivo y acentúa el distanciamiento entre ambas presencias. La relación de lo real y lo
imaginario ubica lo narrado en el ámbito de la ficción, aunque la fuerza del autor siga
latente en la vida de su personaje y viceversa. La identidad de Pedro Cadavid se nutre
de la semejanza y la diferencia entre el autor real y su figuración literaria, sugiere una
negación pero también una afirmación de lo relatado con su referente. Pedro es y no es
al mismo tiempo idéntico y diferente al autor. Podría parecer confusa esta posibilidad
de existencia literaria, pero en esta ocasión, una vez más, se actualiza la inquietud de
Alberca (2007) de si no es acaso en el plano de la ficción donde se puede ser y no ser
al mismo tiempo, donde lo imposible se hace posible, y si la paradoja, justamente, no
es un valor de la ficción frente a otro tipo de discurso o representación de la realidad.6
Ahora bien, la identidad nominal del personaje eje de las novelas del escritor co-
lombiano motiva la cuestión por el origen del nombre “Pedro Cadavid”. Claramente, no
es impensado nombrar a un personaje de cierta manera cuando con él se proyecta una
faceta cardinal del sí mismo. El juego nominal va más allá de un “golpe de dados” si asen-
timos con Colonna (1989) que “el nombre en su evidente función distintiva compromete
simbólica y afectivamente a la persona” (p. 47), y en este caso a la proyección de autor.
Se acepta que el nombre que nos distingue es fruto de un acto arbitrario, en el sentido
en que surge de la voluntad afectiva de quien nos lo endilgó. Pero dicha arbitrariedad
5 Nos referimos a Lejos de Roma, Los derrotados y La sombra de Orión. Es recurrente la metalepsis y la “autotex-
tualidad” entre estas novelas; Pedro Cadavid en el transcurso de diferentes tramas y momentos se refiere a ellas
como escrituras publicadas o en proceso de elaboración. Son varios los cuentos que también presentan este
inter-diálogo estético.
6 Retomamos parte de la reflexión de Alberca cuando, a partir de la refutación a Genette sobre la imposibilidad
de la razón de concebir ser y no ser al mismo tiempo, llama la atención sobre el personaje novelesco como posi-
bilidad alterna de ser a la vez idéntico y diferente al autor. Alberca (2007) explica esta posibilidad desde la idea
de lo ambiguo (p. 240); nosotros la indagamos desde la paradoja. La ambigüedad remite a la confusión mientras
que la paradoja acepta como principio positivo de la ficción la contradicción (De Aguiar e Silva, 1972, p. 293).
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es necesaria y hasta trascendente cuando vemos que en ella habita el reconocimiento
individual, colectivo y normativo. “Todo pasa por el nombre propio” (p. 47), propone
Colonna. Cualquier confusión que afecte la identidad nominal puede desencadenar el
quebranto de la constitución íntima, devenir, incluso, en sensación de extrañamiento,
pesadilla o usurpación (Alberca, 2009, p. 228).
La escritura de Montoya poco indica del simbolismo del nombre de su personaje.
Sin embargo, en una entrevista que le hicimos al escritor (Vanegas, 2021), nos revela
que el nombre Pedro viene de su admiración por el Pedro apóstol, que alude a la pie-
dra, la solidez y la resistencia. La mención de san Pedro aparece también en el cuento
“Las formas del silencio”.7 En esta ocasión el personaje narrador, un escritor que ha
abandonado el mundo de la música y la vida sonora, se identifica con el san Pedro
apóstol de la crónica cristiana apócrifa de El odio a la música, de Pascal Quignard. Como
el santo de Quignard, el narrador del cuento de Montoya tiene una fobia sonora, se
siente taciturno y proclive a la soledad. Comparten la búsqueda del silencio absoluto
como acceso a la reconciliación consigo mismo, a la verdad y la plenitud del amor. Una
significación apológica que también se relaciona con el alter ego de Montoya, quien en
varias ocasiones expresa su malestar frente al ruido cotidiano de los espacios habitados.
En todo caso, preguntarse por la raíz simbólica del nombre “Pedro Cadavid” es transitar
una suerte de laberinto ontológico donde diversas trayectorias de ser se entrecruzan,
donde confluyen no solo la identidad del escritor deseado, sino también fragmentos
de identidades otras.
Como veremos, Pedro es un personaje múltiple: a través de él y con él se expresan
los desaparecidos, los olvidados, los asesinados de la tragedia política colombiana.
La concurrencia numerosa de presencias trágicas en la identidad narrativa amplifica
un efecto fantasmagórico en el yo factual, esto es, una intención reflectante del de-
seo de Montoya de convertirse, a su vez, en el plano ficcional, en la voz y presencia
plural de los “vencidos”; aspecto que revela el carácter complejo de la identidad
de quien escribe, narra y es narrado. Dice también, esta intención estética, de un
7 “Las formas del silencio” es un cuento que hace parte del libro El beso de la noche. Aparece en su trama un perso-
naje central dedicado a construir una sonoteca con todo tipo de sonidos y ruidos de Medellín. Podemos inferir
que este personaje se reconfigura y desarrolla plenamente en la novela La sombra de Orión (2021). En el capítulo
siete: “La sonoteca”, aparece Mateo Piedrahita, un músico que levanta una sonoteca, a modo de un fichero
sonoro, con los sonidos de los desaparecidos, una serie de grabaciones de sonidos espectrales que recoge de las
fosas comunes o lugares de la muerte en varios sitios de la ciudad (Montoya, 2021, pp. 277-295). Una apuesta
novedosa del escritor para recuperar con los sonidos la presencia de los desaparecidos.
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compromiso ético, no tanto por el tema explícito de las consecuencias de la violencia
sino, y sobre todo, por la apuesta a nuevas modalidades expresivas de lo retórico,
por la invención de un personaje particular como lo es Pedro Cadavid, y con este
la construcción de un discurso que transgrede la palabra oficial frente al tema de la
desaparición forzada y las muertes criminales en manos de todo tipo de ejércitos:
legales, ilegales y paralegales. Ciertamente, la narrativa de Montoya articula violencia
y política, ética y estética con la intención de desenmascarar el verdadero rostro de
la infelicidad política y ofrecer una realidad ficcional mucho más cercana a lo suce-
dido. La desaparición forzada que La sombra de Orión configura, dice de una práctica
atroz del gobierno de Uribe Vélez y su programa “Seguridad democrática”. Sobre
este punto volveremos más adelante.
En el turbulento mundo contemporáneo, la identidad es maleable y plural. A dife-
rencia de lo que hasta cierto momento se pensó sobre la identidad como la capacidad de
permanencia de un “algo” inamovible, o de un elemento de continuidad que compone
el verdadero sí mismo y da forma a un sujeto fijo, pensar hoy la identidad es constatar
su descentramiento de lo individual absoluto, es reconocer la dinámica cambiante, la
experiencia vital, personal y colectiva, y los giros temporales que la alteran y rehacen
(Hall, 2014, pp. 373-383). La identidad como algo mutable va en ritmo paralelo con la
pérdida de su unidad. La saturación social, por ejemplo, habilita una multiplicidad de
lenguajes del yo que provocan resonancias de múltiples sentidos sobre nosotros mismos.
La unidad del yo se fragmenta cuando nos vemos empujados a desempeñar múltiples roles,
muchas veces incomparables entre sí. De este modo, la idea de un “yo auténtico”, único
e inamovible, resulta imposible, se esfuma. Así entonces, “el yo plenamente saturado
deja de ser un yo” (Gergen citado en Alarcón, 2014, p. 17), se pierde la unidad. Desde
este ángulo interpretativo, la de Pedro Cadavid sería entonces una identidad saturada,
un yo múltiple que, habitado por la presencia de los desaparecidos, es, además de un
yo personal, un amplio abanico de “yoes” manifiestos del trauma social. Sin dejar de
ser sí mismo, Pedro se abre a toda una extensión de “yoes”, que toman representación
y sentido a través de su palabra. “El yo se multiplica por cada relación que poseemos”
(p. 117); no existe, por tanto, una identidad única y definitiva. El personaje de Montoya
está siempre en incesante búsqueda de sí mismo y de los otros que lo habitan; inclusive,
dicha característica se refleja en el modo como este personaje persiste y se alimenta de
nuevas facetas en el proyecto narrativo del autor.
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Como breve repaso, recordemos que son cerca de 1600 páginas — cinco libros y
varios cuentos — que vienen narrando las peripecias de Pedro. La escritura repasa sus
años de adolescencia en el Liceo Antioqueño, la vida familiar, las complicidades de la
amistad, la profesión musical en Tunja, las primeras impresiones del exilio en París,
la dedicación al oficio de escritor, su faceta de profesor universitario, los escarceos y
plenitudes amorosas, la enfermedad psíquica y corporal, el indignado desarraigo, el
ejercicio intelectual y la respuesta a su condición de colombiano. La trama existencial
de todo este tejido narrativo ofrece una vida ficcional en continuo devenir. El entre-
cruce de las numerosas historias del personaje-escritor semejan un caleidoscopio de
diversos trazos y aristas que adquieren sentido y proyección según el ángulo de luz que
lo atraviese. A esta lúdica identitaria confluyen un sinfín de preocupaciones acerca de
la vida personal más íntima y, sustancialmente, de la relación del escritor con la reali-
dad política que lo avasalla. ¿Qué hacer con la muerte?, o de manera más precisa, ¿qué
hacer con los muertos? (Montoya, 2021, p. 219). Son interpelaciones siempre presentes
en la inquietud literaria de Pedro. “Y se angostaban más cuando estas muertes no eran
naturales” (p. 219). El interés por los muertos y las formas siniestras de la muerte son
incluso un motivo estético recurrente para todos los personajes artistas — escritor, mú-
sico, poeta, pintor, fotógrafo, grabador— de la novelística del escritor colombiano. En
Tríptico de la Infamia al pintor hugonote François Dubois lo asedia la siguiente situación:
Lo que habría que preguntarse ahora es qué hacer con esos fantasmas insepultos. ¿Cómo introducirlos
en la pintura que debo ejecutar? ¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la
dimensión de un mundo despiadado? ¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes
pero que deben complementarse?, pues sé que jamás es lo mismo una masacre que su representación
(Montoya, 2014, pp. 184-185).
La atención de la escritura de Montoya en el tratamiento estético de la muerte ac-
tualiza la inquietud de la novelística colombiana frente al tratamiento literario de la
violencia política. Recuérdese la crítica que García Márquez (1959) hace a la novela
que se limitaba a registrar minuciosamente los vejámenes macabros dejados por el
enfrentamiento entre liberales y conservadores. Decía el nobel que la riqueza de lo
literario no estaba en “los muertos de tripas sacadas sino en los vivos que debieron
sudar hielo en su escondite” (p. 12), para enfatizar en la necesidad de una poética de
la sugerencia del clima emocional derivado del acto horroroso. Los muertos en su
materialidad deben desaparecer del escenario ficcional, según García Márquez. Cier-
tamente, su apreciación resultó significativa para la renovación artística. Sin embargo,
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si se mira desde el ángulo actual de quien reclama justicia, otra arista se desprende de
dicho enfoque. Si bien hay un esmero en la escritura, los muertos son ahora las figuras
más visibles en la trama ficcional. Los muertos con sus cuerpos desaparecidos o profa-
nados ocupan el primer plano en varias propuestas recientes de la narrativa colombiana.
La naturaleza de lo literario ante la violenta realidad colombiana, insistimos, es una
preocupación estética continua en la narrativa de Montoya. En Los derrotados, Pedro
Cadavid reconoce que como “escritor colombiano de verdad”
[…] tarde o temprano te darás cuenta […] de que la realidad que nutre [las] circunstancias, digamos
íntimas, o subjetivas, o extraterritoriales, está urdida por la violencia. Las mejores obras de nuestra
literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en
las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de
alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido (Montoya, 2012, p. 145).
La cita revela la traza hereditaria de las violencias en las letras del país. Es evidente que
el discurrir incesante de lo violento a lo largo de la historia política colombiana ha ido en
relativo paralelismo con la también incesante producción literaria. Y, aunque el escritor
creado por Montoya (2021) en ocasiones piense que “uno de los objetivos de la literatura
[…] sería, justamente, liberarse de […] nociones deterministas y superar la violencia que
parece una rémora aferrada a ese tiburón voraz denominado nación colombiana” (p.
81), prevalece la preocupación inmutable por reinventar el lenguaje, para seguir dando
sentido a esa rémora insaciable. Requiere el escritor componer otra verdad, restituir
la memoria de los olvidados y posibilitar otros imaginarios de la identidad política del
país. La identificación con los sufrientes y los muertos, narrar la angustia y el desam-
paro desde diversas ópticas artísticas es la apuesta estética de Montoya. El escritor le
permite a la muerte habitar a sus personajes; los que ya no están entran en el mundo
íntimo del protagonista para reconocerse metafóricamente en los hechos narrados.
De esta manera, el yo saturado de Pedro Cadavid deviene en presencia luminosa, para
recuperar la identidad de los desaparecidos y devolverles la dignidad.
Soy una fosa. “Estoy lleno de muertos”
Pedro reconoció por fin que él no era el hombre cloaca que suponía, sino el lugar de
todas las exhumaciones. Pablo Montoya (2021).
Si yo no diera fe de ello, no quedaría huella de la presencia de esa desconocida y de
la de mi padre en un coche celular en febrero de 1942, en los Campos Elíseos. Solo
serían personas —muertas o vivas— a las que se clasifica en la categoría de “individuos
no identificados”. (Modiano, 2009).
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Para los epígrafes que abren este apartado, son los “individuos no identificados” y el
olvido turbio lo que asedia la intimidad del escritor. Para Modiano y Montoya el nove-
lista es elegido por los “muertos perdidos” para recuperarles la realidad, la historia y su
comunidad. La inquietud del escritor colombiano por los desaparecidos se expresa con
mayor fuerza en su última novela, La sombra de Orión; no obstante, el tema ya había sido
tratado en el cuento “Exhumación”, del libro Réquiem por un fantasma, publicado en 2006.
“¿Cómo delimitar a un desaparecido? Ni siquiera otorgándole la muerte es posible
hacerlo” (Montoya, 2021, p. 304). Esta inquietud dirige la escritura de Cadavid. La sombra
de Orión adquiere un rasgo metaficcional complejo cuando el lector advierte que el libro
que está leyendo es el mismo libro que Pedro apenas comienza a escribir; hay acá una
mise en abyme aporistique o paradoxal.8 Este juego estético de autoinclusión viene a acoplar
la intención estética tanto de Cadavid como de Montoya en lo referente a la posición
del escritor ante el fenómeno de la desaparición.9 La trama novelesca se sostiene en la
deliberación literaria sobre el papel de la ficción frente a la realidad anómala. “Nada de
sicarios y narcotraficantes. Nada de guerrilleros y paramilitares. Ningún asomo de esos
personajes que eran los heraldos de la más reciente literatura colombiana” (p. 226). Por
esta razón, el escritor inventado de Montoya —y por relación directa Montoya mismo en
el juego paradoxal que la escritura establece— apropia en su proyecto narrativo una serie
de presencias fantasmagóricas, las “almas” de los desaparecidos, en un intento por recu-
perar la vida y la humanidad caso por caso, por retener lo individual de quienes nombra.
El capítulo “La Escombrera” de La Sombra de Orión (Montoya, 2021, pp. 297-383) se
compone de veintiséis semblanzas de desaparecidos narradas en primera persona. La
voz de Pedro media para darles voz y presencia individual a las víctimas. A lo largo de
la lectura se siguen de cerca las reflexiones de Pedro y sus recorridos materiales con-
cretos — visitas, entrevistas, pesquisas— . Esta apuesta de escritura logra un efecto de
“verdad”, en el sentido la exégesis del escritor nos convence sobre su propia exploración
de campo y la lectura que ofrece de documentos y archivos: registros estatales, fotos
particulares, entrevistas con familias, visita a los lugares de la muerte, fichas judiciales,
8 Dällenbach (2007) en sus reflexiones sobre la lógica de la puesta en abismo propone la técnica de la “reduplica-
ción aporística” para señalar la identidad de una obra que se nombra a sí misma en su propio desarrollo narrativo;
es decir, hay una autoinclusión narrativa. La identidad de la obra incrustada y la obra incrustante constituyen la
estructura narrativa.
9 Esta idea se retoma de un estudio anterior (Vanegas, 2022). En esta ocasión establecemos nuevas relaciones de
sentido y se amplía el análisis desde el tema que rige el presente artículo.
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etc. La escritura adopta un tono empático —además de seguir el estilo reflexivo del relato
documental o de la crónica de opinión— cuando refiere las circunstancias individuales
de cada desaparecido y testimonia el vacío emocional y la angustia de los familiares;
particularmente, de madres, amantes, esposas y hermanas —especie de Antígonas con-
temporáneas —. Dice Pedro:
Cuando escucho a las víctimas de desaparición forzada, cuando leo las fichas de estos destinos truncos,
cuando pongo los discos y casetes donde hablan sus familiares, cuando voy a los museos de memoria y
frecuento sus archivos, cuando participo en los plantones y veo sus fotografías, concluyo que en ellos
no hubo maldad. Que no fueron guerrilleros, ni milicianos, ni paramilitares, ni narcotraficantes, ni
miembros de bandas criminales, ni policías ni soldados. Y así hayan sido sus amigos, sus allegados o sus
amantes, fueron gentes humildes que cayeron en el magma de las confrontaciones (p. 306).
El oficio de escritor se nutre así de un compromiso ético, que también es político. La
intención de la ficción es recuperar lo singular de cada persona desaparecida. En la in-
tersección entre el tiempo presente de la enunciación de Pedro y el tiempo pasado de
los desaparecidos, la novela se ofrece como memoria recuperada, individual y colectiva,
de las nefastas consecuencias de la Operación Orión. Descubrir quién era, qué hacía,
qué lugar ocupaba en su familia y círculo social lleva al lector a coincidir con la víctima,
a identificarse empáticamente con la singularidad de ese devenir cotidiano y la red afec-
tiva que lo enlaza a los otros. Los muertos perdidos son rescatados en el testimonio de
la ficción. Nombrar al desaparecido con todo lo que este es contrapone la capacidad de
singularización de la palabra literaria a lo abstracto de los informes oficiales y sus por-
centajes de listas monótonas de muertes indiferenciadas. Parafraseando la metáfora del
vaso con agua que Juan Gabriel Vásquez (2018) propone, en la que el vaso es alegoría de
la historia objetiva en su frialdad y solidificación, mientras que el agua viene a representar
la experiencia humana que el novelista devuelve a esa historia, la cifra escueta y deshuma-
nizada de los expedientes oficiales sobre los desaparecidos se convierte en la escritura de
Montoya en el agua vivificante, en “algo que le pasa a alguien” (Vásquez, 2018, p. 147). Las
cifras de los desaparecidos vuelven a llenarse con “el destino particular, el sufrimiento
particular, la victoria y la derrota particular de una sola persona” (p. 147). La novela se
aparta de la comprensión fría y distante que adquiere el fenómeno de la desaparición
en el registro oficial, para devolverla en relatos provistos de una absoluta humanidad.
Los desaparecidos se posicionan con voz propia en el relato de Pedro. La narración
de la identidad de los otros se posibilita en la afirmación de la identidad narrativa del
yo escritor. Pedro existe dentro y fuera del campo ficcional a condición de ser narración
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y, en este sentido, los desaparecidos no existen más que a condición de ser narración
y preocupación estética de Pedro. La palabra encarna, da voz y cuerpo a cada muerto
rastreado hasta constituir una identidad de escritor alternativa y polivalente. Ofelia María
Cifuentes, el Zarco, Machuca, Juan Raúl, Piquiña y todos los desaparecidos nombrados
en el capítulo “La Escombrera” son en cuanto identidad autonarrada de Pedro Cadavid
en su propia escritura. De esta manera, la escritura auto(r)ficcional practica la verdad
con la potencia de la ficción; la experimentación retórica reconstruye una dimensión
real de cada desaparecido.
El alter ego del escritor recurre a los nombres, a los gestos individuales y marcas
de pertenencia — cicatrices, lunares, tatuajes — como expresión posible para devolver
lo material-corporal y su respectiva dimensión moral a los desaparecidos. Nombrar un
cuerpo perdido, un n.n., restaura inmediatamente su estatus humano. Desde el principio
uno de los intentos eje de la narrativa de Montoya ha sido la redención de las víctimas.
Si bien La sombra de Orión se centra en los desaparecidos, novelas como Los derrotados,
Tríptico de la infamia, La escuela de música, Lejos de Roma, además de varios de sus poemas
en prosa y cuentos, iluminan en sus tramas a quienes padecen todo tipo de vejámenes o
caen bajo el peso del terror. La escritura centrada en la víctima necesariamente apuesta
por la reposición de lo humano. Allí “donde el poder buscó despersonalizar, deshuma-
nizar, volver irreconocibles los cuerpos, la resistencia [literaria] tiene que pasar por la
restitución de la persona, la identidad, el nombre, la biografía” (Giorgi, 2014, p. 211). El
vacío doloroso y el rechazo a la pérdida se convierten, a la sazón, en el axioma al que
se ancla la escritura de Pedro cuando decide articular las diversas historias de muerte y
desaparición. La novela construye un catálogo ominoso de gente desaparecida.
Hacer visible lo impalpable y lo orgánico del cuerpo de quien se desconoce su paradero
debe pasar por el nombre. Aquí, paradójicamente, lo inmaterial de la identidad nominal
recupera lo material del ser que define. Recuérdese, como se anotaba líneas antes, que
“todo pasa por el nombre propio” (Colonna, 1989, p. 87); al enigma identitario lo recubre el
nombre personal. De hecho, este “contiene todo el laberinto de la novela familiar” (Macé
citado en Colonna, 1989, p. 47). El nombre afirma así su grado superior ontológico; se es
en cuanto se posee un nombre. En La sombra de Orión un desaparecido le dice a Pedro: “sé
que me llamo Tulio Andrés Acevedo” (Montoya, 2021, p. 319), y le hace ver, asimismo, que
no es fácil hablar de su condición actual ni decir quién es ni reconocer dónde está. Pero
como aún recuerda su nombre, puede ubicarse en un tiempo pasado, en un lugar y círculo
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familiar. De hecho, desde la imposibilidad misma de la enunciación —Tulio habla desde las
entrañas de la tierra, está bajo las piedras y los desechos (pp. 319-320)—, y reconociendo
su condición de n.n. para quienes arriba siguen vivos, el vigor de su presencia lo adhiere
a su grafía nominal. En la interpelación de Tulio a Pedro sale a flote una vida; Pedro le
da la palabra a este desaparecido, escucha su relato y deja que la narración se construya
a partir de la reflexión íntima que el muerto le confiesa.
La instancia narrativa propuesta en estos pasajes, donde los desaparecidos hablan,
toma resonancia simbólica cuando la pensamos desde la categoría del “narrador impo-
sible” que propone Agamben (2000, p. 29). La voz que escuchamos en el relato corres-
ponde a un testigo imposible y no al testigo real, pues quien ha vivido la experiencia
extrema del terror está muerto; por esta razón, quien ahora habla, el testigo imposible,
el personaje muerto a quien Pedro da la palabra, recuerda un hecho improbable de
decir: su propia muerte y desaparición, su relato es lenguaje y figuración de quien ya
no está.10 Desde este ángulo, la escritura de Montoya acoplaría estratégicamente tres
elementos claves: la imposibilidad de la narración por el propio desaparecido, lo inhu-
mano experimentado por este y la identidad polivalente del personaje-escritor. El relato
contado directamente por el desaparecido a través de la narración de Pedro logra tanto
la expresión de lo imposible como también una conjugación verosímil de los elementos
ficcionales. Seguimos la voz de los desaparecidos como situación verídica, la prosa los
constituye con la potencia de lo acaecido.
Junto al lenguaje literario, La sombra de Orión reactualiza la estética visual y sonora
—utilizadas en otras novelas de Montoya— para seguir las huellas de los desaparecidos
y dar un orden a la calamidad. Mateo Piedrahita, personaje músico, si bien considera
que la recuperación del rastro sonoro de los desaparecidos es un intento por humani-
zarlos, acepta que su archivo audible, otro catálogo de la muerte, existe únicamente
para una especie de consolación propia. La sonoteca de sonidos espectrales toma un
sentido irracional: es una labor inútil, dice su propio creador, incluso incompresible
en su lenguaje mismo para los otros. Sucede lo mismo con el proyecto de Ovario de
Jesús Serna y la cartografía descomunal de los asesinatos de la Comuna 13. Más que una
representación o abstracción gráfica de la realidad, el mapa es una extensión equivalente
10 Incluso, puntualizando un poco más sobre esta idea del “narrador imposible”, se podría inferir que lo inhumano
mismo de los desaparecidos y la imposibilidad de su testimonio se afectan mutuamente. Entonces, frente a esta
situación de lo irrepresentable del horror, las estrategias de escritura de Montoya logran su representación.
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del terror, una red abigarrada de lugares, sitios y calles inabarcables e incomprensibles
en lo anárquico mismo de su expresión y tamaño; es como si el cartógrafo, a partir de
su intuición, creara una realidad paralela del horror no solo en su dimensión material,
sino también en la imposibilidad de abarcar de arriba abajo su saturado sentido. Mas,
ante tal tipo de proyectos, los artistas continúan porque reconocen en su labor el duelo
propio y una forma, aunque distópica, de reconciliación plural con los muertos.
Pedro también se está preguntado constantemente por la trascendencia de su em-
presa. Son varios los momentos en que su reflexión moral cuestiona la literatura como
espacio de recuperación y memoria. Esta preocupación es inmutable en todo el trayecto
narrativo de Pedro Cadavid. Desconfía, aunque la esté trazando, de la palabra poética
como remedio para la pérdida de la realidad. En cierto momento, una de las desapare-
cidas que habitan en su narración, con ironía y desesperanza, le cuestiona al escritor
su creencia sobre el poder reparador de la escritura: “¿Crees que tu escritura lo hará?
¡Qué iluso eres, Pedro!” (Montoya, 2021, p. 383). Esta sentencia cierra el capítulo “La
Escombrera”. Sin embargo, el personaje escritor no desfallece y, pese a sentirse enfermo
a causa de las energías mortificadas que lo hunden en el insomnio, la escritura avanza.
Podría entenderse en este acto contradictorio que si la escritura es la causa de la enfer-
medad —una fosa habitada por las presencias ominosas que no dejan a Pedro conciliarse
consigo mismo—, también es un espacio lenitivo y de liberación. Si en un momento la
conciencia perturbada le hace sentir “como un hombre cloaca […] un vertedero en el que
desemboca toda la bazofia de una ciudad” (pp. 403-404), llega el tiempo en que Pedro se
exhuma a sí mismo con los desaparecidos que han retornado en su narración. La palabra
transforma la realidad del personaje escritor, de ser terreno de oprobio y olvido resurge
con la escritura como “lugar de todas las exhumaciones” (p. 432). El yo escritor es punto
de referencia y esperanza para el recobro de lo humano y la consecuente identidad de
los desaparecidos.
Para las conclusiones de este artículo quisiéramos citar de nuevo a Patrick Modiano
porque, sabemos, es referencia importante para Montoya cuando decide escribir sobre
La Escombrera11. El personaje escritor inventando por el nobel francés, después de
11 En entrevista con el escritor, aún inédita, nos cuenta que es la lectura de Dora Bruder la que lo lleva a inquietarse
por los desaparecidos de La Escombrera. En noviembre de 2015 mientras aprovechaba una residencia de escri-
tores en Saint-Nazaire, para escribir La escuela de música, Montoya tuvo “una revelación” casi espiritual cuando
leyó a Modiano, asegura que sintió ––de manera fantasmal–– a esos desaparecidos, que lo cuestionaron y lo
llevaron a sentir la necesidad de escribir sobre ellos.
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darse cuenta de que el lugar que visitaba —Internado del Sagrado Corazón de María—
en búsqueda de las huellas de la desaparecida sobre quien escribía, Dora Bruder, era
el mismo que en su momento Victor Hugo representó como lugar de escape y refugio
para Jean Valjean y su hija Cosette, dice:
Como muchos antes que yo, creo en las coincidencias y a veces también en el don de clarividencia
de los novelistas (la palabra “don” no es exacta porque sugiere una especie de superioridad); no, eso
forma parte del oficio: el esfuerzo de imaginación imprescindible en la profesión, la necesidad de fijar
la atención en los pequeños detalles —y eso de manera obsesiva— para no perder el hilo y dejarse
llevar por la pereza, toda esa tensión, esa gimnasia cerebral pueden sin duda provocar a la larga fuga-
ces intuiciones “concernientes a sucesos pasados y futuros”, como dice el diccionario Larousse en la
entrada “Clarividencia” (Modiano, 2009, p. 51).
De acuerdo con lo expuesto en la cita, las coincidencias en temas, lugares y tiempos
son parte de los trayectos andados por los novelistas. Excesivos son los muertos y los
horrores que pueblan las sociedades en toda época y lugar, entonces coincidir en una
zona concreta como umbral de acceso al pasado y viceversa es siempre posible en el
plano literario. No obstante, es el escritor avisado el que da cuenta de ello, la capa-
cidad de seguir cada pequeño aspecto referente a la realidad que le preocupa motiva
la invención de una realidad capaz de animar la existencia de aquellos silenciados por
la Historia y la memoria selectiva. El “don de clarividencia” del novelista reclama la
voluntad de creación de un lenguaje nuevo, que en los giros de la palabra penetre la
situación vital y psicológica del otro. Las fugaces intuiciones del escritor con respecto
a sucesos pasados y futuros abandonan las abstracciones de la historia para dar paso a
la experiencia concreta, a la dicha o el sufrimiento de un ser humano.
La creación de un personaje como Pedro Cadavid, quien por su identidad múltiple
e inacabada logra participar del sentimiento de extrañeza, dolor y marginación de los
otros, se instala en el amplio trayecto narrativo de Montoya como alegoría del “escritor
que se desea ser” y da forma a la “clarividencia” de un novelista. Cierto es que la red
ontológica de “yoes” que se articulan a Pedro identifican al escritor como parte de
algo que lo trasciende, de una tradición plural del desamparo que poco o nada dice a
los registros históricos. La presencia in corpore e in verbis de Montoya en el relato, el
uso de elementos retóricos de la auto(r)ficción, reponen en clave ficcional la realidad
intangible, descifran el silencio y el vacío dejados por la infamia política.
Recorrer de la mano de Pedro Cadavid las novelas de Montoya lleva a la pregunta
sobre la incertidumbre del escritor real frente a la propia capacidad estética para pene-
trar la realidad que convoca en su escritura. Es como si Montoya, en las ideas iniciales
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de su proyecto narrativo, oscilara entre la exigencia de simbolizar el horror que lo in-
quieta y cierta imposibilidad de hacerlo como desearía. Puede ser por esto, tal vez, que
necesita de una identidad de escritor incrementada, de Pedro Cadavid, de una figura
literaria poderosa y excedida de los márgenes de la ficción y la realidad; un personaje
simbiótico que logra incorporar la búsqueda incesante de un yo escritor, que se indaga
a sí mismo como sujeto y objeto de lo narrado, además de proyectarse como metáfora
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