La Configuración del pícaro en la novela Tragicomedia de burócratas de César Rivas Lara

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DOI:

https://doi.org/10.17533/udea.lyln.87a06

Palabras clave:

César Rivas Lara; Tragicomedia de burócratas; picaresca; estudios culturales; literatura afrocolombiana.

Resumen

En este artículo, enmarcado dentro del universo de los estudios culturales, se constatará cómo Rivas Lara se apropia de los elementos clásicos de la picaresca hispanoamericana y luego los subvierte al configurar, en su novela Tragicomedia de burócratas, un modelo de pícaro a través del cual acrisolan los vicios de una clase política déspota e indiferente ante las necesidades de una comunidad afrocolombiana. Primero se presentará un amplio panorama de la obra, resumiendo su argumento, caracterizando su lenguaje, estableciendo puntos de encuentro con producciones de la literatura colombiana e hispanoamericana. Después, se revisarán las características de la picaresca en Hispanoamérica a partir del riguroso estudio de la investigadora madrileña María Casas de Faunce, confluyendo y contrastando con los aportes de Gustavo Correa, Alonso Zamora, Mireya Suárez, entre otros investigadores. El propósito es encontrar el sentido de los elementos estéticos de los que se apropia Rivas Lara y que luego reviste de identidad afrocolombiana en su novela. En el tercer momento, se explicará de qué modo se realiza esta subversión: la configuración del pícaro, su relación con el ambiente donde se desarrollan los hechos, el entramado social que se construye y critica, el manejo del humor, la ironía y la sátira como vehículos para, no solo satirizar, sino también, mostrar aspectos de la cultura y el lenguaje popular del Chocó, al tiempo que se coligen las reflexiones moralizantes que pretende la novela.

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Referencias bibliográficas

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Publicado

2024-12-14

Cómo citar

Mena Barco, J. J. (2024). La Configuración del pícaro en la novela Tragicomedia de burócratas de César Rivas Lara. Lingüística Y Literatura, 46(87), 140–173. https://doi.org/10.17533/udea.lyln.87a06

1. Cuestiones preliminares: César Rivas Lara y su poética decolonial

Las dinámicas y los debates que se tensan en las interacciones entre los grupos humanos, y como producto de las relaciones de poder, interrogan constantemente los dispositivos que tienen los individuos para descifrar el mundo y construir su identidad. Hall (2003) encuentra que «las identidades tienen que ver con las cuestiones referidas al uso de los recursos de la historia, la lengua y la cultura en el proceso de devenir y no de ser» (p. 17). La obra literaria del escritor Rivas Lara se nutre del acervo lingüístico y cultural de la afrochocoanidad, aprovecha el material popular y lo resemantiza para dar cuenta de una cosmovisión conectada con los saberes heredados de África, pero anclada en las realidades y los conflictos históricos y actuales de las comunidades afrocolombianas. Hall (2003) revisa los sesgos que han rodeado el concepto de identidad y niega que se trate solamente de saber «quiénes somos o de dónde venimos, sino en qué podríamos convertirnos, cómo nos han representado y cómo atañe ello al modo como podríamos representarnos» (p. 17). Es en este contexto que la pluma de Rivas Lara, como la de otros escritores afrocolombianos, encuentra sustento para crear historias que den cuenta de los valores culturales, pero también, de las reclamaciones y las reivindicaciones de la gente negra, quienes, en esa lucha de poderes, tanto en el escenario colonial como en el poscolonial, han sido deslegitimados.

César Rivas Lara es uno de esos personajes que impactan desde el primer encuentro. Su cuerpo macilento y erguido contrasta con la voz suave, monocorde, imperturbable. Su discurso es enérgico y profundo; de tajo va soltando una seguidilla de datos sobre la cultura y la historia del Chocó que confirman el trasegar de muchos años investigando y escribiendo acerca de esta región. Nació en Riosucio, uno de los municipios más grandes de Chocó,1 departamento de Colombia, el 30 de noviembre de 1946. Su producción literaria supera los treinta libros, entre ensayos, oralitura, cuentos y novelas, los cuales todavía no han sido ampliamente valorados en el contexto nacional. En su región natal, se le distingue como uno de los más connotados escritores del departamento que aún vive. Sin embargo, es curioso observar que en el 2010, el Ministerio de Cultura de Colombia publicó la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, recogiendo las principales obras, escritas y orales, de destacados autores afrocolombianos, en un esfuerzo por preservar ese legado artístico y cultural; ninguna de las obras de Rivas Lara fue incluida en esta selección, aunque sí la de los también chocoanos Rogerio Velásquez, Gregorio Sánchez, Hugo Salazar Valdés, Carlos Arturo Truque, Arnoldo Palacios y Óscar Collazos. Es oportuno, entonces, ocuparse de Rivas Lara ya que en su creación artística también se recoge una vivencia de la afrocolombianidad.

Tragicomedia de burócratas es una de sus obras con mayor divulgación en el entorno departamental y nacional. La novela cuenta con tres ediciones, las cuales han sido publicaciones muy sencillas, austeras, a cargo de editoriales poco reconocidas. De ahí que, como señala Laurence Prescott (1996), es evidente que «para el autor de clase media o popular que quiere ver una buena y amplia edición de su libro ―sin que eso signifique lujoso―, tales gastos representarían una inversión bastante significativa» (p. 115). Las razones expuestas por Prescott permiten comprender las limitaciones que acentúan aún más la poca difusión que tienen las obras literarias de los escritores chocoanos, y la gran mayoría de los afrocolombianos. Pero ello no es óbice para excusar algunos errores tipográficos que presentan ciertas publicaciones. Debe reconocerse, entonces, que las dos primeras ediciones de Tragicomedia de burócratas están plagadas de erratas que advierten un reprochable y lamentable descuido editorial que, sin demeritar el sentido crítico y social que pretende la obra literaria, sí le resta al valor estético en su materialidad y cuestiona la acuciosidad de la editorial.

No obstante, la tercera edición a cargo de Editorial Lealón, sin ser excelente, demuestra mucho más cuidado y rigor en la puntuación y la presentación en general.2 El tamaño del libro es dos veces más grande que las ediciones anteriores, la portada es a color, aunque conserva la muy acertada imagen de las ediciones precedentes. El fondo del relato se mantiene, pero se mejora significativamente la sintaxis de la narración, logrando una agradable fluidez; se adicionan algunas expresiones arraigadas en el dialecto del Pacífico y el Caribe colombianos, haciendo el discurso más ameno y enfatizando su realismo. El prólogo nuevamente está a cargo de Rivas Lara, quien ―aunque con palabras diferentes― releva lo que señaló en la segunda edición:

Esperamos que de nuevo ocupe su mente por un momento y lo ponga a pensar en cosas y casos que nos afectan terriblemente, los cuales necesitan un muro de contención, a toda prueba, si es que no queremos dejarnos hundir irremediablemente en el abismo. ¡Todavía es tiempo! (2008, p. 9).

De esta manera, el autor insiste en «poner el dedo directamente en la herida que punza y sangra, denunciando prácticas ignominiosas que constituyen una afrenta para la sana vida en sociedad» (p. 7), pero se muestra optimista y urge la reacción proactiva de los lectores para que se rebelen ante las prácticas políticas malsanas que denuncia en la novela.

Luego de leer la producción literaria de Rivas Lara y revisar un corpus de la literatura chocoana, se colige que entre los escritores de esta región se ha desarrollado una profunda sensibilidad social frente a tres temas casi inseparables en la historia del departamento: raza, política e identidad. Los conflictos históricos movidos por «esa lucha de razas» (Velásquez, 1992, p. 25) desembocaron en el surgimiento de políticas que, a la sazón de intereses hegemónicos, han amenazado el derecho de los menos favorecidos, los relegados como subalternos, a gozar de una vida digna, tener autonomía sobre su territorio y defender la suma de los valores que constituyen su identidad. Escritores como Arnoldo Palacios con Las estrellas son negras, Rogerio Velásquez en Las memorias del odio, Carlos Arturo Truque a través de su Granizada y otros cuentos, realizan una crítica incisiva al problema histórico de la desigualdad social y la enviciada administración política del Chocó. En las obras de Rivas Lara, principalmente en Tragicomedia de burócratas, la cuestión política adquiere particular relevancia, porque el escritor se vale del artificio del humor para satirizar los desenfrenos y veleidades de los dirigentes, pero también arremete contra la masa de afrocolombianos conformistas, indiferentes, faltos de valor para encarar la élite que los subyuga, los silencia y los distrae con favores y fiestas que para nada solucionan sus verdaderos conflictos.

Rivas Lara realiza en su poética un proceso de adopción de algunos elementos estéticos de la cultura hegemónica europea, para luego subvertir sus recursos en historias que sirven como expresión de la identidad africana. Su obra se enmarca en ese tipo de literatura que se nutre de los saberes y las tradiciones populares, colectivos, para luego transformarlos en construcciones literarias (Brathwaite, 1977, p. 156). Se está frente a una apuesta literaria poco visible en apariencia y producto de un ejercicio complejo de escritura. Cuando el chocoano rotula su novela como una tragicomedia, bien puede entenderse como una subversión del género, ya que la obra es, a la verdad, una novela en términos formales, aunque condense en su fondo los elementos esenciales de una tragicomedia en tanto que narra ―ya que no representa como en el teatro― conflictos de seres humanos que se enfrentan a sus pasiones, como quienes están sujetos a ellas, pero el relato está suavizado con detalles alegres y divertidos de la vida humana.

El escritor está movido por una intención crítica que pretende llamar la atención al «personificar algunos vicios que aquejan a cualquier sociedad desestabilizada, y de retratar el carácter de una época de descaecimiento que a toda carrera clama el cambio institucional» (Rivas Lara, 2008, p. 10); por ello acude constantemente a la sátira, la burla y la ironía como constitutivos de un humorismo político. Justamente estos elementos emparentan la novela de Rivas Lara con la picaresca hispanoamericana y, al mismo tiempo, permiten descubrir cómo el escritor chocoano configura el artificio para adoptar las técnicas y recursos de la novela picaresca, poniendo en crisis desde la ficción afrocolombiana, un caótico panorama político. De este modo, se burla y critica los males de esta sociedad enferma, al tiempo que motiva la reflexión y solaza estos conflictos con el humor. Si se quiere describir esta labor incitadora es necesario desentrañar la historia que desarrolla Rivas Lara en su novela para luego configurar sus rasgos picarescos.

2. Sobre corruptos insaciables y vasallos somnolientos: un acercamiento a la trama de Tragicomedia de burócratas

Tragicomedia de burócratas es una novela de corte realista. El texto es breve en su extensión ―ciento treinta y siete páginas―, sobrio en su relato, en tanto que el autor no acude a rebuscamientos que hagan prolija la narración. Los hechos son contados sin ambages ni eufemismos, la mordacidad es matizada por el elemento cómico que divierte y hace entretenido el discurso. El escritor, con el lenguaje característico en su prosa, acude constantemente a la ironía y al sarcasmo, de esta manera enfatiza la crítica social que pretende. Reconoce en el prólogo a la tercera edición: «No importa que la literatura haga oposición a ciertas normas de conducta que lesionan tabúes o tocan a determinados grupos sociales que de facto la excomulgan» (Rivas Lara, (2008), p. 8).

Aunque el estilo de Rivas Lara está marcado por la sobriedad y la palabra escueta, hay muchos pasajes en esta novela y otros textos suyos, que lindan en la aridez y desbordan en la parquedad, pues el lector también desea sumergirse en un terreno lleno de abstracciones y que, en el suspenso de la palabra, se explote al mejor y máximo grado, su actividad creadora y no se ahorre experiencia estética. Algunos diálogos ―un tanto a la manera de Hemingway― se tornan predecibles y planos. Plausible, sin embargo, que el carácter humorístico de la novela no se mengua ni diluye en la sequedad que por momentos amenaza el relato. El autor aprovecha muy bien el repertorio que conoce del acervo lingüístico popular, y lo pone en boca de los personajes y en la voz de un narrador omnisciente, que se entromete en el relato como quien está hastiado de lo que ve, y entonces juzga y critica el proceder de los personajes.

La novela refleja en el detalle descriptivo, en los rasgos ambivalentes y despóticos de los personajes, en la temática y la comicidad de los acontecimientos, la marcada influencia de la obra literaria de Álvaro Salom Becerra, como en Al pueblo nunca le toca, en la que el bogotano critica y ridiculiza el panorama político colombiano que, anclado en un bipartidismo ―liberales y conservadores― extendido hasta más de la mitad del siglo xx, repartía el poder en una pequeña élite oligárquica, mientras el pueblo ―representado principalmente por los dos amigos Baltasar y Casiano― sigue sumido en la insatisfacción y decepcionado de la clase dirigente, pero pasivo, desgastado en discusiones pueriles y enfrentamientos innecesarios (Salom Becerra, 1998, pp. 198-199). Rivas Lara, en Tragicomedia de burócratas, reprocha desde el humor el ambiente político del Chocó en los años setenta y ochenta, que poco ha cambiado en sus puntos cardinales. De ahí que, la acidez, el tono burlesco, la caricatura que se logra hacer de los protagonistas, la mezcla de política y folclor, política y erotismo, así como el tono moralizante y reflexivo que caracterizan ambas novelas, permiten establecer un gran parentesco entre la novela de Salom Becerra y la de Rivas Lara. El primero configura una historia desde lo popular cachaco, con cuadros de costumbres capitalinas; en tanto que el segundo construye un relato a partir de lo popular afrocolombiano, con marcados rasgos picarescos. El elemento histórico, político y social es el telón de fondo que soporta la crítica en las dos obras.

Tragicomedia de burócratas comienza describiendo la vida ociosa de Juan Elcías Moscote o Juan Número, como lo llamaban; un jovencito desaliñado, desatento y altanero, apático al estudio. Luego de haber repetido cinco veces primero de bachillerato, un día decide abandonar el colegio, no sin antes pronunciar un discurso frente al profesor y sus compañeros, augurándose éxitos inminentes, contrarios a la vida aburrida y desgastante que, según él, le esperaba a los que optaron por la academia:

Les advierto que un día inesperado nos encontraremos en la vida práctica y no extrañen si Juan Elcías Moscote se les monta a la cabeza y, a lo mejor, tenga que darles carta de recomendación y trabajo a muchos de ustedes (Rivas Lara, 2008, p. 16).

Tal vez era el presagio de la que sería una vida regida por el desenfreno y la trampa. Termina su intervención con un arrebatado sarcasmo: «¡No se hagan muchas ilusiones, de estudio no solamente se vive! Hoy es más fácil estudiar y graduarse de doctor que conseguir trabajo» (p. 16). Pasaron muchos años de su existencia rutinaria, mientras la mayoría de sus condiscípulos coronaban sus metas profesionales, pero este se había dedicado a aprender todas las truhanerías políticas de su padre, Salustiano Moscote, prototipo del hombre trapacero, acostumbrado a participar en campañas políticas logrando usufructo personal.

Al hacerse mayor, pero solo en estatura, Juan Número había incubado una gran habilidad para enredar con la palabra y hacer trampas con los números ―de allí su apelativo―; su padre lo presenta ante sus amigos politiqueros pretendiendo para su hijo algún puesto, alguna «chanfaina», siendo consciente de que el muchacho «nunca ha trabajado, porque nada sabe, en concreto, aunque debe tener la cultura de una rémora de primero de bachillerato» (Rivas Lara, 2008, p. 17). Los políticos, a quienes el viejo Moscote había acompañado en sucias campañas, pronto advirtieron la ineptitud del joven para las cosas buenas, pero su habilidad descarada para alterar documentos, falsificar firmas, exagerar costos, pues «donde se leía 10 escribía 1.000 y donde existía un 2.000 lo cambiaba por 200.000 sin que nadie lo notara» (p. 30). Era experto en seducir incautos y recurrían a él para realizar toda clase de embaucamientos, «se le premió con el fácil recorrer de todas las dependencias que tenían que ver con gastos públicos» (p. 30).

Rápidamente, se hace rico cobrando favores y estafando tontos. Reconocida su habilidad malsana, elogiado su poder en el Caribe, entronizado como doctor mediante halagos y documentos falsos, no era raro que «cuando salía a la calle, una procesión iba detrás de él. Mientras uno le cargaba el maletín, otro le sostenía el sombrero y un tercero le llevaba el paraguas. ¡Qué espectáculo!» (Rivas Lara, 2008, p. 34). Así se erigió el sujeto perfecto para cabalgar en la política, no como candidato, sino, como mentor y padrino político de unos cuantos mandaderos suyos, y bajo el aval del Partido Radical. A partir de este punto, el narrador omnisciente nos introduce en el centro del conflicto que atraviesa la novela: los excesos de unos burócratas sedientos de poder y dinero, favorecidos por un pueblo conformista, mendigo, adormecido.

En cuanto a los personajes, comienzan a delinearse tres planos en la novela: el nivel de la élite que ostenta el poder con arbitrariedad, el plano de la gran masa de ciudadanos que no protesta y que se subordina obnubilada por unos cuantos favores y festines, y el pequeño grupo de disidentes e inconformes que reclama vindicaciones, pese a ser amedrentados por la clase hegemónica. Juan Número consiguió, recurriendo a la compra y el trasteo de votos, así como al chantaje a funcionarios, que sus lacayos: Pedro Contreras, abogado, exmilitar; y Diego Mendiola, que solo lucía el rótulo de avivato y estafador, alcanzaran ambos una curul en la Cámara de Representantes. Con la dirección de su mentor, los incipientes políticos cometieron toda clase de delitos: tortura y muerte a los miembros del Partido Laborista quienes les hacían oposición, expropiación de territorios, abuso sexual a mujeres y posterior chantaje, nombramientos ilegales a favor de sus amigos, aprobación de leyes arbitrarias e impopulares, cohecho, peculado, narcotráfico y toda clase de desmanes. Al pueblo lo acallaban con jolgorio y prebendas. Solamente el laborista Rubén Zabaraín, «joven, acucioso e inteligente; era jurisconsulto eficientísimo y orador de reconocida elocuencia» (Rivas Lara, 2008, p. 63), logró cuestionar sus hechos y ponerlos en evidencia, consiguiendo la ira de los radicales, ello le valió su posterior asesinato.

Intentando acrecentar su poder, Juan Elcías Moscote, pactó una sociedad con el también poderoso y truculento Pomponio Miranda. Juntos asesinaron laboristas y se adueñaron de extensos territorios del Caribe, convirtiéndose la sociedad Moscote-Miranda en un emporio comercial y político. La administración pública seguía subordinada a los caprichos del señor Moscote, ya que todos habían sido nombrados mediante su concurso. En el Caribe, no se posesionaba nadie sin su aprobación o la de sus colaboradores. Para acceder a un cargo público, por menor que fuera, si el aspirante «era varón, tenía que jurar servilismo eterno y demostrarlo. Si era hembra, se veía precisada a acudir a una cita; enseguida a paseos en las afueras; luego, a citas nocturnas en cabarés o griles clandestinos; beber y dejarse cortejar y acariciar y, finalmente, a la cama» (Rivas Lara, 2008, p. 59). El narrador cuenta que la muerte sorprendió a Juan Número, viejo y cansado. Desgraciadamente, para el Caribe y la nación, su heredero, Matías Moscote, como la prolongación de una plaga, se entrenaba en Europa visitando casinos, probando toda clase de vicios y trampas, derrochando el dinero de su padre, mientras el viejo lo creía paseándose por las mejores escuelas de derecho europeas.

Días antes de que el padre muriera, Matías regresó al Caribe para quedarse. Pasados los meses, y asesorado por los antiguos amigos del patriarca, abre una oficina de abogados usando exagerada y engañosa publicidad en el periódico de su propiedad: «El doctor Matías Moscote, requerido por la asociación nacional de penalistas, que tanto necesitaba beber de su actualizada ciencia, se trasladará a la capital, donde instalará una imponente y respetabilísima oficina» (Rivas Lara, 2008, p. 91). Consiguió excompañeros suyos del colegio que sí eran abogados y presentó sus logros jurídicos como propios. Pronto se hizo famoso, continuó con los delitos y crímenes de su padre. Con la aparición de este personaje en el relato, Rivas Lara introduce un nuevo conflicto de carácter vigente en la administración pública colombiana, los delfines políticos,3 de esta manera, amplía el panorama de la crítica social que pretende.

Convencido por sus asesores, se hizo congresista utilizando las mismas argucias de su progenitor. Su inteligencia, reducida por el alcohol y el exceso, le estaba restando discernimiento y astucia. Para bien del pueblo, «la inmoralidad administrativa de otros tiempos había frenado unos tantos pasos. La corrupción política empezaba a encontrar su contraparte en la restauración moral. La intromisión del déspota en todos los actos de la vida pueblerina había menguado» (Rivas Lara, 2008, p. 101). La masa comenzaba a despertarse. Aparece en la historia Abel Centeno, un político enérgico, disciplinado, de mente clara y convicción férrea, «nueva figura de estrato netamente popular» (p. 101), se vuelve su contrincante político. Matías quiso ofrecerle favores, pero este le dejó claro que podía «comprar con su dinero títulos, posiciones; en fin, todo lo que quiera y se le antoje, más no la conciencia de Abel Centeno» (p. 116). El politiquero entendió que estaba al descubierto frente a un hombre ecuánime y de principios elevados. Avanzado el relato, el narrador cuenta que Centeno fue elegido congresista y su llegada al Parlamento coincidió con el ascenso de «verdaderos embajadores de la democracia, con claro sentido de patria y afán de cambio» (p. 123). De este modo, se fue forjando una fuerza de buenos dirigentes.

La esperada ceremonia de bienvenida al presidente del Senado de los Estados Unidos fue el escenario propicio para que los concurrentes y el país se escandalizaran por el errático discurso de Matías Moscote. Cuando se le llamó al Congreso para que explicara lo sucedido, Abel Centeno pidió la palabra para revelar el verdadero carácter de Moscote, adujo: «Fue él quien vandálicamente acabó con los derechos ciudadanos del Caribe. Cuando existió una legislación, expresada en códigos y leyes, él la alteró, la suspendió y, al final, la reemplazó por su voluntad caprichosa y tiránica» (Rivas Lara, 2008, p. 135). Con ímpetu lo desenmascaró en el Congreso Nacional, dejando al descubierto su pequeñez humana, su engañoso currículo, sus fechorías, crímenes y faltas a la ley. La novela termina con el espectáculo grotesco de un politiquero vencido, reducto humano y arquetipo del atraso y el delito.

La primera edición de Tragicomedia de burócratas fue en 1983; la segunda, en 1988; y la tercera, en el 2008. Las ediciones de 1983 y 1988 fueron de bolsillo, impresas en Gráficas del Litoral, Barranquilla. El diseño de la portada estuvo a cargo de Fernando Gómez Pérez: aparecen cinco hombres que, al relacionarlos con el contenido de la obra, se infiere que son políticos en tiempo de campaña electoral. Principalmente, tres de ellos están enredados en una telaraña que han forjado con astucia delictiva, cada fibra representa su truculencia: el poder viciado por el delito y la complacencia; el erario disuelto ignominiosamente y despilfarrado satisfaciendo el boato de unos burócratas; la inmoralidad, consecuencia de una jerarquía de valores plantada sobre la base de la satisfacción del placer en todas sus manifestaciones, sin medir el menoscabo de los buenos principios y costumbres.

La portada, que se repite en las tres ediciones, presenta un contraste, de un lado están dos individuos que ―a juzgar por sus rostros― denotan mayor seriedad y sensatez. Uno tiene la mano alzada, como quien enarbola ideas brillantes e impetuosas, el otro parece compartir el discurso. Bien pueden entenderse como los dirigentes cívicos a la manera de Abel Centeno, quien entendió la misión social a la que era llamado; o bien, podría colegirse que son algunos de los títeres que utilizaban los politiqueros como Juan Número, para que pronunciaran los animados discursos que su limitada inteligencia jamás les permitía. Alrededor de estos aparecen los enredados en la telaraña, sus rostros exhiben sonrisas complacientes, calculadoras, indigestadas de cinismo. Sus rasgos físicos se acercan más a la fisionomía del negro, podría deducirse que son avezados demagogos que saben tejer con audacia los hilos de la política y por eso se muestran seguros de lo que conseguirán. Aunque también, pueden representar al pueblo, a la muchedumbre absorta en el festín que se conforma con migajas que caen de la mesa en tiempo de campaña electoral.

3. Aproximación teórica a la picaresca hispanoamericana

En su libro La novela picaresca latinoamericana, Casas de Faunce (1977)4 indaga por los aportes de la literatura picaresca de Occidente a la novela de este género en Latinoamérica. Define al género picaresco como «aquella representación de una filosofía vital que se manifiesta en términos de una aparente aceptación del orden establecido, en beneficio propio, y que se burla o critica, a la vez, el convencionalismo social que permite hacerlo» (p. 10). Tragicomedia de burócratas presenta de facto un problema social con raíces profundas y extensas: la burocracia. Cuando en las primeras páginas de la novela el pueblo se lamenta porque en la sala de espera y los corredores del lugar dispuesto por el político para la atención al público, estaban muchísimas personas fatigadas y angustiadas por la negligencia y dilación para atenderlas, se sugiere el panorama de indiferencia política que critica el escritor.

Ahora bien, Casas de Faunce (1977) advierte dos realidades picarescas: una de carácter literario y otra de naturaleza social. Considera que la picaresca social está conformada por una serie de individuos vivos pertenecientes a una determinada categoría, la baja, en una u otra de sus modalidades: la económica, la moral o ambas, y allí sugiere como ejemplos a Sociedad y delincuencia en el Siglo de Oro, editada por Pedro Herrera Puga; en tanto que a la picaresca literaria la concibe, básicamente, como una categoría de naturaleza estética, que puede manifestarse en la poética, la narrativa o la dramática, una especie de literatura comprometida socialmente y cita como modelo a Lazarillo de Tormes (pp. 10-12).

La picaresca surgió en España en el siglo xvi5 con su obra cumbre de carácter anónimo, Lazarillo de Tormes, la cual describe las conocidas peripecias de un muchacho a las órdenes de siete amos sucesivos, todos ellos escondiendo sus caracteres defectuosos bajo la máscara de la hipocresía. Poco después, aparece Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, que estableció el realismo como tendencia dominante en la novela española. En el florecimiento del género aparecen La pícara Justina de Francisco López de Úbeda, primera novela picaresca con protagonista femenino, con mayor interés en lo folclórico y lexicográfico que en lo literario. Son también inspiradoras de la picaresca, al develar comportamientos de la clase baja de la sociedad, Rinconete y Cortadillo y Coloquio de perros, ambas incluidas en Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes (Correa, 1977; Rodríguez, 2005; Zamora, 2003) entre muchas otras novelas; pero ahora solo nos ocupa un afán enunciativo, ya que el foco de interés está en conocer las características principales de la novela picaresca.

De acuerdo con la ya citada escritora madrileña, el aporte español al género picaresco estuvo en configurarlo como novela picaresca y bautizar al protagonista como «pícaro». A esta altura, Casas de Faunce (1977) se atreve a definir este tipo de novela como

una narración ficticia, de cierta extensión y en prosa, expuesta desde el punto de vista de un ente acomodaticio cuya filosofía existencial, subjetiva y unilateral, enfatiza el instinto primario del individuo que no ha desarrollado las funciones espirituales, ni la sensibilidad anticipada en el hombre (p. 12).

La narración se puede presentar desde la visión del protagonista, que bien sería el pícaro o el «ex-pícaro»; o desde el punto de vista del narrador intruso. Generalmente, el relato sigue un desarrollo lineal. Se destaca como elemento determinante en la tensión narrativa el ingenio y astucia del personaje, mediante el cual se logra el tono festivo, la burla; el lector se divierte al tiempo que se le suscitan reflexiones moralizantes (Casas de Faunce, 1977, pp. 12-13). Todos estos rasgos son los dispositivos a través de los cuales se configura lo picaresco, consecuente con lo que señala Carreter (1970) al establecer que se deben «fijar con cuidado los rasgos distintivos, en observar el rumbo que estos siguieron, y en cubrir con aquel marbete genérico a todas las obras que contaron con esos rasgos, manipulándolos o no, como armazón válida para el relato» (p. 45).

En concordancia con lo anterior, Gustavo Correa (1977) intenta caracterizar la novela picaresca y señala los siguientes rasgos: una estructura abierta, sucesión de episodios que amplían la experiencia del héroe dentro de su mundo y lo conducen a un descenso anticlimático, es una novela de búsqueda, de educación, que tiene un signo paródico por cuanto no registra el crecimiento del héroe, sino su degradación (pp. 75-82). Correa, aunque subraya la final degradación del pícaro, lo califica como «héroe»; en este aspecto difiere la escritora española, quien precisa que la novela picaresca evita un desenlace fatal justamente para impedir que un ser ínfimo como el pícaro se eleve a tal categoría artística ―la de héroe―; entonces la picaresca «prefiere explicar su “caso” particular después de cuyo examen el personaje queda justificado como parásito social que se nutre a expensas de incautos» (Casas de Faunce, 1977, p. 13).

Casas de Faunce (1977) clasifica la novela picaresca en tres categorías, para ello se apoya en el riguroso estudio que realizó Claudio Guillén. La primera se llama «picaresca en un sentido estricto o clásica» (p. 13), al explicar este tipo de novela, distingue ocho características:

1) el pícaro, 2) la seudoautobiografía, 3) una visión parcial de la realidad, 4) un tono refléxico, 5) un ambiente materialista, 6) observaciones relacionadas con ciertas clases sociales, 7) un movimiento ascendente en un plano social o moral, y 8) una aparente falta de composición (p. 13).

Luego añade un ingrediente muy importante: la comicidad. La escritora aclara que la visión de la realidad, el tono refléxico y las observaciones relacionadas con ciertas clases sociales, son comunes a todas las obras literarias. Su foco principal está puesto en el pícaro, cuyo carácter se construye paulatinamente, apurado, determinado por las condiciones que caracterizan el ambiente que lo rodea. En este sentido, la incompetencia del pícaro, sus impulsos exacerbados por un contexto que lo estimula, y a veces lo postula, provocan que este individuo transite itinerante en busca del goce material y la satisfacción momentánea, en detrimento del goce espiritual. El pícaro es egoísta y su instinto busca de manera primitiva el beneficio propio sin escatimar en el daño moral ni en el juicio social que genere. De ahí que la lectura que se haga de la degradación del pícaro es también una interpretación de la descomposición moral y espiritual del ambiente que promociona este personaje.

La segunda clase, la denomina Casas de Faunce (1977) como «novela picaresca en sentido lato» , (p. 14), en la cual algunas de las características de la novela anterior se pueden transformar, pero conserva estrictamente la estructura personaje-ambiente y la burla. La categoría siguiente es la «novela míticamente picaresca» (p. 15), que redefine al pícaro y le concede un matiz peyorativo en sentido moral, la narración es descriptiva o aproximándose al cuadro de costumbres, también puede combinar estas dos técnicas. Finalmente, propone como cuarta categoría aquellas obras que contienen algunos elementos picarescos, pero que el propósito del autor no fue escribir una novela picaresca.

La autora madrileña indaga por los antecedentes de la picaresca en Latinoamérica y encuentra sus primeros vestigios en obras de índole extranovelescas: El Carnero, Los infortunios de Alonso Ramírez y El lazarillo de ciegos caminantes. Estos textos son de importancia histórica y por ello no pueden eliminarse de una historia del género en Latinoamérica, aunque la escritora es categórica en afirmar que la primera novela picaresca hispanoamericana es El periquillo Sarniento del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, de ahí que, al momento de analizar los rasgos picarescos de Tragicomedia de burócratas, es posible encontrarle mayor relación con esta novela, dado que en ella son evidentes los elementos de la picaresca que señalan los estudiosos del tema. Sin lugar a duda, El Periquillo Sarniento ejerció gran influencia entre las posteriores novelas de este género en Latinoamérica. Casas de Faunce ubica esta obra dentro de la «picaresca clásica», junto a Don Catrín de la Fachenda del mismo Fernández de Lizardi, Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira escrita por el argentino Roberto J. Payró, El Lazarillo en América del panameño José N. Lasso de la Vega, y, finalmente, Oficio de vivir cuyo autor es el uruguayo Manuel de Castro.

En cuanto a la novela picaresca «en sentido lato», cuyas características generales ya se explicaron, Casas de Faunce (1977) presenta como ejemplos representativos en la novelística latinoamericana a El Casamiento de Laucha escrita por el argentino Roberto J. Payró, Suetonio Pimienta del boliviano Gustavo Adolfo Navarro; Quince uñas y Casanova y Aventureros del mexicano Leopoldo Zamora Plowes, que trata de un relato histórico dentro del género picaresco. En el caso de la «novela míticamente picaresca», la investigadora precisa que esta novela se diferencia de las anteriores porque enfatiza en lo social o costumbrista y porque el punto de vista no es el del pícaro, ni el de su picardía, sino el de un observador que ha interpretado subjetivamente la filosofía picaresca y la utiliza para exponer su punto de vista. En este sentido, destaca en Latinoamérica a El Cristiano errante e Historia del perínclito Epaminondas del Cauca del guatemalteco Antonio José de Irisarri, Chamijo escrita por Roberto J. Payró, La vida inútil de Pito Pérez cuyo autor es el mexicano José Rubén Romero, entre otras novelas (Casas de Faunce, 1977, pp. 13-14). Aquí no es relevante narrar el argumento de cada novela, ni realizar un análisis literario de las mismas. El propósito es solamente enunciativo, para señalar que hay una tradición picaresca hispanoamericana de la cual se nutre el afrocolombiano Rivas Lara.

4. Entre el pícaro hispanoamericano y el politiquero afrocolombiano: el péndulo de un relato incitador

La novela Tragicomedia de burócratas se instaura en la cuarta tipificación que plantea Casas de Faunce, es decir, aquella que, sin ser netamente picaresca, incluye en su elaboración recursos de este género. Analicemos por parte los elementos de los que se apropia Rivas Lara, debido a que en dicho contexto se configura y explica el trabajo subversivo que realiza el escritor chocoano. En primer lugar, se aprecia la construcción del pícaro, pero que estará representado por los tres Moscote. A la verdad, se trata de un solo personaje, pues conservan la misma psicología y función social dentro del relato, el uno muere para dar paso al siguiente, de manera que hay una metamorfosis en la estructuración del pícaro. El primero, Salustiano Moscote, encarna el origen del problema; era un «viejo politiquero, jubilado, radical, de clase media, sectario e intransigente» (Rivas Lara, 2008, p. 17), que enseñó sus mañas a su hijo para que aprendiera a ganarse la vida. Su paso por el relato es raudo y solo delinea el perfil inicial del pícaro. Hay una homología entre Juan Número y Pedro Sarniento ―protagonista de El periquillo sarniento―, determinada por las particularidades del género picaresco: ambos son hijos únicos, de clase media, personajes populares, malcriados, mañosos. La desenfrenada crianza que recibieron condiciona, de algún modo, su filosofía vital: hacer su voluntad y complacerse en todo.

Entonces, entra en acción Juan Número. El narrador se desborda en calificativos que dimensionan el carácter del personaje y su filosofía de vida: «tunante», «falaz», «perverso», «desaseado», «altanero», «desleal» (Rivas Lara, 2008, p. 13). Inicialmente, es estudiante de primero de bachillerato, y renunció al considerar que el profesor «se la tiene montada. Todo lo malo del curso lo tengo yo. ¿No hay otro? ¡Carajo, qué vaina!» (p. 14). Luego aparece nombrado como auxiliar tercero en la oficina del doctor Durán, un funcionario curtido que administraba las finanzas públicas en la región. Allí se enteró de toda la corrupción que se cometía y cómo malversaban el dinero del pueblo. De manera que la temprana mala crianza de su padre, los desplantes que padeció para conseguir trabajo y las estafas que descubrió en el cargo que desempeñaba, degeneraron al joven y se convirtió en «el hombre de la letra menudita, el que sin mayor dificultad falsificaba la firma más complicada del mundo» (p. 30). Gustavo Correa (1977) pondera que «los héroes de la picaresca descubren de repente la presencia de una realidad brutal, a través de una experiencia aleccionadora que les hace perder su inocencia de niños y que actúa a modo de rito bautismal de iniciación que los introduce a la malicia del mundo» (p. 77). Al «perder su inocencia» Juan Número resuelve volverse un peligro de tiempo completo.

James Iffland (1989) encuentra que, en el Lazarillo de Tormes, Lázaro pretexta que escribe su autobiografía a petición del amigo de un amigo a quien él identifica como vuestra merced, pero descubre que su intención es hacerse famoso, erigirse como un modelo humano, dado que ha superado con la picardía las peripecias cotidianas y ahora es escritor (p. 500). Empero, Juan Número logra el fácil recorrido por todas las dependencias que tenían que ver con gastos públicos. Se menciona en la novela que fue secretario privado del titular y jefe único de la sección del presupuesto y sus dependencias. El narrador relata con ironía cómo «en un abrir y cerrar de ojos había escalado las más altas posiciones regionales relacionadas con el número» (Rivas Lara, 2008, p. 34). Sus habilidades con los números son la carta de presentación del bribón y su manera de convencer a la sociedad de que él es un modelo de persona y merece un lugar «honroso» en la política, pues aprendió rápido la clave del éxito y el ascenso social: la trampa.

A este punto, se observa el carácter itinerante del pícaro, no en trasladarse de un lugar a otro debido a viajes y nuevos amos, sino que él mismo se aventura como forjador de su destino y determina su ascenso social. Se vuelve padrino político de cuanto títere consigue, pronuncia discursos grandilocuentes, pero vacuos; y gracias a su ingenio controla toda la administración pública del Caribe. La satisfacción está en saber que su voluntad se ejecuta al pie de la letra. Pronto la degradación moral del personaje se va acentuando hasta dar la orden de asesinar a sus contradictores políticos y abusar sexualmente de muchas mujeres a cambio de cargos en la administración. Se volvió traficante de droga y comprador de conciencias, acrecentó su poder hasta que la vejez y los excesos lo llevaron a la muerte.

En esa metamorfosis del pícaro, aparece en escena el último de los Moscote ―Matías―. Al llegar al Caribe, luego de su trayecto por el extranjero, el narrador cuenta que tenía veintiocho años, pero

estaba irreconocible por la vejez prematura, tenía la piel salpicada de manchas, el pecho descolgado del esternón, el pelo cano y semicaído; la voz poco perceptible, la nariz ligeramente desubicada del conjunto facial y una cierta contracción de los labios a manera de rictus medroso (Rivas Lara, 2008, p. 89).

Aquí podemos establecer una homología, ahora entre Matías Moscote y Periquillo, enmarcada en su paso por el exterior. Cuando Periquillo viaja por México y hasta Filipinas, va contando sus hazañas y describiendo el ambiente social que lo rodea y que, de alguna manera, también le complace. El narrador de Tragicomedia de burócratas da cuenta, casi con frivolidad, de los abusos en la vida azarosa que llevaba este joven, los extravíos y malas amistades que tuvo, los sitios clandestinos que visitó. La crítica en ambos casos pretende demostrar que la corrupción, el vicio, la inmoralidad, son flagelos que no conocen fronteras, que están presentes en la raza humana, sin importar de qué lado del planeta se encuentre el individuo. Matías realiza las mismas hazañas de su padre.

Anota Correa (1977) que el héroe de la picaresca marca una trayectoria que se «hallará marcada por el signo de la disimulación y del fraude» (p. 78), como respuesta a «su ascendencia familiar indigna. Su vida bordeará siempre el mundo de la delincuencia» (p. 78). Tendiente a esto, Rivas Lara dimensiona un personaje que completa el perfil del pícaro que se viene estructurando. Ahora entra en declive porque su gastado cerebro no le permite discernir las estratagemas. A diferencia de su padre, enérgico, hábil; Matías es perezoso, más desmesurado. Su emporio económico mengua significativamente, pierde influencia entre los electores, no consigue estorbar la elección de Abel Centeno y tras un errático discurso en el Congreso, alborota el ambiente político que es aprovechado por Centeno para desenmascararlo públicamente. Finaliza burlado, decadente, patético; completando así su degradación moral.

En la pintura del pícaro que representan los Moscote, se conserva la «filosofía existencial» de la picaresca donde la psicología del protagonista está determinada por el ambiente. Esto se corresponde con lo que ya se teorizó en el sentido de que personaje y ambiente son inseparables en la picaresca. Se aseveró que el pícaro terminaba siendo producto de una herencia familiar; en todo caso, el ambiente condiciona su psicología. Rivas Lara aprovecha este recurso para encomiar en que el peligroso proceder de un político ingeniosamente corrupto ―representado en el pícaro― está auspiciado por una sociedad permisiva e igualmente corrupta que lo promociona ―el ambiente―. De este modo, se configura un ambiente caóticamente materialista, que traza las complejidades de las clases sociales en el escenario ficcional del Caribe, como en la novela picaresca.

En Tragicomedia de burócratas se aprecian dos clases sociales: la élite oligárquica, donde se mueven los Moscote y los políticos que se prestan a su juego, la mayoría eran blancos, acomodados, letrados y con mucho dinero conseguido mediante negocios ilícitos o fraudes administrativos; y la clase baja, conformada por la gente del común, mayoritariamente negra, iletrada, pobre, conformista, temerosa. Rivas Lara deja poco espacio para clases intermedias. Propone un pícaro que asciende a las esferas altas de la sociedad, pero que en su conducta conserva el carácter popular. Aquí invierte el orden establecido en la picaresca, donde generalmente se presenta un pícaro moviéndose entre la clase baja, como si los vicios tuvieran su génesis entre los estratos menos favorecidos. Este procedimiento se compadece con las luchas de los afrocolombianos y las mal llamadas «minorías étnicas», tratando de demostrar que no siempre la «mayoría» o las clases altas son sinónimo de corrección y prestigio.

Ahora, esa taxativa bipolaridad en la división social no es nueva en la literatura afrochocoana, seguramente porque se mantiene vigente en la composición social del Chocó. Coincide con la estratificación que presentan Rogerio Velásquez en Las memorias del odio, Arnoldo Palacios en Las estrellas son negras, Miguel A. Caicedo en Manuel Saturio, el Hombre; y Teresa Martínez de Varela en Mi Cristo negro, por citar algunos casos. Velásquez (1992), por ejemplo, habla de «los de arriba contra los de abajo […]. Se sabía quiénes acumulaban riquezas en forma indebida, quiénes se dedicaban al pillaje para vivir con más lujo, quiénes hacían temblar a los demás» (p. 51). Palacios (2010) reseña que «unos sí tenían para desayunarse, almorzar, merendar. Los sirios y los antioqueños eran propietarios de grandes almacenes […] los blancos estaban empleados en el gobierno, […] pero los negros nada» (p. 45). Los textos delinean que arriba están los privilegiados blancos, y abajo, los demás.

Así las cosas, la conducta de los Moscote se robustecía porque existían en el ambiente unos «convencionalismos sociales», como ya indicamos, que eran aprovechados por el ingenio del (los) pícaro(s). En la novela se observa a un ciudadano resignado ante la negligencia del funcionario para atenderlos, que comenta «pero, qué hace uno. Vamos a ver qué pasa. De todas maneras, este es el último cartucho que me queda» (Rivas Lara, 2008, p. 20). Otro advierte: «no se haga tantas ilusiones. Aquí gastará todo el día sin ningún provecho. Yo ya estoy decidido a esperar cuatro horas para claudicar definitivamente» (p. 21). El pueblo se había acostumbrado a esa actitud servil y no se enfrentaba a sus dirigentes por las vías de hecho porque los consideraban superiores; esporádicamente aparece en el relato una vulgar y violenta forma de protesta, como el costeño que maquina: «¡que se vaya pal carajo, no joda! ¡Onde me lo encuentre le sampo la muñeca pa’ que aprenda a rejpetá a loj cojteño, je!» (p. 21). Más adelante, el narrador describe la actitud arrodillada en el Caribe en tiempos electorales, pues «expertos se encargaban de levantarlos en hombros ―como es de costumbre politiquera― y pasearlos por el pueblo, lanzando toda clase de consignas halagüeñas» (p. 38). Con los halagos, el pueblo exaltaba a los políticos y con ello se esperaba recibir favores ulteriores que nunca llegaban.

Ahora bien, una de las críticas que se les ha hecho a los escritores afrocolombianos, en cuanto a las temáticas y los problemas que abordan en sus obras, es el marcado regionalismo, tan anclado en sus conflictos e historias que se han privado de divisar otras realidades, las nacionales, por ejemplo, y se han replegado en su propio universo cultural (Vargas, 2006). Si se le quiere conceder cierta veracidad a estos argumentos no debe olvidarse, aunque suene insistente, que la situación histórica de marginación social y política en la cual vive esta población ha exigido de los artistas y escritores afrocolombianos la utilización, cuando se les ha permitido, de la palabra hablada y escrita para divulgar sus angustias y reclamaciones. No es gratuito que muchas de las obras de escritores afrocolombianos lleven de manera implícita o explícita incitaciones a la lucha, al despertar, o evocaciones al dolor, al sufrimiento, a la muerte. Sirvan de ejemplo: No es la muerte, es el morir escrita por Jorge Artel, Negro y dolor de Miguel Caicedo Mena, ¡Levántate, mulato! de Manuel Zapata Olivella, No Give Up, Mann! ¡No te rindas! escrita por Hazel Robinson Abrahams, entre otras. Este escenario que condiciona de alguna manera la creación artística, en Colombia no puede esconderse. No obstante, se esté amaneciendo a una inclusión de los valores afrocolombianos. El reconocido estudioso de la literatura afrocolombiana y afrohispánica, Laurence Prescott, analiza este fenómeno y señala que:

El olvido de los valores literarios negros o la supresión del componente africano en Colombia es una característica del país que se remonta a sus orígenes. Lo nacional se veía arraigado en lo hispánico, en la civilización europea, en la cultura de los grupos dominantes, y reflejaba los intereses de estos sectores de la sociedad. En cambio, lo negro se relacionaba con culturas africanas ―apenas conocidas pero consideradas bárbaras y atrasadas―, con antepasados esclavos y con el trabajo físico pesado. Por lo tanto, hasta hace pocos años, todo el interés nacional se centraba en destacar la imagen y los valores de aquellos que se identificaban con lo europeo, lo culto, lo blanco (1996, p. 110).

Prescott advierte una realidad neurálgica en la literatura afrocolombiana que aquí subrayamos: los intelectuales afrocolombianos, al estar inmersos en tal universo colonizador que los quiso subalternos de la cultura hegemónica europea, se han apropiado de un significativo inventario de la cultura dominante, han adoptado sus técnicas y recursos estéticos; pero, teniendo como eje orientador su cosmovisión, tramitan un proceso subversivo al transformar las estructuras culturales aprendidas para dar expresión de su identidad africana. En este punto hay que decir, desvirtuando la crítica al supuesto regionalismo de la literatura afrocolombiana, que esta, al representar su cosmovisión mediante la obra de arte, no es ajena a los conflictos ecuménicos, universales; los estudia y los instaura en un imaginario cultural, los interpreta desde las vivencias de la colectividad, no se retrotrae, sino que avanza con la humanidad, con sus afanes modernos, pero sin perder su identidad.

Empero, entrar en el campo de la modernidad, además de ocuparse de asuntos ecuménicos, también implica utilizar recursos y escenarios universales. En un mundo globalizado, el escritor enfrenta el desafío de usar los medios tecnológicos para la difusión de su pensamiento, conocer culturas diferentes a la suya para entender otras concepciones del mundo, participar en espacios de discusión sobre asuntos literarios, filosóficos, sociales, culturales; establecer contactos con otros escritores y obras que le permitan trazar vínculos intertextuales o ideológicos como los que propone Rivas Lara al conectar los rasgos de la picaresca hispanoamericana con la estética afrocolombiana, configurando así un pícaro que devela el carácter de los politiqueros afrochocoanos.

Una revisión a ciertas características especiales de la obra de Rivas Lara permite inferir que se ha perfilado como un escritor cosmopolita. En él se articulan los valores locales, nacionales y la visión universal, sin perder su vivencia de la afrocolombianidad. Por un lado, este autor se identifica con unas tradiciones ancestrales, las vive, las escribe y es cuidadoso en el tratamiento que hace del material folclórico, mítico, religioso y popular que presenta en sus obras. El chocoano, al igual que la estudiosa Mariela A. Gutiérrez (1997), asume que «la narrativa folclórica de cualquier país del mundo debe recogerse con genuino cuidado, porque este es un folclor sin adobos ni recargos, sin pretextos literarios de costumbrismo o humorismo regional» (p. 233). De ahí que el escritor sea escueto en la narración y austero en los adornos cuando se trata de recoger la oralitura de su tierra. En otro orden, el escritor no se distancia de los asuntos nacionales, sino que los hermana con los regionales afanados en ponderar la necesidad de no sustraer los conflictos locales del panorama nacional. Insiste en la consolidación de un país incluyente, diverso, pero igualitario; en esto se resume, por ejemplo, la función social de los ensayos que presenta Rivas en su libro El Chocó que Colombia desconoce y la crítica social que propone al configurar el pícaro politiquero en Tragicomedia de burócratas.

5. Muestras de humor en la configuración del pícaro

Intentar teorizar sobre el humor es ahondar en un campo bastante complejo, por la multiplicidad de puntos de vista que surgen en torno a este tema. El humor parece residir y penetrar en distintas dimensiones del ser humano y ello hace difícil hurgarlo. En lo psicológico, en tanto posibilita un desahogo, una catarsis; en lo espiritual, en tanto surge como una liberación; en lo intelectivo, por cuanto implica una asociación y una lógica. De todas maneras, es un asunto serio. De acuerdo con el humorista español Wenceslao Fernández Flórez, el humorismo «es un estilo literario en el que se hermanan la gracia con la ironía y lo alegre con lo triste» (Fernández, en Salvat, 1973, p. 19). La periodista Amanda Mars Checa recoge las opiniones de algunos escritores españoles e hispanoamericanos sobre el humor, que bien pueden aportar al aproximarnos a una definición. El mexicano Jorge Volpi considera que el humor es «una herramienta que permite diseccionar la realidad, como si fuese un bisturí, para observar sus entrañas» (Volpi, en Mars, 2003, p. 66). Asimismo, la argentina Ana María Shua comenta que se trata de «abrir una puerta donde solo había un muro. El lector sonríe y pasa a ver la realidad desde el otro lado» (Shua, en Mars, 2003, p. 66). Por su parte, el inglés Roger Wolfe considera que el humor «te eleva por encima de todo; especialmente te eleva por encima de la estupidez, de la propia y de la ajena» (Wolfe, en Mars, 2003, p. 67).

Todos los escritores consultados por Mars Checa coinciden en que el humor corre un telón y descubre una realidad que permanecía escandalosamente encubierta, porque puede tratarse ―en el plano de la crítica social― de situaciones que todos conocen, que a todos afecta, pero que no se han atrevido a develar. David Roas (2003), en su presentación de la revista Quimera, ofrece un concepto de humor bastante completo y muy aplicable a la picaresca:

El humor es, ante todo, una toma de posición (crítica) ante el mundo y la existencia, una fuerza al mismo tiempo liberadora y transgresora. Liberadora porque, a través de su perspectiva distanciada, atenúa la angustia inherente al enfrentamiento con nuestras dudas y miedos, pero sin ofrecer falsos bálsamos o soluciones compasivas […]. Transgresor, porque pone en cuestión lo normalmente aceptado como realidad indiscutible o como verdad absoluta (p. 11).

Casas de Faunce (1977) asevera que el género picaresco

se ríe de la sociedad, de sus prejuicios y, en ocasiones, de lo que considera sus mitos (amor, honor, patriotismo, trabajo, virtud…). Con amable sonrisa o punzante sarcasmo penetra en la sustancia de la realidad para liberarla de lo superfluo y presentarla al desnudo, como una serie de valores puros y universales, desprovistos de artificio (p. 10).

De este modo, al descubrir los elementos picarescos en la novela de Rivas Lara, está latente un aspecto fundamental en el relato: el humor, la comicidad. El autor recurre constantemente a la ironía y al sarcasmo, por ello, la obra logra muchos momentos de agradable comicidad.

En ese entramado social afrocolombiano, Rivas Lara va recreando rasgos de la cotidianidad afrochocoana que aportan al entendimiento tanto del comportamiento del pícaro, como de la comicidad en la cultura afrocolombiana. Aunque en principio se describe a un Juan Número desaseado, cuando consigue empleo se le observa acicalado, luciendo un corte African look muy a la moda de los setenta y los ochenta en el Chocó, y que hoy ha resurgido como una expresión de identidad africana. Completa su atuendo con extrafinos Maratins y Blazers y calzando unos «Maison du Roi de encomiable factura francesa» (Rivas Lara, 2008, pp. 16-17). El autor, aunque quiere denotar el cambio comportamental del personaje, también se ríe de la pueril pretensión de algunos corraciales, al pensar que usar ropa de marca extranjera, tener modales afectados por el roce con extraños o comer platos con nombres enrevesados, presupone un mayor prestigio entre los coterráneos.

A través de todo el relato, el narrador se va deteniendo en detalles sencillos que describen la personalidad espontánea y festiva de la gente del Caribe, una pintura real del chocoano descomplicado, amistoso, cordial, que entabla conversación con cualquier transeúnte como si se conocieran de tiempo atrás. Al llegar a la fila que esperaba ser atendida por el doctor Solano, Juan Número se dirige a uno de los concurrentes buscando su simpatía: «Usted como que frecuenta mucho este lugar» (Rivas Lara, 2008, p. 20). Para luego convertirse en agradables interlocutores. Más adelante le pregunta a otro: «Perdone, paisano, ¿cuántos días lleva esperando?» (p. 20). La utilización de la palabra «paisano» es común entre los chocoanos, sobre todo cuando se desea conseguir un nuevo amigo o desentrañar un parentesco. Concuerda esta ilustración con la historia que recrea Caicedo Mena en su famoso poema «El parentesco», donde una vieja increpa a una muchacha sobre innumerables asuntos de su vida personal y su procedencia, para luego descubrir un supuesto parentesco, evidente solo para la señora e incomprensible para la joven (Caicedo Mena en Rivas Lara, 1996, pp. 57-58).

Sin lugar a duda, la tradición popular que atraviesa la mayor parte del relato de Tragicomedia de burócratas es el baile, la música, el jolgorio. La narración se solaza en un ambiente festivo que raya en lo carnavalesco. Se registra que «declarado el triunfo, los Juanistas se apresuraron a celebrar la victoria en casa del jefe. Hubo orgía y desorden» (Rivas Lara, 2008, p. 40). Curiosamente, el narrador informa que la fiesta no era solamente un asunto de la población afro, por el contrario, las parrandas eran organizadas por los seguidores y amigos de los Moscote, aristócratas, la mayoría mestizos. Parece que Rivas Lara se escapa un tanto del lugar común en la literatura que suele presentar al afrocolombiano como derrochador, excesivo en la fiesta, lascivo, bohemio. Si bien, en la novela se da cuenta de que el pueblo ―mayoritariamente afro― se gozaba los festines que le ofrecían los politiqueros de turno como pago por su voto, no se cae de fondo en la estereotipación exacerbada que acostumbra la literatura canónica, pues los carnavales eran compartidos entre afrocolombianos y mestizos. Es el baile la figura perfecta que utiliza Rivas Lara para calcular el exceso de los burócratas; celebraron festines «hasta el amanecer y hubo rumba, mucho ron, pavos y terneras» (2008, p. 41). En medio de los banquetes los políticos abusaban de cuanta mujer querían, prometían toda clase de prebendas, repartían elogios y discursos zalameros, pactaban alianzas y reducían su humanidad al desenfreno moral. Como en la portada de la novela, Rivas Lara los pinta envueltos en la telaraña de vicios que los funcionarios públicos tejen a diario y así se burla de esa sociedad somnolienta.

Avanzada la novela, en pleno apogeo político de Matías Moscote, la sociedad caribeña soporta alelada su desmesura, pero no reniega, ni siquiera cuando la integridad física de sus gentes está amenazada. En medio de su ebriedad, Matías acaricia lujuriosamente a la hija del gobernador. La primera dama intenta protestar, pero el padre le advierte: «no me vayas a hacer pasar la pena. Deja que el doctor se divierta […]. Cualquier llamado de atención equivaldría a firmar mi destitución. ¡Que siga el mundo como quiera!» (Rivas Lara, 2008, p. 107). Para la «primera autoridad» del Caribe era más importante su cargo político que la dignidad de su hija y el buen nombre de su familia. Se está cuestionando, de un lado, las formalidades de una región que endiosa a sus mandatarios porque ostentan poder, tienen una formación académica o porque se cree que el roce con ellos significa mayor prestigio; del mismo modo, sacude la jerarquía de valores de una comunidad complaciente.

Generalmente, en las novelas picarescas abundan los relatos que describen los comportamientos lujuriosos del pícaro. Rivas logra insertar este ingrediente en la conducta de los Moscote y el narrador lo cuenta con buen grado de comicidad. En El Periquillo Sarniento abundan las confesiones eróticas sobre el comportamiento lascivo de Pedro y el grado de humor se eleva de manera magistral, en ocasiones roza lo esperpéntico. Se amancebó con algunas mujeres y hasta se burló de otras, como lo demuestra el relato de cómo salió de la casa de Chanfaina por «chacotear» con Lorenza y provocar semejante pleito entre la muchacha, Luisa y luego la nana Clara (Fernández de Lizardi, 1986, pp. 180-182). Seguramente, los pasajes eróticos en la novela de Rivas Lara despertarían más sensaciones en el lector, si el escritor hubiese ahondado en las descripciones y en imágenes más elaboradas. Muchas veces el relato se torna muy seco, un tanto plano, en detrimento del goce estético.

La autonomía de la novela picaresca en alto grado reside en la libertad que se permiten los escritores para satirizar la realidad, aquello que no se dice de la sociedad, los tabúes y vicios que el humor logra enfrentar. Afirma Casas de Faunce (1977) que en la novela picaresca «el pícaro es autor de la burla que origina el elemento de comicidad captado por los lectores como una impresión de ligereza y diversión» (p. 14). Concomitante con esto, Rivas Lara (2008) destaca constantemente el ingenio Moscote, pero llena de comicidad a la mayoría de los personajes de la historia, ya que a través de la sutileza de sus expresiones y actitudes corre un enjuiciamiento social. Iniciando el relato, el narrador nos cuenta que Juan Número, mientras el profesor llamaba a lista para pedir la lección, «se agazapaba bajo el pupitre hasta cuando el educador verificaba su ausencia, para luego retirarse con sigilo» (p. 14). Desde chico aprendió a camuflarse para evadir los asuntos académicos, pues reconocía que no tenía muchas destrezas para lo bueno. En sus inicios, de él pensaba el doctor Solano: «es un pobre diablo que no sé quién es ni de dónde ha salido» (p. 27), pero en su cara le decía: «¡qué sencillez la tuya! Me has caído bien y soy franco en decírtelo» (p. 24); otro personaje de apellido Cuetto opinaba: «no es más que puro empaque y fragancia; una triste mula, una bestia; tiene la cabeza rasa como una tabla» (p. 28). Con ácida ironía, Rivas Lara retrata una sociedad hipócrita.

Evidentemente, son muchas las notas burlescas que presenta la novela y que, mediante la ironía, facilitan que las verdades aleccionadoras que intenta el autor atraviesen las fibras del lector. Cuando Matías Moscote se gradúa de la primaria con un bajísimo rendimiento, el rector de la escuela, buscando los favores de su padre, le entrega una mención de honor y un pergamino de oro, que en parte decía: «al más eximio jovencito de esta generación, prez y gloria de su nación y de su pueblo» (Rivas Lara, 2008, p. 78). La próxima vez, siendo un mediocre bachiller, el director lo envuelve en la bandera nacional y lee: «Serás más grande que Napoleón, Bolívar y Washington. Tu reino no es de este mundo» (p. 79). La hipérbole y el sarcasmo acentúan las pocas habilidades que se advertían en el personaje. El narrador lo comprueba cuando más adelante se relata que estando en el extranjero dilapidó el dinero de su padre y transitó por la cárcel y el vicio. No obstante, se las ingenia para hacerle creer al viejo que era un joven sumido en la academia. Una extensa carta suya, que desborda la risa y la burla, decía que nada de novias, amantes o mujerzuelas, porque primero estaba el estudio. Solo iba a cine, si se trataba de una película sobre asuntos científicos. No podía percibir el olor del licor. Había dejado el cigarrillo. Visitaba museos y bibliotecas por doquier. Hablaba siete idiomas con una habilidad que le costaba recordar el español. A su regreso, el periódico de su propiedad lo exalta hasta lo inconmensurable (Rivas Lara, 2008, pp. 84-87).

Con todos estos argumentos cargados de humor, Rivas Lara agudiza la pequeñez humana del prototipo de político que encarna la figura de los Moscote en su degradante metamorfosis. Una metamorfosis que describe el descenso moral del personaje y, al mismo tiempo, toda una élite política. La obra de Rivas Lara mantiene el tono reflexivo de la picaresca y el autor también aplica la técnica de las digresiones, y entonces se espacia en disertaciones moralizantes que por fortuna no cobran mucha extensión, pues el relato caería en un didactismo azaroso.

Otra muestra de humor en la novela de Rivas Lara -aunque no se han dicho todas, por supuesto-: está configurada en ese uso particular del lenguaje. Es de cuño coloquial, recreado con tipismos populares que recogen un acervo lingüístico afrocolombiano. Son comunes expresiones como: «hirsuto», «pringados», «vaina», «chanfaina», «cosa cuellona», «por si las moscas», «mamador de gallo», «caramelear», «salirse de quicio», «meterse en la grande», «hablar a calzón quitao». Ya el escritor había explicado gran parte de este vocabulario en su libro Diccionario popular chocoano y apuntes regionales; posteriormente, en un trabajo más completo que tituló De la expresión popular, el verso y la adivinanza en el folclor literario. Algunos pasajes costumbristas que se presentan en la novela transgreden la gramática española y le dan a la obra un tono de ligereza: «Hace veinte días no duemmo ni voy a mi casa, ni veo a mi mujé, ni a misijo por le maddito dotodcito ese» (Rivas Lara, 2008, p. 21). De este modo, el escritor, como ya lo han hecho muchos autores colombianos, utiliza el lenguaje como vehículo transgresor, mediante el cual, además de agregarle humor a la narración, le está concediendo voz a los marginados e indoctos, a los personajes populares.

6. A modo de conclusión

La interpretación de Tragicomedia de burócratas que hasta aquí se ha hecho está conectada con las pretensiones que encuentra Casas de Faunce (1977) en el género picaresco, cuando señala que «se ríe de la sociedad, de sus prejuicios y, en ocasiones, de lo que considera sus mitos (amor, honor, patriotismo, trabajo, virtud…)» (p. 10); y lo que destaca Sobejano (1964) de la novela picaresca más contemporánea como habilidad para «concertar el testimonio y la confesión, la comprobación y la confidencia, la atestación y la protestación puede significar un paso hacia adelante sobre el mismo territorio de la debida verdad» (p. 13). Si bien la novela no es propiamente picaresca en el sentido estricto del género, se puede demostrar que en su construcción hubo una adopción de algunos elementos estéticos picarescos, que luego fueron subvertidos para configurar un prototipo de pícaro afrocolombiano cuyo comportamiento descubre, no solo el desenfreno de la clase política dirigente, sino también, la pasividad y complicidad del pueblo. El pícaro aparece en ambientes festivos. Su conducta representa una crítica aguda al calcular el exceso de los burócratas y el carácter complaciente de los ciudadanos. Se describen celebraciones que duraron hasta el amanecer, algarabía, embriaguez. En medio de los banquetes, los políticos abusaban de cuanta mujer querían, prometían toda clase de prebendas, repartían elogios y promesas, pactaban alianzas y reducían su humanidad al desenfreno moral. Como en la portada de la novela, Rivas Lara los muestra envueltos en la telaraña de delitos que muchos funcionarios tejen a diario, y así se burla de esa sociedad somnolienta.

En la tradición literaria afrochocoana abundan las obras en las que, siguiendo el molde costumbrista predominante en el siglo xix de la historia literaria colombiana, se proponen personajes populares a través de los cuales se revelan los imaginarios culturales y se descubren los males que aquejan a la sociedad. Sirvan como ejemplo, Acrisceno Trebolín, el antihéroe de la novela El Quebrador, un profesor que acosa y reprime a sus estudiantes valiéndose del chantaje mediante las calificaciones escolares que otorga arbitrariamente (Caicedo Mena, 1991). A través de este personaje, el autor sugiere reflexiones moralizantes y reniega del cuestionado sistema educativo del Chocó. En otro orden, aparece Irra, protagonista de Las estrellas son negras, quien estaba hastiado del hambre que reducía a su familia y de las pocas oportunidades de progreso disponibles para los jóvenes negros de su comunidad (Palacios, 2010). En Tragicomedia de burócratas, Rivas Lara delinea una propuesta innovadora al incorporar la figura del pícaro afrocolombiano con la cual conecta con la literatura hispanoamericana, logrando representar los vicios de la clase política dirigente, al tiempo que se recrean expresiones de la cultura afrocolombiana. Así las cosas, el impacto del enjuiciamiento social que se alcanza trasciende las esferas literarias y atraviesa el plano de la protesta social interpelando a las esferas hegemónicas.

En consecuencia, Rivas Lara se inserta en ese pluralismo teórico y epistemológico motivado por los estudios coloniales y poscoloniales, que ha destacado la importancia de los saberes tradicionales, los imaginarios y las prácticas culturales en la construcción del conocimiento, de modo que, como señala Olivé (2009), una «sociedad de conocimientos» es

una donde sus miembros (individuales y colectivos) (a) tienen la capacidad de apropiarse de los conocimientos disponibles y generados en cualquier parte (b), pueden aprovechar de la mejor manera los conocimientos de valor universal producidos históricamente, incluyendo los científicos y tecnológicos (p. 20).

Esto es justamente lo que realiza Rivas Lara adoptando elementos de un género canónico y subvirtiéndolos al infundirles identidad afrocolombiana en la representación del pícaro que configura en su novela. Asimismo, el autor, como establece Olivé, (2009), se apropia de «los conocimientos tradicionales, que en todos los continentes constituyen una enorme riqueza, y (c) pueden generar, por ellos mismos, los conocimientos que hagan falta para comprender mejor sus problemas» (p. 20). De esta manera, el trabajo del escritor chocoano ayuda a comprender e ilustrar el problema de la burocracia que tanto aqueja a las poblaciones afrocolombianas y también aporta a la construcción de un universo plural de conocimientos.

Tragicomedia de burócratas surge como expresión de esa identidad por la cual se duelen los abusos políticos que han arrastrado los chocoanos en su historia, y que amenazan con volverse discusiones aplazadas, padecimientos incurables. El escritor realiza en su novela un acto transgresor. Se apropia de la mayoría de los elementos de la novela picaresca hispanoamericana: la presencia del pícaro, el ambiente materialista, un tono reflexivo, observaciones sobre las clases sociales, un movimiento ascendente en el plano social, una visión de la realidad, y la comicidad. Su trabajo consiste en trastocarlos, creando una novela breve, de corte realista, que configura un pícaro que se desarrolla en tres personajes: padre, hijo y nieto Moscote, donde uno muere y luego entra en acción el siguiente, como en una metamorfosis. Así se va revelando la degradación del pícaro, al tiempo que se suscitan reflexiones y valoraciones morales. En la novela, tal vez por su brevedad y la parquedad que caracteriza la prosa del escritor, no se efectúan digresiones tediosas decadentes en el didactismo, sino que el narrador va apurando en el discurso político de los Moscote y de sus contradictores, la crítica social y los juicios de valores que ahogan al autor.

A diferencia de la novela picaresca como tal, en Tragicomedia de burócratas el sujeto de la enunciación no habla en primera persona, por lo que no se establece una ficción autobiográfica ni seudoautobiográfica, la historia no se cuenta desde el punto de vista del pícaro ni del expícaro, sino que se presenta un narrador omnisciente que le facilita al autor la presentación de sus juicios y críticas respecto al proceder de los políticos y del pueblo en el Caribe, espacio ficcional de la novela que representa al Chocó. Con esa instancia narrativa, el escritor logra que no solo tenga preponderancia dentro de la obra la visión del mundo del pícaro ―arquetipo de los politiqueros―, sino también, la de otras esferas de la sociedad. De esta manera, Rivas Lara enjuicia tanto la actitud de los dirigentes corruptos como la del pueblo que acepta y calla sus vicios.

Aunque la narración del relato se torna por momentos muy escueta, la novela no pierde el buen manejo del humor y la burla, por medio de la cual Rivas Lara realiza una enérgica protesta frente al problema general que encomia la obra: la burocracia y la politiquería. Describe la administración ineficiente de estos funcionarios desgastada en formalidades y aprovechada para satisfacer sus propios intereses. El humor político que advierte una sátira a la sociedad chocoana y colombiana, Rivas Lara lo alcanza con el uso de expresiones cómicas salidas del inventario popular afrocolombiano. La novela está sazonada con elementos del folclor que alcanzan tenues visos carnavalescos. Se alude constantemente a las fiestas que realizaban los funcionarios en tiempos pre y poselectorales, entre las élites oligárquicas o convidando al pueblo. De manera que el autor refleja el carácter festivo de los afrocolombianos y de la mayor parte de la clase privilegiada que no era negra, escapa así el relato a la molesta estereotipación del afrocolombiano como rumbero y ocioso. En fin, como se evidenció, la novela cumple con una crítica social, adoptando el molde literario de la picaresca hispanoamericana, pero valiéndose de diversos procedimientos estéticos que transgreden este género y dan cuenta de la cultura afrocolombiana.

Referencias

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Como registra el Centro de Investigaciones de la Universidad del Valle, el departamento del Chocó se encuentra localizado en la región del Pacífico colombiano, al noroeste del país. Está dividido en 30 municipios. Es el único departamento de la nación que posee costas en los océanos Pacífico y Atlántico y límites con Panamá, lo que le otorga una posición estratégica privilegiada. Su temperatura promedio está entre 26° y 30º. La selva del Chocó es una de las más ricas del mundo en especies de flora y fauna. Su esplendor botánico ha sido reconocido por grandes científicos que han encontrado en sus selvas toda una variedad de especies. Chocó alcanza un índice de 39.1% de pobreza extrema y de 65.9 % de pobreza, frente a los índices nacionales de 8.1 % y 28.5%, respectivamente. El porcentaje de Necesidades Básicas Insatisfechas NBI allí es de 79,2%, mientras que a nivel nacional es de 27.7%. La esperanza de vida en Chocó es de 70,64 años, frente al promedio nacional que es de 76,15. El indicador de calidad de vida es el más bajo del país (2024, párr. 1-3). En otro orden de ideas, según el Departamento Nacional de Planeación, la población chocoana en 2024 alcanza los 605.478 habitantes, distribuidos así: 455.617 (75,25 %), negros, mulatos o afrocolombianos; 121.966 (20,14 %), indígenas; 186 (0,03 %), palenqueros de San Basilio; 186 (0,03 %), raizales; 51 (0,01 %), gitanos. Todo lo anterior corresponde a la población étnica, como lo rotula el informe estatal; en tanto que 27.490 (4,54 %) lo componen los mestizos (2024, p. 2).
Casi todos los escritores chocoanos son de limitados recursos. Ninguno de ellos vive de la publicación de sus libros, pues, de un lado su mayor público lector está en el Chocó ―cuya población generalmente no posee muchos recursos para comprar libros―; y, por otra parte, deben realizar otras actividades para poder sostenerse, lo que reduce su tiempo dedicado a la escritura. Casi siempre acuden a la Editorial Lealón de Medellín, pequeña y austera. Este panorama afecta la recepción de las obras de autores chocoanos y, en consecuencia, acentúa el lugar «periférico» en el que se mantiene a este segmento de la literatura colombiana. Es oportuno aclarar que la Editorial Lealón en una de las pocas editoriales que ha servido de plataforma de divulgación al pensamiento afro e indígena en Colombia, como se puede inferir de su catálogo de publicaciones.
El 26 de octubre de 2013, la revista Semana.com publicó en la sección política un amplio artículo sobre los delfines políticos. Explicando el origen de esta expresión dijo que «la historia se remonta a 1349 […]. Este año, el conde Humberto ii, quien era miembro de una familia conocida como “los delfines de Viena”, le entregó toda su tierra al rey Felipe vi de Francia con la condición de que el heredero al trono llevara por siempre ese nombre. Desde allí, el delfín dejó de ser solo un mamífero del mar y se convirtió en la forma como se denominó en Francia al hijo del monarca y sucesor de la corona. La Revolución francesa terminó con la idea del delfín, sin embargo, siete siglos después el título del conde de Viena todavía representa lo que sucedía en tiempos de la monarquía: que el poder puede llevarse en las venas» (Sin firmar. Tomado de: http://www.semana.com/nacion/articulo/delfines-politica-colombia/362553-3).
El esbozo teórico que se realizará sobre la novela picaresca estará basado, principalmente, en el estudio de esta escritora española, por considerarlo uno de los más completos y rigurosos entre las investigaciones consultadas. Además, la mayoría de los autores revisados en cuanto a este tema, se remiten al trabajo de Casas de Faunce.
El origen de la picaresca, como muchos fenómenos literarios, difiere en algunos detalles de un escritor a otro ―como la primera novela propiamente picaresca o la región de origen del género―. Mireya Suárez señala al poeta árabe del siglo xi, Al-Hariri en cuya obra encuentra elementos picarescos que posiblemente llegaron hasta España. Menciona, además, al Libro de buen amor (1330-1343) escrito por Juan Ruiz, Arcipreste de Hita (c. 1282- c. 1350), por su lenguaje satírico y el humor con el que critica la sociedad de la época. En La Celestina (1499) de Fernando de Rojas (1473-1541), encuentra muchos elementos picarescos, pero duda en incluirla por su marcada expresión trágica (Suárez, 1926).