El pensamiento libre en aforismos y parábolas. Interpretación de Pensamientos de un viejo y El payaso interior de Fernando González

Autores/as

  • Gilberto Loaiza Cano Universidad del Valle

DOI:

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n87a09

Palabras clave:

Historia del pensamiento; historia intelectual; literatura colombiana; parábola; aforismo.

Resumen

Este ensayo está concentrado en el estudio de Pensamientos de un viejo, libro publicado en 1916 por Fernando González, y sus apuntes inéditos titulados El Payaso interior. Intentaremos demostrar que esas obras testimonian una conversación con Friedrich Nietzsche, Arthur Schopenhauer y Baruch de Spinoza. Examinaremos el uso de parábolas y aforismos. Finalmente, nos detendremos en demostrar que hay un sujeto que experimenta una emancipación y, por tanto, una ruptura con los valores tradicionales dominantes. Nuestro examen parte de suponer que hay una conexión íntima entre el qué y el cómo se dice algo. 

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Publicado

2024-12-14

Cómo citar

Loaiza Cano, G. (2024). El pensamiento libre en aforismos y parábolas. Interpretación de Pensamientos de un viejo y El payaso interior de Fernando González. Lingüística Y Literatura, 46(87), 228–249. https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n87a09

1. Introducción

La historia intelectual tiene en la historia del pensamiento una de sus derivaciones más inmediatas. No vamos a resolver aquí la muy posible confusión entre historia de las ideas, la historia del pensamiento y la historia intelectual; pero podemos insinuar lo suficiente como para situar este ensayo. Partimos de considerar la historia del pensamiento, hoy en día, como una búsqueda orientada por las pautas de la historia intelectual. Lo pensado es aquello que ha sido enunciado de un modo más o menos coherente por un individuo o por un grupo de individuos; es una construcción de sentido muy particular que, como dijera Quentin Skinner (1969), plasma «una intención particular» y que busca «la solución de un problema particular» (p. 50). Por tanto, es una construcción de sentido que se explica, en muy buena medida, por su relación con una situación histórica también particular. La historia intelectual funciona, entonces, como una estrategia de interpretación que nos ayuda a situar significativamente las palabras dichas por alguien o por algunos.

La historia intelectual nos ayuda, además, a hallar momentos productivos de enunciados, momentos de irrupción de sentidos que se distinguen por su forma, por su innovación en el lenguaje, por su ruptura con una tradición, con un orden. En esa búsqueda nos encontramos con un autor que nos remite a un proceso de cambio, a un hecho colectivo de mutación en la escritura y el pensamiento. Sabemos que Fernando González ha sido un escritor ampliamente comentado, pero creemos que sigue sin ser situado en una tendencia colectiva a experimentar en la escritura y el pensamiento muy propia de los primeros decenios del siglo xx colombiano; la búsqueda de expresiones nuevas del pensamiento hizo posible la eclosión de la escritura aforística, también provocó el recurso argumentativo de las parábolas, los apólogos y las paradojas. Al parecer, el primer aventurero en esa búsqueda fue el prolífico José María Vargas Vila (1860-1933) que escribió sucesivamente tres libros repletos de aforismos: Ars verba (1910), El ritmo de la vida (1911) y Huerto agnóstico (1912); en 1916, Fernando González (1895-1964) publicó su libro compuesto principalmente de aforismos y parábolas. Después de él vinieron, en 1918, El Libro de los Apólogos de Luis López de Mesa (1884-1967); las paradojas del cronista Luis Tejada (1898-1924), entre 1918 y 1924; y en 1925, Enrique Restrepo (1889-¿?) acudió a los aforismos, parábolas y apólogos en El tonel de Diógenes (manual del cínico perfecto). Todos ellos participaron de una ruptura con las formas y los contenidos del ensayo denso y razonado del siglo xix. Todos estos autores fueron lectores de Oscar Wilde, Gilbert K. Chesterton, Friedrich Nietzsche, Arthur Schopenhauer, Henri Bergson, entre otros. Sugieren, por tanto, una especie de poética del pensamiento que indicó un desafío al canon filosófico y literario legado por el siglo xix.

En este ensayo intentaremos demostrar que el pequeño libro publicado por Fernando González en 1916, Pensamientos de un viejo, cuando tenía apenas veintiún años, contenía varias novedades que es necesario destacar. La primera novedad es el testimonio de haber leído y conversado con las obras de Friedrich Nietzsche, Arthur Schopenhauer y Baruch de Spinoza; por supuesto, él hace notar que leyó otros autores más, pero haber leído esta tríada ya nos sugiere que el joven González estableció comunicación con una tradición de pensamiento filosófico que, para inicios del siglo xx, tuvo amplia repercusión en Europa y América. La segunda parece ser una consecuencia de la novedad anterior y fue la aplicación juiciosa, en todo su libro, del método argumentativo basado en el recurso combinado de las parábolas y los aforismos. La tercera es que esas parábolas y aforismos dicen que hay un sujeto que experimenta una emancipación y, por tanto, una ruptura con los valores tradicionales dominantes: la religión cristiana, la razón, la verdad de la ciencia y, al tiempo, exaltó la fuerza creadora del vagabundeo, la locura, la fantasía.

Nuestro examen se apoya en algunos postulados en torno a cómo leer lo que alguien escribió alguna vez; pero solo haremos aquí explícito uno, el de la conexión íntima entre el qué y el cómo se dice algo. Suponemos, en consecuencia, que Fernando González pensó su emancipación de aquellos valores en parábolas y aforismos porque esas formas de escritura le permitieron adherirse a una tradición de pensamiento que se ha opuesto a la fría geometría de categorías y conceptos acerca de objetos del mundo circundante. Pensar la vida propia como experiencia de liberación no podía plasmarse en el farragoso ensayo heredado de la tradición letrada del siglo xix; pensar, en este caso, fue una experiencia que solo podía ser plasmada por una escritura paródica, fragmentada, inconclusa y, al tiempo, desafiante. En fin, creemos que hay un vínculo entre el lenguaje, otros dirán el estilo, y aquello que era la materia de su reflexión. Aquí, otra vez, la historia intelectual puede decirnos algo: cuando buscamos construcciones de sentido como la obra de un autor, estamos ante un lenguaje muy personal, aparentemente muy singular, que ha desafiado un modo de hablar institucionalizado. Al desviarse o separarse de ese lenguaje público institucional, protegido por la tradición, la verdad, la ciencia o cosas semejantes, el autor señala una disrupción, una disidencia, una heterodoxia. Estamos frente a un acto creativo que comienza a modificar las condiciones de futuros enunciados y, a su vez, ese acto creativo proviene de alguna modificación en la situación histórica que le brindaron las condiciones de posibilidad para decir eso y para decirlo así y no de otro modo (Pocock, 2009).1

Urge otra precisión; hemos optado por reunir en un mismo examen tanto su libro Pensamientos de un viejo como la pequeña libreta manuscrita que estuvo largo tiempo inédita y que ha sido rescatada y publicada recientemente. Se trata de El Payaso interior que, supuestamente, fue uno de los tantos borradores que intentaron convertirse en una inmediata prolongación de su libro de 1916. Sin embargo, aquella breve libreta nunca fue publicada en vida del autor y eso nos coloca ante un dilema digno de ser examinado como un posible acto de autocensura; ese silencio es, para nosotros, un síntoma de las condiciones culturales en que podía pensar un individuo en la Colombia de principio del siglo xx. Para este ensayo nos apoyaremos en la edición facsimilar de Pensamientos de un viejo, publicada por Editorial Bedout (1974). Mientras tanto, El Payaso interior fue publicado por el Fondo Editorial Eafit (2005).

2. Un joven lector de Nietzsche, Schopenhauer y Spinoza

Friedrich Nietzsche fue recibido por la intelectualidad colombiana mucho antes de la aparición de Pensamientos de un viejo. Fue en el ambiente del modernismo literario de fines del siglo xix en que lo leyeron, lo discutieron y lo evocaron en obras de ficción y en ensayos críticos. Abundan testimonios y anécdotas que les adjudican a Baldomero Sanín Cano y José Asunción Silva las primeras y explícitas alusiones a la obra del pensador alemán. El primero parece haberlo leído en la lengua original, el otro necesitó acudir a traducciones. Ambos advirtieron que Nietzsche propugnaba por una mutación radical de los valores, que partía de poner en tela de juicio al cristianismo; por supuesto, eso entrañaba leer a un autor censurable por el conservador y católico régimen político y cultural de la Regeneración impuesto en 1886, el mismo año en que, al parecer, Sanín Cano y Silva se conocieron en Bogotá y le dieron vida a un círculo de intelectuales que se reunió, durante casi una década, en casa del poeta y novelista bogotano (Atehortúa, 2021, pp. 41-45). A propósito, la novela De sobremesa, escrita entre 1887 y 1896, pero publicada póstumamente en 1925, es quizás la obra de ficción que mejor plasma una activa conversación de un escritor colombiano con el pensamiento de Nietzsche; mientras tanto, la ensayística de fines del xix y comienzos del xx, a la cabeza de Sanín Cano, puso a circular el interés por los supuestos morales ―o inmorales― de Nietzsche.

Hubo una profusa intermediación intelectual que hizo posible, desde fines del siglo xix, la circulación de las obras de Nietzsche y Schopenhauer en lenguas francesa y española en Latinoamérica. Una historia del libro nos brindaría datos certeros de ediciones y traducciones. Un vistazo al catálogo de la Librería Colombiana, en Bogotá, y de 1897, informa que la obra de Schopenhauer llegaba en las traducciones francesas de Jean Bourdeau; siguiendo los anuncios de prensa de la misma época, podemos saber que circulaban en español, también de Schopenhauer, Aforismos sobre la sabiduría de la vida (1896) y El mundo como voluntad y representación (1896), cuyos traductores fueron Antonio Zozaya y Edmundo González Blanco. Otra vía de difusión y aclimatación de estos autores fueron las revistas como aquella dirigida por el propio Sanín Cano, Revista Contemporánea (1904, 1905), en que hubo difusión de los atributos del pensamiento nietzscheano y, de modo más incipiente, de la obra de Arthur Schopenhauer. Agreguemos a ella algunas revistas europeas de asidua lectura entre intelectuales hispanoamericanos en el cambio de siglo: La Revue des Idées, Bulletin Hispanique, La Vie Moderne. Incluso revistas locales, como la Revista Nueva de Manizales, hacia 1910, era divulgadora frecuente de los pensadores alemanes. Ahora bien, el contacto con la literatura española ofrecía otra fecunda intermediación con obras de Nietzsche y Schopenhauer; pensemos en las novelas y ensayos de Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Ángel Ganivet, por mencionar algunos.

De modo que para 1916 la obra de Nietzsche era de circulación corriente entre los escritores colombianos; ese precedente fue, sin duda, parte decisiva de la iniciación intelectual de Fernando González. Sin embargo, su libro tiene un agregado novedoso que demuestra que al joven pensador no le interesó solamente conocer al autor de Así habló Zarathustra. Pensamientos de un viejo informa de modo explícito acerca de la biblioteca a la que recurrió; González hace notar, en todo el libro, que leyó a Nietzsche, Schopenhauer y Spinoza, principalmente; también menciona y reconoce su admiración o su afinidad con Blaise Pascal, Peter Altenberg, Leon Tolstoi, Fiodor Dostoievski, Montaigne, Voltaire, entre otros.

El dato de aquellas tres lecturas recurrentes e inspiradoras encierra una especie de anacronía, propia de las condiciones colombianas y quizás latinoamericanas de recepción del pensamiento europeo. Recibir, aceptar, comentar a Nietzsche, a inicios del siglo xx, en cualquier parte del mundo hispano, no era un evento extraño; era la época de leer y discutir el pensamiento de Nietzsche que provocaba una significativa ruptura con la razón ilustrada, con los dogmas de la verdad y la ciencia que acompañaron al siglo xix. Lo interesante es que la llegada de Nietzsche entrañó, para un lector juicioso como González, acercarse a un filósofo postkantiano cuya obra fue elaborada en la primera mitad del siglo xix, como sucedió con Schopenhauer, y a un filósofo que conversó con Leibniz y que criticó la obra de Descartes durante el siglo xvii, como fue Spinoza. En otras palabras, González tuvo que leer a Nietzsche para poder ponderar la importancia de Schopenhauer y Spinoza. Fue algo así como leer hacia atrás; un filósofo cercano a su tiempo le sirvió de puerta de entrada a una tradición filosófica que, para inicios del siglo xx, parecía cobrar vigencia.

El hecho de que González hable de esta tríada de pensadores encabezada por Nietzsche informa algo más. Nos permite conjeturar acerca de cuáles obras de Nietzsche pudo leer y cuáles le invitaron a aproximarse a Schopenhauer y Spinoza. Podemos suponer, por ejemplo, que leyó El viajero y su sombra, donde Nietzsche (1902), admite que Schopenhauer fue « mon premier et seul éducateur »2 , p. 8); una afirmación tan categórica debió ser muy sugerente para el joven lector; en Genealogía de la moral, Nietzsche (1900), vuelve a decir que Schopenhauer fue « mon illustre maître »3 y, además, menciona la obra de Spinoza, a quien sitúa, con otros pensadores, entre aquellos que desprecian la piedad , pp. 15-17). En Más allá del bien del mal, cuando se detiene largamente en el problema religioso, Nietzsche (1898ª), comenta tanto las obras de Schopenhauer como de Spinoza y, de este último, especialmente su ética , p. 35, 62, 69).

Ahora bien, es mucho más difícil saber qué leyó González de Schopenhauer y Spinoza. Lo cierto es que los comenta y los distingue con alguna propiedad y eso sugiere que acudió a ellos directamente. González cita en ocasiones a Schopenhauer, hace saber que leyó sus aforismos reunidos en Parerga y Paralipomena y que, en especial, le interesó lo que dijo sobre la amistad: «Los amigos se dicen sinceros; ¡los enemigos sí que lo son!» (González, 1974, p. 99). También sabe asociar a aquellos filósofos con una tradición de pensamiento, por ejemplo cuando dice que el tiempo es propicio «para meditar los pensamientos de Spinoza, de los Vedas y de Schopenhauer» (p. 8); luego dirá que es posible «creerte infinito leyendo a Spinoza, y cansado de la vida leyendo a Schopenhauer» (p. 97); más adelante, en sus “sueños alemanes”, el joven escritor antioqueño compara a Nietzsche con Spinoza a quien considera un «analista» (p. 146). En fin, González exhibe una familiaridad incuestionable con estos tres autores, los evoca con frecuencia y, por supuesto, admite que fueron fundamentales en sus reflexiones.

Sí, fueron fundamentales para expresar una concepción de la vida y también lo fueron para enseñarle unos recursos argumentativos. Nietzsche, Schopenhauer y Spinoza le habían mostrado al joven González la riqueza expresiva de la escritura aforística.

3. Parábolas y aforismos

El autor de Pensamientos de un viejo eligió un método argumentativo y acudió a unos recursos aprendidos en su lectura de unos maestros en el uso de la parábola y del aforismo. Apeló a formas breves y dialógicas de exposición de su pensamiento; con el aforismo, en particular, se inclinó por el pensamiento incompleto, fragmentario, como si se tratase de una continua elaboración. Así lo dicen algunos estudiosos de la escritura aforística, cada sentencia debe leerse como la pieza de una estructura, no como una meditación aislada y eso obliga al lector a buscar la estructura, el asunto general que el autor intenta alcanzar (Roy-Desrosiers, 2012, pp. 5-6). En otras palabras, el lector asiste al proceso de formación de un pensamiento acerca de algo, un proceso disperso en los diversos fragmentos aforísticos.

La parábola es una construcción, quizás más compleja, es un relato en miniatura que evoca una tradición comunicativa judeo-cristiana; de hecho, suele ser vinculada con una hermenéutica bíblica. Sin embargo, en el uso de aquellos filósofos que habían contribuido a la revaluación del canon racional occidental -leídos por González- la parábola se libera de su conexión con el didactismo bíblico y tiene como referente «la realidad humana en su totalidad», el punto de partida es la praxis existencial condensada en un breve relato que contiene su moraleja (Vincent, 2012, p. 102).

3.1. Una filosofía de la vida en parábolas

González decidió iniciar su libro con una parábola y la primera sección, «Desde mi tinglado», reúne el mayor número de relatos parabólicos si se compara con el resto de la obra. Estas son decisiones argumentativas que ya aportan un sentido o, por lo menos, una intención de decir algo de un modo determinado. A nuestro juicio, esas decisiones argumentativas anuncian el lugar en que el pensador quiere situarse y, quizás también, contra qué. Este simple dato de mostrarnos, en la primera sección de su libro, un conjunto de parábolas obliga a pensar que allí hubo una dispositio y una compositio; el pensador acudió intencionadamente a una estrategia de comunicación. Todo lo que aparece en «Desde mi tinglado» es una construcción narrativa, es la creación de un universo ficticio con personajes y lugares: unos discípulos y un maestro, un loco ante gente corriente, un joven y un viejo filósofo, un perro rico y gordo ante un perro flaco y pobre, un paralítico con su madre, un mendigo y las gentes de un pueblo, un filósofo y un poeta, una viejecita y un cura; los breves relatos evocan un sendero, una montaña, un frondoso árbol, un día de mercado en un pueblecito, el jardín de un palacio. No necesitamos hablar aún acerca de los asuntos que tratan aquellas parábolas; pero podemos decir, por ahora, que en todas ellas hay una intriga, hay una discusión, un enfrentamiento o crisis, una solución o desenlace. En definitiva, todos aquellos relatos contienen una especie de puesta en escena, un drama.

El recurso sistemático de la escritura en forma de parábolas obliga al lector a desentrañar las intenciones y el mensaje del joven pensador. Como lo han explicado Paul Ricœur y otros estudiosos de estas breves fórmulas narrativas, las parábolas han sido de uso corriente en el lenguaje bíblico. Narran un mundo ficticio que expone un paradigma que, a su vez, pretende enseñar algo acerca de la realidad (Ricœur, 1982, pp. 340-342). Son fórmulas metafóricas de la escritura bíblica que narran experiencias humanas tales como la culpa, el dolor, el sufrimiento, la muerte; es la invención de un mundo regido por la tensión entre lo ordinario de la vida cotidiana o de la realidad humana que encuentra una respuesta trascendente en el maestro, en el pastor que alecciona y moraliza; hay, por tanto, un vínculo entre la experiencia profana y la respuesta sagrada.

González, como su maestro Nietzsche, saca la parábola de su original función argumentativa en la escritura bíblica para que circule en un ámbito profano. También podríamos suponer, tan solo eso por ahora, que la parábola, como el apólogo, sugería un pequeño mundo de alegorías que cumplía con un didactismo moral. En todo caso, en vez de la pretensión de moralizar en el sentido del cristianismo, en vez de querer comunicar la verdad de un dogma religioso, la parábola en González sugiere un recurso paródico para poner en discusión experiencias y valores humanos, para dar su propia lección o, mejor, su propia versión acerca de lo que cree que tiene valor o sentido en las experiencias ordinarias de los humanos. El joven pensador aprovecha la capacidad didáctica, sentenciosa y solemne del relato parabólico para preparar un mensaje que reivindica valores muy distintos a aquellos del catolicismo.

En esa reivindicación de otros valores que parecen reñir con los hasta entonces dominantes es donde aparece el otro rasgo destacado de las parábolas, su carácter dramático. Toda parábola contiene un diálogo, una conversación que expresa una tensión, un debate. Algunos afirman que allí hay una puesta en escena, «un mini-drama» que sirve para exponer un interrogante, para poner en tela de juicio un sentido ético de la existencia humana (Vincent, 2012, p. 95). Las parábolas de González contienen claramente esa condición dialógica; por un lado, ese pequeño mundo ficticio inventado en ellas contiene una breve y significativa oposición de valores o, al menos, de opiniones; por el otro, autor y lector quedan enfrentados. El uno con su pretensión de mostrarnos un nuevo significado, un nuevo valor y el otro con sus valores habituales cuestionados.

Así, por ejemplo, desde aquella parábola que inaugura Pensamientos de un viejo, «La parábola de la llaga», González nos introduce en una nueva escala de valores. La semejanza es evidente con la parábola del rico epulón y Lázaro, narrada por el Evangelio de Lucas y el hecho de que simplemente aluda con el título a un relato bíblico constituye una advertencia. En una clara dirección schopenhaueriana, el joven pensador enjuicia la compasión cristiana y reivindica el sentimiento de dolor; algo que complementa casi enseguida «La parábola del loco» (González, 1974, p. 25) en que fustiga a aquellos «hombres pobres y flacos del mercado» que quieren defender al «perro flaco, pobre y vencido» por «el perro rico y gordo» (p. 25). Se nos ocurre que hay alguna semejanza con el juicio de Schopenhauer (1887) acerca del dolor como algo real, positivo y movilizador, mientras que los placeres nos engañan con la ilusión de la felicidad (pp. 150-169).

En esta exaltación del dolor como guía para conocer mejor el significado de la alegría irrumpe el discurso del loco. El mensajero de las nuevas verdades es el loco como «el único que no pensaba ni decía como los demás» (González, 1974, p. 25). Es un loco el que aconseja al mendigo: «¡Oculta tu llaga!» (p. 21); es la locura, en clave nietzscheana, «el único medio para modificar» las costumbres (p. 22). Todas las prácticas, todas las costumbres cuyos orígenes están llenos «de nebulosidades» (p. 22) quedan expuestas al cuestionamiento sabio del loco. Es de nuevo el loco el único capaz de desenmascarar «la vulgaridad de los hombres» (p. 24) en «La parábola del jardín», gracias a él puede entenderse el origen humano de todas las cosas. Llegará casi enseguida «La parábola del loco» en que queda aún más claro que la locura que González exalta es aquella «producida por el pensamiento» (p. 25). Y al lado de la locura están la soledad y el ocio que permiten «soñar mundos» (p. 33). El joven pensador comienza a identificarse con el loco, con el solitario, porque son capaces de vivir sus propias vidas. Por eso es que cuando llegamos a la lectura de «Vivir», donde «un maestro habló a sus discípulos, diciendo» (p. 30); aquí, González lanza la propuesta que quizás resume lo que ha venido postulando en las primeras parábolas de su libro: «Cada uno debe vivir y analizar sus experiencias: Así resultará original el tesoro de sus verdades» (p. 30).

Así nos aproximamos al último rasgo que queremos destacar de la escritura en parábolas; una parábola aislada o solitaria no funciona como argumento. En vez de una parábola, es un conjunto de parábolas cuya intención más evidente es mostrar o, mejor, compartir, el proceso de elaboración de una tesis. Un relato parabólico se une a otro para construir un mundo ficticio que intenta darle consistencia a una reflexión central. Algún sentido tiene en la obra de González que la primera sección tienda a privilegiar las narraciones parabólicas; algo ha querido decir el autor «Desde mi tinglado» y nos parece que logra expresar un anuncio, el de su ruptura con cualquier forma de tradición en el pensamiento. González (1974), ha privilegiado el examen de los sentimientos, de los recuerdos, las emociones; ha sugerido separarse de los viejos caminos de sus abuelos y de sus padres, y ha emprendido su propio viaje «por un nuevo sendero» , pp. 51-52).

3.2. Los aforismos o la experiencia de pensar

Resta decir que la parábola tiene algo de elusivo por su indirección4; mediante la parábola, el autor conduce la atención hacia un viejo, un loco o un mendigo y esas son máscaras que evitan que el autor del pensamiento quede plenamente expuesto. En el aforismo no sucede eso, el pensador con sus pensamientos asoma plenamente, no puede ocultarse o distraer al lector con una breve narración ficticia. Y algo más, cuando se trata de exponer el pensamiento, no basta una parábola, tiene que hablarse de parábolas. La fórmula es igual con los aforismos. No basta un aforismo, hay que remitirse a un universo plural. En uno y otro caso, se trata de un pensamiento en construcción y, dirán otros, del pensamiento como experimentación. Mejor, quizás, se trata del pensamiento como ensayo, como tentativa de aproximación a algo que no logra definirse del todo. Así lo ha visto Martin Jay en su examen de ciertos pensadores de la Escuela de Frankfurt, especialmente la obra temprana de Max Horkheimer, cuando el pensador alemán estuvo resuelto a hacer una crítica de la razón ilustrada (Jay, 1989, p. 83). Así lo ha visto Gilles Deleuze (1971), cuando aventuraba una explicación de los aforismos nietzscheanos , (pp. 48-89). Así lo podemos ver nosotros cuando nos acercamos a nuestro pensador González.

El aforismo es una forma de pensar que anuncia la ausencia de un sistema filosófico; por lo menos, delata que esa no es la pretensión. El aforismo, además, está conectado con la tradición de pensar por fuera de la razón como canon. No es cosa trivial que Pascal, en sus Pensées, hubiese acudido a los aforismos para decir que el acceso al conocimiento no era un atributo exclusivo de la razón y que la intuición; el corazón, el espíritu y los sentimientos también nos acercaban a alguna verdad. Es cierto, también, como lo explicó alguna vez Hugo Friedrich (1995), que hay una conexión íntima entre esa aparente escritura fragmentada con lo que el mismo Pascal llamó «esprit de finesse» y, quizás más importante, con la intención de hacer verdadera filosofía burlándose de ella , p. 8). « Se moquer de la philosophie, c'est vraiment philosopher »5, dijo el pensador y matemático francés, luego de afirmar que « la vraie éloquence se moque de l'éloquence, la vraie morale se moque de la morale »6 (Pascal, 1976, p. 14). En fin, estamos ante un antecedente pascaliano de un estilo, de una forma de expresión del pensamiento que halló prolongación genuina en Nietzsche y a la cual adhirió muy conscientemente el pensador colombiano. Tanto así que González cita un par de ocasiones a Pascal y, precisamente, para cuestionar la preeminencia de la razón; aún más, para sentenciar que la «razón es enemiga de la vida».7

Queda claro que el aforismo expresa la elección de una forma de pensar que no pretende ser un sistema ni una totalidad. Al contrario, expresa dispersión, desorden, intuición. Nada metódico, el aforismo delata exploración, un espíritu errante que busca algo y que no oculta la incertidumbre que acompaña toda búsqueda. Por tanto, los aforismos son tanteos en apariencia espontáneos. Esa espontaneidad tiene filiación con el movimiento de la vida, con la experiencia que está viviendo el sujeto que piensa y dice lo que va hallando en el camino.8 A propósito de esto, González nos informa de la importancia concedida al «movimiento del espíritu». Hay un momento de su libro en que el joven autor se detiene a mostrar por qué su obra se llama Pensamientos de un viejo y, precisamente, la reflexión aforística la titula «Puede haber un niño envejecido y un viejo niño»: «Teniendo presente que la vida no se mide solo por el tiempo, sino también por el movimiento del espíritu, podemos decir: El hombre vive muy poco.» «¿Has experimentado grandes sensaciones? Puedes entonces considerarte viejo […] Hay hombres que nacen sombríos y viejos […] ¿Entendéis ahora el título de mi libro? ¿Comprendéis la tristeza y el orgullo de esa paradoja?» (González, 1974, pp. 147-148). Mucho más adelante, en las páginas finales del libro, el pensador se decide por darnos su propia definición de aforismo y otra vez lo vincula con la experiencia de pensar al tiempo que lo presenta como un desafío para el lector. El aforismo no es la experiencia única del pensador, se ofrece como un reto para el lector que tendrá que colocarse a la altura del reto de pensar: «¿Qué es un aforismo? Es el fruto, la esencia de una larga meditación […] Un aforismo solo puede comprenderlo el que lo haya vivido; un aforismo no enseña: Hace que el lector se descubra a sí mismo. Para sacar fruto de los escritores aforísticos es preciso tener mucha vida vivida. Aforismos son cosas de viejos» (1974, p. 187).

La dispersión de los aforismos desafía al lector. Obliga a buscar en la multiplicidad y no en la unidad; impone la presencia de un sujeto fragmentado, heterogéneo, cuya identidad se esparce en cada fragmento. Y obliga a entender que se trata de un pensamiento que no aspira a tener utilidad ni a construir un sistema o un orden; la reflexión aforística no tiene la pretensión de resolver problemas, no es la contribución científica a algún asunto de la vida. Es simplemente el acto de pensar como liberación, como disfrute del ocio y de la fantasía. Por eso, quizás, le dirá al lector al final: «Se me ocurre que este libro no tiene finalidad alguna… Así como no he podido descubrir para qué nací yo, tampoco he podido descubrir para qué nació este libro» (González, 1974, p. 188).

Ahora examinemos el aforismo en su capacidad condensadora y que otros llaman su fuerza asertiva que se plasma, en ocasiones, en agresividad. El aforismo es afirmativo y expone sin titubeos al pensador y lo que está pensando. En ese sentido, esa fuerza asertiva es un desafío interpretativo para el lector; lo dijo Nietzsche (1898b) en Así habló Zarathustra, « les maximes doivent être des sommets, et ceux à qui l'on parle des hommes grands et robustes »9 , p. 48). El aforismo no es cualquier cosa, es algo que ha sido meditado porque contiene un grueso interrogante, porque no pretende dar soluciones. González (1974), establece con el lector una conversación en que lo desafía a estar a la altura de lo que él intenta hacer; por eso le advierte al lector que leer no es fácil: «Aprender a leer es muy difícil, pues es lo mismo que aprender a conversar con los pocos grandes hombres que han sido» (p. 140). Si los aforismos hacen parte de una búsqueda, algo semejante debería ser la manera de leerlos: «Dicen que se debe saber leer para buscar la verdad. Si es para eso, se lee para perder el tiempo. La lectura debe mirarse como un medio para acostumbrar nuestra vista a ver mayor número de matices en la vida» (1974, p. 145). Y el pensador hará casi una exigencia acerca de cómo debe ser leído: «Estos pensamientos los he escrito para aquellos que no leen sino en silencio. Mis verdades huyen ante todo ruido. Un lector sabio, cuando coge algo nuevo, al momento se da cuenta de si debe leerse al medio día o a la media noche» (1974, p. 108).

Ahora bien, buena parte del desafío aforístico consiste en que es una ruptura, es la separación del camino fácil tanto para el lector como para el escritor. González (1974), otra vez siguiendo a su maestro Nietzsche, explica el peligro de volverse filósofo y dedicarse a las afirmaciones y volverse «fundador de sistemas» (p. 140). Él ha elegido otra vía, la del contingente y quizás efímero aforismo: «No hay que olvidar que toda idea es la explicación de un estado de espíritu, y que en un solo día el hombre puede tener diez o más visiones del mundo» (p. 96). En conclusión, el aforismo no es para cualquier lector o, mejor, el lector tendrá que estar dispuesto a hacer búsquedas y a no esperar afirmaciones, conceptos, sistemas de pensamiento, doctrinas, nada de eso.

En este punto, el aforismo ha quedado confirmado como la expresión de una manera de percibir la filosofía; la filosofía no es la elaboración de doctrinas o sistemas, no es la elaboración de conocimiento útil y racional; es, mejor, la expresión de la vida, de la vida vivida por quien medita y por quien lee. Y esto nos lleva a algo consecuente, el aforismo es pensamiento fragmentado e inconcluso y allí es donde el buen lector interviene para tratar de completar.10

Por supuesto, pensar y escribir aforísticamente implica un estilo. González alcanzó en su libro a sugerir la comunión del filósofo y el poeta como la solución propia de esa forma de escritura. En un diálogo en que evoca al Zarathustra de la caverna, nuestro joven autor dice que el filósofo ha necesitado al poeta. El filósofo comprende y el poeta siente. El filósofo dice verdades y el poeta miente; aun así, la comunión es necesaria: «La verdad mata. Un filósofo para poder vivir tiene que ser algo poeta. ¡Feliz yo que te he encontrado! Desde hoy endulzaré mis amargas verdades con la miel de tus mentiras» (González, 1974, p. 61).

4. Las máscaras

En algunos pasajes, Pensamientos de un viejo se torna autobiográfico. Habla de su hermana, Ligia, de sus abuelos, de un tío, de la madre. Esos personajes, además, hablan, así sea de modo efímero. Todo eso puede ser una sumatoria de pequeñas ficciones o quizás alegorías como cuando hace hablar a Sócrates, a Schopenhauer, a Nietzsche o a Leonardo da Vinci o a Eulalia. Sin embargo, queda expuesto el recurso de los nombres propios: Ligia, Carlota, Felix, Fina. Al pensador le gusta inventarse personajes, a sus autores de cabecera los vuelve episódicamente personajes en pequeños retazos dialógicos. De esos personajes destaquemos una pareja que dialoga en varias ocasiones: Juan de Dios y Juan Matías. Las breves ficciones de sus parábolas refieren locos, viejos, poetas, mendigos; pero en la sección dedicada a reflexionar sobre la muerte aparecen personajes con nombre propio: Juan de Dios y Juan Matías.

La existencia de esos dos nombres que dialogan tuvo advertencia, por no decir preparación. En pasajes previos, sus meditaciones recurren a la conversación interior; el diálogo parece buen camino para exponer, no para resolver, una tensión. «En la soledad», el pensador detalla cómo hay una conexión entre pensar y ser un solitario:

Quien se retira del mundo ve con extrañeza que, poco a poco, su soledad se va poblando de creaciones de la fantasía. El solitario vive en perpetuo diálogo […] El hombre tiene muchas almas. Y el solitario da sus almas a seres imaginarios […] Por eso, en los escritos de los solitarios hablan los árboles, las fuentes, los animales; discurren el loco, el poeta, el viejo de las tristezas (González, 1974, pp. 98-99).

Esta autodefinición es pieza preciosa. Los personajes que él hace hablar son fruto de «su contemplación de sí mismo». Juan Matías y Juan de Dios aparecen en la sección «La Muerte» y en sus apuntes de El payaso interior sobrevivirá el primero. Cuando aparecen por primera vez es para anunciar que «el alma está enferma» (González, 1974, p. 106), entonces tendremos que recordar que ya nos había dicho que «la palabra alma es impropia», porque el interior del ser humano está compuesto de «muchas almas». En aquella conversación, en vez de hablar de la muerte, hablan de la vida y quien alecciona es Juan de Dios: «la vida perfecta está en la muerte» (p. 107). En la conversación siguiente, Juan Matías propone el suicidio. Mucho más adelante, en la sección «El jugo de la manzana», el joven pensador explica que ha construido «dos muñecos de trapo» y que esa ha sido su manera de hacerse a «una vida filosófica» (p. 137).

Cerca del final de sus Pensamientos, González (1974), parece haberse inclinado por uno de aquellos muñecos y escoge a Juan Matías para expresar una «filosofía del vago». Y no lo presenta como el portavoz del «noble arte del vagar» , p. 152), lo presenta más bien como el autor de tal filosofía. González ha depositado en su «amigo» el peso de aquel desafío al sentido predominante de la época. Es Juan Matías quien dice que rechaza dedicarse a hacer algo útil y exalta «el oficio de nosotros los vagos» (1974, p. 152). Otra vez, González se aferra a un recurso elusivo en la argumentación. La pereza y la vagancia son valores defendidos por un amigo, por otro que no es él; nuestro joven pensador solo facilita la comunicación del pensamiento de ese amigo interior, de ese invento de sus meditaciones.

El pensador ha insistido en que cuando pensamos no estamos solos. Y puede entenderse que pensar es un acto creador en que «el solitario vive en perpetuo diálogo» (González, 1974, p. 98), porque «su soledad se va poblando de creaciones de la fantasía» (1974, p. 98). Filosofía, creación y fantasía han marchado juntas con las máscaras que usó González. Las máscaras son otra señal de la forma plural del pensamiento, hacen parte de la expresión de un sujeto en construcción, compuesto de fragmentos, difícil de hallar en un sistema, en una unidad.

5. Conclusión: emancipación incompleta o autocensura

Pensamientos de un viejo puede leerse y entenderse de un modo sin su libreta de apuntes inédita titulada El payaso interior. Si nuestra intención es dar cuenta de lo que pensaba González hacia 1916, no podríamos omitir aquellos apuntes inéditos. Algo más estaba pensando y diciendo; ese algo más no fue incluido en el libro definitivo por alguna razón. Hemos leído las parábolas, aforismos y máscaras de Fernando González como el síntoma de algo. Tanto lo dicho como lo no dicho son asuntos reveladores de algo. Las novedades del lenguaje tienen conexión íntima con las novedades de lo pensado. Pensamientos de un viejo y El Payaso interior reúnen reflexiones de un sujeto que piensa sobre sí mismo, sobre lo que otros suelen llamar el mundo de la vida. Pensar la propia vida no podía escribirse como un ensayo erudito y razonado, basado en conceptos y análisis aparentemente lógicos. Pensar la propia vida no podía hacerse tampoco con el recurso de los relatos autobiográficos -diarios, memorias- tan abundantes en la prosa latinoamericana del siglo xix. Un sujeto vuelto predicado tenía que ser plasmado por una escritura de tanteo, de búsqueda de respuestas posibles. El autor de esos tanteos no buscaba decir una verdad, sino sugerir verdades posibles. El ritmo de la vida era el ritmo del pensamiento y este, a su vez, el ritmo de la escritura. Su retórica ha sido síntoma de algo que se abandonaba y de algo que se asumía. La escritura de González anunciaba la emancipación de un sujeto.

¿Cómo vivir la vida? ¿Cómo apreciar el dolor o la alegría? ¿Cómo afrontar la muerte? ¿Cómo hablar de sí mismo? Para todo esto, el sujeto que se piensa no ofrece al lector un manual lleno de prescripciones; algo también muy a la usanza de las prosas ordenadoras del siglo xix (Loaiza, 2017). En vez de prescripciones o aparentes soluciones, mejor explorar respuestas, experimentar lo que se piensa según el estado de espíritu. De ahí la mezcla admitida por el mismo autor de poesía y filosofía en su escritura, de sentimiento y pensamiento. Vivir es afirmar y negar, mientras que solo la muerte es certeza. Por eso, González dirá en varias ocasiones que la razón es la enemiga de la vida mientras se postule como una verdad absoluta. En consecuencia, mejor la duda que la fe, mejor el escepticismo, mejor huir de las definiciones, porque matan, porque limitan (González, 1974, p. 173).

¿Pensar y escribir así entraña la ausencia de certezas? Pensar así señala unos puntos de partida definibles. Pensar así es pensar original y libremente. Pensamientos de un viejo y su libretica inédita de 1916 exaltan al pensador solitario que ama el silencio; el pensador defiende el ocio creador alejado de las multitudes, de las vanidades, de los códigos sociales, reivindica «el placer divino» de «crear mundos» (González, 1974(p. 33). Pensar así es pensar la experiencia de vivir y esa experiencia entraña movimiento, anhelo de superación, es subir la montaña, sufrir, sentir dolor, sentir soledad. La vitalidad de pensar la entiende como el cultivo del espíritu y cultivar el espíritu es «hacerle una llaga» (1974, p. 115) y vivir con ella.

Ahora bien, El Payaso interior guarda coherencia o, mejor, continuidad con lo publicado en Pensamientos de un viejo. Continúa, por ejemplo, su ponderación de la obra de Nietzsche, quien le había mostrado que se podía «pensar mientras caminaba» (González, 2005 (p. 25). También, lo hemos dicho, con la máscara de Juan Matías. Sin embargo, asoma la posibilidad de estar ante un nuevo libro, el libro siguiente que esbozaba González (2005), como si quisiese profundizar en algunas cosas. Visto así, encontramos que nuestro autor sigue explicando por qué ha escogido la escritura aforística y hasta podemos pensar que su explicación es más rotunda en la libreta olvidada: «Algunos se han preguntado ¿por qué esta forma fragmentaria? Sencillamente porque esta clase de libros son escritos por escépticos que en nada creen firmemente» (p. 67). Sin duda, aquí hay una reafirmación del camino escogido.

El Payaso interior alcanza a sugerirnos la pretensión de ir un poco más lejos que Pensamientos de un viejo. González defiende el pensamiento libre, libre de la multitud y del público, libre de las instituciones, de la familia, de la tradición y los padres; ser original es «no parecerte a tu abuelo» (González, 1974, p. 136). Por eso, Pensamientos de un viejo anuncia una ruptura, la de un muchacho audaz que cuestiona los valores cristianos. Su libro anuncia, pero no decide, una ruptura con la tradición religiosa que se afirma luego en las reflexiones inéditas de El Payaso interior. La inaugural «Parábola de la llaga» cuestiona, como diría Deleuze (1971), «la alegría cristiana es la alegría de resolver el dolor» (p. 26). Dolor y alegría están transvalorados en las parábolas y aforismos de González (1974): «No puede haber alegría si no hay dolor, y este existirá mientras haya vida» (p. 27). Este modo de entender la vida lo pone fuera de la órbita de la felicidad cristiana y lo acerca a la idea dionisiaca de la vida. Pero lo que es anuncio de ruptura en Pensamientos de un viejo es, en El Payaso interior, ataque explícito a la religión católica:

Ha pasado por la calle un sacerdote cristiano. ¿Has visto qué orgullosos son? ¿Has visto que jamás ceden la acera? ¿Has visto con cuán gran facilidad tutean a uno? Ese orgullo les viene de su dogmatismo. Se creen los intermediarios de Dios. Se creen los poseedores de la verdad. Nada hay tan despreciable e irritante como un ser de estos, dogmático y orgulloso. (González, 2005, p. 36)

El dogma cristiano riñe con el pensamiento libre, la religión cristiana (y cualquier religión) no admite la duda. La separación de ese dogma aparece radicalmente expresada en su libreta largo tiempo inédita:

Nada más desastroso para el espíritu que la religión cristiana. Una doctrina que prohíbe dudar de ella. La gran verdad de Descartes es la primera verdad: para poder ser pensador es indispensable renunciar a toda creencia. (González, 2005, p. 39)

Al leer su libro publicado y el manuscrito, ambos del mismo año 1916, se vuelve inevitable preguntarnos: ¿por qué en vida del autor esos apuntes contenidos en El Payaso interior no conocieron la publicación?; ¿Por qué las reflexiones de esa libreta son más afirmativas y radicales que aquello que dejó insinuado y abierto en Pensamientos de un viejo? ¿Hubo por parte de su autor un auténtico ejercicio de autocensura? ¿No se atrevió a hacer una ruptura definitiva con el peso de la tradición? En consecuencia, ¿la emancipación anunciada en Pensamientos de un viejo quedó como una expectativa, como un pensamiento inconcluso o, mejor, trunco?

Pensamientos de un viejo, leído al lado de la inédita libreta de apuntes, queda expuesto, ante nosotros, como una obra abierta, inconclusa que el joven pensador siguió completando. La lectura de aquel breviario inédito sirve ahora para saber qué estaba haciendo con su pensamiento un joven colombiano de comienzos del siglo xx que intentaba liberarse de los dogmas heredados. La emancipación del sujeto quedó anunciada en Pensamientos de un viejo y tuvo una continuidad silenciosa, ¿o silenciada?, en El Payaso interior.

Referencias

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  21. (). Las parábolas según Paul Ricoeur y Michel Henry.. Cuestiones teológicas 39, 259-282.
Especialmente interesante para el asunto que aquí refiero, el de la tensión entre el acto de habla innovador de un pensador y el peso de un lenguaje público largamente institucionalizado, el capítulo titulado «The concept of language and the metier d'historien» (pp. 87-105).
Más largamente, Nietzsche dirá al inicio de su libro: « Je voulus, dans la troisième Considération inactuelle, exprimer la vénération que je portais à mon premier et seul éducateur, le grand Arthur Schopenhauer ». [«Yo quise, en la tercera Consideración intempestiva, expresar la veneración que yo tengo por mi primer y único maestro, el gran Arthur Schopenhauer», traducción libre de GLC]. Las cursivas son del original.
[«Se trataba para mí del valor de la moral y sobre ese punto yo iba a explicarme casi exclusivamente con la ayuda de mi maestro Schopenhauer», traducción libre de GLC].
Acerca de la indirección en la parábola, véase Fontanille (2019) y Walton (2012).
[«Burlarse de la filosofía es realmente filosofar», traducción libre de GLC].
[«La verdadera elocuencia se burla de la elocuencia, la verdadera moral se burla de la moral», traducción libre de GLC].
González cita a Pascal en un par de ocasiones y nos hace suponer que lo ha leído en la lengua original; al respecto ver «¿Cómo matar esta tristeza?», y «¿Qué más trágico?» (1974, p. 120, 121).
Sobre el carácter fragmentario y disperso del aforismo y su importancia en las obras de Pascal y Nietzsche, ver el interesante aunque viejo ensayo de Montcriol (1982).
[«Las máximas deben ser unas cumbres y aquellos a quienes se les habla grandes y robustos». Traducción libre de GLC].
Aquí nos basamos en el estudio de la forma aforística en Nietzsche de Roy-Desrosiers (2012).