“La guerra que no hemos visto” and the activation of speech

Authors

DOI:

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n58a04

Keywords:

Violence in Colombia, historical memory, transitional justice, artistic dispositive, testimony

Abstract

This paper offers an analysis of the artwork “La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica” (the war we have not seen. A project on historical memory”) by the artist Juan Manuel Echavarría. The paper shows how the meaning of the artwork is constructed in the context of two different experiences with transitional justice in Colombia: La ley de Justicia y Paz (2005) (peace and justice law) and Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (2016) (Final settlement for the termination of conflict and building of a lasting and stable peace). “La guerra que no hemos visto” functions as a dispositive to activate conversations in which the necessary conditions to hear the voices of anonymous combatants that are silenced (their lives are threatened) are built. Simultaneously this project is contrasted with other similar initiatives on which, instead of prompting dialogue, a simulacrum is built.

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Author Biography

Elkin Rubiano, Universidad Jorge Tadeo Lozano

Doctor (c) en Historia del Arte de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá. Magíster en Comunicación por la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Sociólogo por la Universidad Nacional de Colombia. Profesor Asociado de tiempo completo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Publicaciones: Réquiem NN de Juan Manuel Echavarría: entre lo evidente, lo sugestivo y lo reprimido, Cuadernos de música, artes visuales y artes escénicas (2017); Memoria, arte y duelo: el caso del Salón del nunca más de Granada (Antioquia, Colombia), Historelo (2017); Las víctimas, la memoria y el duelo: el arte contemporáneo en el escenario del postacuerdo, Análisis Político (2017); “Cuerpos sin duelo” y deuda simbólica: El lugar del arte en contextos de violencia, Cuadernos de música, artes visuales y artes escénicas (2017).

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Published

2018-07-31

How to Cite

Rubiano, E. (2018). “La guerra que no hemos visto” and the activation of speech. Estudios De Filosofía, (58), 65–98. https://doi.org/10.17533/udea.ef.n58a04

Introducción

En Colombia, desde comienzos de la década 1980 se incrementó el número de víctimas por violaciones de derechos humanos y derecho internacional humanitario. Esta es una de las razones para considerar que la violencia contemporánea en Colombia es diferente a la del periodo de La Violencia. La actual, como señala Gonzalo Sánchez, es una “guerra de masacres”: “Entre 1982 y 2007, el Grupo de Memoria Histórica ha establecido un registro provisional de 2.505 masacres con 14.660 víctimas.” (Grupo de Memoria Histórica, 2008, p. 14). Esta trasformación de la violencia ha incidido en las prácticas artísticas que se ocupan del conflicto armado. En términos generales, las estrategias representativas (dar cuenta del dolor de las víctimas mediante recursos expresivos y simbólicos), han sido en gran medida desplazadas con prácticas que trabajan estrechamente con las víctimas y las comunidades, mediante distintas modalidades: crear con la comunidad (arte participativo), crear una comunidad (arte relacional), crear para la comunidad (arte intervencionista). En todas estas modalidades, más que la representación de la víctima se busca su activación. Para dar cuenta de esto, es indispensable considerar al menos dos polos de la discusión, representados por Claire Bishop y Nicolás Bourriaud.

La colaboración, lo dialógico, lo contextual, así como el carácter comprometido e intervencionista del arte participativo, se insertan en marcos que sobrepasan la propia práctica, como la transformación del papel del Estado y, correlativamente, el diseño de políticas culturales que construyen una función y señalan el lugar del arte: “…el arte como una forma de inclusión social” (Bishop, 2012, p. 17). Igualmente, nociones sobre la “audiencia activa” están presentes en las industrias culturales:

Hoy en día, la participación también incluye los sitios en red y cualquier número de tecnologías de la comunicación basándose en los contenidos generados por los usuarios. Cualquier discusión sobre la participación en el arte contemporáneo debe tener en cuenta estas connotaciones culturales más amplias, y su implementación por la política cultural, a fin de determinar su significado (Bishop, 2012, p. 30).

Lo anterior no es solo la descripción de una situación sino también una toma de posición: frente a la devaluación de la participación del espectáculo y de las industrias culturales quedan aún espacios para la exploración del arte participativo. Sin embargo, aunque Bishop se separe de modo claro de los presupuestos de la “estética relacional”, comparte formalmente con ésta una intención:

…más allá de su carácter comercial o de su valor semántico, la obra de arte representa un intersticio social (…) un espacio para las relaciones humanas que sugiere posibilidades de intercambio distintas de las vigentes en este sistema (…) crear espacios libres, duraciones cuyo ritmo se contrapone al que impone la vida cotidiana, favorecer un intercambio diferente de las zonas de comunicación impuestas (…) El arte contemporáneo desarrolla efectivamente un proyecto político cuando se esfuerza en abarcar la esfera relacional, problematizándola (Bourriaud, 2006, pp. 15-16).

El “intersticio social” es un lugar estratégico para el arte participativo. Sin embargo, lo central en la reflexión de Bishop, a diferencia de Bourriaud, es que este tipo de arte es (o debería ser), necesariamente, político y, por lo tanto, ir más allá de la construcción de relaciones que, en última instancia, pueden resultar puramente formales y consensuales, e incluso incierta la cuestión del para qué de las relaciones construidas. La “estética de la proximidad” que reivindica Bourriaud no parece cualitativamente diferente a la proximidad (a distancia) que plantean los nuevos medios y las comunidades virtuales. Sin embargo, la distancia que pueda construirse con respecto a la estética relacional, no debe llevar a suponer que lo político del arte participativo -en la versión de Bishop- deba pasar por cuestiones de “empoderamiento”, “agenciamisnto”, “inversión de relaciones de poder”, etc. Para decirlo en pocas palabras, lo político del arte participativo no se centraliza en cuestiones de poder. A pesar de esto, la crítica de arte que se ocupa de estas prácticas parece construir una relación inseparable entre la noción de poder y el arte socialmente comprometido. En este punto Bishop se apoya en Rancière, al considerar lo político con lo sensible, con la aisthesis, con un régimen de identificación del arte (el estético) y un reparto de lo sensible: “…cuando aquellos que no tienen tiempo se toman el tiempo necesario para plantearse como habitantes de un espacio común” (Rancière, 2005, p. 19).

Con respecto a las prácticas artísticas que se vinculan con alguna comunidad la cuestión del público se transforma, porque en lugar de un público que recepciona las obras en los lugares tradicionalmente adecuados para ello (el museo y la galería), la comunidad participante se activa mediante los proyectos creativos. En un sentido estricto, la comunidad que participa en el proyecto es el público directo, mientras que el de las galerías y los museos es un público que recepciona en diferido:

…el arte participativo de hoy se esfuerza en subrayar el proceso sobre una imagen definitiva (…) Se tiende a valorar lo que es invisible: una dinámica de grupo, una situación social, un cambio de energía, una conciencia elevada. Como resultado de ello, es un arte que depende de la experiencia de primera mano, y preferiblemente de larga duración (días, meses o incluso años) (Bishop, 2012, p. 5).

Ahora bien, el arte que se hace con las comunidades debe analizarse a partir de sus singularidades. En Colombia, las comunidades que convoca el arte o aquellas que se activan a partir de diversas prácticas creativas, son, en gran medida, comunidades atravesadas por el conflicto armado. No es un azar, por lo tanto, que la comunidad de este tipo de prácticas esté conformada por víctimas del conflicto armado. Y tampoco lo es que estas prácticas estén vinculadas a procesos de elaboración del duelo, tramitación del dolor y construcción de memoria colectiva (Rubiano, 2017). Esto quiere decir que las víctimas han tomado un lugar activo y que la activación es una de las formas con las que el arte explora en contextos conflictivos. No obstante, en este contexto la voz de los perpetradores ha estado ausente del arte participativo. Una ausencia en parte comprensible cuando nos preguntamos por la legitimidad de la voz de aquellos que construyen la memoria sobre el conflicto. Sin embargo, la cuestión es más compleja, y esta complejidad la pone en evidencia una práctica que escenifica, más que los antagonismos, el carácter agónico del conflicto armado. Es en ese sentido que el trabajo de Juan Manuel Echavarría con la fundación Puntos de Encuentro resulta interesante, pues mediante la puesta en marcha de unos talleres de pintura ha construido lo que podría considerarse un dispositivo de activación del habla de los perpetradores de asesinatos, masacres, desaparición forzada. En esta activación se hacen visibles actos de la guerra que permanecían inéditos y que, por lo tanto, resultan indispensables para conocer la memoria del conflicto armado reciente. Ahora bien, aunque los cuadros de “La guerra que no hemos visto” narran acontecimientos puntuales, lo político de este trabajo no está propiamente en su contenido; más que aquello que se narra puntualmente, lo político está en la posibilidad misma de narrar: “…en escuchar como a seres dotados de palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière, 2005, p. 19). Es decir, lo político en este proyecto está en la construcción del dispositivo que activa el habla de los participantes.

La construcción de memoria histórica

¿Cómo construir memoria histórica? ¿Hay un grupo legítimamente constituido para llevar a cabo esa construcción? Es necesario preguntarse si, además de las víctimas, los actores del conflicto armado (las guerrillas, los paramilitares y las fuerzas armadas del Estado) también pueden o deben construir memoria, es decir, ¿son legítimas sus voces?, ¿es necesario escucharlas? Evidentemente esta es una cuestión problemática: por un lado, no se puede trazar una línea tajante, sin zonas grises, entre víctimas y victimarios1 y, por el otro, los perpetradores de atrocidades guardan una verdad que es necesario revelar, tanto por los ejércitos al margen de la ley, como por los de las fuerzas armadas del Estado. Con respecto a este último actor del conflicto, el coronel (r) Carlos Arturo Velásquez de la Escuela Superior de Guerra, señalaba en un seminario sobre construcción de memoria histórica, lo siguiente: “Hay que escribir nuestras historias, esas de gloria y honor, pero también hay que contar aquellas en las que desafortunadamente se han cometido errores, no hay que negarlas. Eso nos enseñará y nos hará más grandes” (CNMH, 2014).2No obstante, la apertura mostrada en este discurso se hizo con respecto a lo que será el Centro de Memoria Histórica Militar, cuyo objetivo es construir un relato diferente del que han venido haciendo el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y las organizaciones de Derechos Humanos. Así que hay voces contrarias a la construcción de una memoria que integre a los distintos actores del conflicto. El general (r) Jaime Ruiz, presidente de la Asociación Colombiana de Oficiales Retirados (ACORE), hizo público su malestar con respecto a los informes publicados por el CNMH:

Cuando se hizo público el famoso ‘¡Basta Ya!’ que fue la obra maestra del CNMH, que es una entidad oficial, yo le pedí una audiencia al presidente Santos y le dije lo nocivo que era ese trabajo, porque ese documento llegaba a unas conclusiones como que los responsables de la violencia en Colombia, en términos generales, era una organización criminal que se llama Fuerzas Militares y Policía Nacional de Colombia (…) El ‘¡Basta Ya!’ ese es un libro que hay que recoger, hay que producir otro, pero de una manera diferente, sin ese revanchismo de la extrema izquierda (Citado por Rendón Marulanda, 2017).

La voz en contra de la posibilidad para la construcción de una memoria integrada del conflicto armado en Colombia está presente, del mismo modo, del lado de las víctimas, quienes se promulgaron contra del Decreto 502 de 2017, firmado por el presidente Juan Manuel Santos, en el que se le otorgó al ministro de Defensa un asiento en el Consejo Directivo del CNMH, inclusión que podría poner en riesgo la autonomía que ha asumido esta institución, si se tienen en cuenta las declaraciones consignadas líneas arriba. La desconfianza de las víctimas con respecto a la verdad que han construido los actores del conflicto armado no resulta infundada. En el marco de la Ley de Justicia y Paz (2005) -la primera experiencia de justicia transicional en Colombia-, la verdad judicial recayó, principalmente, en los hechos que los paramilitares reconocieron mediante confesiones en las que iban apareciendo nombres de personas y eventos, de acuerdo a circunstancias de tiempo, modo y lugar. Sin embargo, esta experiencia demostró que hay una distancia entre la verdad judicial y la verdad histórica. En ese hiato se construye, en el mejor de los casos, una verdad caleidoscópica (Centro de Memoria Histórica, 2012) y en el peor, un olvido deliberado en el que no se reconocen las acciones perpetradas y, por lo tanto, no hay condenas ni posibilidad de reparación para las víctimas.

Más allá de los aciertos y desaciertos de la Ley de Justicia y Paz, resulta claro que con este proceso las víctimas emergieron como actores sociales que exigen sus derechos. Esa emergencia pública de las víctimas ha estado estrechamente unida a propuestas artísticas que exploran los territorios de las masacres, los asesinatos selectivos, las desapariciones y el desplazamiento forzado. La Ley de Justicia y Paz abrió territorios dominados por grupos armados no sólo para las ONGs y los investigadores judiciales y académicos, sino que, al mismo tiempo, puso a los artistas en contacto con las víctimas del conflicto y con los perpetradores de atrocidades. En las prácticas artísticas concentradas en los territorios del conflicto armado, las víctimas dejaron de ser una noción lejana construida mediante recursos visuales rutinarios y tradicionales, es decir, mediante fórmulas que hasta algún momento resultaron eficaces en el campo del arte colombiano. La representación de los desastres de la guerra mediante los recursos de la expresividad, la fealdad y la fragmentación de los cuerpos, fueron cediendo para darle lugar, en nuestro contexto, a otras apuestas en las que en lugar de la representación de la víctima se dan formas de activación del habla de los individuos y las colectividades.

Sin embargo, como se ha venido señalando, la construcción de la verdad histórica, cuyo alcance llegará a ser caleidoscópico, se hace con la inserción de distintas voces y relatos que desde luego evidencian el carácter conflictivo que supone tal construcción. Si bien es cierto que las voces de las víctimas tienen una legitimidad de orden moral, también lo es que las voces de los perpetradores de masacres, asesinatos selectivos, desapariciones y desplazamiento forzado, deben ser escuchadas para la construcción de un relato del conflicto armado en Colombia. Algunas de estas voces, desde luego, han sido escuchadas en las versiones libres de la Ley de Justicia y Paz, aunque sus resultados han estado lejos de la construcción de verdad judicial e histórica en un sentido amplio.3

En el proceso de justicia transicional no sólo las víctimas emergieron para el campo del arte sino también lo hicieron los perpetradores y sus crímenes. Estos se hicieron visibles con la Ley de Justicia y Paz mediante las versiones libres y los mecanismos de desmovilización y reinserción a la vida civil. A continuación, se presentará un caso en el que se experimenta con la posibilidad de narrar la guerra a partir de imágenes realizadas por los propios actores del conflicto armado: paramilitares, guerrilleros y soldados del ejército nacional.

“La guerra que no hemos visto” como dispositivo de activación del habla

Con respecto al inicio del proyecto “La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica” (2009), el artista Juan Manuel Echavarría señala lo siguiente:

Cuando la desmovilización de los treinta mil paramilitares rasos en el 2005 bajo la Ley de Justicia y Paz, llegaron desmovilizados de todo el país a diferentes albergues gubernamentales en Bogotá. Varias veces crucé frente a unos de estos albergues en el barrio Teusaquillo, y cuando veía a los exparamilitares, me decía: “Nunca he hablado con uno sólo de ellos… nunca les he escuchado un relato… ¿Cómo habrán sido sus experiencias en la guerra? ¿Qué historias circularán por sus memorias…?” (Echavaría, 2009).

En muchos casos las historias que habían circulado por parte de los paramilitares no solo se alejaban de la verdad, sino que resultaban revictimizando a los sobrevivientes. Basta con recordar, entre muchas otras, la declaración en versión libre dada por Jhon Jairo Esquivel Cuadrado, alias “El Tigre”, uno de los sindicados por la masacre de El Salado: “No se hizo nada del otro mundo, fueron muertes normales, no hubo ahorcados, ni robos de tiendas, ni de ganado. Esa gente [se refiere a los testigos que sobrevivieron a la masacre] debe ser más seriecita en decir lo que pasó” (Grupo de memoria histórica, 2009). Contraria a esta declaración, los testigos de esta masacre han relatado episodios de una crueldad extrema que se alejan bastante de lo que el perpetrador llama “muertes normales”.4 La sevicia, sin embargo, ha estado presente desde el periodo conocido como La Violencia. Modalidades de asesinato y escenificación del crimen como los llamados corte de florero, corte de franela, bocachiquiar, picar para tamal,5 entre otras, se fundamentan en la representación de la víctima como un animal que debe ser sacrificado. La animalización propicia una indiferencia y un distanciamiento en el victimario que facilita la eliminación y el descuartizamiento de la víctima (Uribe, 1990, pp. 96-97).

Una de las primeras obras de Echavarría hace referencia a la sevicia presente en la historia de la violencia en Colombia. “Corte de florero” (1997) es una serie de 33 fotografías que remite hacia ese repertorio de prácticas atroces.6 Sin embargo, en estas fotografías opera una suerte de desvío. No es un trabajo fotográfico que ilustre la sevicia sino una metáfora en la que se cruzan referencias históricas del relato de nación, como la Expedición Botánica, el objeto “propiciatorio” que permitió planear el “Grito de Independencia” (el florero de Llorente), así como el orgullo patrio por su diversidad floral y, desde luego, la infame práctica de descuartizar un cuerpo para, posteriormente, colocar los brazos y las piernas en el lugar que ocupaba la cabeza de la víctima, como si fuera un “arreglo floral”: el corte de florero. Sin embargo, en las fotografías las flores no son flores sino la disposición de huesos humanos que simulan la clasificación botánica de especies florales, acompañadas con un nombre en latín: “…híbridos que sugieren lo grotesco. Así, una flor de hueso pélvico se llama Dracula Nosferatu, mientras que otra flor hecha con una costilla, con un ramillete de metacarpianos en un extremo, a modo de pétalos, se llama Dionaea Misera” (Taussig, 2010, p. 227).

Tal vez lo que se sugiere con estas fotografías es que la flor nacional no es la Cattleya Trianae, el lirio de mayo, sino la cosecha de muerte que se confunde de manera siniestra con el paisaje, la Cattleya Cruenta o el Anthurium Mutilatum. Esta relación entre paisaje y violencia es persistente en el arte nacional si se piensa en obras como “La cosecha de los violentos” (1968) de Alfonso Quijano, “Piel al sol” (1963) de Luis Ángel Rengifo o “La violencia” (1962) de Alejandro Obregón. En la primera, unos cadáveres yacen al pie de un árbol como si fueran sus frutos caídos; en la segunda, la piel desollada de una mujer se extiende como las pieles de animales que van a ser curtidas; en la tercera, una mujer embarazada con el rostro desfigurado yace sin brazos tendida en el horizonte, como si fuera ella el paisaje. Las escenas representadas en estas obras, que parecen tan lejanas y alegóricas, son en verdad, cercanas y reales; persisten en las masacres de hoy, como la de El Salado (2000), mencionada líneas arriba: “…se utilizaron cuerdas de estrangulamiento, se empaló a una mujer (…) hubo corte de orejas (…) asesinato de una mujer embarazada y degollamientos de víctimas” (El informe de la masacre de El Salado, 2009). La sevicia en estas acciones es de una crueldad tan extrema que las representaciones artísticas que se ocupan de ellas parecieran agotarse, como fórmulas rutinarias sin potencia de afección o concientización, que es lo que frecuentemente buscan. Pero ¿pueden aún imágenes semejantes decir o expresar algo? ¿Hay potencia todavía en la representación de la barbarie? Durante las dos últimas décadas hay un cambio en los modos de hacer artísticos que buscan dar cuenta de la violencia en Colombia. Esa transformación de los modos de hacer está presente en el trabajo de Juan Manuel Echavarría, quien pasó de una poética de la imagen creada por el artista (la simulación de flores mediante huesos humanos), a unos modos en los que se busca activar la memoria de los actores del conflicto armado con “La guerra que no hemos visto”.7

Allí, como en “Piel al sol” o “La cosecha de los violentos”, el territorio también está presente, es decir, la violencia como paisaje y el paisaje de la violencia. Pero, a diferencia de las obras señaladas, los paisajes no han sido creados por artistas, pues “La guerra que no hemos visto” se realizó mediante unos talleres de pintura en los que participaron 17 exparamilitares de las AUC, 30 exguerrileros y 14 exguerrilleras de las FARC, 1 exguerrillero del ELN y 18 soldados del ejército nacional heridos en combate, quienes en conjunto produjeron más de 400 pinturas de las cuales 90 fueron expuestas por primera vez en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (2009).8 Algo que llama la atención del conjunto de las pinturas es el verde, las montañas y los valles, la presencia de la naturaleza estrechamente unida al rojo de las masacres (Imagen 1, p. 95). Más que pinturas en un sentido experto, estas imágenes son cartografías cuyos aspectos formales se construyen, por un lado, mediante el centrado y la frontalidad y, por el otro, mediante planos cenitales y picados. La representación de los hechos es ingenua desde el punto de vista formal, una candidez en el modo de representar en el que, sin embargo, nada de lo representado resulta ingenuo.9

En estas imágenes hay un juego de oposiciones entre la representación y lo representado: la ausencia de verosimilitud formal (“así no se ven las cosas”), es inversamente proporcional a la verosimilitud narrativa (“así sucedió”). La ingenuidad de la representación se liga a la brutalidad de lo representado generando una tensión en quien observa estas imágenes. Tensión que en algunos casos parece transformarse en rechazo, como señala Echavarría: “He tenido personas que dicen: ‘Pero cómo se pintan estos temas con esta ingenuidad, con este lenguaje de niños, ese lenguaje no va para estos temas, para el contenido de la obra’” (Echavarría, Comunicación personal, 20 de octubre de 2015). Sin embargo, Echavarría considera que ese es uno de los modos para poder ver el horror y la barbarie: “El arte, como el escudo de Perseo, nos permite ver el horror sin petrificarnos” (Echavarría, Comunicación personal, 20 de octubre de 2015). Ese sería el modo de poder ver la guerra que no hemos visto. Las imágenes impactan: no sólo impresionan, sino que también chocan. Pero tanto la impresión como el choque resultan diferentes a los efectos producidos por las imágenes sensacionalistas, imágenes que, de hecho, no pueden verse con facilidad. A pesar de la brutalidad de las imágenes de “La guerra que no hemos visto” podemos fijarles la mirada. Tal vez el acierto afectivo en estas imágenes tenga que ver con la lógica de su representación o, más bien, con su inversión: adultos que pintan como niños asuntos que no son infantiles.

Otra cuestión tiene que ver con el aspecto narrativo. En “La guerra que no hemos visto” se narra desde arriba (planos cenitales y picados), pero esta narración no es distanciada, pues su fundamento parte de abajo, de una recuperación de las prácticas brutales de la guerra que muestran territorios que aún no habían sido vistos. Los talleres realizados recurrieron a las metodologías recomendadas para la recuperación de la memoria: la pregunta generadora que activa la memoria (sus experiencias de la guerra) y la elaboración de mapas (mentales, del entorno, de rutas, del pasado -cartografías, propiamente hablando). El trabajo de Echavarría consiste en propiciar, por medio de la construcción de un espacio creativo (los talleres de pintura), un desplazamiento y una multiplicación de las miradas que, a su vez, posibilita una ampliación en los modos de ver. Esta multiplicación de los puntos de vista tiene que ver con que son las voces de los excombatientes rasos las que se ponen en escena en esas pinturas. Es decir, no son las voces oficiales de la guerra, ni las de los comandantes de las fuerzas al margen de la ley, ni las de la academia, que son con frecuencias las que en conjunto construyen el relato de la guerra en Colombia. En el caso de la “Guerra que no hemos visto” emergen las voces anónimas que han experimentado los desastres de la guerra, cuyo mandato ha sido “Enterrar y callar”, como se consigna en uno de los grabados de Goya. En este sentido, la serie de pinturas opera como un dispositivo de activación del habla de aquellos que, por fuerza, debieron permanecer silenciados, de aquellos cuya voz silenciada guardaba una verdad de la guerra.

Es necesario resaltar entonces las posibilidades que hay en estas formas de simbolización con respecto a la construcción de verdad histórica. Si el contexto de la Ley de Justicia y Paz se convirtió con frecuencia en el escenario para la autopromoción de los comandantes como héroes cuyas acciones resultaban necesarias y, por lo tanto, justificadas,10 los testimonios en imágenes de los excombatientes muestran, en cambio, una brutalidad sin sentido ni justificación lejos de cualquier posibilidad de enaltecer tales actos como heroicos. No circunscritas a la lógica equivalencial entre confesión y beneficio judicial, las imágenes de “La guerra que no hemos visto” no están calculadas, como muchas de las confesiones realizadas en las versiones libres de los jefes paramilitares. Esta es la valoración que Gonzalo Sánchez, director del CNMH, hizo de esta serie:

Los relatos de la guerra construidos en la era reciente, a partir de las declaraciones calculadas de los comandantes y cabecillas, tienen contrapeso aquí, en la crónica espontánea de soldados rasos. Frente a un ejercicio tan cuestionado como el de las versiones libres, erigido frecuentemente en plataforma de exaltación heroica de los jefes, estos jóvenes nos muestran los horrores de la guerra por ellos vista y también ejecutada. Y si en las versiones libres hay renuencia a contar, o actitud deliberada de ocultar, aquí se advierte necesidad de visibilizar (Sánchez, 2010, p. 44).

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que el subtítulo de la serie, “Un proyecto de memoria histórica”, resulta problemático para algunos críticos. Es decir, la serie de pinturas se compromete con algo que resulta significativo en el contexto del conflicto armado en Colombia, pues la recuperación y la construcción de la memoria son inseparables de la verdad de los hechos. Reparemos en una crítica:

Al parecer, el componente testimonial de esta exposición no evidencia la verdad de la guerra, evidencia lo que sus organizadores esperan que sea esa verdad (…) se estereotipa a los excombatientes, ya no identificándolos netamente como victimarios, sino ocultando sus testimonios, sus historias de vida, sus opiniones políticas (…) el desarrollo de los talleres (en los que se impulsaba a los participantes a pintar específicamente imágenes de la guerra), la selección de las obras (en las que se excluían las imágenes que no hicieran referencia a los horrores de la guerra), la edición del catálogo (en la que se amplifican los detalles más sobrecogedores), y las decisiones museográficas (en las que se excluye todo testimonio particular y referente directo), producen una imagen de la guerra en Colombia reducida al horror de la guerra, sin causas, sin responsabilidades, sin beneficiarios, sólo un cúmulo de acciones horrorosas cuyo único contexto es nuestra exuberante geografía rural (…) Existe un consenso social respecto a que estas obras son aportes para la memoria histórica de la guerra, pero su memoria es amnésica y su historia es ahistórica; es memoria inocua, testigos sin testimonios, representación de lo vago, lo etéreo y lo innombrable (Gamboa, 2015, pp. 10-11).

El autor de este texto crítica los criterios de selección del artista y la curadora. Sin embargo, parece legítimo -en los ámbitos de la curaduría y la edición-, tematizar, plantear problemas y, de hecho, construir guiones a partir de un determinado “sesgo”: la violencia de género, la miseria urbana, el paisajismo en la Nueva Granada o, como el caso del que nos ocupamos, el horror de la guerra. Pero, por otro lado, lo que parece excesivo en la crítica de Gamboa es exigirle al arte cuestiones que van más allá de su propio territorio, cuestiones propias de las ciencias sociales (verificación de los datos y fiabilidad de los resultados) y de la administración de justicia (señalar responsables y condenar). Desde luego proyectos como estos están sujetos a tales interpretaciones, pues se encuentran en el límite de las fronteras internas y externas del arte y, por lo tanto, suele exigírseles resultados reales. Ahora bien, uno de los problemas metodológicos para el análisis de las imágenes de proyectos como “La guerra que no hemos visto” es que no tenemos acceso directo al testigo (humano o material), solo tenemos acceso a su representación. En otras palabras, se nos escapa el indicio (el vestigio, que siempre es directo) y nos queda únicamente su representación icónica (que siempre es diferida).

No obstante, es necesario tener en cuenta el contexto histórico de estos trabajos para poner a prueba afirmaciones críticas como las de Gamboa. Para dar cuenta de ese contexto veamos otra crítica sobre la serie, esta vez con un énfasis sobre la invisibilidad de los excombatientes y soldados que crearon las imágenes, cuyos nombres no aparecieron ni en las exposiciones ni en el catálogo:

El capital simbólico podría haber sido distribuido entre los participantes del proyecto a través del reconocimiento de su estatus como autores, pero esto no ha sido el caso (…). Esto hubiera tenido implicaciones políticas importantes: al ganar visibilidad como autores, ellos estarían haciéndole contrapeso al régimen de visualidad que los hace invisibles (…). En este sentido, se puede decir que hay aquí un grado de cooptación: las historias de vida y los esfuerzos pictóricos de otros no son capitalizados por ellos, sino por el artista. Esta cooptación se opone a cualquier función transformativa del proyecto (Yepes, s.f., pp. 24-25).

Esta crítica, que en primera instancia parecería razonable, no tiene en cuenta el contexto en el que se realizó este trabajo: por un lado, un proceso de reinserción de excombatientes a la vida civil que debe pasar por distintas fases y, por el otro, la protección, bajo la figura del anonimato, de excombatientes que narran experiencias de la guerra en un contexto donde el conflicto armado no ha culminado. Sin embargo, un mismo contenido puede irse transformando con el tiempo, una obra puede ampliar su sentido dependiendo del contexto histórico donde se exponga. Entre el 15 de septiembre y el 30 de noviembre de 2015, en la Biblioteca de la Universidad Externado de Colombia se realizó la exposición “Desenterrar y hablar: una etnografía estética de la guerra en Colombia”,11 en la que se exhibieron “Silencios”, “Réquiem NN” y “La guerra que no hemos visto”. Esta misma exposición se replicó entre el 1 de septiembre y el 31 de octubre de 2016 en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional de Colombia y la Hemeroteca Nacional Universitaria, acompañada de este texto de Echavarría:

En el año 2009, se expuso por primera vez La Guerra Que No Hemos Visto en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En aquel momento, era impensable revelar en una exposición la identidad de sus autores o sus remembranzas sobre estas pinturas. Los temores a represalias y amenazas fueron más fuertes. Hoy, siete años después, en un ambiente de confianza por el hecho histórico de la firma de la paz y por las expectativas de reconciliación y reconocimiento de la verdad, se acompañan estas pinturas con las reseñas y el primer nombre de sus autores.12

No es un azar que estas dos últimas exposiciones se hayan realizado en bibliotecas universitarias. Por un lado, ponen en evidencia que estas obras se exhiben no solo en museos y galerías sino también en circuitos externos al campo del arte, pues su público es más amplio que el público especializado del campo artístico y, por el otro, permiten vislumbrar la intención pedagógica que hay en estos trabajos. “La guerra que no hemos visto”, recordémoslo, se declara como un proyecto de memoria histórica, de modo que es necesario valorar si tal intención logra realizarse. Lo primero que hay que tener en cuenta es que la creación y el recorrido de la exhibición se enmarca dentro de dos experiencias de justicia transicional: la Ley de Justicia y Paz (2005) y el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera (2016). La primera propició el encuentro entre excomabatientes y desmovilizados con Echavarría, la segunda posibilitó presentar más información sobre la creación y sus autores. Este proceso permite ver no sólo la transformación del proyecto con el tiempo sino también el acompañamiento de algunos de sus creadores durante este trayecto. Por ejemplo, Ronald, uno de los excombatientes, realizó las visitas guiadas mientras la exposición estuvo en la Hemeroteca Nacional Universitaria; allí habló del proceso y el sentido de estas pinturas. De igual Manera John Gerardo, otro de los participantes del proyecto, hizo parte del equipo que realizó las visitas guiadas en la exposición “Ríos y Silencios”, llevada a cabo en el MAMBO entre octubre de 2017 y enero de 2018, cuyo relato se presentará más adelante. Y cabe anotar que Noel Palacios, uno de los cantantes de “Bocas de ceniza” (2003),13 fue uno de los talleristas de “La guerra que no hemos visto”. Tanto el caso de Noel como el de Ronald y John Gerardo contradicen las afirmaciones sobre la cooptación de capital simbólico realizada por Echevarría, según Yepes. Esta información debe tenerse presente para contrastarla con otras apuestas artísticas en las que la comunidad solo es parte del material del proyecto personal de un artista, como se verá al final de este documento.

Ahora bien, para dar cuenta de este proyecto como un ejercicio de memoria histórica, detengámonos, en primer lugar, en las acciones narradas, las declaraciones y las historias de vida en tres casos de excombatientes de la guerrilla, el paramilitarismo y el ejército y, en segundo lugar, en la valoración que se hace de este trabajo a partir de lo consignado en el libro de visitas de la exposición en la Hemeroteca Nacional Universitaria.

La juventud de quienes testimonian, los traumas que retornan en sueños, la prohibición de piedad, no ya con el enemigo sino con jóvenes inocentes, los relatos de crueldad: hornos crematorios, violaciones y descuartizamientos. En tan poco espacio hay tanto exceso. Pero aún hay más, y es aquello que sobrepasa el asombro de lo inimaginable y trae de vuelta la barbarie al territorio. Es decir, que aquello tuvo lugar, que no es una admonición contra el mal en el mundo en clave universal. Los relatos son singulares y enunciados por testigos presenciales; no son, como lo afirma Gamboa, “un cúmulo de acciones horrorosas cuyo único contexto es nuestra exuberante geografía rural”, ni se puede señalar que “su memoria es amnésica y su historia es ahistórica; es memoria inocua, testigos sin testimonios” (2015, pp. 10-11). Llama la atención, en contravía de estas afirmaciones, que las narraciones indican lugares, víctimas y perpetradores: el asesinato de 4 estudiantes de San José del Fragua, Caquetá, por parte de las FARC (Imagen 4) y la existencia de hornos crematorios de las AUC. Con respecto a esto último hay algo inquietante: que fue la pintura realizada en 2007 la que testimonió por primera vez sobre la existencia de los hornos (Imagen 2). La primera noticia en prensa que puede rastrearse es de 2009: “El primero en referirse a los hornos de la muerte fue el ex jefe paramilitar Jorge Iván Laverde, alias El Iguano, en octubre de 2008, en una audiencia de Justicia y Paz” (Los hornos del horror en el Catatumbo, 2009). El deseo que Gonzalo Sánchez manifestara en 2010, parece estar realizándose con estas dos últimas exposiciones:

En algún momento -cuando se rompan los silencios y las inhibiciones de esta guerra- deberá ser posible que el observador se salga de los bordes de los lienzos y se encuentre con la palabra y la intencionalidad del autor para comprender cabalmente las historias de muerte descritas, ya que cada uno de los trazos que conforman esta exposición parece aludir a lugares específicos, a momentos particulares del conflicto, a episodios y tramas que algún día podrán ser nombrados (2010, p. 46).

Esto es lo que se manifiesta como memoria histórica. No son fábulas sino hechos puntuales narrados por sus protagonistas y testigos presenciales. Tal vez en algún momento las representaciones ingenuas (infantiles) hicieron desviar la mirada con respecto a los testimonios que estas imágenes ya estaban revelando: la verdad sobre hechos puntales que contribuye a la construcción de memoria. Se puede entender “La guerra que no hemos visto” como un dispositivo de activación del habla en un contexto donde el mandato ha sido callar. De ahí que el retruécano propuesto por Echavarría para el título de las últimas exposiciones resulte acertado, en lugar de enterrar y callar, desenterrar y hablar. Es decir, una transformación en los modos de enunciar: de los desastres de la guerra hacia una posibilidad de la verdad de la guerra. En el lenguaje artístico esto sugiere un cambio con respecto a los efectos de los contenidos y las formas: de la exhortación indignada (“Esto no puede ser”), hacia la activación de la agencia política (“Esto no debe volver a suceder”).

En el libro de visitas de la exhibición hecha en la Hemeroteca Nacional Universitaria, hay consenso sobre lo que estos relatos e imágenes muestran: no solo la crueldad de la guerra sino también la humanidad de los jóvenes excombatientes, la revelación de una zona gris donde los antagonismos entre víctimas y victimarios no resultan claros.14 Antes que acentuar los antagonismos, la verdad de la guerra contribuye a atenuarlos, pues la verdad, como enseñan los trabajos realizados con víctimas, es ya una forma de justicia. Para dar cuenta de este cambio en los modos de ver por parte del público, es decir, un ver más allá del antagonismo, vale la pena transcribir algunas opiniones de los visitantes:

Marta Gómez: No son mis recuerdos, pero al leer cada línea y ver cada imagen, los sentía como propios. La crudeza de las imágenes, sorprende que algo así suceda tan cerca de mi ¡SÍ A LA PAZ/PARA LA GUERRA NADA! (Hemeroteca Nacional Universitaria, 2016).

Mauricio Serrano: El título es muy cierto, esta guerra no la he vivido. Y es que desde el sofá es muy fácil decir que todos son asesinos. Hoy veo la humanidad de aquellos. Humanidad que a unos se las quitaron o otros la dejaron (Hemeroteca Nacional Universitaria, 2016).

Jhonatan Mendoza: De verdad que las imágenes cuentan, expresan y tienen historia. Pero estas pinturas hablan por sí solas, además que dejan huellas en nuestras mentes. Desenterrar y hablar nos invita a vivir y conocer lo que muchos no sabíamos que existía. Me dejan y me tiene impactado de conocer esta parte de la historia de Colombia. Gracias (Hemeroteca Nacional Universitaria, 2016).

Camilo Díaz: Hermanos míos, su dolor también es el nuestro, vamos a buscar un nuevo futuro juntos. Gracias por compartir sus vidas y sus historias (Hemeroteca Nacional Universitaria, 2016).

Jorge Rojas A: Ojalá todas las personas que nos regalaron estos testimonios tengan el ánimo y la fuerza para superar estas marcas dolorosas de su vida. Gracias por permitirnos conocer de primera mano el sufrimiento y las situaciones tan terribles de esta cruel guerra. Definitivamente en las ciudades desconocemos las atrocidades y la pérdida de humanidad de este conflicto, lo cual en ocasiones no importa, esa es justamente nuestra propia contribución a que este conflicto no termine (Hemeroteca Nacional Universitaria, 2016).

“La guerra que no hemos visto” opera como dispositivos de activación del habla de los perpetradores de asesinatos, desapariciones, masacres y desplazamiento forzado, cuyas acciones, en muchos de los casos, deliberadamente se ejecutaron con sevicia: no solo matar, sino rematar y contramatar (Uribe, 1990). Para que la palabra se active no basta con preguntar a los testigos, sobrevivientes y perpetradores en busca de información, como opera la reportería: llegar a la zona de los hechos, entrevistar a los protagonistas y marcharse. La activación del habla en los casos señalados está unida a la construcción de memoria histórica, que solo es posible con un trabajo de largo plazo con las personas y las comunidades.

Las cenizas y los rastros

Los cuerpos arrojados a los ríos dan cuenta de los excesos de la violencia en Colombia. No solo la tortura, el asesinato y la eliminación de la identidad de las víctimas sino también la incertidumbre de los familiares que buscan a sus desaparecidos: “Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Sin embargo, aquello que parecería ser el límite de la atrocidad es sobrepasado mediante otro tipo de prácticas. Cuando un cuerpo se rescata de un río o de una fosa común, existe la posibilidad de recuperar la identidad de la víctima mediante técnicas forenses.15 Es decir, cuando el perpetrador del crimen elimina un cuerpo arrojándolo a un río o enterrándolo en una fosa, existe la posibilidad no solo de recuperarlo sino también de que ese cuerpo sea testigo de su propia muerte mediante las huellas inscritas en él. El problema, para los perpetradores, es que esas huellas proporcionan indicios para la acusación y judicialización de los victimarios. Como el cuerpo, aunque mutilado y descompuesto, tiene la posibilidad de testimoniar, los perpetradores han buscado formas para que aún el mínimo indicio sea destruido. Que no queden objetos: prendas, botas, escapularios; pero que no queden, del mismo modo, carne, huesos, dientes. Que todo se convierta en ceniza para que no quede ningún rastro de identidad. Desde luego, no hay ceniza sin fuego: “…lo incinerado ya no es nada salvo la ceniza, un resto cuyo deber es no quedar, ese lugar de nada, un lugar puro aunque se esconda”, dice Derrida (2009, p. 23). Puro porque es el fuego el que consume la cosa hasta reducirla a ceniza. Sin embargo, aunque se busque eliminar todo rastro, decir “hay ceniza” quiere decir que hay lugar, aunque se esconda. Es decir, que aún queda un rastro de lo sin rastro: “El ser sin presencia no ha sido ni tampoco será ahí donde hay ceniza y donde hablaría esa otra memoria. Ahí, donde ceniza quiere decir la diferencia entre lo que resta y lo que es” (Derrida, 2009, p. 25).

Un relato de esa ceniza, del “hay ceniza” y, por lo tanto, un indicio de ser, una presencia, se encuentra en el testimonio de John Gerardo, uno de los pintores de “La guerra que no hemos visto”, cuya experiencia se recoge en el cuadro titulado “Sin rastro” (Imagen 2, p. 96). Allí están, de manera directa, algunas de las cuestiones exploradas en este documento: la experiencia traumática, la catarsis a partir de la simbolización del suceso y la activación del habla, cuyo testimonio construye memoria sobre el conflicto armado. El siguiente es el relato de John Gerardo sobre el descubrimiento de un horno crematorio y la elaboración de la pintura.

De las cenizas nacieron las flores

Este era un horno crematorio del Estado y cremaban residuos hospitalarios: jeringas, fetos, cordones umbilicales, amputaciones que hacen en los hospitales. Inclusive cuando nosotros estuvimos en tratamiento psiquiátrico, porque nosotros solo duramos una semana ahí y nos sacaron, lo primero que tuvimos fue tratamiento psiquiátrico, la psiquiatra decía que era muy exagerado lo que estábamos contando, que las tripas eran cordones umbilicales, que las manos y los pies que habíamos visto eran amputaciones que hacían en los hospitales. Era lavándonos el cerebro y tome la pepa y tome la pasta. Fueron casi como 15 días viviendo una fantasía. Ellos tratando de que uno olvidara eso. Y todavía hoy. Yo soy pensionado, y aún ellos intentan averiguar qué tanto ha olvidado uno y a qué personas se los ha contado…

Cuando yo estaba prestando servicio militar para un diciembre de 2003 me enviaron para la Base del Gualtal. En esa época la utilizaban para enviar a los soldados que se portaban mal en el batallón, los que robaban camuflado, armamento o consumían droga. Yo estaba entre los que no hacían caso, pues había tenido problemas con los comandantes. Cuando llegamos allá la orden que habían dado era que ningún soldado podía estar por allá, en lo que parecía una escombrera. Yo recuerdo que entraban muchas volquetas a botar escombros de allá de Cúcuta. A lo lejos vi un búnker largo y por fuera flores. En el desierto ver eso era como un oasis, es algo imposible, algo no cuadraba ahí. Entonces eso me causó curiosidad.

No me arrimé mucho porque había mucha gente por fuera. Estaban trabajando, estaban sacando tierra en carretas. Había carretas y gente. Yo le comenté al sargento, él llamó al batallón para informar y lo regañaron, incluso lo castigaron porque los soldados estaban por fuera. Que lo primero que habían dicho que no hicieran y era lo primero que hacían. Que mirara bien, que nosotros éramos soldados problema y peligrosos, que no debíamos tener contacto con la población civil y que no sé qué (metiendo ahí terror). Él, como era de inteligencia, sabía que cuando aquí salían soldados profesionales de inspección encontraban guacas (armamentos, fusiles, dólares, caletas). Cuando le negaron el permiso para inspeccionar él pensó que por aquí había algo grande. Él dijo, hagámonos cargo de eso, igual ya me castigaron y me hicieron castigarlos a ustedes. Él no pensó la magnitud de lo que íbamos a encontrar.

Nosotros empezamos a subir y eso estaba en funcionamiento: el horno, esta motosierra estaba encima de la nevera, así como se ve ahí, o sea que estaba en uso. Nosotros primero empezamos a mirar esto, para adentro, las neveras estaban cerradas pero por fuera sí se veía sangre. El olor era muy insoportable. Imagínese el olor de carne humana chamuscada. Empezamos a recorrer para buscar explosivos. Ya después de que miramos las canecas y todo eso empezamos a mover esto y eso son cenizas y aquí todo esto era metal (hebillas…). Yo supongo que los sacaban por acá. La ceniza la botaban acá y allá lo que era metal. Aquí encontraba las tirillas de los brasieres de las mujeres, entonces supimos que había mujeres: pulseras, candongas. Por eso descubrimos que ahí iba a parar todo el mundo. Esto era ropa de marca: Pronto, Americanino, y así supimos que aquí iba a parar gente rica. Estos duros yo creo que eran los líderes o los dueños de las ollas, que las Autodefensas, como ellos confiesan, el DAS les daba la lista para ejecutarlos. Los que no eran así los encontrábamos en las bolsas. Empezamos a abrir las bolsas y ahí si encontrábamos a los consumidores de droga, torturados y descuartizados. Unos no tenían las puntas de los dedos, la orilla de los ojos, las narices, los labios. Y estaban ya partidos en varias partes. En cada nevera había un promedio de 10 bolsas. En cada bolsa había un muerto. Las primeras bolsas eran muertos recientes, las que estaban atrás eran fosas. Y de las cenizas de los cuerpos cremados nacieron las flores que yo veía a lo lejos.

En la inspección éramos ocho. Seis están el cuadro y dos afuera. A este lo hice vomitando, que es El Chispas y era el que tenía que hablar pues cargaba con las comunicaciones, imagínese, y fue el que menos habló. Es como lo impactante de haber estado ahí adentro. Yo soy este, le puse grado de teniente porque nunca esperábamos dar la cara acá. Yo sentía que me descuartizaban con eso, de sólo imaginarme cómo sufrirían esas personas. Yo por estar acá adquirí dermatitis crónica y duré tres meses en tratamiento. El olor se me metió por dentro y la piel se me estaba pudriendo. La primera semana el olor me salía por el camuflado, por las mangas, por el cuello. Y a los 15 días empezaron a salirme unas marcas de monedas y se me comían el color de la piel y después empezaron a comer hacia abajo. Yo duré todo ese tiempo sufriendo porque no sabían qué era y empezaron a hacerme exámenes, a mandarme para Estados Unidos. Allá fue que dijeron que tenía dermatitis crónica. Me formularon unas cremitas que me duraban tres días. Sólo a mí me dio eso.

Yo el cuadro ya lo había terminado, ya había hecho las cruces blancas y amarillas. Estas flores eran tan raras, eran como tocarle la punta de la oreja a un gato. Un día antes de entregar el cuadro tuve un sueño. En el sueño yo estaba en una exposición y había una señora llorando y ella quería saber quién había pintado el cuadro, que de dónde era. Y yo le pegunté que porqué quería saber. Y ella dijo que quería ir allá por una flor pues sabía ya dónde estaba el hijo. Yo tuve ese sueño y me levanté asustado y me acordé mucho de esa flor roja como una cruz, esa fue la que pinté a lo último. Yo creo que con eso cerré los sueños y las pesadillas que tuve. Son cosas que no nos dejaban dormir, esto nos dio a nosotros insomnio crónico. Pero después de que pintábamos estos cuadros eso ya se salía de la mente, ya no volvíamos a soñar eso, ya concilia uno el sueño. 16

En una investigación sobre los hornos de Norte de Santander, realizada por el periodista Javier Osuna (2015), se reconstruyen los hechos a partir de los testimonios de las familias de personas desaparecidas, así como del perpetrador que organizó esta forma de exterminio, Iván Laverde Zapata, alias “El Iguano”, primer comandante paramilitar que confesó el uso de hornos crematorios en audiencia pública en octubre de 2008. Los paramilitares confiesan haber reutilizado una vieja ladrillera en 2001 y, dos años después, haber construido un improvisado horno en una finca donde fueron incineradas, en total, 560 personas, según el fallo contra Salvatore Mancuso.17 No obstante, las confesiones de los paramilitares no concuerdan con el relato de John Gerardo y la representación de su hallazgo en “Sin rastro”. Es decir, probablemente hubo hornos crematorios cuya existencia aún no se conoce. Javier Osuna se pregunta:

¿habrán más? Si es así ¿por qué no se han confesado en la Ley de Justicia y Paz?, ¿sabía el ejército de su existencia?, ¿quiénes fueron los responsables de su construcción?... la situación se hace más tenebrosa, ya que después de contemplar el horror de los hornos ‘Felipe’ [por protección, ese fue el seudónimo utilizado por John Gerardo para dar su testimonio en ese entonces] y sus acompañantes fueron ascendidos de rango, según su testimonio, no por sus méritos, sino para comprar su silencio (Osuna, 2015, p. 283).

Es decir, el relato y el cuadro de John Gerardo siguen testimoniando ante el silencio impune de los perpetradores, pues su hallazgo no fue el de la vieja ladrillera o el horno de la finca ‘Pacolandia’. Las instalaciones halladas en lo que él llama un búnker están adecuadamente equipadas: dos neveras industriales y un horno en la infraestructura de lo que parecería ser un equipamiento hospitalario. Es decir, un equipamiento de salud en el que se eliminaban residuos orgánicos se transformó en un equipamiento para el sistemático asesinato y desaparición de los cuerpos mediante su incineración.18 Equipamiento que funcionaba, probablemente, con la complicidad de las autoridades locales.19

El cuadro de John Gerardo, modesto formalmente hablando, tiene una potencia sobre aquello que narra. Parece ser el primer testimonio público sobre los hornos crematorios y el único, hasta el momento, sobre hornos crematorios de los paramilitares funcionando en instalaciones estatales. Cuando el arte pone en juego la activación del habla, sus resultados no son inmediatos. Son procesos de larga duración para los que resulta indispensable el compromiso del artista con la comunidad participante. En otras palabras, la relación entre el artista y la comunidad no puede estar fundamentada en relaciones pasajeras, si lo que se busca, desde luego, es la construcción de la memoria del conflicto armado reciente.

La simulación del habla de los testigos

Es necesario reflexionar sobre la cara opuesta de los mecanismos para la activación del habla, lo que podría denominarse “simulación del habla”. La simulación del habla de los testigos, en nuestro contexto, víctimas o perpetradores, no se agota en la acción artística de pretender hablar por los otros. A veces se construyen escenarios para la emergencia de un habla que, no obstante, resulta truncada. Para dar cuenta de esto se analizarán dos casos: “Phoenix” (2015) de Ana María Rueda (Ibagué, 1954) y “Desapariciones” (2009) de Edwin Sánchez (Bogotá, 1976). Ambos proyectos recurren a procedimientos semejantes a los utilizados en “La guerra que no hemos visto”: adultos que recurren al dibujo como una forma de narración.

La obra “Phoenix”, exhibida en el Centro de memoria, paz y reconciliación, fue una de las obras seleccionadas para concursar en la VIII edición del Premio Luis Caballero (2015), considerado el más importante de artes plásticas y visuales en Colombia. En el texto que acompañaba la obra, se consignaba lo siguiente:

Reflexiona sobre el desplazamiento forzado sufrido por más de seis millones de personas en Colombia a causa del conflicto armado (…) la artista llevó a cabo una serie de talleres con personas en situación de desplazamiento forzado, en los cuales cada participante imaginó y dibujó, uniendo puntos de luz, la constelación personal que reflejará y exteriorizará su deseo más profundo; anhelo que le proporciona día a día la fuerza interior para continuar su camino (…) Phoenix aporta a la construcción de la memoria colectiva e individual desde una perspectiva a la vez íntima y poética20(Las cursivas son mías) (Centro de memoria, 2015).

Dos cosas deben tenerse en cuenta: el trabajo se realizó con víctimas del conflicto armado y la artista considera que esta obra aporta a la construcción de memoria colectiva. La obra es un video proyectado en el techo del “Memorial por la Vida” del Centro de memoria, paz y reconciliación, una estructura de casi metros de altura.21 La proyección comienza con el movimiento de unas luces sobre un fondo negro, parecen estrellas y constelaciones. La imagen, proyectada hacia esa altura, resulta sobrecogedora. De un momento a otro un trazo de color azul aparece entre los puntos de luz, al tiempo que se escuchan voces reproducidas en altoparlantes. De pronto, el simple trazo se convierte en dibujo y aparecen el rojo, el amarillo y verde en una profusión de dibujos que llenan el espacio proyectado: casas, animales, flores y casas una y otra vez. Con la multiplicación de los dibujos se multiplican las voces: mujeres y hombres parecen estar relatando algo, pero la sobreposición de voces en el espacio vacío genera una reverberación que hacen inaudibles las palabras. Las imágenes en las que aparecen casas, con caminos y un sol en la cúspide, resultan gratas a la mirada. Más que bellas, las imágenes resultan cándidas: adultos que dibujan como niños, y niños (no muchos) que dibujan como pueden hacerlo.

Ana María Rueda cuenta que decidió hacer el proyecto con personas en situación de desplazamiento forzado, pues consideraba que tenían poca visibilidad. Quiso hacer entonces un acercamiento real a partir de unos talleres en los que les explicó a los participantes qué es una constelación y de qué han servido a los viajeros. Después les presentó unas fotografías suyas de destellos de luz en el agua que parecen cielos estrellados. Posteriormente, los invitó a que pensaran y sintieran cuál ha sido esa imagen, de dónde viene la fuerza que han tenido para sobrellevar su desplazamiento y que pusieran tal sentimiento en una imagen con la cual, uniendo los puntos de luz, hicieran su propia constelación para continuar su camino. “Phoenix”, obviamente, supone un renacimiento de las cenizas. Pero cuando se busca precisar más en la naturaleza del proyecto, se descubre que aquello que llamó una “serie de talleres”, tan solo fueron dos con dos grupos de personas diferentes, uno en Facatativá, Cundinamarca, y otro en Engativá, Bogotá. Encuentros de un día con cada grupo, convocados y reunidos por un intermediario. Al preguntársele sobre la participación de las personas en la concepción de la obra y la opinión que tuvieron de la exposición, se revela más información sobre la ausencia de trabajo con la comunidad:

Yo he hablado varias veces con Carlos, el líder de Facatativá, para invitarlo. Él estuvo perdido durante unos ocho meses, no lograba contactarlo, había cambiado de teléfono, finalmente lo ubiqué y lo invité. Y él me dice: “¿Cómo hago el viaje hasta allá para ver eso?”, y yo le digo: “Carlos, pues venga, basta que quiera para que lo logremos, entonces llámeme mañana, llámeme pasado…”. Entonces estoy esperando a que Carlos invite a dos o tres personas y vengan a Bogotá (Conversación con Ana María Rueda, 2015).

En lugar de un trabajo con la comunidad que implica una inmersión y un compromiso duradero de comunicación, intercambios y retroalimentación -que es el modelo de trabajo Echavarría-, aquí la comunidad opera como algo a lo que se accede para el proyecto de la artista. Las personas son, propiamente, parte del material. Por otro lado, se afirma que la obra “aporta a la construcción de memoria colectiva” y es fácil percatarse, de acuerdo a la naturaleza del proyecto, que esta afirmación es solo un eslogan conveniente. Grabar a las personas mientras realizan los dibujos por unas cuentas horas no es, desde luego, un ejercicio de memoria; es una conversación que puede resultar grata, conmovedora o aburrida. El montaje sonoro de la exposición, en el que voces sobrepuestas resultan inaudibles, pone en evidencia, de hecho, la ausencia de memoria, parece que allí no fuera necesario escuchar algo. Hay voces pero no palabras, siguiendo una idea de Rancière que vale la pena reiterar: la política de la estética “consiste en reconfigurar la división de lo sensible, en introducir sujetos y objetos nuevos, en hacer visible aquello que no lo era, en escuchar como a seres dotados de palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière, 2005, p. 19).

El método de Rueda resulta frecuente en algunas propuestas artísticas: capturar relatos de actores y víctimas del conflicto armado de manera fugaz, cuyo propósito parece ser la formalización visual de tales relatos. Ese es el modo de captura realizado en “Desapariciones”22 de Edwin Sánchez, quien al igual que Echavarría se puso en contacto con excombatientes en el contexto de la Ley de Justicia y Paz y los albergues temporales instalados en Bogotá. Este trabajo se expuso el mismo año en el que lo hizo “La guerra que no hemos visto” (2009). Los procedimientos usados en ambos casos podrían parecer en principio semejantes: relatos y dibujos de excombatientes en los que se los cuenta y visualizan actos de violencia. Sin embargo, los talleres de Echavarría se prolongaron durante meses y fueron colectivos, mientras que las capturas de Sánchez fueron individuales y fugaces. Estos relatos se construyeron a partir de preguntas directas de Sánchez sobre los asesinatos y la obligación de que los relatos se ilustraran con dibujos, aun en contra la voluntad de algunos de los informantes:

…yo le impuse que dibujara. Antes ya había trabajado así con otra persona, que luego me contactó con el ex paramilitar. Esa persona le explicó a él que tenía que dibujar. Al principio el ex paramilitar fue muy reticente, decía que no sabía, que no podía. Pero insistiéndole y recordándole que tocaba dibujar, dibujó, aunque sólo sean unos garabatos (Sánchez, 2011, p. 8).

Desde luego, la pretensión de Sánchez no es la de construir memoria histórica, como lo declaran Rueda y Echavarría en los trabajos reseñados. Su intención no es política ni busca ser comprometida con alguna causa social o política. Tal vez lo que evidencia su trabajo es la línea borrosa entre lo permisible y lo reprochable cuando se trabaja con alguna persona o grupo social en situación de conflicto. Allí aparecen cuestiones de orden ético, pues se lleva al límite la voz de un testimonio -de un exparamilitar, un exsoldado o una prostituta-,23 sin el acompañamiento necesario de tipo profesional, como se recomienda en estos casos. Llegar, capturar un relato de barbarie o traumático y marcharse, abre un vacío que resulta difícil de calcular: después de relatar, ¿qué pasa con estas personas cuando el artista se ha marchado? Aquí el asunto no tiene que ver con legitimar o no una práctica, sino de tener conciencia de que el intercambio que se hace es con personas que han pasado por experiencias emocionales y psicológicas de gran intensidad. El problema tiene que ver con la posible instrumentalización que se haga con estas personas, que no es un asunto moral sino ético.

No obstante, en “Desapariciones” se revela algo inquietante. Allí, señala Sánchez, se creó un ambiente de conversación por fuera de los marcos institucionales y de justicia para lograr mayor distensión en el testigo, eliminando (o controlando) los juicios morales del entrevistador en los gestos y las palabras, es decir, se buscó cierta complicidad entre quien relata y quien escucha. Y el resultado es que los relatos de barbarie son inseparables de la risa, tanto del testigo como de quienes escuchan:

La entrevista que más me gustó fue la que se hizo con el ex paramilitar (…) lo que decía me daba risa, porque en sí era tan absurdo que sobrepasaba los límites del terror (…) la risa fue de complicidad. “Desaparecer los muertos con un caimán”, o “Estar obligado a matar a la mamá” (…) esas confesiones generan una complicidad muy extraña. También le dio risa a la gente que estaba conmigo, es decir, veíamos todo tan absurdo (…) Es el hecho de cómo se aborda el testimonio (…) ¿Con culpa o complicidad? (…) Si yo hubiera ido con una posición de terror o de culpa, el discurso hubiera sido diferente (…) Si uno compara los testimonios registrados con este método con aquellos obtenidos por medio de la forma reglamentada de las autoridades gubernamentales colombianas, se constata que son completamente diferentes (Sánchez, 2011, pp. 7-8).

Con respecto a los discursos de heroísmo escuchados en las primeras fases de las versiones libres de Justicia y Paz, o las declaraciones negacionistas sobre la sevicia en las masacres o las solicitudes de perdón que las víctimas no valoran como auténticas, estos relatos e imágenes capturados por fuera del aparato institucional dejan ver una verdad de la guerra que tal vez no quiere asumirse, ni siquiera en la recepción sublimada del arte. En este punto es que “Desapariciones” y “La guerra que no hemos visto” convergen: muestran algo que aún no quiere verse y dicen algo que resulta difícil de escuchar.

Lo que se ve y se escucha tanto en “Desapariciones” como en “La guerra que no hemos visto”, es dicho y mostrado por aquellos a quienes les ha sido negada la palabra (excombatientes rasos y anónimos). En ese sentido estas obras son políticas, no por su contenido sino por la activación que se pone en práctica; porque son, tal como se ha insistido en este texto, dispositivos de activación del habla. Una de las lecciones de Rancière con respecto al arte crítico es que este no es político ni por el contenido ni por el tema ni por su pretensión de concientizar al público, sino más bien por la activación que a partir de allí se moviliza. En el caso de las obras señaladas, “en escuchar como a seres dotados de palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière, 2005, p. 19). Pero la activación no solo opera en el caso de los excombatientes sino también en el público, tal como se mostró con algunas declaraciones de los asistentes a la exposición de la Hemeroteca Nacional Universitaria. Aquí vale la pena señalar que uno de los resultados del arte que experimenta con la activación tiene que ver con una inversión de los “efectos” del arte político: interesa menos lo que el arte hace con las personas y más lo que las personas hacen con el arte, un tránsito que va, siguiendo otra idea de Rancière, de los “modos de hacer” a los “modos de ser”, o del régimen representativo al régimen estético del arte. En este régimen el arte opera como un dispositivo de visibilidad que resulta político por la clase de espacio y tiempo que instituye: “cuando aquellos que no tienen tiempo se toman el tiempo necesario para plantearse como habitantes de un espacio común” (Rancière, 2012, p. 33). Lo que opera en las obras entendidas como dispositivos de activación del habla es una inversión del orden basado en una distribución jerárquica de los lugares y las funciones. La política de la estética consiste en quebrar la identificación naturalizada de unos cuerpos con respecto a unos equipamientos y unas competencias: que quienes estaban destinados al combate se expongan públicamente con lo que hacen con pinceles.

José Víctor Sin título (2007)

Imagen 1: José Víctor Sin título (2007)

Jhon Gerardo Sin rastro (2007)

Imagen 2: Jhon Gerardo Sin rastro (2007)

Testimonio:

Me fui a andar detrás de ese camino y por allá en el fondo se veía como una especie de un Búnker de Cemento grande y alrededor se veían bastantes cosas de colores que son las flores que yo pinto ahí. Allá es tierra caliente y es más parte desierta, entonces a uno se le hace raro ver flores… algo raro hay por allá. Eso lo viví todo y aún todavía siento el olor. El horno estaba prendido y el olor así a sangre, como a carne humana, yo nunca había experimentado ese olor… y como el frío que me generó dentrar allá, porque era un frío todo raro, todo extraño. Es un crematorio de las autodefensas. Y de las cenizas nacieron las flores… de las cenizas de los muertos…las flores, las repetí mucho. Hice las blancas y al otro día hacía las rojas, y yo tenía sueños…que tenía este cuadro en una exposición y que había una señora diciendo que quién había hecho el cuadro, que ella quería saber dónde estaban las flores, dónde había sido eso, para ella ir por una flor de esas que de pronto ahí estaba el cuerpo del hijo de ella. Yo tuve ese sueño así y me levanté asustado y me acordé mucho de esa flor roja como una cruz, esa fue la que pinté a lo último.

Caliche Secuestro de una persona inocente (2007)

Imagen 3: Caliche Secuestro de una persona inocente (2007)

Testimonio:

Era una profesora que tenía por ahí unos treinta años. Estuvo secuestrada tres meses. El comandante lo que pensaba era que ella era una ideóloga de la subversión y que ella sabía dónde mantenían las caletas y por dónde operaban. El comandante se metía allá al cambuche y siempre abusaba de ella, la tenía era como pa´ tener sexo, no más. Decidió matarla porque era dizque un encarte y porque de pronto sapiaba quien era el que la había tenido. El mismo comandante la mató con un cuchillo porque allá no se podían hacer tiros ni nada porque por ahí estaban las FARC. Por esa zona, siempre había mucha coca sembrada. Ese comandante la partió en dos y la metió ahí en el hueco.

Silfredo Muerte de los cuatro colegiales por cumplir con la tarea del colegio (2007)

Imagen 4: Silfredo Muerte de los cuatro colegiales por cumplir con la tarea del colegio (2007)

Testimonio:

Resulta y acontece que estos muchachos de blanco, uniformados, son cuatro colegiales de un pueblito que se llama San José del Fragua. Ya se iban a graduar. Ese día les tocó ir a cumplir con la tarea de venir y llegar a Zabaleta. Entonces aquí había un campamento guerrillero y los cuatro muchachos no habían pedido permiso, ni nada, para poder entrar, pues allá tocaba era pedir permiso. Los cogieron y los tuvieron tres días amarrados. Ellos lloraban amargamente. Eran dos muchachas y dos muchachos. Ello decían que por qué los tenían que tener amarrados si ellos no debían nada, que el deseo de ellos era graduarse, seguir adelante, acabar los estudios pa´ ayudarle a la familia. Ya la familia de ellos se juntaron y hablaron con la junta del pueblo y entonces ya la guerrilla se enojó y de una vez los iban matando, y los mataron a todos cuatro. Yo, como soy tan blandito de corazón, yo lloré, pero como uno allá no puede dejar que miren que uno está llorando, que es una sanción durísima.

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Este artículo hace parte de la investigación titulada: “Arte, memoria y política en Colombia: tres estudios de caso”, adscrita al grupo de investigación “Reflexión y creación artísticas contemporáneas” y financiado por la Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia.
APA: Rubiano, E. (2018). “La guerra que no hemos visto” y la activación del habla. Estudios de Filosofía, 58, pp. 65-98.
En la investigación de Iván Orozco, titulada “La postguerra en Colombia. Divagaciones sobre la venganza, la justicia y la reconciliación”, se hace la siguiente aclaración: “En el marco de las guerras irregulares, dijimos, la enemistad se construye sobre la base de narrativas opuestas, en cuya oposición juega un papel central la dialéctica de la víctima y el victimario. En efecto, resulta difícil imaginar una oposición más radical que aquella de representar al otro como victimario-víctima culpable, mientras uno se representa a sí mismo básicamente como víctima-victimario inocente. La reconciliación, por el contrario, entendida en un sentido realista, ajeno a las fantasías consensualistas, consiste en el acercamiento progresivo de las narrativas opuestas. Acercar las narrativas opuestas, por su parte, es escapar al blanco y negro del juego de la enemistad y adentrarse en la verdad más profunda y opaca de los grises, es reconocer la presencia y la significación de las zonas grises, de figuras que son a la vez víctimas-victimarios, simultáneamente culpables e inocentes” (2003, p. 38).
En la misma conferencia, Gonzalo Sánchez, director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), dijo: “Sus vivencias, testimonios y también sus archivos son fundamentales para reconstruir la historia de nuestro conflicto armado de una manera más completa e incluyente”. Y María Emma Wills —-asesora de la dirección general del CNMH-— aseguró que “más allá de ser un tema de honor o prestigio para las fuerzas militares, su memoria histórica debe centrarse en el ser humano y en contar los hechos traumáticos con los que muchos aún conviven, pues no han sido escuchados. El desconocimiento de su sufrimiento es un engranaje más de la guerra. Se desconoce su costo, y no hablo de costos económicos sino de vidas humanas, por eso es un ciclo que se sigue repitiendo” (CNMH, 2014).
Diez años después de haberse puesto en marcha la Ley de Justicia y Paz, el balance no resulta alentador con respecto al esclarecimiento de la verdad y las condenas impuestas: “…los exparamilitares han confesado más de 50.000 crímenes, las 33 sentencias que existen hasta ahora sólo incluyen el 6% de todos los hechos confesados y condenan a menos del 4% de todos los postulados a este modelo de justicia transicional”. “6.482 cuerpos han sido encontrados hasta octubre de 2015. Sin embargo, las versiones de los paramilitares sirvieron para hallar menos del 15%.” Con respecto a los combatientes rasos, “Acuerdos de la Verdad es el mecanismo del Centro de Memoria Histórica (CMH) a través del cual los exparamilitares que no hayan cometido delitos graves y que no hayan delinquido de nuevo pueden contar sus verdades por fuera de los juzgados. Ellos comenzaron a recoger los testimonios desde mediados de 2012”: 24.640 exparamilitares se inscribieron, 15.000 cumplían con los requisitos, 8.000 fueron contactados por el CNMH, más de 5.000 han relatado sus verdades y 3.400 es el estimado de exparamilitares que terminarán el proceso en diciembre de 2015 (VerdadAbierta.com, 2015, 7 diciembre).
En la masacre de El Salado, corregimiento de El Carmen de Bolívar ubicado en los Montes de María, cerca de 450 paramilitares torturaron y asesinaron a 66 personas entre el 16 y el 21 de febrero de 2000. La sevicia llevada a cabo es difícil de imaginar: “…se utilizaron cuerdas de estrangulamiento, se empaló a una mujer, sortearon con números a quién le figuraba ser asesinado, hubo corte de orejas, golpes con bayonetas, asesinato de una mujer embarazada y degollamientos de víctimas. Y todo al son de los instrumentos musicales que fueron sustraídos de la Casa de Cultura: encendieron equipos de sonido presentes en casas, tiendas y billares, crearon un ambiente festivo y con cada persona que acribillaban en la cancha de microfútbol, escenario del terror, tocaron una tambora” (El informe de la masacre de El Salado, 2009).
Durante la Violencia de los años cincuenta en Colombia se han descrito las siguientes modalidades de descuartizamiento y teatralización de la barbarie: corte de franela, un corte en la base del cuello; corte de corbata, hacer descolgar la lengua a través de un corte en el cuello; corte de florero, en el cual los brazos y piernas eran colocados en el lugar de la cabeza, en una suerte de siniestro “arreglo floral”; picar para tamal, despedazar el cuerpo en pequeños pedazos, como la carne del conocido plato popular (Guzmán, Fals Borda & Umaña Luna, 1977).
La serie fotográfica puede consultarse en Echavarría, 1997.
“Se organizaron cuatro talleres: el primero con excombatientes de las AUC; el segundo con excombatientes de las FARC; el tercero con los soldados del Ejército Nacional heridos en combate, y el cuarto con mujeres excombatientes de las FARC. Cada taller estaba conformado por aproximadamente veinticinco excombatientes, constantes y muchos otros que asistían de manera intermitente (…) Todos ellos habían engrosado las filas de estos ejércitos por periodos de tres, cinco, diez y hasta dieciséis años, de su vida, algunos desde que tenían escasos ocho años. Cada taller duró aproximadamente ocho meses” (Grisales Blanco, 2011, p. 233).
Esta es la interpretación más frecuente de esta serie : “…uno cree que está parado frente a cuadros pintados por niños, y no sólo por el manejo técnico, sino también por el desarrollo temático (…) yo creo que lo que se muestra en estos trazos infantiles no es la simple falta de escolaridad, sino la propia condición infantil de esos guerreros, y en esa paradoja salta la chispa en que, a mi juicio, radica la más profunda dimensión poética y metafórica de esos cuadros: no parece haber manera de reconciliar que la brutalidad de esas escenas sea relatada con un lenguaje de niño (…) en La guerra que no hemos visto lo que se nos muestra es alguien que piensa como un niño” (Grisales Vargas, 2014, pp. 17-18). Sin embargo, una cosa es constatar el carácter ingenuo (infantil) de las representaciones y otra muy distinta afirmar que quienes crearon esas imágenes piensan como niños.
“En el momento de las desmovilizaciones, el discurso de los comandantes oscila entre la heroicidad y el martirio. La heroicidad está asociada al contenido misional y, por lo tanto, a la necesidad del destino (curiosa y temible idea del destino necesario a la que solo los cobardes o “los que se creen mejores”, como suele decir “Jorge 40”, se sustraen). “Es apenas lógico”, dicen, que ante la ausencia del Estado y el acoso de la guerrilla, surjan espontáneamente movimientos de autodefensa. Si es “apenas lógico”, se deduce que la voluntad, en principio, juega un papel marginal: la lógica no necesita de la voluntad de nadie para ser cierta. Por lo tanto, en cuanto “héroes”, es su destino, y la dignidad con que lo asumen, lo que importa” (Centro de Memoria Histórica 2012, p. 238). Cabe agregar que muchos de los Frentes de las AUC llevaban por nombre “Héroes de los Montes de María”, “Héroes de Granada”, “Héroes del Prodigio”, “Héroes del Llano”, entre otros.
Enterrar y callar es el epígrafe del grabado 18 de Los desastres de la guerra de Goya (…) Enterrar y callar son actos connaturales a la violencia, al cinismo, son instrucciones estratégicas y operaciones de guerra. Desenterrar y hablar son los verbos antagónicos, lo propio de la tregua y el cese al fuego (…) Las palabras desenterrar y hablar, escogidas por Echavarría para esta exposición, son al mismo tiempo la continuidad de su lectura de Goya y un acto de confianza en el que al pronunciar, por medio del arte, los hechos y los nombres de los enterrados, redime la dignidad post mortem y se vuelve lengua colectiva lo injustamente silenciado” (Sierra León, 2016, p. 8).
Texto curatorial que daba la entrada a la exposición “Desenterrar y hablar: una etnografía estética de la guerra en Colombia”. El ambiente de confianza que mencionaba Echavarría tenía que ver con el acuerdo de paz firmado entre el Gobierno Nacional y las FARC, que buscaría refrendarse mediante un plebiscito el 2 de octubre de 2016. Con respecto a la posibilidad de revelar nombres y lugares, Echavarría escribió lo siguiente: “De acuerdo, hay más esperanza. Se puede hablar un poco más. Ya se puede identificar el bando en el que estuvieron. Ya se pueden escribir algunas historias de las que nos contaron. Ya aparecen sus primeros nombres. En 2009 esto nos era prohibido” (Comunicación personal, septiembre 13 de 2016).
“Bocas de Ceniza” es una obra en formato de vídeo que recoge cantos compuestos por víctimas del conflicto armado en Colombia, en estos cantos se narran acontecimientos de la guerra en Colombia, como ataques a las poblaciones, masacres, desplazamiento forzado: “Aunque las cosas que se cuentan en todas las canciones sean semejantes, el acento y la afectividad son distintos en cada una. Del reclamo airado de la primera canción al presidente (“Oiga señor presidente, cómo es que va a gobernar, porque aquí los campesinos, hombre, con ellos van a acabar”), al agradecimiento a una providencia que salva, en la última” (Zuluaga, p. 2014). Este trabajo puede verse en: http://jmechavarria.com/gallery/video/gallery_video_bocas_de_ceniza.html Sobre la historia de vida de Noel Palacios puede consultarse: http://www.verdadabierta.com/victimas-seccion/perfiles/1896- noel-palacios-musico-sobreviviente-de-bojaya-
El victimario de hoy, probablemente, fue una víctima en el pasado. Juan Carlos, un excombatiente de las AUC, quien fue reclutado a los 16 años y permaneció allí por 4, tituló su pintura “De bueno a malo” (2017), y esto es lo que cuenta: “Mi padre fue asesinado por las Autodefensas. Mi padre era un expendedor de vicio. Cuando asesinaron a mi papá yo tenía 12 años. Años atrás de matar a mi papá, en 1992 también ajusticiaron a un hermano mío que también era expendedor de drogas. Yo me uní a la organización (AUC) porque hay un dicho muy nombrado que dice: “Cuando no puedes con tu enemigo únete a él”. En el pueblo no existía otra opción de poder vengarme, me uní a mi enemigo o también iba a ser ajusticiado”.
“En el ámbito forense, cuando a alguien se le ha quitado la vida, el cadáver tiene valiosa información que permite descubrir qué pasó y cómo. Por ejemplo, las huellas y evidencias físicas halladas dan cuenta del final de su vida, de los medios y mecanismos utilizados por quien le quitó la vida, de lo que es posible también inferir cómo era la estructura mental y carácter del victimario o perpetrador, y sus posibles estrategias y motivaciones para haber cometido el acto violento” (CNMH, 2014, p. 38).
Este relato se construye a partir de una entrevista realizada por Elkin Rubiano a John Gerardo el 2 de enero de 2018 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, con ocasión de la exposición “Ríos y Silencios” de Juan Manuel Echavarría. John Gerardo fue uno de las guías de la exposición realizada entre el 21 de octubre de 2017 y el 31 enero de 2018.
“De los casi 1.000 cuerpos que los paramilitares de Mancuso desaparecieron, según el fallo, al menos es ‘improbable que sean recuperados 560’. Mientras un 25 por ciento de las víctimas fueron enterradas en fosas clandestinas, un 6 por ciento fueron incineradas”. “Condena confirma que Mancuso usó hornos crematorios, como los nazis” (Sarralde Duque, M., 2014, 6 de diciembre).
No sólo convertir un cuerpo en cenizas sino también desaparecer las cenizas mismas: “Amenazados de muerte por sus superiores, también intimidados, los hombres del Frente Fronteras tomaron la decisión de desaparecer las cenizas de los cuerpos calcinados: ‘Se quemaba totalmente todo, a eso se le echaban un balde o tres de agua y eso se volvía nada’” (Osuna, 2015, p. 47).
Alias “El Iguano” relata cómo no sólo los comandantes de las AUC sino también las autoridades (ejército y policía) los presionaban para que desaparecieran los cuerpos, un problema para los paramilitares pues, según cuenta, en la zona de Cúcuta no existe ningún río para haber arrojado allí los cuerpos: “Entonces, como eran tantos muertos, noches de 12, 15, 20 en el área del Frente Fronteras y en Cúcuta otros 20 en una noche y algunos desaparecidos. A los desaparecidos los llevábamos a Juan Frío y los enterrábamos porque las mismas autoridades nos decían que no dejáramos rastros porque solo nos traían problemas, ‘nos jalan las orejas de Bogotá’, ‘mandan más ley para que los agarremos a ustedes’, ‘hay más órdenes de investigación’, no, entonces desaparezcan. Algunos fueron por allá al río Pamplonita o al río Zulia, a Puerto Santander, pero en la zona de Cúcuta, por ahí arriba, no había ríos”. De ahí la “solución” de los hornos” (Osuna, 2015, p. 153).
El video de la obra puede consultarse en: https://vimeo.com/153126339
El video puede consultarse en: https://vimeo.com/18647525
Véase el video “Los héroes en Colombia sí existen” (2011) en el que Sánchez contrata a una prostituta para que tenga sexo con un exsoldado a quien debieron amputarle una pierna. En una habitación se entrevista a la prostituta, al soldado, se consume alcohol y cocaína y, finalmente, se consuma el contrato: un soldado sin una pierna tiene sexo con una prostituta.