Alain Badiou. Theatre and politics as collective subjectivations

Authors

DOI:

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n58a05

Keywords:

Alain Badiou, dialectics, politics, subject, theatre, truth

Abstract

Since the Greek emergence of philosophy, theatre and politics maintained complicated but close links. In their own way, both seek to unify multiplicities through the localized interweaving of ideas and bodies. Overcoming the Platonic, Aristotelian and Heideggerian models of the relationship between art and philosophy, it is shown with Badiou that the contemporary articulation of theatre and politics lies within a dialectical game that constitutes the collective Subject of both elds. For this purpose, it is necessary to rethink the point of contact between theatre and politics in the light of their different production of truths. Relocating the truth at the centre of both activities, it is possible to unveil with Badiou that both contemporary theatre and politics contribute to the creation of faithful Subjects when the collective is built through the indifference to the differences. Thus, beyond the fact that theatre and politics can be objects of one another, and that they inhabit each other, theatre reveals what can still be, today, the only real and true politics.

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Author Biography

Stephane Vinolo, Pontificia Universidad Católica del Ecuador

Ph.D en filosofía por la Universidad Michel de Montaigne de Bordeaux (Francia) y Ph.D en Teología por la Universidad de Strasbourg (Francia). Es actualmente Profesor Principal en losofía de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Publicaciones: Le don de Spinoza à la phénoménologie de Jean- Luc Marion, in Laval philosophique et théologique (2017); ¿Qué más da? La estética en Jean-Luc Marion, in Escritos (2017); Spinoza et l ́argent – La politique comme économie des passions, in Revue philosophique de Louvain (2017); La tentation moderne de Jean-Luc Marion – Le scandale de la saturation, in Dialogue (2017).

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Published

2018-07-31

How to Cite

Vinolo, S. (2018). Alain Badiou. Theatre and politics as collective subjectivations. Estudios De Filosofía, (58), 99–118. https://doi.org/10.17533/udea.ef.n58a05

Introducción

“El teatro es un arte que agrupa a las personas y tal vez las divide o las unifica: es un arte de lo colectivo. Hay una teatralidad política, o una política de la teatralidad, que se combina en torno a esta figura de la agrupación”. (Badiou, 2015, p. 75).

A lo largo de la historia de la filosofía, las relaciones entre el arte, la política y la filosofía fueron complejas, a veces incluso excesivas tanto en la admiración como en la violencia, pero fueron constantes, repetidas y fundamentales. Desde la expulsión de los poetas de la ciudad ideal en el libro X de La República,1 al elogio de la poesía como único discurso que nos abra un acceso al Ser en Heidegger, el arte, la política y la filosofía no han dejado de entrecruzarse dentro de un triángulo amoroso cuyas raíces yacen en Grecia. Es cierto que tal como se dio un olvido del Ser, también parece haberse dado, en filosofía, momentos de olvido del arte y de la política. Por ejemplo, casi no encontramos línea alguna acerca de éstos en obras fundamentales de la filosofía como las de Descartes, que siguen determinándonos en gran medida. Es notable que el autor que más determinó a la Modernidad y a nuestro mundo, no redactó ningún texto explícito acerca de política o de arte. Podemos intentar reconstruir un pensamiento político a partir de sus textos (Guenancia, 2012), o inventar una estética cartesiana (Dumont, 1997), pero Descartes no redactó tratado alguno explícitamente político o estético. En su oposición a la Modernidad, o en su posición de relevo de ésta, la filosofía contemporánea ha retomado el juego amoroso entre filosofía, política y arte. Basta con leer algunos de los textos fundamentales de Gilles Deleuze (1981), Jacques Derrida (1978), Stanley Cavell (1979) o Jean- Luc Marion (2014) para ver en qué medida no sólo el arte y la política pueden ser objeto de reflexión para la filosofía, sino que además pueden ayudar a manifestar nuevas modalidades del pensamiento filosófico. Es entonces a raíz de la filosofía, bajo la sombra protectora de la larga tradición de la articulación filosófica de ambos campos, que queremos repensar los vínculos entre arte y política hoy en día. Para hacerlo, la obra de Badiou nos servirá de guía, y más precisamente su concepción precisa y original del teatro, puesto que es con el teatro que el arte se acerca mejor a la política. Escogemos a Badiou primero porque hace del arte y de la política dos de los cuatro procedimientos genéricos de verdades (a los cuales se suman la ciencia y el amor), por lo que juegan, en su obra, sobre el mismo plano de inmanencia: “Estas mismas razones establecen que los cuatro tipos de procedimientos genéricos especifican y clasifican, hasta hoy, todos los procedimientos susceptibles de producir verdades (sólo hay verdad científica, artística, política o amorosa)” (Badiou, 1990,

p. 15). Segundo porque, para él, la filosofía, al contrario, no produce verdades sino articula las verdades producidas dentro de los cuatro campos mencionados, permitiéndonos pensar el punto de contacto entre éstos: “[…] la filosofía es la intermediaria de los encuentros con las verdades, es la madama de lo verdadero […], las verdades son artísticas, científicas, amorosas o políticas, pero no filosóficas” (Badiou, 2009a, p. 54). Dado que hay verdades artísticas y verdades políticas, éstas entran necesariamente en contacto sobre un punto que debemos determinar para re-pensar las determinaciones cruzadas de la política y del arte.

Para pensar este vínculo en su modalidad contemporánea hubiéramos podido utilizar otras artes, tales como la pintura, la escultura o el cine. Sin embargo, lo hacemos a partir del teatro porque éste manifiesta de manera esencial un vínculo con la política en tanto ambos se proponen articular ideas y cuerpos. Efectivamente, varios de los conceptos más fundamentales del teatro se pueden aplicar al campo de la política. De manera esencial, el teatro es la creación de un colectivo, es decir, que tal como la política, crea una unidad a partir de una multiplicidad de individuos. Ahora bien, así como en la política, la unidad del público en este lugar común que es el teatro no puede limitarse a una co-presencia serial2 -que no es más que una yuxtaposición de singularidades, tal como sucede en las salas oscuras del cine.3 Efectivamente, la unión del público en el caso del teatro va mucho más allá que la de una simple co-presencia de individuos que permanecen encerrados, cada uno, en su mundo. Es una unión que debe pensarse como un verdadero cuerpo u organismo. Segundo, se suele pensar que el teatro, tal como la política, es una cuestión de representación, es decir, que la unión del público se manifiesta y se consolida frente a personas que significan algo más que lo que realmente son. En fin, y de manera fundamental, el teatro, a diferencia del cine es, tal como lo dice Badiou citando a Vilar, un arte de las posibilidades más que de las realizaciones: “Gracias a él comprendí que el teatro era más un arte de posibilidades que un arte de realizaciones” (Badiou, 2015, p. 12). Quién va al teatro se expone al riesgo del acontecimiento, al riesgo de que algo imprevisto suceda, de que lo que se da sobre el escenario exceda lo que estaba programado, tal como sucede en toda verdadera política. Estos puntos de contacto entre política y teatro son tan manifiestos y, a la vez, tan misteriosos que Badiou establece una verdadera relación isomórfica entre ambos campos: “[…] tal como si el teatro fuese isomórfico a esta actividad singular que llamamos “política” (no hablo aquí de la gestión monótona del Estado)”.4

No se trata entonces con Badiou de determinar cuáles deberían ser las políticas públicas necesarias para el arte, y más precisamente para el teatro, ni tampoco analizar en qué medida hay cierta teatralidad de toda política. La posición que nos ayuda a pensar Badiou es más radical. Se trata de pensar cómo el teatro, en sí mismo, conlleva una concepción de la política. Proponemos pensar así con Badiou, no una política del teatro, menos aún una política como teatro, sino al teatro en tanto política.

I - El nexo verdadero de la política y del arte

Repartamos entonces de los posibles nexos históricos entre filosofía y arte. La primera manera de articular a ambos es, para Badiou, el nexo didáctico. Según esta modalidad, el arte no produce directamente verdades, pero es el vector suave y amigable de verdades que no le son sólo exteriores, sino que además surgen en campos mucho más austeros y difícilmente accesibles que el campo artístico. El arte permite, a las personas que necesitan tomar caminos más sensibles y afectivos, acceder a la rudeza de las verdades. Esta es de manera prioritaria la posición platónica; posición según la cual, dado que el carácter sensible del arte lo compromete, por mucho que éste pueda encarnar las Ideas, no puede sino degradarlas y corromperlas. De allí la crítica constante de Platón a los artistas según la lógica de la mímesis. El arte no es más que una imitación -y en consecuencia una degradación- de las verdades ideales que, únicamente como tales, permanecen puras. Así, en el nexo didáctico, el arte es: “[…] el encanto de una apariencia de verdad” (Badiou, 2009a, p. 46). La posición didáctica distancia al arte de la filosofía, desplazando la verdad del lado de la filosofía y alejándola del arte. Este nexo es también el que presenta Sartre cuando articula las tesis filosóficas de El ser y la nada (1943) con su encarnación novelesca en La náusea. En varias ocasiones, Sartre afirmó que La náusea es un texto propedéutico para entrar en el edificio conceptual y árido que es El ser y la nada. Aquí, el arte literario permite expresar de manera más sencilla verdades filosóficas que, por encarnarse en la literatura, se degradan.

La segunda modalidad del nexo entre filosofía y arte, es el nexo, más tardío, que llamamos romántico. Presenta el carácter contrario al del nexo didáctico. En este caso, el arte es el único campo capaz de alcanzar verdades que permanecen herméticas a las otras disciplinas: “La tesis en este caso es que el arte sólo es capaz de verdad. Y [que] en ese sentido alcanza aquello que la filosofía sólo puede indicar” (Badiou, 2009a, p. 47). Dado que conocer siempre es someter las cosas a las condiciones de la objetidad (Marion, 2010), todo conocimiento está limitado a lo que puede entrar dentro de éstas, por lo que todo un campo de los fenómenos permanece fuera del alcance de nuestro conocimiento (Marion, 2008). En contra del concepto que encierra la cosa dentro de condiciones objetuales plenamente humanas y, por lo tanto, limitadas, el arte podría levantar los velos que ocultan a la verdad con el fin de dejarla presentarse a partir de ella misma. Cuando el concepto sólo nos da acceso a objetos, el arte, en su proceso de revelación, podría ponernos en presencia de la verdad, en un estado de plena parusía. Reconocemos aquí la concepción heideggeriana del arte y de las relaciones entre arte y filosofía (Heidegger, 2006).

En fin, podemos imaginar un tercer nexo que es el nexo clásico. Lo encontramos desde Aristóteles hasta cierta filosofía moderna. Este nexo expresa dos posiciones. Primero, el arte no es capaz de proveernos un acceso a la verdad puesto que se mueve dentro del campo de la mímesis y de la representación. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en Platón, esta incapacidad no es problemática ya que no es papel del arte el acercarnos a la verdad. La verdad no es su destino ni su horizonte. Preguntaremos entonces, según esta modalidad del nexo, ¿cuál es el papel del arte en la ciudad? El arte no tiene función epistemológica alguna sino un papel ético. Mediante una catarsis, dirige a las almas para curarlas y no para instruirlas: “De esto resulta que la norma del arte consiste en su utilidad en el tratamiento de las afecciones del alma” (Badiou, 2009a, p. 48). De esta manera, es posible instalar una relación pacífica entre el arte y la filosofía, dado que, al desvincular el arte de la verdad, éste ya no es un pensamiento:

En el didactismo, la filosofía se enlaza con el arte siguiendo la modalidad de una vigilancia educativa de su destinación extrínseca a lo verdadero. En el romanticismo, el arte realiza en la finitud toda la educación subjetiva de la que es capaz la infinidad filosófica de la Idea. En el clasicismo, el arte capta el deseo y educa su transferencia por medio de la proposición de una apariencia de su objeto (Badiou, 2009a, p. 49).

Cada uno de estos nexos refleja cierta concepción de la política. Reconocemos que el nexo didáctico es el nexo marxista cuyo paradigma es el teatro de Brecht. Para éste, hay una verdad política externa al arte, y es deber del arte llevar a las personas que no tienen acceso directamente a ésta: “La meta suprema de Brecht consistía en crear una «sociedad de los amigos de la dialéctica» y el teatro era, para muchos, el medio de una sociedad de ese tipo” (Badiou, 2009a, p. 50). De ahí que el arte haya sido políticamente controlado, dado que, al manifestar una verdad que le era externa, hubiera podido caer en la manifestación de ideas liberales, traicionando la verdad marxista que tiene que poner en escena. El nexo romántico es el de la hermenéutica heideggeriana, dado que: “Ella expone en apariencia un entrelazamiento indiscernible entre el decir del poeta y el pensar del pensador. Sin embargo, el poeta queda con ventaja, ya que el pensador es sólo el anuncio de la vuelta atrás, la promesa de la llegada de los dioses en el colmo del desamparo, la elucidación retroactiva de la historicidad del ser” (Badiou, 2009a, p. 51). En fin, el nexo clásico es aquel del psicoanálisis, ya que, en éste, el arte no se piensa sobre el horizonte de la verdad sino sobre el horizonte del objeto del deseo; revela el verdadero objeto del deseo que, sin su manifestación artística, hubiera permanecido escondido. Sin embargo, nota Badiou, estos tres nexos no nos permiten pensar la situación contemporánea del arte, y, por lo tanto, tampoco su vínculo con lo político. Estas tres posiciones fueron saturadas y ocultaron fundamentalmente el arte, afirmando, in fine, que el arte no piensa. Por un lado, el marxismo sometió el arte a una verdad de Estado. La posición romántica llevó al arte más allá del pensamiento. En fin, el nexo clásico rompió el vínculo entre arte y verdades, relegándolo a una simple vía de acceso a cierto grado de consciencia del Sujeto.

Para entender este fracaso y ver mediante qué camino podemos re-articular el arte y la política, es necesario comprender el núcleo del fracaso de los tres nexos pasados. Las relaciones entre arte y filosofía se pueden clasificar gracias a dos conceptos que Badiou define. Por un lado, está la inmanencia, lo que mide el grado de exterioridad de la verdad en relación con los efectos artísticos de las obras. Ella responde a la pregunta que consiste en saber si hay verdades artísticas o si el arte es, al contrario, el vector de verdades no-artísticas. Por otro lado, está la singularidad, lo que determina en qué medida una verdad artística es propiamente artística, o si podría, al contrario, ser llevada o expresada también por otros campos. La posición de Badiou surge como relieve de los fracasos de las maneras según las cuales los tres nexos articulan inmanencia y singularidad. Para el romanticismo, la relación entre el arte y la verdad es inmanente pero no-singular. En el caso del nexo didáctico, la relación es singular pero no-inmanente. En fin, para el clasicismo, la relación no es singular ni inmanente, dado que la verdad ya no es el horizonte del arte. Ahora bien, tal como vemos, falta una cuarta articulación posible, que es la que propone Badiou. Se debe pensar la relación entre arte y verdad de manera inmanente y singular. Esto supone afirmar dos posiciones fundamentales. Primero: “[…] el arte es rigurosamente coextensivo a las verdades que él prodiga” (Badiou, 2009a, p. 54). Segundo: “[…] esas verdades no están dadas en ningún lugar fuera del arte” (Badiou, 2009a, p. 54). Lo que Badiou sintetiza en una sola fórmula: “[…] el arte en sí-mismo es un procedimiento de verdad” (Badiou, 2009a, p. 54).

II - La verdad del arte y el acontecimiento teatral

Pensar la articulación del arte con la política implica, primero, devolverle al arte su capacidad creadora de verdades, que es lo que más lo asemeja a la política. Sabemos que para Badiou (1999), el Ser no es más que multiplicidades de multiplicidades, que no son sino multiplicidades inconsistentes, cuya descomposición infinita desemboca finalmente sobre multiplicidades de vacío (Vinolo, 2014). Pero dentro de esta ontología, hay dos multiplicidades específicas y diferentes: las multiplicidades extraordinarias5 (o acontecimientos) y las multiplicidades genéricas (o verdades6).

Las verdades son multiplicidades que, si bien surgen dentro de condiciones localizadas y locales, valen más allá de éstas, porque en cuanto son genéricas, están desvinculadas del contexto dentro del cual fueron creadas, así como una medicina genérica está desvinculada del laboratorio que la patentó, en el sentido en que no puede ser identificada por su propietario ni su productor. Lo que determina la verdad es entonces su carácter transmundano. Surge en un mundo, pero vale en todos los mundos. Entendemos ahora porqué hay verdades artísticas. Es notable que a pesar de que ya no creamos en los dioses griegos ni en las maldiciones familiares, seguimos vibrando por Antígona y sufriendo con Edipo. De la misma manera, aunque los adolescentes latinoamericanos no hayan conocido las determinaciones muy específicas y complejas de la corte de Versalles y sus médicos ridículos, ríen en las representaciones de las obras de Molière en Medellín, Buenos Aires o Lima, tal como si la verdad de estas obras estuviese desvinculada de las características de los mundos dentro de los cuales fueron producidas. Pero notemos que este es también el caso de ciertos acontecimientos políticos. La Revolución francesa surgió en un país específico y en un momento muy preciso de su historia; no obstante, la verdad política que conllevaba este acontecimiento tuvo impacto en continentes y momentos históricos muy diferentes. Ahora bien, no toda política, ni toda obra de arte, conlleva verdades. Para que pueda hacerlo debe, tal como toda verdad, ser transmundana, es decir, desvinculada del mundo en el cual surge. Por consecuente, una política que asume, por ejemplo, la diferencia entre hombres y mujeres, sólo puede ser válida en mundos que también estén estructurados por ésta. Una política que reconoce la diferencia entre ciudadano nacional y extranjero, sólo puede ser desplazada y utilizada en un mundo previamente estructurado por esta dicotomía. Por lo tanto, sólo la política igualitaria, es decir, indiferente a las diferencias, puede ser una verdadera política: verdaderamente política. Así, arte y política se unen, en Badiou, sobre el punto en el cual menos lo esperábamos, aquel de la verdad, y es a partir de éste que podemos repensar sus articulaciones en el mundo contemporáneo.

El teatro es el que mejor manifiesta esta relación, y podemos entender su papel central en la obra de Badiou. Primero porque el mismo Badiou es autor de teatro (Badiou, 2010b), pero también sobre todo porque el teatro es: “[…] el arte más completo” (Badiou, 2015, p. 66). Esta importancia política del teatro es tal, que en su Rhapsodie pour le théâtre,7 Badiou propone crear una fiscalidad indexada sobre la asistencia de los ciudadanos a las representaciones teatrales. Mientras más uno pueda justificar su presencia en representaciones teatrales, menos impuestos pagará; al contrario, quien no asista a teatros verá su fiscalidad aumentar de manera substancial. El carácter “completo” del teatro proviene de la necesaria encarnación o subjetivación que supone. El teatro, tal como la política, está hecho de ideas y de cuerpos, de ideas encarnadas. Pero podemos encontrar otro vínculo entre el teatro y la política, en la medida en que la política y el amor son los dos temas fundamentales del teatro: “[…] digamos que el teatro es la política y el amor, y más general, el cruce de los dos” (Badiou, 2011, p. 106). ¿Qué quedaría efectivamente del teatro sin política y sin amor? Hablar de tragedia o de comedia, en ambos casos, es ver fluir el deseo dentro de estructuras políticas normativas. Según Badiou, la tragedia es el deseo que experimenta las estructuras del Estado, cuando la comedia es el deseo que se enfrenta a la estructura normativa de la familia. Podemos pensar aquí de manera paradigmática en Sófocles y Molière, quienes, a su manera, presentan casi siempre las aventuras del deseo que se enfrenta a normas estatales o familiares.

Esta relación entre teatro y política se refuerza aún más cuando hoy en día, ambos se exponen al mismo riesgo y se ven amenazados por los mismos enemigos. Tal como lo señala Badiou, hay, a la derecha, la tendencia a privatizar los teatros, pero esta no es la dificultad más grande a la cual se enfrenta el teatro. Hay sobre todo la tendencia a privatizar el teatro como tal, es decir a limitar la creación teatral a lo que el público quiere recibir, tal como un proveedor se somete a los deseos de sus clientes. En este caso, el deseo de recibir dicta su ley a lo que la creación da, limitando todo gesto de creación y anulando el carácter acontecimiental del teatro. Por este motivo, Badiou opone el “teatro” al teatro (Badiou, 2014, XXII, pp. 41-42). Encontramos aquí la misma patología que hace de la política una simple gestión de los asuntos públicos, o del amor un simple acuerdo contractual en el cual cada uno de los “amantes” realiza sus intereses individuales mediante la relación: “El amor asegurado, como todo aquello que se basa en la seguridad, es la ausencia de riesgo […]” (Badiou, 2011, p. 21). En este caso, el teatro se limita a ser un producto más de la industria de la diversión, lo que el Teatro nunca ha sido: “La verdadera comedia no nos divierte, nos pone en la inquietante felicidad de tener que reírnos de la obscenidad de lo real” (Badiou, 2015, pp. 19-20). Por otro lado, el teatro, tal como la política, padece ataques desde su lado izquierdo. Hay quienes quieren de otra manera anular el Teatro, negando su carácter de representación, limitándolo a la espontaneidad que se puede dar en cualquier momento, en cualquier situación: “Es la idea de un teatro sin teatro, de una presencia de la actuación al ras de lo que no se actúa, o no es más que la actuación social ordinaria. La idea según la cual el teatro debe abolir la representación y convertirse en una mostración” (Badiou, 2015, p. 23). En política, esta amenaza es la de los movimientos espontáneos que subestiman la necesaria organización de los cuerpos políticos.8

En fin, las relaciones entre teatro y política también se dan fuera de la escena, por ejemplo, en el público. Esto se manifiesta primero en la voluntad de Badiou de mantener el entreacto. Podríamos estar sorprendidos por esta posición de Badiou, dado que el entreacto es el momento más burgués del teatro, en el cual las personas no hacen más que mostrarse. Es el momento en el cual el mismo público actúa, se pone a él mismo en escena. Pero se entiende la posición de Badiou si vinculamos otra vez el teatro con la política a un nivel más fundamental. El cine no conoce entreactos, puesto que no los necesita. Como el cine es una relación de cada individuo, de cada espectador, con la pantalla, no se crea ninguna unión afectiva ni ideal del público. Al contrario, el teatro unifica a su público, dentro de un verdadero Sujeto colectivo. Por este motivo, el entreacto permite hacer un primer análisis de lo que se está creando, una primera comprobación del Sujeto colectivo que se está construyendo: “El entreacto es el momento en que se hace un primer balance acerca de nuestra existencia subjetiva en el espectáculo” (Badiou, 2015, p. 90). Y, sobre todo, ya que el teatro siempre se expone al riesgo de la sorpresa y por lo tanto al riesgo de que no se dé el acontecimiento de la unificación colectiva del público, el entreacto también permite a las personas decepcionadas, o a las personas que no logran incorporarse en el Sujeto colectivo, retirarse sin poner en peligro la constitución de éste: “El entreacto señala esa impureza para el público y también le da la libertad de escabullirse” (Badiou, 2015, p. 91). Pero a diferencia de lo que sucede en el “teatro”, que por ser normalizado y formateado por el mercado presenta un público unificado según la modalidad de la substancia, es decir un público unificado por características particulares (étnicas, religiosas, de clases sociales, etc.), el verdadero teatro produce una unificación que no se da según la modalidad de lo uno, o como mínimo cuyo principio unificador no se encuentra en el Ser de los individuos sino en el acontecimiento del encuentro teatral.9 Encontramos aquí otra vez un paralelo entre teatro, política y amor. De la misma manera que los amores más famosos son transversales, es decir, que no están determinados por las condiciones sociales, religiosas o étnicas de los individuos (más bien se oponen a éstas y son por lo tanto indiferentes a las diferencias que estructuran a la sociedad en la cual surgen), y se unen mediante el único acontecimiento del encuentro amoroso, el público del teatro es una multiplicidad genérica que se subjetiva colectivamente mediante el acontecimiento teatral. De la misma manera, en política, Badiou rechaza de manera categórica las unificaciones substanciales de los pueblos que reposan sobre: “[…] una Raza, una Cultura, una Nación o un Dios” (Badiou, 2010a, p. 103). Si algo como la política todavía existe, puesto que debe producir verdades, sólo puede producir unificaciones no substanciales sino acontecimientales, es decir subjetivas, que surgen de la encarnación del colectivo dentro de una idea radicalmente nueva.

III - El fantasma político del teatro

Podemos entonces pensar en qué medida el teatro como tal nos permite pensar la política hoy. Para alcanzar este objetivo, no hablaremos de tal o tal obra de teatro, ni de ciertos momentos de su historia que deberíamos distinguir (Meyer, 2005). Al contrario, con Badiou, intentamos mostrar que el mismo teatro, en cuanto es la encarnación de ideas, nos permite pensar la política. El punto clave de la articulación yace en el concepto de dialéctica. Tal como lo afirma Badiou en la Rhapsodie pour le théâtre (Badiou, 2014, LXXII, p. 105), el teatro manifiesta la articulación dialéctica de tres dialécticas: la dialéctica objetiva, la dialéctica subjetiva y la dialéctica absoluta. Ahora bien, estos tres conceptos (objetivo, subjetivo y absoluto) provienen directamente de su Teoría del sujeto (Badiou, 2009b) y de los análisis políticos que este texto presenta. Es entonces en la articulación entre estas tres dialécticas donde yace la articulación esencial entre el arte (el teatro) y la política. Seguir pensando en una articulación fructífera del arte con la política nos impone volver a pensar de manera dialéctica.

Según Teoría del sujeto (Badiou, 2009b), llamamos proceso objetivo al proceso mediante el cual se le asigna un sitio a una fuerza, el proceso según el cual se estructura y se localiza una fuerza: “Se llamará, correlativamente, «objetivo», el proceso por el cual la fuerza es emplazada, por ende, impura” (p. 64). De allí que Badiou insista tanto sobre el hecho de que el teatro es también un lugar, es decir, que tiene un marco que lo estructura. De la misma manera en que Derrida (1978) mostró que el marco no es exterior a la obra de arte, el teatro se estructura como tal mediante un marco que lo localiza y marca el sitio del acontecimiento teatral (Badiou, 2014, XIII, p. 30). Ahora bien, en lo que se refiere al teatro, este marco es el del Estado. Esto no significa que todo teatro sea un teatro del Estado (tal como si fuera el porta-voz de éste), sino que el teatro se organiza positivamente o negativamente en referencia al Estado. En Francia, muchos festivales y grupos de teatro reciben directamente financiamientos públicos, pero, además, los que no quieren hacerlo asumen explícitamente el no recibir financiamientos para poder liberarse de éste y, por lo tanto, siguen pensándose sobre el horizonte del Estado. Así, el proceso de objetivación es también una manera de representación en el sentido en que el teatro representa en un primer momento lo que el Estado ordenó. Pero, puesto que el teatro no se limita al proceso objetivo sino a la dialéctica objetiva, no se limita a representar el proceso objetivo del Estado, sino que lo cuestiona, lo pone en movimiento para arrancarse de éste. Hay así un juego de espejos entre teatro y Estado, según el cual, al revelar la estructura de la ordenación estatal, al revelar de qué manera el Estado organiza la situación, el teatro la cuestiona. La cuestiona por el simple hecho de manifestarla, mostrando que es una construcción del Estado y que no es una situación natural que se impone a nosotros. De allí la afirmación de Badiou según la cual el teatro: “[…] representa la representación” (Badiou, 2014, XXXIV, p. 61).10 Hay así una representación teatral que representa lo que el Estado comenzó por representar. Por ejemplo, en Molière, vemos en qué medida las relaciones de poder establecidas por la familia, que parecían tan naturales a la sociedad francesa del siglo XVII, se ven cuestionadas al representarlas. La familia que parecía natural aparece de repente como una verdadera representación estatal, es decir, como una manera que tiene el Estado de organizar al mundo mediante relaciones de poder. Entonces, por definición, al representar lo que el Estado representa, o la manera mediante la cual el Estado ordena al mundo, el teatro cuestiona la misma estructura del orden político de la sociedad.

La segunda dialéctica que juega en el teatro es la de la dialéctica subjetiva. Otra vez, en Teoría del sujeto, Badiou teorizó el proceso subjetivo como aquel de la concentración y de la purificación de una fuerza. El proceso subjetivo es el movimiento mediante el cual una fuerza resiste a lo que, dentro de ésta misma, tiende a objetivarla, a negar su potencia novedosa: “La purificación de la fuerza es la concentración de su novedad” (Badiou, 2009b, p. 62). Es así que la fuerza se mantiene cualitativamente heterogénea a las clasificaciones estatales de la situación. En el caso del teatro, el proceso subjetivo se manifiesta en el juego -en su doble sentido de lo lúdico y de la actuación-, o sea, de lo que va más allá de la representación objetiva de la representación. Pero ¿en qué medida podemos pasar del proceso subjetivo a la dialéctica subjetiva mediante la actuación? Repartamos de una afirmación de Badiou que podría parecer misteriosa. ¿Qué hace el actor al actuar? Al encarnar un papel, aceptaremos fácilmente que el actor imita. No obstante, escribe Badiou, tal como el teatro representa la representación, el actor “[…] imita a la imitación” (Badiou, 2014, LVII, p. 86).11 Así, la imitación se da sin objeto, o es su propio objeto. Pero ¿qué significa este carácter auto-referencial de la imitación? Significa que el actor manifiesta, por su actuación, el juego de las diferencias, y no la imitación de una substancia subjetiva. En el teatro, se trata más de papeles que de personajes determinados de manera substancial. A diferencia del personaje, el papel no existe sino en relación con otros papeles, como efecto del proceso de diferenciación de los papeles. Por este motivo, el actor, en su actuación, no tiene como objetivo el encarnar una substancia subjetiva, sino el mantener el proceso de la diferencia de la cual salen todos los diferentes papeles: “[…] el actor bien podría mostrar un sujeto sin substancia. Hay un cogito del actor, más cercano, probablemente, al de Lacan que al de Descartes: en dónde piensan que estoy es donde no estoy, pues estoy en donde pienso que se piensa que está el otro” (Badiou, 2014, LIII, p. 82).12 Sobre el escenario no hay personajes, sino trayectos subjetivos dentro de los diferentes papeles. Por ejemplo, no es el actor quien encarna el papel de padre sobre el escenario, sino los que actúan los papeles de madre, hijas e hijos. Es así como entendemos el vínculo con la política puesto que, tal y como en el marxismo, por ejemplo, las relaciones de clases no articulan substancias cuya existencia precede la de la relación, sino que las establecen y las crean. La relación de clases es la que impulsa el proceso de diferenciación de las clases, afirmando la primacía del flujo y de la relación, sobre la substancia. Por este motivo, para todo Sujeto su problema fundamental es mucho más el saber qué papel ocupa dentro de la lucha de clases, que conocer su pertenencia substancial a tal o tal grupo social. Tal como el actor, el proletariado, a su manera, es un Sujeto sin substancia. Asimismo, el actor de teatro nos muestra el camino para deshacernos de todas las posiciones establecidas a priori, antes de los flujos (tal como las presenta el capitalismo), pero no con el objetivo de crear nuevas posiciones substanciales contrarias, sino para anular el mismo sistema de posiciones substanciales: tal como el teatro implica el fin de los personajes y de las identidades fijas, la política implica el fin del Estado y también del mismo proletariado.

En fin, la dialéctica absoluta dibuja el posible arribo de un Sujeto-espectador. Tal como hemos visto que había una representación de la representación, y una imitación de la imitación, el espectador es “[…] el intérprete de la interpretación” (Badiou, 2014, XXV, p. 46).13 Si tal es el Sujeto-espectador, debemos una vez más hacer hincapié en su actividad, en este caso una actividad de interpretación. Pero esta actividad no opera sobre un absoluto sino sobre una interpretación, es decir, sobre algo que sucede mucho más que sobre algo que es. Tal como lo saben todos los espectadores de teatro, la interpretación es algo que sucede sobre el escenario, es decir que le sucede al teatro más de lo que se da en el teatro (por este motivo puede darse como no darse, es decir no suceder realmente). Ahora bien, ya que el acontecimiento, como todo verdadero don, se juega más en su recepción que en su donación (Vinolo, 2016), podemos imaginar tres tipos de Sujetos en el teatro, así como en la política, dependiendo justamente de la interpretación que hagan de la interpretación que sucede en el escenario y que le arriba al teatro.

La primera figura de este Sujeto es el Sujeto reactivo, para quién nada sucede cuando algo sucede. Es el espectador estéticamente ciego, que va al teatro para divertirse sin darse cuenta de la novedad acontecimiental que se da sobre el escenario. Vive el teatro como un producto de la industria del divertimiento. En política, es aquel que niega que hayan surgido novedades que abren nuevos posibles. Por eso, su paradigma en política es Tocqueville, quién, en El antiguo régimen y la revolución (1996), niega que algo como la Revolución francesa haya ocurrido, haciendo de ésta la simple continuidad de la Modernidad. Para él, lo que se da, lo que sucede, se confunde con el simple despliegue continuo del orden normal y objetual del mundo. De allí que piense la Revolución como la composibilidad medieval de dos pasiones francesas.14 Confunde lo que sucede en la historia con lo que le sucede a la historia. Basta con ver el título del último capítulo de su libro, para ver manifestarse esta negación del carácter revolucionario de la Revolución Francesa: “Capítulo VIII, Cómo la Revolución surgió por sí misma de lo que precede” (Tocqueville, 1996, pp. 282-289). El Sujeto reactivo, o espectador reactivo, es, no obstante, un espectador y un Sujeto puesto que interpreta la interpretación, negando que sea una interpretación, y rechazándolo en el ser del actor. No ve la brecha que abre la interpretación del autor, entre lo que el actor es y el personaje que deja fluir en él. Tocqueville, por ejemplo, no niega que algo haya ocurrido el 14 de julio de 1789, pero sólo puede ver lo que se dio el 14 como la conclusión lógica y la prolongación causal de lo que sucedió el 13. Así, en política, el Sujeto reactivo es el Sujeto de la social-democracia, que siempre quiere que todo cambie para que nada cambie. Se contenta con pequeñas modificaciones y reformas en contra del orden establecido, pero nunca quiere asumir el cambio radical de éste. Podemos ver esta figura hoy en día en muchos cómicos, que piensan cuestionar el orden establecido riéndose del peso de los hombres políticos o de los vestidos de ciertas ministras, sin nunca cuestionar la lógica financiera de los jefes de empresas a los cuales pertenecen los canales de televisión sobre los cuales estos cómicos piensan ser tan impertinentes. Tal como lo mostró François Yvonnet (2012), la risa consensual reemplazó a la crítica social de la cual la comedia solía ser vector. El Sujeto reactivo, en política, se acomoda con pequeñas reformas del orden establecido, pero no acepta que la dirección fundamental de la política cambie. El único cambio que puede aceptar es aquel que se da dentro de un marco, pero no el cambio de marco. Reirá por ejemplo frente a los médicos de Molière -seguro que la medicina del siglo XX es menos ridícula que aquella del siglo XVII- sin entender que es el marco de la mecanización cartesiana del cuerpo que ataca Molière, mecanización que nuestro siglo no hizo más que hacer triunfar. Reirá cuando Molière se burla de la familia burguesa y heterosexual considerando que es urgente pensar en nuevas formas de familia, sin ver que Molière denuncia el carácter estatal y normativo (y por lo tanto el marco) de toda forma de familia, de la misma estructura familiar, cuales sean sus modalidades. Piensa que el teatro cuestiona lo que se da dentro de cierto marco cuando el teatro lo representa para revelar los vicios del mismo marco.

La segunda figura del Sujeto es aquella del Sujeto oscuro. Esta vez, el Sujeto no niega que algo haya sucedido, que algo radicalmente nuevo haya surgido, pero se posiciona de manera negativa frente a lo sucedido, por lo que hace un esfuerzo para negar las nuevas posibilidades abiertas. En política es la posición fascista que obstaculiza los flujos para fijarlos dentro de substancias pasadas. El fascista desea cristalizar los nuevos posibles que se dan sobre el escenario (el escenario político) regresando a entidades substanciales pasadas: “[…], es preciso que el cuerpo que invoca el fascismo no sea acontecimiental, sino sustancial: una Raza, una Cultura, una Nación o un Dios” (Badiou, 2010a, p. 103). Sin embargo, aquí también, a pesar de su voluntad de estaticidad y de bloqueo de los nuevos posibles que se dan, sigue siendo un Sujeto, puesto que hay una verdadera actividad negativa para anular las consecuencias del acontecimiento. En este caso, por ejemplo, el espectador notará perfectamente que Molière denuncia las relaciones de poder que implica la misma forma de la familia, y por eso denunciará al teatro como un arte decadente que desestructura los fundamentos del orden social. Es activo, pero de manera negativa. A diferencia del Sujeto reactivo, el Sujeto oscuro no es tanto un Sujeto inactivo, sino un Sujeto activo de manera negativa. Disponemos de ejemplos de estos Sujetos. El gobierno francés de Vichy que colaboró con el régimen nazi fue un gobierno activo, muy activo, demasiado activo. Proponía una revolución, la Revolución Nacional. Sin embargo, esta Revolución no era más que un movimiento que después de los avances del Frente Popular, proponía un regreso a entidades estáticas que fijaban el movimiento de la novedad y de las potencialidades políticas. De allí su eslogan: “Trabajo, Familia, Patria”, todos entendidos en un sentido substancial.

En fin, el Sujeto puede ser fiel a las nuevas posibilidades que surgen. En este caso, el espectador se incorpora a la verdad que manifiesta el juego del actor, es decir a su cuestionamiento de las estructuras estatales y a su indiferencia a la diferencia. Por este motivo, el público puede unificarse más allá de las diferencias que existen entre los individuos que lo componen. No es que estas diferencias desaparezcan, sino que el vínculo es justamente lo que es indiferente a éstas. Pero el acontecimiento, dado que anula las diferencias substanciales, no propone nuevas posiciones, sino nuevos posibles, por lo que el Sujeto fiel asume el riesgo de la incertidumbre: “Esta institución de lo posible como presente es típicamente una producción subjetiva. Su materialidad son las consecuencias extraídas día tras día del trazado acontecimiental, es decir de un principio indexado al posible” (Badiou, 2008b, p. 69). Es necesario hablar aquí de “posibles”, porque nadie puede garantizar el éxito del acontecimiento, ni sus consecuencias. El Sujeto fiel no sabe plenamente a dónde va, ni conoce las consecuencias exactas de su fidelidad. Incorporarse a un acontecimiento implica asumir un riesgo. En el campo de lo político, el Sujeto fiel es el Sujeto revolucionario. Frente a las posibilidades abiertas por la Revolución Francesa, ningún revolucionario podía saber a priori lo que iba a surgir de ésta. Todos los revolucionarios asumieron la incertidumbre que se abría frente a ellos para intentar hacer triunfar la promesa de igualdad y de libertad que conllevaba el fin del Antiguo Régimen. De la misma manera, en el amor, el amante fiel al acontecimiento del encuentro amoroso se involucra y se incorpora totalmente al nuevo mundo abierto por la relación amorosa, sin conocer las consecuencias (positivas o negativas) que puede desencadenar. En el campo del teatro, tal como el Sujeto reactivo era indiferente al acontecimiento teatral y el Sujeto oscuro lo rechazaba, el Sujeto fiel asume exponerse al riesgo de recibir la interpretación de la interpretación, que al mismo tiempo revela la representación de la situación y, por lo tanto, la cuestiona. Así, el proceso de subjetivación teatral se asemeja al del Sujeto político, así como al del Sujeto amoroso, revelando finalmente el vínculo esencial entre teatro, política y amor. En los tres casos, dado que se trata de construir Sujetos colectivos, la única manera de hacerlo es siendo fiel a lo que es indiferente a las diferencias (entre las cuales la diferencia individual); es decir, a verdades.

Conclusión

El teatro no se puede confundir con la política, ni el amor con la ciencia. De hecho, Badiou nunca los confunde, puesto que cada uno produce verdades dentro de su campo propio: “El teatro, en mi jerga, pertenece al procedimiento de la verdad artística, que es diferente en su esencia misma del procedimiento político, […]” (Badiou, 2015, p. 78). Sin embargo, si bien no se pueden sustituir el uno al otro, Badiou no deja de afirmar que hay, entre ellos, un vínculo profundo: “[…]: existe, por lo tanto, un vínculo orgánico entre el teatro y la política, y aún más en la medida en la que el teatro es una institución pública y que el Estado siempre se entromete en la situación en que se encuentra el teatro” (Badiou, 2015, p. 76). Se ha mostrado que este vínculo se puede encontrar en determinaciones externas del uno por el otro dentro de una relación cruzada. En gran medida, el Estado financia el teatro, y, de hecho, en Francia, el teatro es una preocupación constante del Ministerio de Cultura, por lo que, en esta primera configuración de sus relaciones, la política habita el teatro. Pero a su vez, en los procesos de comunicación, muchos políticos utilizan técnicas teatrales para reforzar el alcance y la fuerza de sus mensajes. Aquí es el teatro que habita la política. Es notable que, durante la campaña presidencial francesa de 2017, todos los medios de comunicación insistieron sobre el hecho de que el actual presidente francés, Emmanuel Macron -en aquel entonces candidato a la presidencia-, tenía una gran experiencia teatral. De la misma manera, Badiou tiene razón en señalar que la política es uno de los temas fundamentales del teatro, como mínimo desde su versión griega, tal como podemos verlo no sólo en Sófocles, sino también en Eurípides o Aristófanes, y que el teatro tenía, en Grecia, un verdadero papel político e institucional. En contra de Aristóteles, nadie mejor que Florence Dupont demostró el carácter ritual y, por lo tanto, institucional, más que intelectual, del teatro griego (Dupont, 2007).

Con Badiou se ha evidenciado que, en realidad, el vínculo entre teatro y política no es exterior sino plenamente interno. Era de esperarlo dado que, para él, ambos producen verdades que articulan ideas y cuerpos, por lo que como mínimo sobre este punto de la verdad deben encontrarse. Ambos intentan encarnar Sujetos colectivos cuya unión yace en la fidelidad a verdades, es decir, a ideas indiferentes a las diferencias. Para Badiou, “Las verdades que prodiga de manera laboriosa el teatro son de esencia política, en tanto cristalizan las dialécticas de la existencia y apuntan a elucidar nuestro sitio temporal” (Badiou, 2014, p. 46).15 Por este motivo, el isomorfismo entre política y teatro se entiende a raíz de la presencia de la dialéctica dentro de ambos campos, dialéctica que afecta la representación (el Estado de la situación), la actuación (el papel del actor contra su personaje) y la interpretación (que permite la subjetivación del público mediante la fidelidad a la idea). El teatro nos sirve entonces hoy en día para pensar la política, porque en su articulación esencial con ésta nos permite ver que la lucha para mantener vivo el verdadero teatro, lejos de su perversión por la industria del divertimiento, es la misma que aquella que intenta mantener viva a la política sin confundirla con un simple proceso de gestión de los asuntos de la ciudad. En ambos casos, la creación de procesos igualitarios de subjetivaciones, indiferentes a la diferencia, es el único medio para mantener viva la exigencia fundamental del ser humano, aquella que nos aleja del animal humano que somos en cuanto individuos, para llevarnos a la posibilidad de vivir una verdadera vida (Badiou, 2016). Por esta razón se puede entender finalmente con Badiou que: “El teatro es, permítanme utilizar esta palabra cuya fatiga es sin remedio, el tipo mismo de la ficción comunista” (Badiou, 2014, p. 116).16

Referencias:

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Este artículo es resultado del proyecto de investigación titulado “Los fundamentos ontológicos y éticos de lo político” (Referencia N. 013060) adscrito a la Universidad de Quito.
APA: Vinolo, S. (2018). Alain Badiou. El teatro y la política como subjetivaciones colectivas. Estudios de Filosofía, 58, pp. 99-118.
“A vosotros os lo puedo decir, pues no iréis a acusarme ante los poetas trágicos y todos los que hacen imitaciones: da la impresión de que todas las obras de esa índole son la perdición del espíritu de quienes las escuchan, cuando no poseen, como antídoto, el saber acerca de cómo son” (Platón, 1986, X, 595b, p. 457).
Encontramos aquí la fidelidad de Badiou a las tesis sartreanas de la Crítica de la razón dialéctica. Recordemos que, para Sartre, la serie es el colectivo unificado por una relación individual y externa al individuo. Así, el colectivo se da sin que nadie tenga consciencia de pertenecerle. Tal como podemos verlo en un colectivo de individuos que esperan un bus o un tren: “[…], estos individuos forman un grupo porque tienen un interés común, es decir, en tanto que, separados como individuos orgánicos, les es común y les une desde el exterior une estructura de su ser práctico-inerte” (Sartre, 1963, p. 437).
« Le temps de la projection est celui d’un rassemblement inconsistant, d’une collection serielle » (Badiou, 2014, p. 22).
« [...] comme si le théâtre était isomorphe à cette activité singulière qu’on nomme « politique » (je ne parle pas ici de la monotone gestion de l’État) » (Badiou, 2014, p. 26).
“Este tipo de conjuntos que se pertenecen a sí mismos fueron bautizados por el lógico Mirimanof como conjuntos extraordinarios. Se podría entonces decir lo siguiente: un acontecimiento está formalizado ontológicamente por un conjunto extraordinario” (Badiou, 1999, pp. 213-214).
“Así, en definitiva, la parte indiscernible tiene «propiedades» de cualquier parte. Con todo derecho se le declara genérica, puesto que si se la quiere calificar sólo se podrá decir que sus elementos son” (Badiou, 1999, p. 376).
« Tout résident âgé de plus de 7 ans, sauf cas de force majeure, serait tenu d’assister à quatre représentations par an au moins. […] Les récompenses et les sanctions doivent toujours toucher à l’essentiel : la carte de théâtre serait jointe à la déclaration d’impôts. Les spectateurs particulièrement zélés, dont la carte est constellée de tamponnages, auraient droit à de substantiels abattements. Les récalcitrants, qui sont en dessous des obligations théâtrales légales, paieraient en revanche une amende forfaitaire douloureuse, dont le produit serait entièrement affecté au budget du théâtre » (Badiou, 2014, LXXXIV, pp. 118-119).
“[…], una nueva relación de la subjetivo y lo objetivo que no sea ni el movimiento multiforme agitado por la inteligencia de la multitud (como creen Negri y los altermundistas), ni el Partido renovado y democratizado (como creen los trotskystas y los maoístas fosilizados). El movimiento (obrero) en el siglo XIX y el Partido (comunista) en el XX han sido las formas de presentación material de la hipótesis comunista. Es imposible volver a una u otra forma” (Badiou, 2008a, p. 112).
“Debemos rebelarnos contra cualquier concepción de público que vea en éste una comunidad, una sustancia pública, un conjunto consistente. El público representa a la humanidad en su inconsistencia misma, en su variedad infinita. Cuanto más unificado está (social, nacional, civilmente...), menos útil es para la complementación de la idea, menos sostiene, en el tiempo, su eternidad y su universalidad. Sólo vale un público genérico, un público al azar” (Badiou, 2009a, p. 123).
« Le théâtre, en effet, représente : il représente la représentation, non la présentation » (Badiou, 2014, XXXIV, p. 61).
« On peut dire du reste qu’un acteur, en ce point qu’il soit homme ou femme importe peu, est d’abord celui qui imite une femme, parce qu’il imite l’imitation » (Badiou, 2014, LVII, p. 86).
« [...] l’acteur pourrait bien montrer un sujet sans substance. Il y a un cogito de l’acteur, plus proche sans doute de celui de Lacan que de celui de Descartes: là où l’on pense que je suis, je ne suis pas, étant là où je pense que l’on pense qu’est l’autre » (Badiou, 2014, LIII, p. 82).
« Or le Théâtre exige son Spectateur, lequel du coup sent vite la dureté du fauteuil, qu’il accroche aux lacunes du Jeu le développement voulu d’un sens, et qu’à son tour il soit l’interprète de l’interprétation » (Badiou, 2014, XXV, p. 46).
“Quienes hayan estudiado atentamente, leyendo este libro, la Francia del siglo XVIII, habrán visto nacer y desarrollarse en su seno dos pasiones principales, que no han sido en absoluto contemporáneas ni siempre tendido hacia el mismo fin. Una, la más profunda y antigua, es el odio violento e inextinguible a la desigualdad. Había nacido y alimentado de la vista de esa propia desigualdad, y con fuerza continua e irresistible impelía desde tiempo atrás a los franceses a desear destruir desde sus cimientos todo lo que quedaba de las instituciones de la Edad Media, y una vez allanado el terreno, a construir en él una sociedad en que los hombres fuesen tan semejantes y las condiciones tan iguales como lo permitiera la condición humana. La otra, más reciente y menos arraigada, los impulsaba a querer vivir no sólo como iguales, sino también libres” (Tocqueville, 1996, pp. 285-286).
« Les vérités que prodigue laborieusement le théâtre sont d’essence politique, en ce qu’elles cristallisent les dialectiques de l’existence et visent à élucider notre site temporel » (Badiou, 2014, p. 46).
« Le théâtre est, je me permettrai ce mot dont l’usure est sans remède, le type même de la fiction communiste » (Badiou, 2014, p. 116).